Es costumbre dejar de lado la complejidad del Josep Pla escritor político porque distintas aproximaciones ⎯sean de izquierdas o nacionalistas⎯ coinciden en dar por hecho que fue un personaje venal, antirrepublicano visceral, espía de Franco y acomodaticio con su régimen, anticomunista anacrónico, traidor a Cataluña. Ochenta y nueve años después del inicio de la Guerra Civil, todavía hay quien enjuicia a Pla sin prestar la debida atención a lo que pasaba en Europa en los años treinta, tal vez por falta de entendimiento intelectual de aquella encrucijada trágica. Explica algunas anomalías más generalizadas que, casi noventa años después del inicio de la Guerra Civil, un escritor de su magnitud sea juzgado o bien por lo que no hizo o bien porque se le aplica el reduccionismo que viene siendo propio de un antifranquismo esquemático y apriorístico, algo también propio del antianticomunismo. ¿Es que el liberalismo conservador de Pla es razonablemente más condenable que la mística de la guerra del admirado Ernst Jünger? Por no intentar la comprensión de sus contradicciones y continuando con la demonización de un Pla que no tiene más remedio que vivir la tensión entre orden y libertad, asombra el contraste con una Francia que ya tiene en la Bibliothéque de La Pléiade a autores como el antisemita Céline por no hablar del estalinismo de Louis Aragon. Es más que una desproporción crítica: al enjuiciar negativamente la crítica de Pla a la Segunda República persiste la idealización de un régimen cuyo fracaso solo es comparable al de la Primera República, por más que actualmente la nueva mentalidad de izquierdas busque contraponer en demérito el espíritu de 1978 con la perfección del mito republicano. Así, como si fuese ilegítimo criticar a la República, también se sigue negando la lucidez de Pla como analista político, como historiador de la política vivida.
De 1931 a 1936, la relación entre Pla y la Segunda República no varía en el fondo pero si en el tono porque hay que considerar como sedimentan sus distintas aproximaciones y perspectivas, que son acumulativas en intensidad crítica, en sarcasmos y adjetivación caústica a medida que cada recuento sincroniza con el deterioro y la delicuescencia del régimen republicano en una franja cronológica que no es muy extensa. La matriz a partir de la que se inicia la sedimentación son las crónicas parlamentarias que van de la proclamación de la República en abril de 1931, hasta la victoria del Frente Popular en 1936. Sobre las crónicas parlamentarias, Josep Vergés, amigo y editor de Pla en Destino, dice que son una gran representación teatral en la que los actores no saben el final. Pla lo intuyó muy pronto, y los lectores de ahora también lo saben, con apreciaciones contrapuestas. Las enviaba a La Veu de Catalunya por correo y a menudo dictaba las crónicas a última hora, por teléfono. De ahí desgaja el libro Madrid. L’adveniment de la República, en 1933, con un repaso estilístico magistral al incluirlo en el volumen 26 de la Obra completa, titulado Notes per a Sílvia. Luego de modo más prolijo y repetitivo las crónicas se compilan en los cuatro volúmenes de su Historia de la Segunda República Española, de cuya génesis han sido editados recientemente unos capítulos en catalán. La perspicacia política de Pla no se altera, aunque su prosa vaya deshilachándose con adjetivos de estrago y un exceso de largas citas del Diario de Sesiones.
Cuando Pla escribe la biografía política de Cambó subraya que hay dos tipos de hombres, los que hacen las cosas y los que las critican. De ahí procede una primera conclusión de Pla sobre la Segunda República: desde el primer momento predominaron los que critican y no los que hacen. Eso se remontaba al pacto de San Sebastián al que ya en 1930 Pla describe de forma demoledora. En aquellos momentos, Unamuno pasa por Madrid y ⎯según Pla⎯ dice que hay que ir a Constituyentes, con el rey desplazado a la Argentina, y si acaso proclamar la República, para que finalmente ⎯con la República al pairo⎯ regrese el monarca.
