El auge de los precios del alquiler en las grandes ciudades españolas está dificultando cada vez más el acceso a la vivienda y obligando a muchos a abandonar sus barrios. No hace falta estar buscando piso para darse cuenta: el asunto ha tomado protagonismo en tertulias, debates parlamentarios y, sobre todo, las calles. En febrero, casi cuarenta colectivos de vivienda, vecinales, ecologistas, de derechos humanos, sindicales y sociales se manifestaron en Madrid, y de nuevo en todo el país en abril, para denunciar lo que consideran una «emergencia habitacional» y exigir soluciones a la clase política. La fe casi supersticiosa que estos grupos tienen en la capacidad de los dirigentes para aliviar sus males es conmovedora, y no sería sorprendente verlos algún día tomar las calles para exigirles un febrero más cálido y un agosto menos pesado.
Al escuchar sus demandas, resulta inevitable acordarse de Ortega y Gasset. En La rebelión de las masas, explica que el ser humano nunca ha resuelto con tanta holgura sus problemas económicos, y que cada día añade un nuevo lujo a su estándar de vida. Si eso era cierto en 1929, cuando publicó su ensayo, hoy lo es todavía más. Sin embargo, lo que en siglos pasados se habría visto como fruto de una fortuna excepcional, en las últimas décadas se percibe como un derecho que no se agradece, sino que se exige con vehemencia. Muchos parecen convencidos de que el Estado no solo debe cubrir sus necesidades básicas, sino también satisfacer cada una de sus expectativas y deseos. Al hombre pretérito —explica Ortega— la vida se le presentaba como un cúmulo de impedimentos que era forzoso soportar, sin que cupiera ninguna otra solución que adaptarse a ellos. Hoy, en cambio, sorprende ver a jóvenes que acaban de superar la pubertad quejarse en televisión porque tienen que compartir piso o porque el alquiler se lleva buena parte de su sueldo, convencidos de que alguien les ha arrebatado lo que les corresponde por el simple hecho de haber nacido. Aseguran que todo el mundo tiene derecho a una vivienda, y no solo eso, sino que además debe ser digna. Pero, ¿a qué se refieren? ¿Es menos digna una vivienda en las afueras de Albacete que una en Malasaña? ¿Son 60 metros cuadrados dignos y 50 no? ¿Un baño para invitados dota de dignidad al inmueble? ¿Dos ambientes? ¿Luz natural? Todos querríamos que la edad de emancipación fuera la más pronta posible, pero que un joven de 28 años no se pueda permitir vivir solo en el barrio de Gracia no es la tragedia que muchos creen. Enfrentarse a dificultades, dependencia y escasez durante la juventud forma parte del orden natural de las cosas, pero parece que el hombre moderno haya dejado de ser consciente del milagro que supone, ya no que pueda satisfacer todas sus necesidades a diario, sino además vivir rodeado de comodidades, y cuente con ello, como dice Ortega, «como con la salida del sol cada nuevo día»: «Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos».
Así con todo, hay algo indiscutible: hoy es más difícil comprar o alquilar una casa que hace treinta o cincuenta años. Los motivos son muchos y trataré de ocuparme de los principales, pero algo es seguro: el problema sería aún mayor de aplicar las medidas que proponen precisamente quienes más indignados parecen estar con el problema. La propuesta estrella del Sindicato de Inquilinas de Madrid, cuya portavoz es la joven promesa Valeria Racu, es la de llevar a cabo una huelga de inquilinos para reducir el precio de los alquileres un 50%. La ocurrencia, solución salomónica donde las haya, podrá parecerles brillante, pero está lejos de ser original: los controles de precios han sido siempre la gran tentación de los gobernantes cuando la inflación o la escasez han asomado. Lo han sido porque generalmente percibimos los precios como obstáculos para conseguir lo que deseamos: ¿qué malvado especulador se opondría a que bajaran? Sin embargo, no funciona porque no soluciona el problema de fondo: la escasez. Aunque raramente se plantee de este modo, el problema es simple: no hay suficientes viviendas en las ciudades donde se demandan. Cada vez más gente quiere vivir en las grandes ciudades: en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla… o en París, Londres, Nueva York o Tokio. Y, aunque se impusiera una reducción del 50% del precio de los alquileres sin que esto produjera efectos adversos, el problema fundamental seguiría sin resolverse: no todo el mundo puede vivir en Nueva York. Los altos precios simplemente reflejan esta realidad con la que tendremos que lidiar de un modo u otro.
