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Literatura y adulterio

La mañana después de conocer a Vronsky, Anna Karenina coge un tren de regreso a San Petersburgo y se pone a leer sin que eso le procure ninguna satisfacción. Tiene tantas ganas de vivir que le cuesta conformarse con el reflejo de otras vidas que encuentra en la lectura: querría estar viviendo lo mismo que el héroe protagonista de su novela. Se dice a sí misma que tendrá que resignarse, pero hallándose en ese estado, le sobrevienen recuerdos de la noche anterior de los que en vano trata de deshacerse: el baile, las miradas «enamoradas y sumisas» de Vronski… «Caliente, muy caliente, te quemas», le dice una voz interior, pero deja a un lado la novela: los caminos que está recorriendo su pensamiento le parecen ahora más excitantes que las aventuras descritas en ella. 

Con la lectura, sucede una paradoja que Mario Vargas Llosa explicó en repetidas ocasiones, entre ellas en su discurso de aceptación del Nobel: uno lee porque siente que con la realidad no le basta, pero al adentrarse en otros mundos descubre que su insatisfacción no solo persiste, sino que se intensifica. Para el alma inconformista, la literatura es una forma de vivir más de lo que la propia vida le ofrece, pero también de descubrir nuevas inquietudes y anhelos que la realidad no es capaz de satisfacer. Es probable que entonces, como Anna Karenina, busque en su vida esas experiencias emocionantes propias de las novelas y se entregue a ellas sin reservas, pero no es extraño tampoco que de ello obtenga resultados decepcionantes: la vergüenza, la culpa, la deshonra, la decadencia… o lo peor y más probable: la misma insatisfacción de siempre.  

En la historia de la literatura, ningún personaje encarna mejor este drama que Emma Bovary. Las lecturas que hizo en el internado en el que creció le abrieron apetitos que luego su vida provinciana y su matrimonio con un hombre carente por completo de ambición y de ideal no pudieron satisfacer. Emma pasa sus días llena de impotencia y rabia, se siente víctima de una injusticia flagrante: le parece que no hay vida más tediosa que la suya, mediocridad mayor que la de su marido; envidia las vidas que imagina para sus excompañeras del internado, colmadas y tumultuosas, o las de los hombres, llenas de posibilidades que a ella le están vedadas. Harta de una vida exigua que le hace languidecer, Emma tiene la audacia de creerse destinada a metas más elevadas que su entorno y busca en el adulterio la plenitud de la que su vida carece. Cuando se entrega a Rodolphe por primera vez, se siente exultante por haber ingresado en el club de mujeres adúlteras sobre las que tanto ha leído: «Por fin iba a conocer aquellos goces del amor, aquella fiebre de la dicha por la que siempre había suspirado. Penetraba en ese reino maravilloso donde ya todo sería pasión, éxtasis, delirio» (trad. Juan Bravo Castillo). No le descubro nada al lector si digo que no es eso lo que el destino le tiene reservado. 

Vargas Llosa confesó haberse enamorado de Emma Bovary mucho más que de ninguna mujer real en su vida. En el magnífico ensayo que le dedicó, La orgía perpetua, explica que lo que más le conmueve de «este pequeño Quijote pragmático y con faldas» es precisamente eso: que no se resigne a su suerte (sus lectores sabrán por una de sus novelas, Travesuras de la niña mala, cómo estaba dispuesto a perdonarle todo a un personaje capaz incluso de las mayores vilezas para vivir una vida de altos vuelos). No le falta razón cuando dice que no debe apenarnos el destino de Emma si lo comparamos con el de «esos hacendosos vientres procreadores que son las mujeres de Yonvillle»: «Aunque muera joven y tenga una muerte atroz, Emma, por lo menos, gracias a su valentía para aceptarse como es, vive experiencias profundas, que ni siquiera presienten, en su existencia rutinaria como la de sus gallinas y sus perros, las virtuosas burguesas de Yonville».  

La gran tragedia de Emma Bovary no es que sea una tonta, sino que lo es mucho menos que los personajes que la rodean. Su frivolidad, sus veleidades, su egoísmo y su eterna insatisfacción pueden irritar al lector, pero es preferible al conformismo necio de sus vecinos y familiares. Su marido se siente tan satisfecho de su suerte que ni se plantea que su esposa pueda no estarlo; en ningún momento sospecha las tribulaciones que sufre la mujer con la que comparte su vida. Todos los otros personajes rezuman ese mismo conformismo pequeño burgués que con razón exaspera a Emma. El peor de todos ellos es Homais, el farmacéutico, un personaje hecho a base de prejuicios, lugares comunes, banalidad y ambición mezquina (no está ávido de grandeza, como Emma, sino de pequeñeces: condecoraciones, publicaciones, etc.). Es este el personaje al que Flaubert le reserva el mejor destino, lo que revela el pesimismo que impregnaba su visión del mundo. 

Aunque parece que es falso que Flaubert pronunciara la célebre frase «Madame Bovary c’est moi», bien pudo haberlo hecho en un sentido: como repetía a menudo, para él la literatura también era una forma de «vengarse» de la realidad. En una de las muchas cartas que le mandó a Louise Colet, se jacta de los placeres a los que se entrega gracias a la literatura: «Me he concedido un montón de dulzuras con mi pluma; me he dado mujeres, dinero, viajes». La frase que da título al ensayo de Vargas Llosa proviene también de su correspondencia, en este caso de una carta a su amigo Louis Bouilhet: «La única manera de soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua». 

La otra gran adúltera de la literatura del siglo XIX, La Regenta, también tiene la desgracia de ser mucho más inteligente y refinada que su entorno. En la opresiva Vetusta, la literatura romántica y los libros devocionales la incitan a buscar un sentido más elevado a su existencia. Al leer a Santa Teresa, siente tal conmoción que llega a marearse. En esas lecturas, descubre una forma de exaltación de la que se sentirá sedienta durante el resto de sus días, y que tratará de alcanzar tanto a través del éxtasis místico como de la pasión carnal. Como Emma Bovary y Anna Karenina, se rebela contra su destino para vivir en el fuego de la pasión (y también como ellas, termina abrasada por él). 

Proust empieza su ensayo Sobre la lectura diciendo que seguramente no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que pasamos con un libro favorito. Tal vez renunciar a la vida sea una de las formas más intensas de vivir. Emma nunca fue más feliz que durante esa etapa del internado en la que devoraba una novela detrás de otra: «¡Qué paz la de aquellos tiempos! ¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que por aquel entonces trataba de imaginarse por medio de los libros!», lamenta poco antes de su muerte. Su historia nos enfrenta a una amarga ironía: la literatura puede procurar al lector las mayores alegrías, pero lo hace a costa de hacer de él un infeliz. 


Ilustración: Filippini, La Lettura, Madame Bovary, 1881. Óleo sobre lienzo.