Es frecuente encontrarse con una paradoja: cuando el Estado empieza a fallar en alguna de sus funciones, no se le exige que reconozca sus limitaciones; por el contrario, lo que suele esperarse de él es una mayor intervención. Este fenómeno es especialmente común en el ámbito de la redistribución de la renta. En épocas de crisis, cuando aumentan las desigualdades y la pobreza, se reclama al Estado que intensifique precisamente aquellas políticas que, en muchos casos, han contribuido a esa situación. No es extraño que entonces proliferen las demandas de una renta básica universal.
Lejos de ser una idea marginal, la medida cuenta con un apoyo amplio y creciente. En octubre de 2017, el Fondo Monetario Internacional publicó un informe en el que se defendía que una renta básica podría proporcionar una fuente de ingresos estable a los individuos y a los hogares y, por lo tanto, limitar el impacto de las crisis de ingresos y de empleo. En 2018, el secretario general de la ONU, António Gutierres, sugirió a los gobiernos considerar nuevas redes de seguridad social más fuertes y, con el tiempo, una renta básica universal. Incluso el Papa Francisco, en sus pensamientos compilados en Soñemos juntos: el camino a un futuro mejor (2020), se posiciona a favor de la renta básica universal. En España, en 2014 Podemos incluyó en su programa electoral para las elecciones europeas el «derecho a una renta básica para todos y cada uno de los ciudadanos por el mero hecho de serlo», y en 2021, el gobierno catalán, formado por miembros de Esquerra Republicana de Catalunya y Junts per Catalunya, fue compelido por la CUP a aprobar el Plan Piloto de Renta Básica en Cataluña. Los autores del ensayo En defensa de la renta básica (2023), Jordi Arcarons, Julen Bollain, Daniel Raventós y Lluís Torrens, aseguran que las perspectivas de futuro de la renta básica son hoy mucho más prometedoras de lo que lo eran hace unas décadas. En efecto, encuestas recientes muestran que cuenta con un apoyo cada vez mayor. En una realizada por WeMove y YouGov en el año 2021, un 56% de los españoles decía estar a favor de esta medida.
El filósofo y economista Philippe Van Parijs, uno de los principales defensores de la renta básica universal, la define como un ingreso a todos los miembros de una comunidad política uniforme e incondicional, sin importar si el receptor es rico o pobre, vive solo o en compañía, desea trabajar o no. Pese a que todo el mundo recibiría el ingreso, se trata de un tipo de redistribución de la renta: debe financiarse con impuestos y, por lo tanto, exige que se quite a unos para dárselo a otros. En la propuesta práctica Un modelo de financiación de la Renta Básica para el conjunto del Reino de España: sí, se puede y es racional (2014), sus autores explican que quien saldría ganando con la reforma es el 60 o 70% de la población situada en los niveles inferiores de renta. «La reforma propuesta», afirman, «significa una gran redistribución de la renta de los sectores más ricos al resto de la población». Es decir, una gran parte de la población sería receptora neta de la renta básica universal mientras que una parte minoritaria sería quien la financiase.
Sus partidarios la defienden desde dos puntos de vista complementarios: la justicia y el pragmatismo. Quienes apelan a la justicia la consideran un derecho esencial de cada ciudadano, una especie de reparación de agravios históricos, mientras que desde el pragmatismo se presenta como la herramienta más efectiva para combatir la pobreza. Son principalmente estos dos argumentos los que me propongo refutar.
Centrémonos primero en la justicia. En su ensayo La renta básica, Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght defienden que lo que hace la renta básica «no es redistribuir a partir de un principio de solidaridad de los que trabajan para con los que no pueden hacerlo, sino dar de buen principio a cada cual, sean cuales sean sus elecciones, aquello que le corresponde». No me detendré aquí a considerar todas las perspectivas filosóficas desde las que puede defenderse la justicia de la renta básica universal, el lector interesado puede encontrarlas magníficamente explicadas en el libro de Juan Ramón Rallo Contra la renta básica, pero lo que todas ellas tienen en común es la voluntad reparadora de supuestas injusticias pretéritas, como el reparto desigual de los medios de producción fruto de la apropiación de recursos naturales que, originariamente, o no eran propiedad de nadie o lo eran de todos. En este último caso, la renta básica actuaría como compensación a quienes, pese a ser algo así como copropietarios de los recursos naturales por derecho de nacimiento, no han tenido la oportunidad de explotarlos.
