Arte

Arte y Estado

El pasado octubre, se anunciaron en España los mayores presupuestos destinados a Cultura de toda la historia de la democracia, y como es habitual se presentaron como una gran conquista. Sucede con la Cultura lo mismo que sucede con muchas otras partidas presupuestarias: hay quienes siempre celebran que se destine más dinero a aquello que consideran importante, y, por supuesto, nada hay tan valioso para muchos como el arte. Pero olvidan que en una democracia liberal el Estado solo debería garantizar aquellos servicios que no se puedan ofrecer de mejor forma por otras vías, y que el tamaño de las partidas presupuestarias no tiene por qué ser proporcional a la importancia que otorgamos a las cosas. Es más, se puede creer también lo contrario: que el arte es demasiado importante como para que lo gestione el gobierno, que lo espiritual se tiene que alejar todo lo posible de lo ministerial. 

Son muchos los que creen que la creación artística no casa con el principio mercantil de «adáptate o muere», pero en realidad ese principio es todavía más cierto cuando el mercado es intervenido por el Estado. Un gobierno se debe a las mayorías –o a grupos lo suficientemente amplios como para tener peso electoral–, mientras que el mercado sirve tanto a las mayorías como a las minorías. Un artista muy adelantado a su tiempo quizá tenga la suerte de despertar el interés de algún mecenas, pero difícilmente se podrá hacer con una subvención estatal. La leyenda del artista talentoso pero incomprendido y despreciado por la sociedad ha sido uno de los pilares sobre los que se ha construido el Estado cultural, pero resulta difícil ver de qué forma le ha puesto remedio. En el siglo XIX, los impresionistas franceses, rechazados en el Salón oficial que patrocinaba el gobierno, decidieron financiar y organizar sus propias exposiciones. Si, oponiéndose al sistema cultural, pudieron llegar al público, fue a través de exposiciones financiadas con fondos privados que les permitieron prosperar con independencia y libertad.

En muchos casos, los que sostienen que es necesario que la cultura se financie y gestione a través del Estado creen que el arte que dependa del mercado se corromperá inevitablemente: los artistas crearán una obra mediocre si eso les permite triunfar, seducir al gran público. Pero, ¿no busca también el Estado llevar al gran público al teatro, la ópera y el cine? Lo cierto es que el arte que subvenciona el gobierno a menudo no se distingue de aquel al que pretende sustituir salvo por el hecho de que fracasa en sus objetivos; ha sido el capitalismo de Estados Unidos, el país inventor del jazz y de Hollywood, el más hábil a la hora de atraer a las grandes masas. Al crearse de forma natural desde la población, en muchos casos desde los estratos más bajos, esta cultura ha logrado ser además mucho más fiel al espíritu libertino del arte que la arrogante cultura con sello oficial. 

La cosa tampoco mejora cuando el arte que subvenciona el Estado va dirigido a un público reducido. En la actualidad, esto se traduce a menudo en que las subvenciones irán a parar en manos de artistas vanguardistas que se dedican a repetir lo que fue revolucionario hace ya un siglo y que, para mayor escarnio, ahora cuentan con el apoyo del establishment contra el que dicen rebelarse. Si este arte sigue ahuyentando al gran público, no es porque logre escandalizarlo, sino porque lo hace bostezar. Pero lo indecente sobre todo es que estos artistas, que a menudo se burlan, por ejemplo, de la religión, estén financiando sus obras con el esfuerzo de aquellos a los que se proponen insultar. Sin duda, el arte ha servido para impugnar y satirizar las ideas y las costumbres de todas las épocas, pero un artista que se sintiera realmente incómodo con los tiempos que le ha tocado vivir tendría que rechazar cualquier favor que proviniera de los poderes políticos. Su actitud debería ser más bien la del pintor americano John French Sloan, que, al ser preguntado si le gustaría que hubiera un Ministerio de las Bellas Artes en Estados Unidos, contestó sin vacilaciones: «Claro que estaría bien. Así sabríamos dónde se encuentra el enemigo». 

A lo largo de la historia, artistas como Velázquez, Rubens y Durero gozaron de los favores de reyes y emperadores, que vieron en el arte un instrumento de glorificación. Pero, como explica Marc Fumaroli en El Estado cultural, el Estado moderno y laico no es ni la Iglesia ni la realeza del Antiguo Régimen. El arte financiado por los Estados democráticos debería ser un arte que, como la ley, observara «un justo medio impersonal por encima de las preferencias exquisitas o especiales de los individuos o de las minorías privadas», lo que es absolutamente incompatible con el arrojo, el genio y la originalidad del arte que perdura. Witold Gombrowicz escribía sobre el asunto en su Diario:

El arte es aristocrático hasta la médula de los huesos, como un príncipe de sangre. Es negación de la igualdad y adoración de la superioridad. Es cuestión de talento o incluso de genio, es decir de supremacía, de eminencia, de excepcionalidad; es también jerarquización severa de los valores, crueldad ante lo mediocre, elección y perfeccionamiento de lo excepcional, insustituible; es finalmente cultivo de la personalidad, de la originalidad, de la individualidad. De modo que no hay por qué extrañarse de que el arte generosamente financiado en las Democracias Populares no sea más que el parto de los montes. Cuesta una millonada y toda la «producción» se reduce a verborrea.

