No son pocos los críticos de la izquierda posmoderna que han visto en sus valores un conjunto de preceptos, dogmas, anatemas, profecías y misterios que la identifican mucho más con una religión que con una ideología política, y aunque no hay por otra parte ninguna ideología política que carezca del todo de estas características, en el caso que nos ocupa la naturaleza religiosa se muestra al completo. Es, por supuesto, una religión a la que le faltan los fundamentos espirituales, lo que la despoja de lo esencial pero le permite operar con aparente legitimidad en el terreno de las ideas, y eso es lo que la hace más inquietante, pues no hay despotismo más temible que el que se presenta disfrazado de otra cosa. El fenómeno se ha tratado a menudo con sorna o se le ha dado un sentido metafórico, pero hay que empezar a tomarlo en serio.
Eso es precisamente lo que acaba de hacer William McGurn, miembro del Consejo de Redacción del Wall Street Journal y articulista destacado de este diario: tomarse el asunto completamente en serio. En un artículo publicado el 11 de noviembre, McGurn expone los motivos que permiten considerar religiosas las ideas actuales del progresismo y muestra cómo el influjo de estas ideas dogmáticas convierten a sus seguidores en feligreses:
Llamar religión a una visión de las cosas significa generalmente que está más allá del debate y la razón. El fanatismo de la izquierda puede a veces dar esta impresión: vean todos esos vídeos de los votantes de Harris sufriendo un colapso emocional al conocer los resultados de las elecciones. Pero la mejor manera de mirar a los Demócratas y a la religión es como una visión de mayor alcance que da sentido al mundo para sus seguidores.
Y esta es la razón por la que las propuestas de regeneración que han lanzado algunos de los liberales centristas próximos al partido para intentar que este renazca de sus cenizas después del descalabro sufrido en las recientes elecciones le parecen a McGurn condenadas al fracaso. Lo que propone en concreto uno de estos regeneracionistas, el bloguero Matt Yglesias, es abordar el cambio climático como una realidad que se puede gestionar y no como una norma rígida que hay que obedecer, reconocer la importancia de un crecimiento económico robusto y aceptar que el sexo biológico no es una construcción social. Son sin duda propuestas muy razonables, pero es en su racionalidad donde reside precisamente el problema de ponerlas en práctica: los millones de fanáticos que se identifican con los principios de la izquierda actual, no solo en Estados Unidos sino en todo el mundo occidental, no las van a adoptar fácilmente porque ello significaría renunciar a todo lo que da un sentido a sus vidas.
McGurn muestra cómo la manera de concebir la lucha contra el cambio climático reproduce con exactitud el mito religioso del edén destruido por los pecados del hombre y cómo esos pecados se pueden perdonar con indulgencias: las celebridades comprometidas en la lucha contra las emisiones de carbono pueden viajar tranquilamente en avión si conducen coches eléctricos para expiar su culpa. O si reciclan plásticos, podríamos añadir ⎯a pesar de que los expertos ya han demostrado que el procedimiento de reciclaje contamina más que los mismos plásticos⎯, se preocupan por la extinción de los osos polares, dan visos apocalípticos a cualquier aumento de las temperaturas y aplauden con emoción los discursos de Greta Thunberg.
Muestra también el articulista cómo las políticas de identidad, sea sexual sea racial, dividen la sociedad entre opresores (el hombre blanco hetero) y oprimidos, en una nueva versión de la lucha del bien contra el mal. De hecho, no hay nada tan parecido al diablo como el patriarcado, algo que en España se reveló con toda claridad en el caso Errejón, quien al aceptar su culpabilidad declaró que había incurrido en sus conductas machistas por la influencia ineludible del patriarcado y el neoliberalismo, siendo esta última una de las formas que adopta el patriarcado cuando se presenta ante los mortales. También se deduce del testimonio de su principal acusadora que, si se vio impulsada a dejarse llevar hasta su alcoba, fue porque su agresor la atrajo con las malas artes de la seducción, lo que es algo que solo puede hacer un hombre poseído por el patriarcado.