En su crónica de 25 de abril de 1931, Pla escribe: «La impresión general, ocho días después de la instauración del nuevo régimen, es excelente», pero en pocos meses las crónicas parlamentarias de Pla van perdiendo la satisfacción inicial aunque el cronista se mueve a su aire por los pasillos del Congreso, de tertulia en tertulia, a su placer bajo la rotonda del Palace. Como cuenta en cartas a su hermano Pere, asumía el papel de agente para una aproximación política entre Alejandro Lerroux y Francesc Cambó. De Alejandro Lerroux dice más tarde que ostenta la mejor cualidad del estadista tradicional del país: no tiene ninguna manía. Pero con anterioridad considera que, radical de ayer y conservador de mañana, será uno de los ejes para la mayoría de una república sin republicanos.
En poco tiempo detecta en la política republicana una propensión a la ruptura de la continuidad histórica. Con una pérdida creciente del sentido de autoridad, se llega a la quema de iglesias, mientras las fuerzas constituyentes están enfrascadas en torneos verbales. Si aquella república tenía que ser de centralidad burguesa, ocurre más bien lo contrario: en cualquier momento, sin la posibilidad de hacer una revolución, el régimen devendrá ⎯dice Pla⎯ un socialismo larvado. A finales de 1931, las crónicas de Pla ya entran en un paisaje agitado por las contradicciones: los tanteos en falso de la reforma agraria, el enquistamiento de las exigencias del nacionalismo catalán y el correoso debate estatutario, la creciente magnitud de una cuestión religiosa exacerbada o el afán de una Constitución sin concebirla como dosificación y punto de encuentro de la convivencia social y política. Lo dijo Ortega, también desilusionado: «Estamos haciendo una Constitución que nadie quiere». La República se improvisaba, sin mayorías de recambio.
Aun así, más allá de su compenetración con la estrategia de la Lliga y de relación orgánica y económica con Cambó, no son crónicas esquemáticas, ni ideológicas o maniqueas, porque se refieren a la realidad cambiante hasta que Pla ⎯inmerso en la pasión política⎯, cada vez que intenta ver sin «a priori» una coyuntura positiva, una nueva circunstancia resta sentido al proceso de la Cortes y del Gobierno, hasta el punto de que las diversas proclividades resultan una incongruencia, como todo un sistema ferroviario que se va paralizando hasta el colapso de la capacidad productiva de una nación. En la Presidencia de la República, Niceto Alcalá Zamora, pudiendo ser el gran árbitro, se hunde en el «bizantinismo jurídico». Para un Pla que lleva décadas observando la política europea, lo que ocurre en la España republicana es una falta de voluntad o de capacidad para esclarecer los laberintos de la vida pública. Y la Ley para la Defensa de la República, que define los actos de agresión contra el nuevo régimen es mucho más restrictiva que una ley mordaza. En sus extremos, aquellos republicanos parecen ignorar que toda ruptura trae consigo una reacción. Pla de nuevo constataba que era «una enorme falacia querer construir una Constitución sin que tenga el color permanente y las constantes conocidas del temperamento de este país». Con irrealismo de ateneísta, Azaña es el hombre fuerte y sus referencias son el anticlericalismo, el antimilitarismo y el parlamentarismo, sin una política eficiente de orden público, la necesaria para preservar un Estado y proteger la ciudadanía. Un caso de gravedad es la presión anárquica en la vida política catalana, ya de por sí inestable. Además, cuando llega la hora de votar «el sentimentalismo del catalán busca lo simbólico más que lo verdadero».