También es interesante ver qué pasa en los países que apenas dedican parte de su erario a la financiación de la cultura, porque si existe un miedo a dejar el salario del artista en manos del mercado es también porque se cree que este será incapaz de retribuir debidamente a los artistas; en otras palabras, se cree que el artista merece más de lo que la gente está dispuesta a darle de buena gana, y que por lo tanto se les debería forzar a dar un poco más —naturalmente, esto se lo oímos decir muy a menudo a los mismos artistas, que no se sonrojan al defender la importancia de su propio trabajo—. Pero lo cierto es que se ha demostrado que las subvenciones tienden a reducir hasta en un 80 por ciento las donaciones privadas al arte: los americanos, por ejemplo, donan diez veces más para apoyar el arte y la cultura que los franceses, que han confiado esa prerrogativa a su mastodóntico Estado. Hay que tener en cuenta además que estas donaciones suelen provenir de las clases altas de la sociedad, de manera que las subvenciones estatales se acaban convirtiendo en una redistribución regresiva de la renta: las clases bajas y medias, convertidas en mecenas contra su voluntad, terminan por suplir aquello que hacen las clases adineradas en las sociedades en las que sigue habiendo entre la población un compromiso público que no ha sido amainado por el gobierno. 

Y cabría no olvidar tampoco la naturaleza violenta del Estado, que no deja de ser una institución que, en última instancia, se valdrá de su fuerza para asegurarse de que los ciudadanos cumplan con sus obligaciones, lo que incluye el pago de los impuestos con el dinero que les ha valido su trabajo. Desde luego, se puede defender que ese es un mal necesario para que el Estado conserve, por ejemplo, sus fuerzas de seguridad, o algunos pensarán también que es imprescindible para poder sostener un buen sistema público de sanidad y educación. Resulta más difícil, sin embargo, que esa violencia se justifique como una forma de garantizar que los ciudadanos financien las películas que algunas cadenas de televisión pasan por las tardes. Para esto último, parece mucho más adecuada la transacción privada y voluntaria.

Y por último, está lo obvio: el riesgo que corre el arte de convertirse en propaganda cuando está financiado por el Estado. El arte subvencionado será siempre el que comulgue con las ideas del poder, o por lo menos el que no lo estorbe, pero estará especialmente politizado ahora que muchos artistas llevan por emblema la idea de que lo personal es político. El arte de denuncia social, que es prácticamente todo lo que se hace en la actualidad, pierde su razón de ser cuando sus proclamas coinciden con el programa político de los gobernantes. El ministro de Cultura de España ha dicho en más de una ocasión que ve la cultura como una «poderosa herramienta» capaz de construir sociedades «más justas, más igualitarias y más sostenibles». ¿No diría exactamente lo mismo de la labor del presidente del Gobierno?, y ¿no coincidirá su visión de lo que es una sociedad justa con la de los artistas a los que acabe financiando con el dinero de todos?

Lo cierto es que no hay forma de garantizar que el arte florezca en una sociedad, y que los periodos de esplendor cultural no han sido siempre los más libres, pero sin duda una forma de destruir la pulsión creativa es allanándole al artista el camino al éxito. Thomas Bernhard fue especialmente contundente en la defensa de esta idea, que aparece a menudo en su obra:

A los artistas hay que cerrarles y prohibirles por completo las puertas que quieran atravesar —explica en la larga entrevista que le hizo Krista Fleischmann, publicada en español bajo el título Un encuentro. Conversaciones con Krista Fleischmann—. No se les debe dar nada, sino ponerlos en la calle. Eso no se hace, y por eso hay aquí un arte malo y una literatura mala. Consiguen meterse en un periódico, en algún Ministerio, se presentan como genios y acaban en el despacho 463, con archivadores, porque se los mantiene hasta el fin de sus días. Así no se puede escribir un buen libro. 

En cualquier caso, el artista, si es bueno, deberá renunciar a los efectos que le valgan un reconocimiento fácil a favor de un esfuerzo y un trabajo honesto que no siempre será comprendido. Es un proceso arduo y a menudo penoso, y solo podrá hallar consuelo en llegar a estar a la altura de sus propios propósitos. Quizá con un poco de suerte, además, pueda ganarse la vida con su arte, como escribió Courbet, sin tener que desviarse nunca de sus principios «ni el grueso de un cabello», sin traicionar su conciencia «ni un solo instante», y «sin pintar siquiera lo que pueda abarcarse con una mano sólo por darle gusto a alguien con más facilidad». Nadie le podrá proteger de acabar en el Salón de los Rechazados, y deberá sospechar de todo el que lo intente, porque todo lo que gane en seguridad lo perderá en libertad. «Si amamos la libertad —escribió Fumaroli— es porque nos deja encontrar la luz para nosotros mismos y crecer en ella. Recae en el Estado no oponer un muro a la llamada de la luz. Ya no se le pide, como en los tiempos del Rey Sol, que la dispense».


Ilustración: Touchstone, The Jester, de John William Waterhouse, via Wikimedia Commons.