Por las aguas del cuerpo y de la mente,
La ciudad fluye hacia ninguna parte.
De vivir nos consuela solo el arte,
Que es estar con la gente sin la gente.
Carlos Marzal
A Toni Martí García
Toda obra de arte ofrece una ilusión de verdad; no una verdad real, sino una verosimilitud que, gracias a la forma, tiene la capacidad de divertirnos y enriquecer nuestra conciencia. En otras palabras: a través del arte, la conciencia adquiere la capacidad de ver el mundo o a nosotros mismos de una manera más clara, algo que no nos pueden dar ni la ciencia, ni la filosofía, ni la religión. Es una lástima no tener sino el concepto de verosimilitud para referirnos a la verdad en arte. Sería bueno tener alguno que especificara que esa verosimilitud es, en cierta manera, más intensa que la verdad de la vida real. Mi intención aquí es la de establecer que la supuesta verdad del tronco común de todas las artes contiene por lo menos tres cualidades: admiración, emoción y conocimiento, pero quizás con una excepción: las obras que tienen la diversión como finalidad principal excluyen o disminuyen esa tercera cualidad. Para ejemplificar lo dicho, voy a poner como ejemplo el cine.
En el cine, el primer ingrediente (y el más básico) consta de todo lo que nos llega a los sentidos, que es lo que ofrece la forma: iluminación, encuadramiento, angulación, movimiento de la cámara, etc., y, además, incluye el talento y la presencia de los actores. Habría que añadir también los escenarios, el vestuario, el atrezzo, la música (incluyendo los silencios), el uso del blanco y negro o del color, y todo lo que la cámara captura, sin olvidar el montaje final. Quizá sería mejor llamar «técnica» a los elementos mencionados, a la vez que llamaríamos «forma» a la manera de usarlos. Caso aparte es el guion, ya que es obvio que, aunque también tiene forma, no se dirige directamente al espectador, sino al director, cuya tarea es traducirlo a imágenes. Cuando el espectador admira la historia de una película, admira, antes que nada, la forma en que la ha recibido, y no la historia en sí. La prueba es que una misma historia puede ofrecer una buena película, pero también una mala. Un ejemplo: hay tres directores que adaptaron el libro de una escritora de novelas negras, Ethel Lina White. La novela es The Wheel Spins, y los directores son Alfred Hitchcock, Anthony Page y Diarmuid Lawrence. Los tres dieron a su película el mismo título: The Lady Vanishes (Alarma en el expreso). No hace falta decir que la versión de Hitchcock superó muchísimo las otras dos, y, sin embargo, se trata de la misma historia. Lo que nos atrae, pues, no es la historia, sino la forma en que nos llega. Y lo que nos ofrece el cine, como todas las artes, se podría resumir en los tres requerimientos ya mencionados más arriba: admiración, emoción y conocimiento.
Admiración
Todos los grandes directores de cine controlan bien el primer requerimiento, que es de producir admiración, ya que se trata de una condición sine qua non. Uno de los grandes maestros de la forma, por lo que a la admiración se refiere, es John Ford. Pongamos como ejemplo Stagecoach (La diligencia), de 1939. La historia es muy sencilla; está inspirada en un cuento de Guy de Maupassant, Boule de suif, y el relato en que está basada procede de la novela de Ernest Haycox Stage to Lordsburg. La historia nos cuenta como un grupo de personas que, en principio, no tienen nada excepcional, viaja en una diligencia des de Tonto (Arizona) hasta Lordsburg (Nuevo México). La diligencia tiene que cruzar un territorio donde es más que probable que los apaches, capitaneados por Gerónimo, la ataquen. En la diligencia, además del conductor y un oficial que está sentado a su lado, están Dallas, una prostituta (Claire Trevor), que ha sido expulsada del pueblo por la liga femenina de la ley y el orden; un médico alcohólico, un viajante de licores, una mujer encinta, un jugador profesional que quiere «protegerla» y, finalmente, un banquero. Al poco de empezar el viaje, se añade un convicto Ringo Kid (John Wayne) que, para vengarse, se ha fugado de la cárcel después de saber que su padre y su hermano han sido asesinados. Él sabe que los asesinos están en Lordsburg y por esa razón quiere ir allí para llevar a término su venganza.
Durante el viaje vamos descubriendo cómo son esos personajes. Pasamos de verlos como seres anónimos a verlos como seres humanos, gracias a lo que dicen y hacen. Incluso vemos la transformación que sufren durante el viaje. Por ejemplo: el médico alcohólico se aprovecha del viajante de licores y le va robando las botellitas de muestra, pero cuando la mujer encinta va a dar a luz, se comporta como un verdadero médico y la ayuda a parir durante una parada de la diligencia. Es divertido que, al principio de la película, cuando le expulsan del pueblo, el médico cite dos versos de Doctor Faustus de Christopher Marlowe, dirigidos irónicamente a la dueña de la pensión, una mujer fea a la que él llama Helena: Was this the face that launched a thousand ships, / and burned the toples towers of Ilium? (Fue este el rostro que lanzó mil barcos al mar / e hizo que quemaran las altísimas torres de Ilión?). En el transcurso del viaje observamos como Ringo y Dallas se van enamorando. Al final, Ringo se venga de los asesinos de su padre y de su hermano, y propone a Dallas que se vaya a vivir con él. La película termina cuando el oficial que custodiaba a Ringo, lo deja libre en compañía de Dallas.
