El propósito de fijar un texto filológicamente consistente, en el caso de Heráclito, es, de hecho, inasequible, y el problema no se limita a intentar establecer cuáles de los fragmentos que nos han llegado son auténticos y cuáles no, sino que va más allá: ¿podemos llegar a una versión del texto de Heráclito que pueda independizarse de los autores que nos lo han transmitido o en el fondo solo se trata de un artificio moderno? No sabemos si los transmisores tenían realmente el texto delante, si la copia que poseían era completa o si por el contrario manejaban una edición también fragmentaria, y tampoco conocemos la estructura de su libro, cómo estaba organizado, si se expresaba también en esa especie de aforismos que han llegado hasta nuestros días o si tenía una continuidad; ni siquiera sabemos si era verdaderamente un libro (es decir, una obra unitaria). No sabemos, en definitiva, casi nada. Sin embargo, entre toda la maleza de comentaristas, doxógrafos y transmisores en general es posible a veces hallar, gracias a ciertas marcas formales y de contenido presentes en el texto, un claro en el que poder detenerse y vislumbrar las palabras del efesio.
La fascinación por la estructura y el lenguaje de los fragmentos heraclíteos no es nueva, pero renació con todo su vigor en el Romanticismo, tan proclive a dejarse seducir por lo enigmático, y desde entonces su extrañeza ha seguido interpelando al hombre de nuestro tiempo. Sin embargo, el misterio se ha ido mitigando debido a la paulatina consolidación de un cliché que ha limado para el lector moderno la incertidumbre y la rareza del pensamiento del jonio. Este proceso es inseparable de los estereotipos formados paralelamente sobre otros pensadores como Parménides o Anaximandro. Todos ellos componen un conjunto compacto que desvanece gran parte de las dudas que el texto griego, en crudo, pudiera suscitar. Y digo «en crudo» porque no basta con leer en lengua original, hace falta también ponerse en camino para desprenderse de los supuestos modernos que el filólogo clásico tiende a asociar con el significado de las palabras y la estructura de la lengua griega en general.
Como es sabido, también para los griegos fue Heráclito un pensador escurridizo. Aristóteles insistió en la dificultad de interpretar las sentencias del efesio y adujo la ambigüedad del adverbio ἀεὶ en el fragmento B1 ⎯en la numeración de Diels-Kranz (DK)⎯ como prueba suficiente de su oscuridad. Sin embargo, y quizá por ser a su parecer innecesariamente intrincada, no se detuvo a considerar la complejidad de la composición heraclítea.
Algunos editores modernos, como Mouraviev, han observado acertadamente que dicha complejidad es manifiestamente intencionada, esto es, que Heráclito, a juzgar por lo que ha quedado de sus textos, busca activamente expresiones y estructuras que a primera vista pueden resultar desconcertantes. Veamos un ejemplo. Se trata del fragmento B62 (DK):
ἀθάνατοι θνητοί, θνητοὶ ἀθάντατοι, ζῶντες τὸν ἐκείνων θάνατον, τὸν δὲ ἐκείνων βίον τεθνεῶτες.
Transliteración:
Athánatoi thnetoí, thnetoì athánatoi, zôntes tòn ekeínon thánaton, tòn dè ekeínon bíon tethneôtes.
Traducción:
Inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo [los unos] la muerte de aquellos, habiendo muerto [los otros] la vida de aquellos.
Una traducción al español no puede recoger fielmente la estructura del original sin volverse ininteligible. Para que el lector se haga una idea, si estableciéramos una correspondencia exacta, el texto quedaría así:
Inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo la de aquellos muerte, la de aquellos vida habiendo muerto.
En cualquier caso, se observa la estructura simétrica, en forma de quiasmo, del fragmento, y esa precisión formal hace difícil poner en duda su autenticidad. Lo primero que encontramos es el cruce entre ἀθάνατοι y θνητοί, inmortales y mortales: AB, BA. En segundo lugar, vemos la siguiente distribución: participio (A) + artículo en acusativo (B) + complemento del nombre en genitivo (C) + sustantivo en acusativo (B); artículo en acusativo (B) + complemento del nombre en genitivo (C) + sustantivo en acusativo (B) + participio (A). Es decir: ABCB y BCBA. Se trata de estructuras simétricas.
