La reciente noticia de que drones rusos han sobrevolado zonas de Polonia, Rumanía y Estonia ha encendido, con razón, todas las alarmas. Se trata de una preocupante escalada de un conflicto que lleva tres años y medio causando un enorme sufrimiento en Ucrania. Con el Kremlin convertido en una amenaza cada vez mayor para la seguridad internacional, conviene releer a Jean-François Revel, que durante la Guerra Fría analizó y comprendió como pocos la lógica de la política exterior soviética y estudió con atención los mecanismos que hacen que las democracias se vuelvan vulnerables frente a los regímenes autoritarios y totalitarios.
Revel escribió muchas de sus obras más importantes, como El conocimiento inútil, Cómo terminan las democracias o la Tentación autoritaria, en un momento en el que, en buena parte de los ambientes intelectuales europeos, se consideraba de mal gusto denunciar el expansionismo soviético: lo que se llevaba era hacer gala de una resistencia afectada y absurda al «imperialismo» norteamericano. Cuando los atropellos de Moscú empezaron a ser demasiado evidentes como para ser ignorados, lo que se hacía era mostrar una equidistancia exquisita entre los dos bloques. Uno no podía denunciar una atrocidad de la URSS sin, acto seguido, denunciar un abuso de los Estados Unidos, como si los excesos y errores de una democracia pudieran compararse con los crímenes sanguinarios de una dictadura totalitaria, y como si existiera alguna analogía entre el régimen que, tras la Segunda Guerra Mundial, se apropió de los territorios que decía haber liberado y el que, después de derrotar al nazismo, regresó a su continente y ayudó a reconstruir las economías europeas devastadas por la guerra (una ayuda, el Plan Marshall, que, dicho sea de paso, la propia URSS estaba más que dispuesta a aceptar hasta que comprendió que podía socavar su control sobre los países satélite, a los que terminó forzando a rechazarla). Pero Revel reunía las tres virtudes que consideraba que debía tener un intelectual para resistir las presiones intelectuales y políticas de su tiempo: honradez, lucidez y coraje, y en sus artículos y ensayos no dejó de señalar y denunciar la irresponsabilidad y la pulsión suicida de los gobiernos de las democracias liberales, que con frecuencia subestimaron la magnitud de la amenaza soviética.
Podría pensarse que, tras el colapso de la URSS, los ensayos de Revel deben leerse más por interés histórico que por preocupación política, pero en sus métodos y aspiraciones, la Rusia de Putin de los últimos años guarda muchas similitudes con el imperio soviético. Como se evidenció de forma palmaria en 2022, el fracaso del comunismo no puso fin a las ansias expansionistas del Kremlin. Hoy como entonces, son su forma de contrarrestar sus debilidades internas.
Además, sucede algo inaudito: Occidente lleva más de un siglo cometiendo los mismos errores frente a los acontecimientos rusos, y sigue, por el momento, incapaz de extraer ninguna lección de ellos. Un siglo o más. En un artículo de 1853 para el New York Daily Tribune, que Revel recuperó para el encabezamiento de una de sus colaboraciones en el semanario Le Point, Karl Marx ya explicaba que, desde 1815, las grandes potencias europeas estaban obsesionadas con mantener el statu quo y evitar guerras, lo que había permitido a Rusia expandirse hacia el Este sin apenas resistencia: «La diplomacia rusa contaba con la cobardía de los estadistas de Occidente», constataba Marx.
Pese a que las maniobras del Kremlin ya no cuentan con la pátina de legitimidad que les otorgaba el comunismo a ojos de muchos occidentales durante la Guerra Fría, los abusos rusos siguen siendo asumidos hoy por las democracias liberales con una especie de resignación cristiana o, incluso, interpretados —sobre todo desde la extrema derecha y la extrema izquierda— como actos de legítima defensa. Para Revel, la conferencia de Yalta de 1945 marca el inicio de esta tradición de servilismo y pusilanimidad diplomática. Durante la Guerra Fría, Yalta se invocaba a menudo para justificar la pasividad de las democracias occidentales frente a lo que eran claros abusos imperialistas de los soviéticos. La idea era que ahí se había repartido Europa y que por lo tanto no había que entrometerse con lo que la URSS decidiera hacer con su parte del pastel. Sin embargo, más que un reparto, Yalta fue una apropiación indebida por parte de la URSS de un área europea, una conquista por la que las democracias europeas apenas protestaron. La URSS hizo en Yalta lo que luego repetiría en numerosas ocasiones: incumplir acuerdos y poner a Occidente ante los hechos consumados. Lo incomprensible es que luego las democracias se encargaran de legitimar, en los acuerdos de Helsinki de 1975, esas anexiones.