El viaje de la diligencia es un mero pretexto para crear un argumento temático sólido sobre las relaciones humanas. Argumento que, gracias a la forma, tiene una verosimilitud extraordinaria. Todo lo que vemos es el resultado de una muy cuidada elaboración que hace que el espectador casi ni se dé cuenta de que está ante una filmación, y ello gracias a la eficiencia del efecto de realidad y naturalidad de lo que vemos. Un ejemplo: en el travelling que sigue los pasos de Dallas cuando las mujeres de la liga la acompañan hasta la diligencia, la imagen de Dallas está perfectamente centrada en todo momento de manera que, a pesar de que esté andando, parece como si estuviera quieta en el centro. El mismo tipo de travelling aparece varias veces enfocando otros elementos. Si este detalle resulta efectivo, no hace falta decir que la secuencia del ataque, con el movimiento constante de la diligencia, es absolutamente genial: la cámara siempre está donde el espectador quiere estar. Y no hace falta decir que también los paisajes están magistralmente filmados; las montañas y los caminos por donde va la diligencia tienen una fuerza visual intensa; nunca son una presencia gratuita; incluso tenemos la impresión de que las nubes están ahí para que Ford las filmara. Y la bella y vieja diligencia es, en sí misma, una verdadera obra de arte. Ford incluso se interesa por ofrecer el efecto de los reflejos luminosos sobre la madera, las correas y el metal del carruaje en un uso magistral del blanco y negro de la cinta.
Emoción
Si el primer requerimiento provoca admiración por la forma, el segundo exige despertar algún tipo de emoción, en el sentido de mostrar seres humanos que desprendan verdad. Aquí el guion ya juega un papel importante. Más arriba, hemos visto como en Stagecoach los personajes, por lo que dicen y hacen, se van humanizando, y es ahí donde está el segundo requerimiento, el que pide despertar emoción en el ánimo del espectador, y la película muestra que Ford es también un maestro en ese segundo requerimiento. Ya sabemos que los movimientos vanguardistas no estarían muy de acuerdo con ello, ya que propugnaban un arte deshumanizado, como afirmaba Ortega y Gasset, hace un siglo, en su libro La deshumanización del arte. Pero fue una corriente que murió pronto y, hoy en día, los pocos vanguardistas que quedan solo son capaces de hacer repeticiones de algo que ya se hizo antes. También el libro de Ortega, destinado a justificar el arte abstracto, ha dejado de tener interés. La humanidad de los personajes es totalmente necesaria, y está muy relacionada con la capacidad de hacérnoslos reales y creíbles. La ausencia de este requerimiento explica, por ejemplo, el fracaso de películas como L’année dernière à Marienbad, de Alain Resnais con guion de Alain Robbe-Grillet. Y lo mismo sucede con el llamado Nouveau roman francés.
Volviendo a Stagecoach, los personajes que viajan en la diligencia son una sinécdoque del mundo, un microcosmos que representa una parte de su diversidad. La capacidad de Ford para hacernos reales esos personajes aparece de una manera constante, desde el principio al final. Vemos, por ejemplo, la tristeza de Dallas cuando se ve obligada a abandonar el pueblo, el interés de Ringo Kid por ella, la desesperación, el escepticismo y también la bondad del doctor alcohólico, la preocupación de la mujer encinta, la indiferencia del banquero hacia los demás, la ambigüedad del jugador, la resignación y mediocridad del viajante de licores, la cómica ingenuidad del conductor, y, finalmente, el sentido del deber del oficial, un deber que al final no cumple, como consecuencia de su comprensión por el amor de los amantes. Esas características humanas de los viajeros se nos muestran a medida que va pasando la acción, y siempre se desprenden del argumento, que es lo que aconsejaba Aristóteles en su Poética: que el carácter (éthos) surgiera del argumento (mýthos).
