Ha pasado casi un año desde que el independentismo catalán sufrió su peor derrota electoral en décadas, y no parece exagerado hablar de fin de una época. Con las aguas más calmadas, es un buen momento para echar la vista atrás y tratar de comprender lo que, en muchos sentidos, fue un delirio colectivo. Una buena forma de hacerlo es a través de las recién publicadas memorias de la periodista Laura Fàbregas. Diario de una traidora (Editorial Funambulista) narra, con gran agudeza, ironía y lucidez, unos años que ella vivió como testigo privilegiado: primero, como independentista en un pueblo catalán muy politizado; más tarde, como periodista constitucionalista afincada en Madrid.
Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Laura Fàbregas. Fue en un debate de TV3 entre el entonces dirigente de la CUP, Antonio Baños, y el filósofo Antonio Escohotado. En Cataluña, el antinacionalismo se percibe a menudo –con una mezcla de compasión, incredulidad y recelo– como una forma de autoodio. Primero, confundiendo el amor a la patria con el amor propio, y luego sin entender que era precisamente por amor propio por lo que a muchos catalanes nos dolía ver cómo Cataluña se hundía en ese abismo de ignorancia y fanatismo. Aunque fuera solo por una cuestión estética, porque uno nunca llega a desprenderse del todo de su lugar de origen, nos interesaba que nuestros dirigentes recuperaran el juicio. Sus desvaríos, su mal gusto y sus vilezas nos salpicaban. Por eso recuerdo respirar aliviada cuando Laura Fàbregas intervino en ese debate con su marcado acento catalán: Antonio Escohotado, por quien yo sentía una gran admiración, había encontrado vida inteligente en nuestra televisión pública.
Como Laura, yo también fui independentista, y además por el mismo motivo: por influencia de mi primer amor. Pasé la adolescencia con la estelada colgada en el dormitorio y conservo buenos recuerdos de las manifestaciones a las que asistí entonces, que coincidían con mis primeros paseos largos por la ciudad de Barcelona sin supervisión paterna. Yo vivía en un pueblo de las afueras y tenía quince años cuando asistí a la gran manifestación de la Diada de 2012. La emoción de estar conquistando libertades me llegaba por partida doble.
Mi experiencia en la escuela catalana —aunque, en mi caso, concertada— fue parecida a la de Laura. A grandes rasgos, los independentistas éramos los que nos preocupábamos por aprobar los exámenes; a los más revoltosos les divertía escandalizarnos con comentarios españolistas. A veces había pequeñas discusiones en clase, pero ser independentista no exigía mucho valor. A los profesores, a mi familia, incluso a los no independentistas, les hacía gracia. Te miraban como diciendo: «Mírala, nos ha salido revolucionaria». Cuando más tarde me hice constitucionalista, mi rebeldía ya no despertó tantas simpatías. Laura dice en su libro que es mucho más fácil enfrentarse a un Estado democrático que a vecinos y familiares. Creo que a veces incluso es más fácil enfrentarse a un Estado no democrático. A pesar del peligro real, en los últimos años del franquismo la lucha contra el régimen se vivía con una alegría que siempre he lamentado no haber podido conocer. Por supuesto, Albert Camus nunca fue más valiente que cuando combatió las fuerzas de ocupación nazis, se jugaba la vida, pero enfrentarse a lo que habían sido sus compañeros de trinchera debió de ser más doloroso.
Solo recuerdo una reprimenda de una profesora por un comentario nacionalista que hice un día en clase y que, por fortuna, he olvidado. Era la profesora de castellano, y me dolió porque era mi favorita. Con ella leímos El Cid, El Quijote, El conde Lucanor…; nos hizo memorizar poemas de Góngora, Quevedo, Espronceda, Machado… Era exigente, algo inaudito para quienes nos escolarizamos después de la LOGSE. Todavía recuerdo cómo había que redactar sus apuntes: diez cuadritos antes de poner el título; el título debía ocupar dos, y su subrayado (dos líneas siempre en verde), solo uno; después, cuatro cuadritos más hasta llegar al primer subtítulo. Cuántas veces tuve que empezar de nuevo mis apuntes porque me había descontado de un cuadrito. Y cuántas otras temí perder su estima cuando revisaba nuestros pupitres por sorpresa (el mío estaba siempre desordenado). Pero sus clases fueron las más importantes de toda mi educación secundaria. Era prima hermana de Núria de Gispert, presidenta del Parlamento de Cataluña del 2010 al 2015 y uno de los rostros menos amables del nacionalismo catalán. Y eso es mucho decir.
Lo que viví en la escuela donde cursé el bachillerato fue distinto. Era un antiguo institut escola que había dado clases clandestinas de catalán durante el franquismo y que nunca había separado a los alumnos por sexos. Esto era motivo de un gran orgullo. Allí no había bandos: todos éramos independentistas. Los profesores llevaban la senyera como pulsera, los alumnos la estelada en la mochila y en los pasillos colgaban carteles a favor de la inmersión lingüística sin disimulo: «L’escola, en català». Nunca he hablado menos de política que durante esos dos años de bachillerato. No había nada que discutir: estábamos todos de acuerdo. La comunión era total, pero eso no nos impedía seguir sintiéndonos rebeldes. Nuestro colegio había resistido al franquismo y todos nos sentíamos herederos de esa resistencia, aunque nos estuviéramos educando para ser los hijos privilegiados del poder.