Cuando traslada sus crónicas de las primeras jornadas republicanas al libro Madrid. L’adveniment de la República (1933) su periodismo se había hecho literatura opípara, con otro élan narrativo y una observación de la nueva atmósfera del Madrid sin Rey, con «El himno de Riego», el Madrid saltarín entre dos regímenes. Comenzó el turbulento reparto de poder entre los partidos republicanos y el PSOE, sin márgenes de maniobra para ningún acción centrista que a pesar de las crisis, diese cuerpo tangible a la república sin republicanos según la fórmula de Thiers que consolidó la Tercera República francesa y la hizo duradera. La comparación con la historia republicana de Francia es constante. A partir de octubre de 1934, ante la aceleración de desacatos y actos de insurgencia, como la ruptura de la Generalitat con España y la catastrófica revolución de Asturias, cuyas consecuencias Pla describe in situ insistiendo en que es de inspiración comunista, el caos impone sus fuerzas a todo orden legal. Buen observador de la política francesa, Pla destacaba la importancia de Guizot, creador del partido del juste milieu, es decir, que «la verdad humana es una media, una línea central situada entre dos extremos, a igual distancia de las opiniones aventuradas e inciertas de la derecha y la izquierda». El juste milieu se manifiesta en las clases medias, cuando estas existen porque «son la estabilidad, forman el lastre de un país, el equilibrio permanente». Sin este equilibrio, del mismo modo cuando no hay respecto al imperio de la ley, se producen «el despotismo o la anarquía». Así ocurrió con la Segunda República.
En enero de 1934, la precoz desconfianza que había sentido después del 14 de abril ya era una manifiesta hostilidad. Para Pla, las nubes acumuladas indefectiblemente iban a descargar una tempestad temible. Al tanto de todos los entresijos críticos, se manifestaba abiertamente contra de la República sin dejar de lado un cierto wishful thinking respecto a una ⎯posible aunque improbable⎯ consistencia moderadora que pudieran aportar las fuerzas políticas capaces de actuar a modo de mecanismos estabilizadores. Regían aquellos años llamados «bienio negro» por la historiografía republicanista y que habían sido un voto reactivo frente a la incapacidad de gobernar del frente socialista-republicano, sin autoridad frente a sucesivos episodios de desorden público y de gestión radicalizada. En todo momento, Pla asume las posiciones de la Lliga y si en el pasado apoyó el entendimiento Maura-Cambó, ya en los inicios del periodo republicano apostó sin suerte por una «entente» Lerroux-Cambó. Existía la opción de una aproximación Cambó-Santiago Alba que sus encontronazos imposibilitaron, aunque ya demasiado tarde ambos reconocieron que hubiese podido evitar no pocos males. Mientras tanto, todo empeoraba, y si el gobierno de Lerroux proponía una crisis parcial, la presidencia de la República exigía una crisis total. Cualquier gradualismo caducaba de inmediato, cualquier consenso normativo quedaba en nada en las Cortes, regidas por un reglamento inadecuado. Con una secuencia confusa se encadenan el rumor de complots militares, huelgas, Gil Robles poderosamente en escena, los meandros de una vida parlamentaria endeble a pesar de sus grandes momentos, el impacto en Madrid de la marcha de las huestes de Macià con antorchas y camisas verdes, el mitin en el Teatro de la Comedia con la aparición de José Antonio Primo de Rivera, escisiones en el partido radical, huelgas y estado de prevención. Para consolidar la República, ¿llegaba a tiempo una victoria de la derecha? Ya posteriormente, se describen alijos de armas en las Casas del Pueblo durante el gobierno Samper. La imposibilidad del centrismo y el choque entre Prieto y Largo Caballero cuartean lo que quede del sistema de partidos. Al llegar las elecciones de febrero de 1936, Pla subraya que el orden público está garantizado pero yerra en su pronóstico: si había previsto que la radicalización del frente de izquierdas no tendría más de cien escaños, la victoria del Frente Popular es evidente.
En abril de 1936, Pla deja de enviar crónicas a La veu de Catalunya y se va a Palafrugell. Allí vería llegar el 18 de julio. Parte de Cataluña por la amenaza de muerte decretada por el anarquismo. En el exilio, Cambó encarga a Pla una historia de la Segunda República que, dada la inminencia de un régimen autoritario de duración entonces imprevisible, deje constancia de que una cosa era Cataluña y otra la Cataluña del maximalismo nacionalista ⎯ERC, de forma acusada⎯ y de la vorágine anarquista que durante la Guerra Civil lleva a la incautación de las fábricas, la persecución religiosa, las checas y la destrucción del Estado de Derecho.
