Destacado, Pensamiento

Aquellos zares rojos

La hija de Stalin hojeaba libros en la biblioteca pública de Kensington. La observaba un joven bibliotecario, y con él así vimos, varias veces, a la hija de quien había sido el hombre más poderoso del mundo. Luego miraba escaparates de anticuarios, se subía al autobús y desaparecía. Eso era en 1992. Poco después, la prensa sensacionalista descubrió que Svetlana vivía en una casa de beneficencia en el Londres más raído. 

En sus libros había contado lo que fue ser la mimada del padre, un hombre de inteligencia demoníaca, uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad, convencido de que la solución de todo era la muerte, atracador de bancos en su juventud de activista bolchevique, adorado por las mujeres sin ser muy mujeriego, un tipo aparentemente modesto con la cara marcada por la viruela, capaz de cóleras letales, inmensamente resentido, hipocondríaco, ejecutor de purgas sin fin, tullido del brazo izquierdo, cantor de baladas caucasianas, artífice del terror de masas, nuevo jinete del Apocalipsis que impidió toda libertad y perpetuó la guerra con la guerra más fría.  En La corte del Zar Rojo, Simon Sebag Montefiore describe los ocios del «padrecito» Stalin, con Svetlana sobre las rodillas y el vodka circulando por sus venas mientras urde acciones de vulgar criminal capaz de hacer temblar el mundo. La madre de Svetlana se había suicidado en 1932.   

Svetlana Stalin se hizo católica en los años ochenta. Llevaba tiempo en busca de nuevas formas de espiritualidad desde su bautizo ortodoxo después de los primeros treinta y seis años de una vida amoldada al ateísmo oficial de la URSS. Los bandazos vitales, emotivos y religiosos vertebran paradójicamente su existencia errante. De Rusia marchó a la India y allí se pasó a Occidente. De los Estados Unidos va a Inglaterra, regresa a Rusia, parte de nuevo a América. En su primera etapa norteamericana, conoce a la viuda de Frank Lloyd Wright, el arquitecto cuya personalidad inspira en parte la novela El manantial de la escritora Ayn Rand, también rusa pero más afín al espíritu norteamericano de frontera que Svetlana. El embrollo místico de la viuda del arquitecto la lleva a pensar que Svetlana es la sustituta de una hija fallecida. En Svetlana Stalin los cambios de religión y de culto son una constante, pasando por la fascinación por el hinduismo. Estuvo en un convento suizo. En sus últimos años fue acogida por unas monjas de Wisconsin. Allí muere en 2011.

En 1953, cuando Stalin muere, muchos rusos lloran, se sienten huérfanos. Lloran incluso algunos que estaban internados en el Gulag. Habían sido treinta años del peor despotismo sanguinario ejercido ininterrumpidamente sobre doscientos millones de personas. En Berlín prorrumpe la primera gran revuelta obrera contra el comunismo. Los sucesores de Stalin maniobran bajo las bóvedas magnificentes del Kremlin hasta que llega el XX congreso del Partido, en 1956. En su discurso secreto, Nikita Kruschev denuncia los crímenes del estalinismo y los abusos del culto a la personalidad. Ya en aquel mismo año, Santiago Nadal publica en España Un «dios» ha caído

Aquella intervención secreta de Kruschev duró siete horas seguidas y no tardó en filtrarse a Occidente. En realidad, ya lo había contado casi todo Boris Souvarine en los años treinta, en su biografía de Stalin. En el París sometido a la hegemonía ideológica de una izquierda intelectual mimética ante el totalitarismo soviético, Souvarine sobrevivía como alguien que se ha escapado de una leprosería sin permiso médico. Al ir escribiendo su Stalin (1935) Souvarine dejó de ser comunista. Era la época del máximo culto a la personalidad de Stalin, página oscura para todo compañero de viaje del comunismo. Lady Astor, deliciosa representante de la gauche caviar de entonces, visita la Unión Soviética, y le pregunta a Stalin: «¿Durante cuánto tiempo continuará matando gente?». Stalin responde: «Tanto tiempo como sea necesario». Ella pasa a otro asunto y le pide ayuda para encontrar una niñera rusa para sus hijos. Lo que los poetas escribieron a favor de Stalin es un capítulo en la historia de la ignominia universal. Stalin, mucho más que Hitler, fue la gran idolatría del siglo XX. 

Stalin llega al poder después de Lenin. Quedan admiradores de Lenin en alguna jungla postguerrilla, en la extrema izquierda y en la barahúnda mediática. Cuando escritores como Silone y Koestler explicaron su desengaño con el comunismo en El dios que fracasó (1949) medio mundo estaba bajo dominio comunista. En 1989 cayó el muro de Berlín y se proclamó el fin de la Historia. Del leninismo quedan agujeros negros de inhumanidad. 

El pacto Stalin-Hitler en 1939 inquietó a algunos escritores porque los partidos comunistas europeos rebajaron su antifascismo, al que volvieron cuando Alemania atacó Rusia. El partido de los excomunistas se extendió durante la guerra fría, el golpe de Estado comunista de Praga en 1948, la represión en Hungría o los tanques soviéticos en Checoslovaquia en 1968. Lenin fue el máximo ejecutor en el siglo de la megamuerte, secundado por Hitler, Mao, Pol Pot y Ceaucescu, entre tantos. Sigue habiendo dos Coreas.  No consta una huella positiva de la experiencia histórica comunista pero el mundo intelectual de Occidente se resistió a reconocerlo. Sigue siendo la amnesia interminable. 