En cuanto al contenido del fragmento, parece que los inmortales son, en algún sentido, mortales, y que los mortales son a su vez, en correspondencia, de alguna manera inmortales, pero no en el sentido de que los inmortales mueran y los mortales vivan para siempre. Es más bien que ambos forman un conjunto inseparable, dos caras irreconciliables de una misma moneda. Ser inmortal es vivir la muerte de los mortales. Ser mortal, en cambio, es morir la vida de los inmortales. Ambas cosas parecen imposibles. Por definición, en el lenguaje común, la muerte no se vive y la vida no se muere. Se sigue de ello una evidencia: no estamos en el terreno del lenguaje común. ¿Dónde estamos, entonces? ¿De qué estamos hablando?
Aunque para el hombre vivir pueda confundirse fácilmente con ser ⎯con estar definido y tener una presencia clara⎯, lo cierto es que para el hombre vivir es no llegar a ser. La apariencia de lo que nosotros llamamos una identidad no puede escapar de ese carácter provisional, y eso es algo que todos sabemos: podemos ser ahora panaderos, esposas o maridos, arquitectos, profesores, ingenieros, matemáticos o mecánicos, y mañana no ser nada en absoluto. Lo que hay detrás de cada identidad que creemos poseer, lo que se esconde siempre debajo, es el no-ser (la expresión «no ser» puede referirse a no ser, por ejemplo, panadero, pero sí ser, en cambio, arquitecto, mientras que «no-ser» significa aquí dejar de ser, apartarse del ser en general).
Si volvemos ahora al fragmento B62, es indudable que se establece una correspondencia, tanto formal como de contenido, entre lo mortal y lo inmortal. Parece que para Heráclito el no-ser de los mortales se corresponde con el ser de los inmortales, esto es, la muerte de los mortales es la vida de los inmortales, y esto lo percibimos tanto en la estructura quiástica como en el significado del fragmento.
Adentrémonos ahora un poco más en lo que significa la mortalidad de los mortales. Otro fragmento de Heráclito, B21 (DK), afirma lo siguiente:
θάνατός ἐστιν ὁκόσα ἐγερθέντες ὁρέομεν, ὁκόσα δὲ εὕδοντες ὕπνος.
Transliteración:
Thánatós estin hokósa egerthéntes horéomen, hokósa dè heúdontes húpnos.
Traducción:
Muerte es todo cuanto vemos despiertos; cuanto [vemos] durmiendo, sueño.
Una correspondencia al español daría la siguiente secuencia:
Muerte es cuanto despiertos vemos, cuanto durmiendo, sueño.
Vuelve a aparecer una estructura quiástica: «muerte cuanto […] despiertos» vs. «cuanto durmiendo, sueño». Parece que estar despierto quiere decir aquí comprender que, para el hombre, todo ser, por su carácter efímero, es en última instancia no-ser; por eso lo que vemos cuando estamos despiertos, es decir, cuando nos hacemos cargo de nuestra imposibilidad de ser, es muerte. En cambio, cuando no nos damos cuenta de nuestra mortalidad, vivimos instalados en la ilusión de una identidad, soñamos, deliramos.
Quizá la ilusión de ser o, recuperando esa expresión más moderna, la ilusión de una identidad sea también para el hombre actual el vicio que más ha contribuido a su innegable atrofia. Asumir la muerte quiere decir no ceder ante la tentación, siempre apremiante, de creerse algo o alguien, y conviene recordar ⎯nunca serán suficientes las veces que se repita⎯ que la democracia moderna se fundamenta, de hecho, en este rasgo de la naturaleza humana: el ciudadano es, en realidad, cualquiera, nadie en particular; sin importar quién sea, panadero o arquitecto, marido o esposa, blanco, negro, alto o bajo, es igualmente ciudadano, porque el ciudadano es de hecho la figura en la que se encarna esa nada que se esconde detrás de toda identidad.
Por eso las tentativas de dar al hombre un destino, un sentido, tan comunes en nuestro tiempo, terminan por desembocar en el totalitarismo: todas ellas tienen en común la tentación de pensar que el hombre es algo más que el testigo de una nada, como si ese cargo no fuera en realidad el mayor de los privilegios, aquello que los dioses viven… y nosotros morimos.
Ilustración: Heráclito. Fragmento de Demócrito y Heráclito, obra de Peter Paul Rubens (1603). Dominio público.