En Helsinki, Occidente entregaba la Europa central a la URSS y se comprometía a una ayuda económica y tecnológica masiva. A cambio, Moscú ofrecía la vaga promesa de moderar su política extranjera y respetar los derechos humanos en su imperio. Al hablar de Helsinki, Revel aclara: «Esta última disposición, que sólo una insondable incomprensión de la realidad comunista había podido hacer tomar en serio a los hombres de Estado occidentales, sólo era una broma destinada a alegrar las tristes reuniones del Politburó». Como es sabido, la URSS pronto invadiría Afganistán y declararía la ley marcial en Polonia, de nuevo ante la pasividad de las potencias Occidentales, a las que todo esto les había pillado tan desprevenidas como la invasión de Ucrania en 2022.
No está de más recordar, como Revel no se cansó de hacer, que el primer aliado de Stalin en la Segunda Guerra Mundial fue Hitler, y que solo después de la invasión alemana de junio de 1941 la URSS se vio obligada a combatir junto a las democracias. Eso debería haber bastado para que Occidente se presentara a Yalta con todas las precauciones posibles. Sin embargo, para comprender la disposición de ánimo con la que acudió a esa cita, basta con recuperar un fragmento de una carta de Roosevelt a Churchill, que Revel recoge en Cómo terminan las democracias:
Tengo el presentimiento de que Stalin no es el hombre que se cree. Harry [Truman] me dice también que tiene esa impresión y que si le doy todo lo que puedo darle sin pedir nada a cambio, noblesse oblige, no podrá pensar en anexionarse nada y aceptará trabajar conmigo por un mundo de democracia y de paz.
Revel añade que estas líneas «condensan a la perfección lo que seguirá siendo la filosofía diplomática de Occidente, implícita o confesada, durante los cuarenta siguientes años». Roosevelt parecía convencido de que su encanto bastaría para reconducir a Stalin por el camino de la paz y practicó con esmero, como más adelante De Gaulle y muchos otros, el extraño arte de la concesión previa, un desatino diplomático del que Trump también ha sido un adepto entusiasta. El actual presidente de los Estados Unidos llegó al cargo convencido de que asumiendo el discurso de Putin podría acabar con la guerra y atribuirse el triunfo. Pronto descubriría que no iba a ser tan fácil y que su estrategia solo había servido para reforzar los objetivos del Kremlin. Con esa pueril mezcla de ingenuidad y arrogancia que le es tan propia, en julio declaraba:
En muchas ocasiones, hemos creído que habíamos llegado a un acuerdo. Llego a casa y digo: «Primera Dama, he tenido una conversación maravillosa con Vladmir. Creo que lo tenemos». Y ella me responde: «Es extraño, porque acaba de bombardear un asilo».
En política exterior, uno debe esperar siempre lo peor de su adversario, no por cinismo ni ánimo de confrontación, sino porque tiene el deber de estar preparado para hacer frente a los peores escenarios. Sin embargo, las democracias occidentales han esperado siempre lo mejor del Kremlin, y lo han hecho, además, pensando que eso sería suficiente para aplacar sus ansias expansionistas. Han confundido sus buenos deseos con la realidad, y han temido disgustar a Moscú cuando tomaban alguna medida contundente. Peor aún, toda precaución ha sido tachada de histeria antirrusa (¿no es acaso esa la narrativa que todavía hoy domina sobre la actitud de Estados Unidos durante la Guerra Fría, caricaturizada en películas como Dr. Strangelove (1964)?). Así como el Quijote buscaba motivos de injuria donde no los había para dar prueba de su valentía, las democracias occidentales llevan un siglo empeñándose en ver señales de moderación en Rusia para justificar su cobardía. Sería cómico si no fuera porque han puesto en riesgo la supervivencia de la democracia liberal. La anexión de Crimea el año 2014 debería haber sido inadmisible. ¿Y con qué nos encontramos? Condenas impotentes, tímidas sanciones, justificaciones veladas, acusaciones de injerencia… en una palabra, una inacción de la que Rusia, una vez más, tomaría nota para anotarse otro tanto: Ucrania.
Rusia siempre ha contado, y eso era lo que más preocupaba a Revel, con grandes aliados dentro de las democracias occidentales. Durante la Guerra Fría, no fueron pocos los que, angustiados por el peligro nuclear y movidos por las mejores intenciones, se propusieron lograr el desarme unilateral de Occidente, quizá sin reparar en que, en la práctica, eso equivalía a favorecer el expansionismo soviético. De nuevo se repetía la lógica de la concesión previa: para acabar con la guerra, primero deberíamos desarmarnos nosotros para dar ejemplo. Por supuesto, la URSS explotaba esa ingenuidad. Uno de los casos más delirantes de esta torpeza estratégica fue toda la campaña de desinformación contra la instalación de la bomba de neutrones, la más apta para contrarrestar la superioridad soviética en armamentos blindados. La URSS expandió el bulo de que las armas de neutrones eran un «arma capitalista» porque mataban a las personas sin destruir los edificios. En realidad, su fuerza residía en su precisión: era un arma capaz de reducir los daños colaterales; en las ciudades, desde luego, pero también de civiles. Todos los incautos que se indignaron ante la idea de un arma diseñada específicamente para que los americanos pudieran aprovechar las fábricas de los países una vez conquistados e instalar ahí sus multinacionales difundieron el bulo soviético, que hizo fortuna: en 1978, el presidente Carter decidió renunciar a la instalación de esas armas en Europa. El caso está explicado con todo detalle, de nuevo, en Cómo terminan las democracias, donde el lector podrá encontrar tantos ejemplos de despropósitos parecidos que terminará dando gracias al cielo de que la URSS se derrumbara por sus propias debilidades, porque desde luego no podíamos contar con nuestros aciertos.