McGurn insiste en su apreciación religiosa de las políticas del Partido Demócrata refiriéndose a la locura de masas que ha impulsado a tantos adolescentes a cambiar de sexo. No hay una sola evidencia científica que permita afirmar que el sexo biológico no existe, y sin embargo esta pretensión ha adquirido un carácter dogmático en el pensamiento izquierdista: «Es una ortodoxia incuestionable en muchos ámbitos del Partido Demócrata». Oponerse a esa ortodoxia ha acarreado sanciones graves, que llegan hasta la pérdida de empleo, en un buen número de docentes y profesionales de la medicina y la psicología. Y, por supuesto, en la política económica el progresismo mantiene también el principio de la lucha del bien contra el mal. La inflación, la escasez de vivienda o el desempleo se deben siempre a la especulación capitalista y no al aumento del gasto público, la presión fiscal o las políticas proteccionistas del gobierno. Todo eso lleva a McGurn a la siguiente conclusión:
El Partido Demócrata sostiene hoy ortodoxias, devociones y herejías tan dogmáticas e inflexibles como la religión tradicional. Y esa es la razón por la que tantos demócratas están respondiendo a los resultados electorales, no reexaminando sus propias posiciones políticas, sino culpando a los votantes por su apostasía.
Hace pocos días, un juez federal dictaminó que una ley de Luisiana que exige que las escuelas públicas exhiban los Diez Mandamientos en las aulas es inconstitucional. Como todas las constituciones democráticas, la de los Estados Unidos consagra la libertad de culto prohibiendo la promulgación de leyes que obliguen a adoptar una determinada religión o que impidan el libre ejercicio de cualquiera de ellas. Algunos Estados contravienen a menudo este mandato constitucional, pero no pueden mantener por mucho tiempo sus ilegales pretensiones porque el Estado de Derecho las anula sin vacilar. Por supuesto, no ocurre lo mismo con las decisiones arbitrarias que, sin tener la consideración de religiosas, se toman con la misma irracionalidad, imponiendo dogmas que no se sostienen ni en la ciencia ni en el sentido común. Sucede a menudo, como ya he apuntado anteriormente, que algunas personas se ven privadas de sus licencias profesionales por no acatar los desvaríos de la ideología de género y de un pretendido antirracismo que repudia la pertenencia a la raza blanca. El caso más reciente es el padecido por la profesora de Derecho de la Universidad de Pensilvania Amy Wax. Sus estudiantes le preguntaron cómo valoraba los resultados de la discriminación positiva que se aplica a las minorías raciales y que consiste en que estas pueden acceder a la universidad con una nota de corte inferior a la que se exige a los estudiantes blancos. Wax, nada favorable a este tipo de medidas, ofreció datos rigurosos de los resultados académicos de los distintos grupos que cursaban la carrera de Derecho, y esos datos no ofrecían dudas sobre el peor rendimiento de las minorías protegidas, especialmente de los alumnos negros, que son los que se ven más favorecidos por la discriminación positiva. Los estudiantes consideraron que su actitud era racista, y el decano dio por buena esta apreciación y la acusó de radicalismo y de hacer generalizaciones despectivas sobre los distintos grupos de alumnos por su raza, su etnia, su género, su orientación sexual y su condición migratoria. También fue acusada de violar la prohibición de revelar públicamente las calificaciones de los estudiantes y de llevar al aula a un supremacista blanco.
Ninguna de estas acusaciones tiene base legal alguna. No trató con desprecio a ninguna minoría; se limitó a aportar datos que demuestran que la discriminación positiva, al admitir que determinados grupos accedan a la universidad con una calificación más baja que la normalmente exigible, les exponen a seguir sus estudios con más dificultades que aquellos de sus compañeros que llegan a las aulas con una mejor formación, lo cual es tan previsible como comprobable. Tampoco transgredió la norma que impide divulgar las calificaciones de los estudiantes, pues esta norma se refiere a individuos concretos, y lo que hizo es mostrar estadísticas de carácter general. Y en cuanto a la acusación de promover el supremacismo blanco, lo que hizo es invitar a dar una conferencia a un profesor que no comparte las ideas progresistas, y lo hizo en una universidad a la que, como en casi todas, los activistas del wokismo acuden a menudo a impartir sus doctrinas.
