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El rastro sangriento del artista

El rastro sangriento del artista

No es habitual que los grandes clásicos de Hollywood sean mejorados en adaptaciones posteriores, pero sucede a veces. La novela de James M. Cain Mildred Pierce ha sido adaptada al cine en dos ocasiones. Fue Michael Curtiz, el director de Casablanca, quien realizó la primera en 1945. Su versión contiene lo mejor del cine negro americano y cuenta con una soberbia actuación de Joan Crawford, pero el Código Hays le arrebató parte de su interés. Para sortear la censura de la época (que exigía el castigo de los personajes inmorales, entre otras cosas), la película de Curtiz incorpora una trama de crimen que no estaba en la novela original y suaviza algunos de sus aspectos más inquietantes y moralmente ambiguos. Por eso la versión de 2011, una miniserie, es todavía más recomendable. Dirigida por Todd Haynes y protagonizada por Kate Winslet, narra el descenso a los infiernos de una madre desesperada por ganarse el amor de una hija tan brillante y talentosa como cruel. No es solo por amor maternal por lo que Mildred encuentra a su hija fascinante, sino porque cree ver en ella algo extraordinario de lo que ella misma carece. Pero está cegada en cambio a todo lo que tiene de monstruoso. Cuando, después de meses sin hablar con ella, contacta a su profesor de canto, éste le advierte: su hija es como una rara serpiente que uno se encontrara en un zoológico; es hermosa de contemplar, pero nadie en su sano juicio se la llevaría a casa.

A menudo se piensa en los artistas como seres especialmente dotados para la compasión, almas cándidas a las que, por su pureza, incluso habría que proteger del común de los mortales. Se espera encontrar en ellos una capacidad única para percibir y comprender el sufrimiento ajeno; lo cierto es que el que más les preocupa y entienden es el suyo propio. La sensibilidad artística nada tiene que ver con la benevolencia. Las obras de arte no se forjan desde la piedad, sino que con frecuencia nacen del resentimiento, la ansiedad y la rabia, y se conciben como un arma arrojadiza. Los malos momentos de los artistas suelen ser más fecundos que los buenos, y la violencia y la crueldad son materiales tan propios de la creación artística como la belleza y la armonía.

Un artista entregado a su obra puede ser tan capaz de lo mejor como de lo peor para llevarla a cabo. Una de las formas en las que puede ser cruel es usando a las personas que le rodean como material creativo. Es algo que aparece en las películas de Bergman. En Persona, posiblemente su mejor película, Elisabet, una actriz que renuncia al habla durante una función, se retira a un refugio junto a Alma, una enfermera cautivada y conmovida por el misterioso y decidido silencio de la actriz. Alma siente una gran amistad por Elisabet y le confiesa muchas de sus inquietudes y secretos, pero más adelante descubre horrorizada que, mientras se abría a Elisabet, ella la observaba fríamente, usándola como objeto de estudio: «Es curioso que no se dé cuenta de que me divierte y me interesa por su ingenuidad y sus confesiones», lee en la correspondencia de la actriz. Algo parecido ocurre en Como en un espejo, cuando un hijo se da cuenta de que su padre, un escritor en crisis, está tratando la enfermedad mental de su hermana como material para usar en su obra. Bergman ve al artista como un vampiro que necesita alimentarse de la sangre de quienes le rodean para crear. Lo refleja el fotograma de Persona que ilustra este artículo: Elisabet necesita vampirizar a Alma para poder seguir interpretando, o incluso para poder seguir siendo, que en su caso es lo mismo.

Henrik Ibsen trató a las mujeres jovencísimas de las que se enamoraba exactamente así. Emile Bardach, una chica de 18 años con la que salió cuando tenía 61, escribió en su diario que Ibsen le había pedido que fuera «absolutamente franca» con él para que pudieran ser «compañeros de trabajo». Cuando Helene, otra de sus amantes, le preguntó qué veía en ella, él no se escondió: «Eres juventud, niña, la juventud personificada, y necesito eso para mi obra». Las usó y luego las desechó, incluso arruinando sus vidas en algunos casos, cuando la gente las reconocía en sus obras.

La vida de Ibsen es una de las que Paul Johnson analiza en su fascinante Intellectuals. Publicado en 1988 y prácticamente imposible de encontrar ya en español, el ensayo se propone cuestionar la capacidad moral de los intelectuales para dar consejos a la humanidad. Lo hace demostrando la crueldad de la que fueron capaces algunos de los pensadores más influyentes del siglo XIX y XX. Más allá de lo anecdótico, lo más interesante del ensayo es constatar una y otra vez la contradicción entre la magnanimidad de las ideas que defendían y la brutalidad de sus actos. Leyendo sobre Rousseau, Tolstoi, Ibsen, Marx, Shelley, etc. sorprende siempre lo mismo: lo capaces que parecían de sentir grandes cosas por la humanidad en general, pero el desprecio que les merecían los pocos hombres y mujeres reales que les rodeaban. En su obra muestran un gran compromiso por mejorar el destino de sus congéneres, pero en sus vidas mostraron muy poca preocupación por la suerte que corrían sus seres queridos. 