Entre los despojos del comunismo hubo de todo: John Dos Passos pasó de compañero de viaje a anticomunista, G. B. Shaw admiraba a Stalin, André Gide dijo no pero sí y sí pero no. De forma temprana, Souvarine ⎯o Chambers en los Estados Unidos⎯ vieron el peligro. Estaban las voces de Popper o Hayek. El gran terror de Robert Conquest es de 1968. Cuando en 1973 aparece Archipiélago Gulag, sobre el exterminio programado por Lenin, la izquierda todavía ilusa prefirió no escuchar. Era el anti-anticomunismo. 

François Furet se adhirió al Partido Comunista francés en 1949 y en 1995 escribe El pasado de una ilusión.  Tardar en la identificación del horror comunista le hundió en el sentimiento de culpa. Se preguntaba: «¿Cómo pude ser comunista y, en consecuencia, sostén objetivo de tales abominaciones que no veía o en las que no quería creer?». Es uno de los interrogantes más salvajes del siglo XX. Mientras, el comunismo seguía con «casting» intelectual a prueba de toda disidencia.        

 En 1997 Stéphan Courtois ⎯autor de una posterior biografía de Lenin⎯ coordinó El libro negro del comunismo, con un balance de cien millones de muertos. La izquierda seguía minimizando el Gulag, por las mismas razones que simpatizaba con Castro. En Mea Cuba (1992), Guillermo Cabrera Infante conjuró su poderosa impugnación del castrismo. Frente al totalitarismo, Octavio Paz exigió pensar en libertad y ser responsables de lo que se piensa. Las odas de Neruda a Stalin se traspapelaron. 

El chavismo y la extrema izquierda española querrían reponer el antifascismo como placebo, el utopismo sin inocencia. Cuando Lenin murió, a los 54 años, dejaba en funcionamiento el mayor sistema de terror en la historia de la humanidad. Marx había dicho que la religión es el opio del pueblo. En 1955 aparece El opio de los intelectuales, de Raymond Aron: el mejor opiáceo para intelectuales era el marxismo. Tantos años después, el chip comunista sigue ahí y ahora los opiáceos son sintéticos.  

Si Svetlana escribió sobre su padre ⎯especialmente Veinte cartas a un amigo⎯ , quien escribió sobre Kruschev fue su biznieta Nina Kruscheva, y también desde los Estados Unidos, donde da clases de relaciones internacionales. Cuando Putin atacó Ucrania en 2022, ella aludió a 1984 de Orwell, argumentando que en la Rusia de Putin, la guerra es paz, la esclavitud es libertad, la ignorancia es la fuerza y anexionar ilegalmente el territorio de un país soberano es luchar contra el colonialismo. 

Para afirmarse como sucesor de Stalin, Kruschev reconoció errores del pasado: el comunismo se vio alterado pero le quedaban por delante épocas de práctica liberticida y de imperialismo voraz.  Kruschev atajó brutalmente la revuelta húngara, con 20.000 muertos. De viejo, reconocía haber derramado mucha sangre. Desde que fue obligado a abandonar el poder hasta morir en 1971, se le tuvo más bien incomunicado en una dacha en las afueras de Moscú. Era un comunista de pies a cabeza, tipo rollizo, con sentido común de antiguo campesino y pastor. Grabó sus memorias en magnetófono. Ahí contaba que, en un mal momento de Rusia durante la Guerra Mundial, Stalin había propuesto un pacto a Hitler cediéndole territorio soviético, o que era cierto que el matrimonio Rosenberg había espiado para la URSS en Norteamérica. Cuando la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, Castro era partidario de un ataque preventivo contra los Estados Unidos. Kruschev se atribuye el haber evitado entonces una tercera guerra mundial. Sobre todo, Kruschev escribió sus memorias para evitar la rehabilitación de la memoria de Stalin. Siempre tuvo a Svetlana Stalin por amiga y no creyó que se hubiese pasado a Occidente hasta que lo oyó en un noticiario norteamericano.

Despojado súbitamente de todo poder, pasó largos días sentado en una mecedora, llorando todo el tiempo. Breznev le borra de la historia soviética. En el jardín, Kruschev hace experimentos, interesado por la tesis de la hidroponía, en busca del crecimiento de las plantas en soluciones acuosas y no en la tierra. Fue adelgazando con la edad, como un hombre exhausto, perpetuamente dolido por la indignidad del trato que se le daba. En sus días de apogeo había dicho a Occidente: «Os enterraremos». En su vejez escuchaba las noticias por la BBC y la Voice of America que ahora Trump se propone cerrar. Al mismo tiempo, se arrepentía de haber consentido la publicación de Un día en la vida de Ivan Desinovich, de Soljenitsin, inicio de un «deshielo» que no duró mucho.  
Cayó el muro de Berlín y Putin se ha hecho con todo el poder en Moscú. En esos años, la biznieta de Kruschev ha escrito un ensayo sobre Vladimir Nabokov, su Pálido fuego, Lolita y Ada o el ardor. Sobre los zares blancos y los rojos, Robert Kaplan sostiene que las viejas monarquías al menos garantizaban la estabilidad, al contrario de las revoluciones que Lenin y Stalin usaron como arma letal.  Así ha sido, como contó Soljenitsin, al que la extrema izquierda detesta tanto que cualquier día le montan una comisión investigadora en el Congreso de los Diputados.


Ilustración: Svetlana Stalin en brazos de su padre en 1935. Dominio público.