Si las crónicas traspasadas al libro sobre el advenimiento de la República tuvieron un plus estilístico, al pasar a la Historia de la Segunda República Española ocurrió que, en virtud del objetivo propagandístico de Cambó, incidieron visiblemente en el tono agresivo hacia la izquierda republicana y el socialismo, y eso no obsta, sino al contrario, para que Pla siga siendo el analista político de una madurez sagaz, con sentido histórico, un hombre cuya vida y obra en aquel momento estaban saturados por los graves conflictos de una Europa que iba a entrar en guerra y, a consecuencia de la paz, quedaría en parte sojuzgada por el totalitarismo soviético y su telón de acero. En los años treinta, cuando placas tectónicas chocaban con una intensidad infrecuente, la democracia liberal y el viejo parlamentarismo eran ninguneados por el totalitarismo activado por la revolución rusa y por el nazismo que tomaba el poder y se preparaba para la guerra. Como dijo Aron, los totalitarismos fueron las religiones del siglo XX. En toda Europa, las ideas liberal-conservadoras ⎯las de Pla, por ejemplo⎯ entran en el túnel de la precariedad, asediadas por fuerzas que van más allá de los conflictos entre la libertad y el orden para concretarse como Estados que sojuzgan al individuo, restringen la propiedad, atacan la religión y la familia. Se buscaba abolir el Estado-garante. Con la política cedida a las masas, no caben las prioridades cualitativas del orden demoliberal. Haber presenciado tanta demagogia e inconsecuencia, tanto en la vida política catalana como en la de España en general, le llevaba al pesimismo: «En España nunca hay legalidad. No hay sino triunfadores y vencidos».
Con la Historia de la Segunda República Española, publicada entre 1940 y 1941, se produce un desentendimiento contractual entre Cambó y Pla, que hoy solo es una pequeña anécdota. Lo significativo es que en aquel momento coincidían en que sin orden no hay libertad, del mismo modo que cuando cayó la dictadura de Primo de Rivera ⎯que había perseguido a Pla⎯, Cambó propicia la fundación del Centro Constitucional para salvar la monarquía, pero aunque integra a los mauristas ya era demasiado tarde. Hacía tiempo que se desintegraba la ilusión de un orden burgués, de una Cataluña burguesa. No es casual que Jesús Pabón ubique la figura de Cambó en la corriente esencial de la Restauración, la que quiso rectificar el «maximalismo carpetovetónico que sacudió a la República precedente y sacudiría a la República que le sucedió: el extremismo ibérico que se mueve hacia lo “más” y no hacia lo “mejor”, y que Cambó calificó de canibalismo». Exactamente en eso estaba Pla.
Cuando Josep Pla regresa a Cataluña en la retaguardia de las tropas del general Yagüe, sabe que reconstruir su Cataluña será una tarea muy lenta, entre ruinas. Unos regresaban a España; y otros tenían que irse al exilio sin saber hasta cuándo. No hay peor tragedia colectiva que una guerra civil y Pla la había visto llegar. Sabía que, en realidad, las guerras civiles las perdemos todos. Alquila una casa en Fornells de Begur. Tiene que rehacer su vida y proseguir con su literatura después de la catástrofe civil. Ha sobrevivido a la tragedia. Con más distancia, anotó que con la Segunda República la densidad de odio había sido tan grande que por fuerza llevó a una guerra civil. La República le había censurado y luego el franquismo. Le costaría creer en un posfranquismo que no llevase a una revolución o a otra dictadura, entre otras cosas ⎯escribe en 1974⎯ porque la burguesía no sabía defenderse.
Ilustración: Josep Pla en 1930 en compañía de Josep Maria de Sagarra, Francesc Pujols, Antoni López y Josep Maria Planes en un bar de Martorell. Fotografía de Gabriel Casas i Galobardes. Archivo Nacional de Cataluña.