Stagecoach es de 1939, y Ford no hizo sino mejorar con el tiempo. Es interesante comparar esa película con The Man Who Shot Liberty Valance, otra obra maestra suya. En esta segunda, filmada veintitrés años más tarde, podemos ver cómo el director despierta la emoción de los espectadores con más intensidad que en Stagecoach, como a mínimo por dos razones: por la buena dirección de los actores: John Wayne otra vez, Vera Miles, James Stewart y Lee Marvin. Todos funcionan a la perfección. La segunda razón, ya hay que atribuirla a la influencia del guion, del argumento más que de la historia, según la distinción que Foster dio a ambos conceptos. Vemos al personaje de un hombre duro del Oeste americano, capaz de renunciar a su amor y decidido a salvar la vida de quien fuera su rival amoroso, simplemente porque cree en la ley que éste representa y también porque admira su bondad. The Man Who Shot Liberty Valance está tan impregnada de humanidad en cada una de les secuencias que parece como si ésta fuera la primera finalidad que buscaba Ford. Desde la llegada del tren a Shinbone con Ransom Stoddard (James Stewart) y su esposa Hallie (Vera Miles), que abre la película, hasta la secuencia final, con ellos mismos viajando a Washington, pero con la intención de volver al pueblo para quedarse a vivir allí, la película es una maravilla constante de humanidad. Ransom y Hallie llegan a Shinbone para asistir al entierro de un hombre que los reporteros no saben exactamente quién es. Con el flashback que ilustra la explicación de Ransom, sabemos que ese hombre es Tom Doniphone (John Wayne), y en un segundo flashback dentro del primero, vemos la explicación de Doniphone, que nos informa de que el hombre que mató a Liberty Valance (Lee Marvin) no fue Ransom, sino el mismo Doniphone. El uso del flashback no es nunca arbitrario; los dos dan soporte al argumento. Y el periodista que escucha la narración de Ransom decide no hacerla pública para dar veracidad a la leyenda, según la cual fue Ransom y no Doniphone quien mató a Liberty Valance.
Divertimiento y conocimiento
El tercer requerimiento se desdobla en dos. El primero es el que busca ofrecer básicamente diversión. Los mejores ejemplos nos lo dan algunas obras de Alfred Hitchcock, North by Northwest, pongamos por caso, donde la base de la película se nos presenta en forma de suspense. Aun así, podemos ver esta película más de una vez sin que el hecho de conocer el desenlace nos eche a perder la experiencia. Es obvio que Hitchcock es también un gran maestro de la forma: todo lo que nos llega a los sentidos funciona bien. La admiración, pues, está asegurada. En lo que se refiere a la humanidad, también se puede afirmar que Hitchcock la controla bastante bien. Lo que pone en marcha el argumento es un hecho que desconcierta la vida plácida y segura del protagonista, que es un hombre bastante superficial, Roger O, Thornhill (Cary Grant). La relación que tiene con su madre (Jessy Rollce Landis) es enternecedora y divertida a la vez; y la que tiene con la muchacha de la cual se enamora, Eve Kendall (Eva Marie Saint), es graciosamente ambigua y atractiva. La película busca sobre todo la diversión a través de la peripecia y el suspense. No todas las películas de Hitchcock son así. Hay algunas que van más allá del puro divertimento, y, en consecuencia, son mejores; Vertigo, es un buen ejemplo. También las tiene peores; son las que no se prestan a ver más de una vez porque el hecho de saber el desenlace no lo estimula. Quizás Rebeca sería un buen ejemplo de ello. Hitchcock, de todos modos, es un maestro del divertimiento, y North by Northwest es uno de sus mejores ejemplos, pero cuando una película quiere hacer algo más que divertir, entonces entra en juego la posibilidad de proporcionar conocimiento, con lo cual nos ofrece el tipo de enriquecimiento moral mencionado más arriba.
Seguramente Ingmar Bergman es uno de los maestros de esa capacidad. Todos sus títulos lo confirman, por ejemplo, El séptimo sello, Fresas salvajes, Gritos y susurros, Como en un espejo, Persona, Sonata de otoño, etc.
El cine de Bergman lo tiene todo: nos admira, nos emociona y, sobre todo, nos ofrece vida moral sin mensajes explícitos. Sus temas recurrentes son el amor, el olvido, el pecado, el castigo, el perdón, la misericordia, la muerte, el silencio de Dios, etc. A través de ellos, nos ofrece un espejo para ayudarnos a vernos y reconocernos a nosotros mismos con más conocimiento. Su arte está influenciado básicamente por los cineastas Victor Ströjom y Carl Theodor Dreyer, así como por el dramaturgo sueco August Strinberg. Sus películas se prestan a menudo a interpretaciones diversas, condicionadas a la subjetividad de cada espectador. En realidad, en todas las artes, el receptor juega un papel importante en la valoración de las obras. No hay dos personas que tengan la misma experiencia humana y estética, ni tampoco las mismas necesidades morales. Un ejemplo personal: The Dead de John Huston es una película que yo admiro muchísimo, y, en cambio, es una película que no gustó nada a John Ford.
Sabemos que el paso del tiempo es lo que decide qué obras se mantienen y cuáles no. Han pasado más de ochenta años de la realización de Stagecoach, y, en consecuencia, ya podemos asegurar que se va a mantener como una obra maestra. De las películas más recientes no podemos decir lo mismo. El tiempo es el mejor juez de las obras de arte: a unas las envejece; a otras las embellece, lo cual significa que tienen la capacidad de interesar a individuos diferentes y a épocas diferentes. Y aunque sea arriesgado afirmar qué películas contemporáneas van a permanecer vivas en el tiempo, es bastante claro que las obras de Bergman no solo van a permanecer, sino que incluso van a ganar con el tiempo.
Ilustración: Aguada de Lluís Valls Areny sobre un fotograma de John Ford. Colección privada.