El problema es que se pretende corregir una situación jurídica consumada que se juzga como injusta mediante otra injusticia. La renta básica es injusta porque reconoce el derecho a una parte de la sociedad a vivir de lo que produce la otra. Al fin y al cabo, la contrapartida del derecho a percibir una renta básica es la obligación de producir para terceros: para que una persona tenga derecho a recibir un ingreso incondicional, hay otra que tiene que producir ese ingreso incondicionalmente. Es decir, la renta básica universal institucionaliza el parasitismo y, por lo tanto, la primacía de los fines particulares de sus receptores netos por encima de los fines de los aportadores netos. Desde el ente redistribuidor se privilegia el plan vital de quienquiera sea el receptor neto de la renta, que podrá dedicarse a lo que él desee gracias a la apropiación del trabajo de otro, por encima del del aportador neto, a quien se le están arrebatando medios que él ha producido justamente e impidiendo que los incluya en su plan vital. ¿Por qué la persona que quiere ahorrar todo el ingreso que genera su jornada laboral y comprarse una casa en el campo para vivir con su familia tiene que ver cómo una porción significativa de sus ingresos se destina a sostener a quien elige dedicar su vida a la música? En el fondo, quienes defienden la implantación de la renta básica universal pretenden imponer una concepción de la buena vida por encima de otras.
No cualquier tipo de redistribución de la riqueza cae en esta injusticia. Hay una gran diferencia entre un modelo de redistribución en el que la gran mayoría de ciudadanos acepta ayudar a aquellos incapaces de salir adelante por sí mismos y otro en el que la mayoría expolia a la minoría por el simple hecho de que ésta tiene más riqueza. Solo aquella redistribución de la renta que considera al individuo como un agente autónomo y responsable y, por lo tanto, que respeta los diversos planes de acción que cada individuo elige para regir su vida, es legítima y justa. La introducción de una red última de seguridad para ayudar a los desvalidos, huérfanos, enfermos o ancianos desamparados sí es compatible con la libertad individual porque no institucionaliza la transferencia de riqueza de los que producen hacia los que no lo hacen, porque entra dentro del ámbito donde la interferencia del Estado sirve para llegar allí donde la iniciativa privada no llega y, entre otras cosas, porque su coste no supone un esfuerzo excesivo en una sociedad que goza de cierto grado de bienestar.
Pasemos ahora a evaluar su eficacia para erradicar la pobreza. En realidad, resulta más bien una de las vías más rápidas para incrementarla. El efecto más devastador que trae consigo la renta básica es la descoordinación de la división del trabajo, principal fuente de la riqueza de las naciones. En una sociedad regida por la división del trabajo en el marco del mercado, los bienes y servicios se intercambian voluntariamente. Cada individuo se especializa en producir un bien o servicio que otros valoran y necesitan con el objetivo de conseguir los bienes y servicios que otros han producido: yo produzco una silla a cambio de un ingreso que me permite acceder a comida, ropa o un teléfono en el mercado. Este sistema consigue concentrar todos los talentos de la humanidad en un fondo común, el mercado, que, a través de la especialización, posibilita que cada individuo contribuya a aumentar el bienestar general de la humanidad.
A diferencia de lo que muchos creen, el mercado incentiva a las personas a preocuparse por las necesidades del prójimo convirtiendo el bienestar y las necesidades ajenas en el principal interés de uno a la hora de ocupar su tiempo de trabajo: si yo quiero adquirir los bienes y servicios que otros producen, tengo que preocuparme de satisfacer sus deseos. En cambio, al destruir la relación producción-ingreso, la renta básica universal permite a cada persona apropiarse de una parte de la producción de otra dejando de lado las necesidades y deseos de los demás. Todo el mundo recibe un ingreso incondicional que da acceso a los bienes y servicios que producen otros, independientemente de si se produce algo a cambio o no. El profesor de universidad y autor de un ensayo cuyo revelador título es Economía, no gracias. Renta básica universal, sí gracias, Raúl García-Durán, lo explica con total claridad, pese a no ser esa su intención. Nos cuenta cómo, en una de sus clases, uno de sus alumnos expresó su entusiasmo por la renta básica universal porque le permitiría dejar de trabajar y dedicarse a lo que realmente le gustaba: aprender a tocar bien la guitarra. Pero sentía que tenía que haber algo de injusto en eso: la sociedad le estaría permitiendo desarrollar sus aptitudes, pero sin que él diera nada a cambio. García-Durán le consoló explicándole que su individualismo no sería tal si, cuando aprendiera a tocar la guitarra, grabara discos y diera conciertos o clases a quienes quisieran aprender. Sin embargo, su alumno dio en el clavo: la renta básica universal promueve el individualismo asocial al desvincular las necesidades del prójimo de nuestro interés personal.