A pesar de todas estas evidencias y a pesar del excelente historial académico que posee, Amy Wax fue apartada de su cátedra, suspendida de su empleo y de la mitad de su sueldo por un año y privada de sus pagas de verano a perpetuidad. Condenar a alguien por decir una verdad comprobable es algo que solo se puede hacer en una sociedad que ha sustituido la verdad por un sistema de creencias y que impone por la fuerza la aceptación de tales creencias administrando castigos de una severidad inusitada en caso de incumplimiento. Es decir, una sociedad sometida a un régimen al que llamaríamos teocrático con toda propiedad si no fuera porque Dios no entra en sus planteamientos. El problema ante las imposiciones delirantes que, camufladas de pensamiento positivo, imperan en muchas universidades americanas desde los años noventa del siglo pasado es que no pueden entrar en la categoría de religiones y su acatamiento obligatorio no viola el artículo de la Constitución que consagra la laicidad. Sin embargo, sí se puede aducir que vulneran el derecho a la libertad de opinión, que también es un mandato constitucional, pero no parece que nadie esté dispuesto a reconocer esta obviedad.
La victoria de Donald Trump se debe a múltiples factores y, aparte del voto mayoritario que recibió de los hombres de origen hispano, las otras minorías victimizadas se mantienen fieles al Partido Demócrata. Ahora bien, la distancia entre los dos partidos se ha acortado algunos puntos en el voto de estos otros grupos, y parte de esta reducción puede deberse a un rechazo incipiente de las políticas progresistas en los tres ámbitos en los que los liberales centristas urgen a cambiar de rumbo: el cambio climático, el crecimiento económico y la negación del sexo biológico, lo que comporta, entre otras cosas, que niños preadolescentes sean animados en las escuelas a cambiar de sexo y que en el deporte femenino ochocientas noventa mujeres hayan perdido las medallas que deberían haber ganado por la admisión de competidoras transexuales. Probablemente, también podríamos añadir a esta lista de rechazos los desmanes de un feminismo empeñado en presentar a todos los hombres como encarnaciones del mal y los excesos de una discriminación positiva que no ha hecho más que infantilizar a sus beneficiarios y perjudicar la excelencia académica. El pasado año, por primera vez, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos anuló este sistema de selección de alumnos en algunas universidades, y aunque se mantiene en otras, este dictamen también parece indicar un cambio de rumbo. Si es cierto que todo esto ha influido en el apoyo a Trump, las personas sensatas que decidieron votarle deben de estar realmente desesperadas, pues solo así se entiende que optaran por un candidato que, según todos los indicios, auspició un golpe de Estado y cuyas maneras y principios auguran en ciertos aspectos el advenimiento de una nueva religión.
Parece, en cualquier caso, que las ideas del wokismo empiezan a perder fuerza, no solo en Estados Unidos sino también en Europa, donde la izquierda antiamericana las ha adoptado sin vacilar como sustituto de la lucha de clases. Tal vez porque, después de muchos años de adoctrinamientos, dogmatismos, señalamientos y condenas, los ciudadanos de todo el mundo occidental se van dando cuenta de que, lejos de elegir unas ideas, han estado aceptando con su voto que se les imponga una fe. Muchos izquierdistas ven en el cambio climático la plaga que anuncia el fin de los tiempos como castigo por los daños que el hombre ⎯el hombre blanco heteropatriarcal, para ser más precisos⎯ ha infligido con su codicia a la madre Tierra, pero alimentan la esperanza de ver la llegada de un nuevo reino en el que, con la descarbonización total del planeta y la entronización del coro de ángeles de treinta y siete géneros sexuales distintos, el patriarcado habrá sido definitivamente vencido. Puede que la cosa no sea tan grave y que los tiempos que se acaban solo sean los de la izquierda posmoderna. No es algo inminente, aún les quedan algunos años por delante y deberían aprovecharlos para arrepentirse de sus pecados y salvar sus almas.
Ilustración: Miniatura procedente de un manuscrito del Apocalipsis (ca. 1295). Dominio público.