Los pacifistas a menudo entienden la paz de una forma muy favorable a las tesis del Kremlin: como una falta de resistencia a sus ofensivas. Cuando entonan el «no a la guerra», le dicen sí a las invasiones y abusos del más fuerte. Revel recoge cómo, en la conferencia de Génova de 1922, Lenin instó a la delegación soviética a hacer todo lo posible por reforzar «el ala pacifista de la burguesía». Les advirtió, además, de que en ningún caso debían exponer opiniones comunistas; sabía que el pacifismo era una puerta de entrada más efectiva y menos obvia para su propaganda. Un siglo después, las tesis de los pacifistas occidentales siguen coincidiendo con las rusas y cuentan con numerosos discípulos, de los cuales, lamentablemente, España tiene hoy grandes exponentes en su gobierno.
Otro de los grandes argumentos que Rusia utiliza para justificar sus abusos —y que demasiados occidentales aceptan sin rechistar— es el de su supuesto problema de inseguridad. Se nos quiere hacer creer que Putin se ve obligado, muy a su pesar, a invadir a sus vecinos para sentirse seguro. En realidad, son esos mismos pueblos circundantes quienes, con toda la razón del mundo, viven con el temor constante de ser atacados por Rusia, lo que basta para explicar que miren a Europa y Estados Unidos en busca de protección. Pero el Kremlin domina desde hace décadas una táctica de abusón de manual: intimidar primero a sus vecinos para luego presentar cualquier intento de defensa como una agresión y así justificar lo que, en el fondo, ya había decidido hacer. No deja de ser curioso, además, que quienes están dispuestos a tragarse ese argumento —la extrema derecha y la extrema izquierda— hayan sido siempre reacios en cambio a aceptar que Israel, rodeado de enemigos que proclaman abiertamente su intención de borrarlo del mapa, enfrenta un problema real de inseguridad que condiciona su política exterior. Pero ese es un asunto que exigiría un análisis aparte.
El 24 de febrero de 2022, cuando las tropas rusas invadieron Ucrania, las democracias occidentales se vistieron de luto. Aunque algunos devotos del Kremlin se apresuraron a justificar la invasión amparándose en vagas promesas posteriores a la Guerra Fría que jamás se plasmaron en tratados —como si Rusia no hubiera violado sistemáticamente todos los acuerdos internacionales—, la opinión pública se solidarizó mayoritariamente con los ucranianos. La solidaridad, sin embargo, venía teñida de resignación: enseguida comenzaron a trazarse escenarios en los que se daba por hecho que Ucrania acabaría cayendo bajo dominio ruso. Que el conflicto siga abierto y sin un claro vencedor no se debe desde luego a la contundencia de la respuesta europea, sino a la inesperada debilidad del ejército ruso y, sobre todo, a la resistencia y el valor del pueblo ucraniano.
Los pueblos de la Europa central han demostrado históricamente gran sensatez y coraje, y, una y otra vez, han sido traicionados, entregados a los rusos sin que se planteara jamás ni la posibilidad de organizar una consulta popular para saber si querían convertirse en sus súbditos (no olvidemos que en Yalta la URSS se comprometió a celebrar elecciones libres en los países liberados, promesa que por supuesto incumplió). No es de extrañar que Melania Trump, nacida en la Yugoslavia de Tito, arquee una ceja cada vez que su marido llega a casa embriagado por las lisonjas de Putin y convencido de que, esta vez sí, su genio estratégico ha logrado que recapacite. La prudencia y el recelo de quienes conocen de primera mano la amenaza rusa contrastan con el wishful thinking de quienes observan el asunto desde la distancia. No todo el mundo puede permitirse el lujo de ser un ingenuo.
Con los recientes ataques contra tres países de la Alianza Atlántica, tampoco parece que Europa pueda permitirse muchas vacilaciones. Aunque muy debilitada por la guerra, Rusia nos vuelve a poner a prueba. Resta por ver si continuamos actuando de manera desordenada e ineficaz o si, finalmente, adoptamos una respuesta firme para que Rusia no pueda volver a contar con la cobardía de los estadistas europeos.
Ilustración: Fotografía de Serge Serebro.