Porque es cierto que la crítica más repetida a la renta básica universal no parece convincente: la gente no se detendría a ver pasar la vida desde su sillón, se dedicaría a algún quehacer. Sin embargo, si al elegir la principal dedicación de la vida no fuera necesario preocuparse de las necesidades ajenas para tener garantizada la subsistencia, el incentivo para priorizarlas por encima de las propias pasiones desaparecería. Si todos nos dedicáramos a tocar la guitarra o, como en el célebre ejemplo de Van Parijs, a surfear en las playas de Malibú, el número de personas ocupadas en actividades productivas que los consumidores realmente valoran disminuiría estrepitosamente. Nos veríamos obligados o bien a producir todos y cada uno de los bienes y servicios que necesitamos, tal como ocurre en las economías de subsistencia (las sociedades más pobres del mundo), o a depender de la buena voluntad de otros para que nos echasen una mano cada vez que necesitáramos algo que no sabemos producir. El trabajo y el talento no estarían adecuadamente distribuidos y la coordinación que nos brinda el mercado con la división del trabajo se destruiría. Se reduciría drásticamente la oferta de bienes y servicios que hoy damos por sentados: no habría riqueza que redistribuir a través de la renta básica ni bienes y servicios que comprar con su ingreso.
Pero es que además la viabilidad de la renta básica universal es también muy cuestionable. Consideremos la propuesta de Jordi Arcarons, Antoni Domènech, Daniel Raventós y Lluís Torrens, según la cual entre un 60 y un 70% de la población saldría ganando con la medida. Para ello, los autores proponen aplicar un tipo impositivo único en el IRPF del 49,5%. Tal y como hemos visto, la renta básica universal distorsiona el comportamiento de los receptores netos de tal modo que socava la división del trabajo en la economía. Pero también tiene efectos graves en los aportadores netos que la vuelven infinanciable o, como mínimo, no financiable en los términos propuestos por los autores. Como sucede con la mayoría de propuestas de financiación, los autores no tienen en cuenta la elasticidad de la base imponible del impuesto ante subidas del gravamen, esto es, no tienen en cuenta la fuga de capitales, la destrucción de riqueza o la renuncia voluntaria de ingresos que se producirían ante un aumento del tipo impositivo. Una fiscalidad que fagocita la mitad de la riqueza que uno genera tiene efectos sobre la generación de riqueza. Resulta evidente que si el Estado impusiera un tipo de gravamen del 99% sobre las rentas del trabajo, los contribuyentes optarían por trabajar muchas menos horas. Lo mismo, en menor medida, ocurriría con un tipo impositivo que alcanzase el 49,5% de las rentas de los contribuyentes a quienes, además, se les plantea la posibilidad de vivir de la renta básica en lugar de trabajar. Los cálculos de los autores no consideran este cambio en el comportamiento humano y, por lo tanto, no pueden ser realistas. La renta básica universal no puede financiarse con un tipo único del 49,5% porque, por un lado, los receptores netos producirían mucha menos riqueza gravable y, por el otro, los financiadores modificarían su comportamiento de tal forma que la base imponible del impuesto se reduciría.
Además de inmoral, la renta básica universal es, por lo tanto, antieconómica. Quizá sea esa la razón por la que el profesor Raúl García-Durán, en un gesto de rebelión contra el conocimiento al más puro estilo de los eslóganes coreados en las revueltas de mayo del 68 en París («¡leer menos, vivir más!»), no tuvo reparos en titular su ensayo Economía, no gracias. Solo ignorando los principios básicos de la economía, y, por lo tanto, solo en las fantasías de algunos, la renta básica universal podría parecer una solución al problema de la pobreza. Lo que la realidad demuestra es que lo que ha sido capaz de sacar a miles de millones de personas de la miseria es la coordinación que garantiza el libre mercado.
Ilustración: Perros políticos a la caza de nuevos impuestos. Grabado coloreado a mano, obra de Thomas Rowlandson (1806). Dominio público.