En mi conversión al constitucionalismo, nada fue más decisivo que conocer al escritor Ferran Toutain. Una de las grandes suertes de mi vida ha sido tenerle de profesor en la Universidad. En sus clases no solo descubrí, con gran sorpresa y turbación, los errores con los que había crecido —las tergiversaciones históricas, mis pobres nociones sobre lo que debía ser una democracia…—, sino algo mucho más valioso: la belleza de sus ideas. Me fascinaron desde el principio. El nacionalismo no había logrado emocionarme nunca. Al fin y al cabo, yo era hija de charnegos, en mi casa se hablaba tanto catalán como castellano, no veíamos TV3, nunca había hecho el Tió —una tradición que, como tantas otras de la cultura popular catalana, me provocaba un rechazo instintivo—, jamás he seguido el Barça, y las clases de literatura catalana me parecían infinitamente más aburridas que las de literatura española. No había nada del folclore catalán que más entusiasmos despertaba que yo sintiera como propio. Mi abuelo me había regalado un ensayo titulado Catalunya: Estat propi, Estat ric –«imprescindible para todos los que todavía tengan alguna duda sobre la necesaria independencia de Cataluña», rezaba la contraportada– que fue acumulando polvo en mi estantería sin que yo me decidiera nunca a abrirlo. Mi educación política se basaba en lo que oía decir a algunos amigos que me parecían más informados que yo. Eso de que no nos dejaran votar sonaba muy poco democrático. También se decía que los países pequeños eran más prósperos. No había más que decir: no solo la justicia, también la razón estaba de nuestro lado. Recuerdo que sentí la obligación de escandalizarme cuando el ministro de Educación José Ignacio Wert dijo aquello de que había que «españolizar» a los niños catalanes, sin entender nunca del todo por qué. Más tarde, ya en mi último verano como nacionalista, se lo conté a una chica suiza que conocí en un viaje a Londres para que comprendiera la gravedad de la situación política que vivíamos en mi país, segura de que le causaría la misma indignación que yo había visto en mis compatriotas y que de inmediato se solidarizaría con nuestra causa: «¿Te lo puedes creer?». Me miró con desconcierto: «¿Y qué pasa?». No se lo supe explicar.
Por mucho que lo intentara, no había nada en esas ideas pretendidamente revolucionarias, pero burguesas hasta la náusea en fondo y formas, que me sedujera de verdad. Las repetía por pura ignorancia, por la influencia de las personas de mi entorno a quienes más admiraba y por una mal entendida rebeldía. Las ideas de la libertad sí que me cautivaron desde el principio. Me caí del caballo al primer contacto con ellas. Ya había cumplido la mayoría de edad cuando me encontré por primera vez con un liberal en Cataluña, y mi gratitud por su generosidad, paciencia y coraje es infinita.
Fue justo entonces cuando Mario Vargas Llosa publicó La llamada de la tribu, la autobiografía intelectual en la que habla de las lecturas que moldearon su forma de pensar y de ver el mundo. Fue mi primera lectura liberal, la mejor introducción posible a las ideas de los grandes pensadores de la libertad. Su formación terminó siendo también la mía: Ortega y Gasset, Hayek, Adam Smith, Raymond Aaron… y Vargas Llosa. Desde entonces no me perdí una sola entrega de sus Piedras de toque en El País, y en sus novelas descubrí también cómo la lucha del individuo por la libertad y contra sus enemigos podía cobrar vida. Como se ha señalado, el retrato que hizo del dictador Trujillo en La fiesta del Chivo puede ser el de cualquier dictador. A menudo, tanto la historiografía como la literatura magnifican a los tiranos, revistiéndoles de cierta grandeza, aunque sea en la maldad. Pero Trujillo queda allí retratado para la posteridad en toda su insignificancia, no como un monstruo, sino como un hombre monstruoso. La admiración que Vargas Llosa, tan denostado por el catalanismo, despertó en mí fue reveladora: comprendí todo lo que había estado perdiéndome al aferrarme a mis prejuicios. Aunque La llamada de la tribu esté lejos de ser su libro más importante, es el que quiero recordar yo tras su muerte, porque nunca olvidaré la emoción con la que leí sus páginas.
Isaiah Berlin sostenía que ningún movimiento fue más influyente ni más perjudicial para la libertad en el siglo XX que el nacionalismo. Incluso el comunismo soviético, nacido como una ideología antinacionalista, terminó recurriendo a esa retórica para asegurar su supervivencia. No es difícil encontrar ejemplos que demuestran que su vigencia y poder están lejos de desvanecerse en el siglo XXI: Trump, con su particular variación del «Espanya ens roba» («We have been ripped off by every country»); Putin, con sus reclamaciones sobre supuestos derechos territoriales históricos, que recuerdan a los de los Països Catalans… El nacionalismo continúa demostrando una capacidad sin igual para movilizar a las masas y destruir consensos, y aunque en Cataluña parece que por el momento haya perdido el poder, todavía está lejos de perder el prestigio.
Puede que el constitucionalismo, como toda forma de rebelión contra la tribu, traiga más sinsabores que gratificaciones, pero estoy segura de que las gratificaciones que ofrece son más valiosas. Es con la sensación con la que se queda uno al terminar Diario de una traidora. Laura se pregunta qué hubiera sido de ella si nunca hubiera salido de su pueblo natal. Seguramente su vida habría sido más fácil, pero también más pobre. Entre las alegrías que le ha dado su camino, destaca el haber conocido a otros catalanes que han desafiado el pensamiento único con gran inteligencia y valentía como Arcadi Espada, Félix de Azúa, Pepe Albert de Paco, Xavier Pericay y tantos otros cuyas palabras y consejos recuerda a lo largo de su libro. El valor que tiene para mí haber encontrado la amistad de Ferran Toutain, la obra de Vargas Llosa y la complicidad de compañeras de traición como Laura Fàbregas supera con creces a la euforia que sentí en las manifestaciones que iniciaron el procés, cuando por primera vez y última, me sentí en Cataluña entre amigos.
Ilustración: Imagen generada por Inteligencia Artificial a partir de una fotografía de colección personal.