Al hablar de vivienda, las palabras «inversión» o «rentabilidad» son siempre vistas con recelo, si no con iracundo rechazo. Hay gente que se lleva las manos a la cabeza con la idea de que alguien pueda sacar provecho de una vivienda: «¡Una necesidad básica no puede estar supeditada a intereses capitalistas!» Sin embargo, no ocurre lo mismo con otros bienes incluso más esenciales todavía que la vivienda, como por ejemplo la comida. El sector alimentario funciona casi en su totalidad como un mercado libre: son empresas privadas las que producen y distribuyen alimentos y, como tales, lo hacen con ánimo de lucro. Y nadie muere de hambre hoy en España precisamente porque el sistema capitalista ha reducido los precios de los alimentos de tal manera que cualquiera puede acceder a ellos (y quienes no pueden, suelen recibir donaciones porque la comida es tan barata que compartirla no representa un gran esfuerzo). Cuando quien saca provecho de una necesidad básica es el panadero o el agricultor, nadie se escandaliza. Es más, les damos la razón cuando exigen mejores condiciones para trabajar y márgenes de beneficio más justos, lo que se traduce en precios más altos. Todos entendemos que no hay pan sin panadero; del mismo modo, podemos decir que no hay vivienda sin inversión inmobiliaria. No se puede pretender que existan viviendas en cantidad suficiente, asequibles y de calidad mientras se demoniza a quienes las construyen, financian y mantienen.
Por mucho que se vista a la vivienda de derecho, eso no afecta a su naturaleza económica. Es un bien económico porque es escaso y, por lo tanto, su asignación debe determinarse de algún modo. En un sistema de libre mercado, el aumento de los precios actúa como un incentivo: atrae inversión, incrementa la oferta y ayuda, ahora sí, a aliviar el problema de fondo, la escasez. Cuando los precios bajan, es señal de que la oferta está satisfecha, que los inmuebles ya no son tan deseados y que esos recursos serían mejor aprovechados en otro sector. Pero cuando esa bajada es fruto de una decisión política, y no del equilibrio entre oferta y demanda, la inversión se retira antes de que el mercado haya satisfecho sus necesidades, agravando así el problema. Los inversores trasladan sus inmuebles a mercados alternativos, los ceden a sus hijos o familiares, los dejan vacíos, los venden o se abstienen de construir nuevas propiedades, todo ello mientras sigue habiendo muchos inquilinos buscando un sitio donde vivir. Al añadir obstáculos a los caseros, los recursos dejan de emplearse en los usos más valorados y se destinan donde menos problemas existen. De ahí que Cataluña haya perdido un cuarto de la oferta del mercado del alquiler en el primer año con controles de precios. Es posible que los precios se hayan reducido entre un 3% y un 5%, desde luego un gran alivio para cualquier mileurista, pero a costa de que haya 330 inquilinos compitiendo por cada alquiler disponible.
Por supuesto, bajar los precios por decreto es posible, pero no solo no soluciona el problema de la escasez, sino que tampoco garantiza una asignación eficiente o justa de los recursos. La alternativa a la distribución a través del mercado es la asignación centralizada, es decir, que sea el gobierno quien decida quién puede alquilar y quién no. ¿El criterio? Siempre el más justo, por supuesto: el primero que llega se lo queda, priorizar a los sectores con menores ingresos o a los grupos más convenientes electoralmente, amiguismos, intercambios de favores, etcétera. Al final, todos los modelos de asignación centralizada se resumen en una larga lista de espera; la única diferencia entre ellos es el orden de entrada. Es lo que ha sucedido en algunas zonas de Estocolmo, por ejemplo, donde la espera para acceder al alquiler de una vivienda ha llegado a superar los treinta años.
Además de reducir la oferta, los controles de precios tienen otros efectos indeseados, como el auge de los mercados negros, la alteración de la natural rotación de inquilinos o el deterioro de los inmuebles. El economista sueco Assar Lindbeck aseguraba que, exceptuando el bombardeo, el control de alquileres es la técnica más eficiente que se conoce para destruir una ciudad. Lo decía porque, al caer la oferta, ya no son los propietarios quienes deben competir por atraer inquilinos, sino los inquilinos quienes compiten por encontrar vivienda. En ese contexto, los caseros dejan de tener incentivos para mejorar y mantener sus propiedades, ya que la demanda está garantizada, incluso si el estado del inmueble es deficiente. El resultado es el predecible: los edificios envejecen, se deterioran, y con ellos, también la ciudad.
Con la creciente competencia entre inquilinos por conseguir una vivienda, no es sorprendente que los propietarios exijan mayores garantías de pago. Así, quienes más dificultades tendrán para encontrar una vivienda en alquiler serán los más vulnerables, entre los que se encuentran los jóvenes, precisamente quienes constituyen la mayor parte de los sindicatos de inquilinos y reclaman con mayor vehemencia soluciones radicales en las protestas (aunque no necesariamente quienes los encabezan, que a menudo tienen una prometedora carrera política por delante). Además, y aunque parezca paradójico, establecer un tope en el precio del alquiler cuando la demanda supera ampliamente a la oferta, acaba por hacer que algunos precios suban. Concretamente el precio de aquellos inmuebles baratos que se encontraban por debajo del límite, puesto que absorben la demanda de aquellos que han sido expulsados del mercado. Así, el suelo del mercado del alquiler sube: las viviendas baratas ya no lo son tanto y donde antes encontrábamos diversidad de precios que se adaptaban a los distintos perfiles de inquilinos, unos muy altos y otros muy bajos, ahora encontraremos prácticamente una tarifa plana que la clase media alta podrá permitirse y los más vulnerables no, convirtiendo en literales estas palabras de Ortega y Gasset: «En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías».
Ilustración: Cliff Dwellers, de George Wesley Bellows, vía Wikimedia Commons.