Según Johnson, el peor de todos ellos, el único del que se vio incapaz de encontrar nada favorable que decir, fue Bertolt Brecht. Johnson dice del gran dramaturgo de los oprimidos que durante toda su vida «aceptó la sombría lógica de la servidumbre: es decir, se inclinaba ante los fuertes y tiranizaba a los débiles». Su lealtad al régimen comunista le garantizó privilegios inauditos: las mejores condiciones para crear de las que había gozado ningún artista alemán desde Wagner. Todo ello a cambio de su silencio. Cuando empezaron las purgas y el filósofo americano Sidney Hook le reprochó su apoyo al régimen, Brecht le respondió de una forma muy inquietante: «Cuanto más inocentes sean, más merecen que les disparen». Hook no daba crédito a sus oídos: «¿Qué estás diciendo?». «Cuanto más inocentes sean, más merecen que les disparen», repitió. Tampoco protestó cuando las víctimas eran sus propios amigos. Cuando su antigua amante Carola Neher fue arrestada y a su amigo Tretiakov le dispararon, Brecht se encogió de hombros: algo malo debían haber hecho. Lo justificaba todo con un pragmatismo siniestro: «En 50 años los comunistas habrán olvidado a Stalin, pero quiero asegurarme de que sigan leyendo a Brecht. No puedo separarme del Partido».

El quehacer artístico no puede sino ser un acto de puro egoísmo. El artista crea para resolver, o quizá solo para plantear, una problemática personal. A Gombrowicz, que escribió en los años en los que, por influencia de Sartre (otra de las víctimas de Johnson, por cierto), se exigía al artista que se «comprometiera», le reprocharon a menudo que su obra se centrara tanto en sus propios problemas y preocupaciones: «Yo también sé poner una carita modesta –respondía a sus críticos en su diario–. Mis “afectaciones”, que ponen en evidencia mis ambiciones, tal vez contengan más modestia que su manera de ocultarlas con tacto corriendo un tupido velo sobre ellas». Lo cierto es que, a diferencia de todos los personajes sobre los que escribió Johnson, Gombrowicz se sentía muy incómodo en el papel de artista –«Mi megalomanía me hace llorar de risa», escribió también en su diario–, pero precisamente eso que le incomodaba le interesaba abordarlo con honestidad en su obra. Y fue esa insistencia en comprenderse a sí mismo (sobre todo en desenmascarar sus propias imposturas) la que, sin proponérselo, ayudó a tantos de sus lectores a entenderse también mejor a sí mismos. A otra crítica que le reprochó su egocentrismo, le respondió con incontestable sensatez: «Mirándolo bien, exigir a un hombre que deje de ocuparse y preocuparse de sí mismo, que deje, en suma, de considerarse él mismo, sólo puede pretenderlo un loco. Esa mujer exige que me olvide de que soy yo, y sin embargo sabe perfectamente que cuando tenga un ataque de apendicitis, seré yo quien grite, y no ella».

Además de demostrar que los escritores más brillantes pueden ser también profundamente irracionales, lo que revela el ensayo de Johnson es que el artista que se niega a admitir el origen egocéntrico de su pulsión creativa suele ocultar la más despiadada y brutal de las vanidades. El caso más pasmoso, recogido también en su ensayo y el responsable en gran medida de construir el mito del artista como un alma cándida —imagen que él mismo cultivaba con esmero—, es el de Rousseau. Rousseau se veía a sí mismo como un ser extraordinariamente sensible y creía poseer una capacidad sin precedentes para elevar la felicidad de los hombres, pero para lo que parecía excepcionalmente dotado es para incrementar sus sufrimientos. Terminó, no solo enemistándose con todos sus amigos, sino, como es sabido, abandonando y enviando a una muerte casi segura a todos sus hijos. Voltaire, Hume, Grimm, Diderot y tantos otros que le trataron coincidían: era un monstruo. 

Influida por Nietzsche, Camille Paglia habla en su obra más importante, Sexual Personae, de la crueldad y la violencia inherentes a la creación artística; una crueldad y violencia de las que el artista no puede escapar, por mucho que se engañe. Suyas son estas palabras que resumen con exactitud lo que he tratado de explicar en este artículo: «El artista no hace su arte para salvar a la humanidad, sino para salvarse a sí mismo. Todo comentario benévolo de un artista no será sino echar una cortina de humo, ocultar el rastro sangriento de su asalto contra la realidad y los otros». Lo que muestra el ensayo de Johnson es que ni la serpiente que engendró Mildred Pierce ni los vampiros de Bergman dejaron tras de sí un rastro tan sangriento como el del artista comprometido.


Ilustración: Liv Ullman y Bibi Andersson en Persona (1966), de Ingmar Bergman.