Destacado, Pensamiento

Desidiosa occupatio

Cuenta Séneca en Sobre la brevedad de la vida (XVII.7) que «uno de esos adictos al placer —si es que hay que llamar “placer” a desaprender la vida y la costumbre humana—, cuando lo sacaron del baño en brazos y lo colocaron en una silla, preguntó: “¿ya estoy sentado?”», y añade: «Este que ignora si está sentado, ¿tú crees que sabe si vive, si ve, si está libre de inquietudes?». 

Ese delicatus —nosotros hemos traducido «adicto al placer»— se ha entregado hasta tal punto a los placeres que ha perdido la capacidad de interpretar el estado en el que se encuentra su propio cuerpo, y Séneca nos lo presenta para insistir en una idea que ya ha anunciado antes: que hombres tales no son verdaderamente otiosi —en la cita hemos traducido el término otiosus por «libre de inquietudes»—, sino más bien hombres ocupados, ajetreados por su necesidad de placer. Para Séneca el otium consiste en el cultivo de la sabiduría, y el otiosus es, ante todo, el hombre sabio que no pierde el tiempo en actividades ególatras como los cargos públicos, los pleitos o incluso los placeres corporales. Este es el sentido que otium, que en latín denotaba de entrada algo así como «reposo alejado de los quehaceres públicos», llegó a adquirir para algunos pensadores romanos, en parte como herencia de pensadores griegos que entendieron de forma parecida su skholé —equivalente griego que, por cierto, ha dado el término moderno «escuela». 

A diferencia de lo que ocurre en nuestro mundo, que define el tiempo libre como tiempo de descanso, esto es, como un lapso para recuperarse y volver a rendir en la siguiente jornada laboral, en la antigüedad otium o skholé representan el polo positivo de la dualidad: es como negación de esos términos que aparecen sus opuestos, neg-otium y a-skholía, lo cual indica que se percibe el trabajo —especialmente si se trata de un trabajo de tipo manual, como el del artesano— como algo que debilita al hombre. Así lo podemos ver en el Económico de Jenofonte (4.2): «[Los trabajos artesanales] estropean los cuerpos de los trabajadores y de los capataces, forzándolos a sentarse y a cubrirse la cabeza, y algunas veces a pasar el día junto al fuego. Habiéndose ablandado los cuerpos, también las almas se vuelven mucho más débiles».

En el mundo actual, especialmente desde comienzos del XIX, existe el mito del niño mimado que no ha dado un palo al agua en toda su vida, corrompido por las comodidades de la vida moderna. Rousseau, en el Emilio, ya reconoce que una educación demasiado indulgente, que conceda al niño sus caprichos, no puede conducir a la formación de un hombre capaz de asumir las responsabilidades de un adulto con entereza. 

El mundo moderno considera que quien no haya tenido que trabajar para ganarse la vida no es más que una especie de adolescente perpetuo, el producto ignominioso de una sociedad viciada por la abundancia y la prosperidad, y eso sucede porque se le supone a tal individuo la ñoñería característica de un perrito faldero. No trabajar es sinónimo de esterilidad, de una dejadez vital que solo puede convertirte en un parásito para la sociedad. Es por eso por lo que cuando nos encontramos con el delicatus de Séneca, de entrada lo vemos sencillamente como un ser estropeado por la gandulería, un hombre degradado por un hedonismo desmedido que solo puede curarse con la disciplina y el esfuerzo del trabajo. Esa es una mirada moderna.

Séneca no cree que la salvación del delicatus resida en el trabajo, sino en el otium entendido como el cultivo de la sabiduría. El trabajo no deja de ser, para él, otra forma de malgastar el tiempo, y en ese sentido, pues, un hombre que entregue la vida al trabajo no puede ser muy distinto de ese delicatus que no sabe reconocer si ya se encuentra sentado. Para Séneca, el delicatus es, pues, igualmente un occupatus, esto es, un individuo atareado que se pierde en ocupaciones indeseadas. Así lo expresa (XII.2): «El otium de algunos hombres es ajetreado: en la villa o en su propia cama, en medio de la solitud, aunque estén apartados de todos, son un estorbo para sí mismos. La vida de estos no merece ser llamada otiosa, sino ocupación desidiosa». Hemos mantenido, por cierto, las palabras otium y otiosa en latín para tratar de conservar una cierta distancia con los términos actuales ocio y ociosa

Insistamos en algunos elementos del texto: «El otium de algunos es ajetreado» (quorundam otium occupatum est), porque ellos «son un estorbo para sí mismos» (sibi ipsi molesti sunt), y es para ellos para quienes la vida se vuelve «ocupación desidiosa» (desidiosa occupatio). Quizá estos elementos nos permitan decir algo sobre nosotros y nuestra concepción del tiempo libre, aunque desde luego no sea para hablar de lo mismo de lo que hablaba Séneca.

¿Cómo se entiende hoy en día el tiempo libre? Aparece en primer lugar como un espacio de libertad que cada cual puede decidir cómo llenar. Esa «libertad» tiene como consecuencia la irrelevancia de la actividad de turno: como estamos descansando, todo lo que hagamos se convierte, a la postre, en algo desechable, en una especie de nada. ¿Qué más da? Unas secuencias interminables de tiktoks nos pueden servir para lo mismo que un buen libro. Al fin y al cabo, estamos reposando para volver a rendir al día siguiente; lo mismo es estar despierto que dormir: tiempo libre es tiempo que no existe. Ir a Egipto a ver tumbas de faraones o a la Costa Brava a tostarse al sol, o bien a un retiro espiritual en la Sierra Morena, o quedarse en casa y zampar series día y noche: una y la misma cosa. 

Todas las actividades que no son estrictamente un trabajo tienden a ser percibidas como hobbies, todas igualmente inútiles en el fondo. Da lo mismo si eres escritor, coleccionista de latas o ciclista, porque, si lo haces en tu tiempo libre, en tiempo muerto, en realidad no estás haciendo verdaderamente nada. 

Si bien es cierto que la sociedad en general aspira a vivir sin trabajar, de rentas o de la lotería, aquellos que llegan a una posición de ese tipo no suelen mostrarse orgullosos de no trabajar, sino que con frecuencia, avergonzados, intentan justificar su estatus privilegiado ante los demás. También hay, por otro lado, quien afirma que, si le tocara la lotería, seguiría trabajando exactamente igual como lo hace siendo pobre. Trabajar es, ante todo, lo que da paz al alma moderna. Los que pueden dejar de trabajar a menudo caen en un pozo sin fondo; incapaces de soportarse a sí mismos —sibi ipsi molesti sunt—, las horas se les vuelven interminables. Al final, como le ocurría al personaje de Séneca, no sabrían decir si están o no sentados. 

Por su parte, hay profesiones que, aunque nos pueden permitir vivir de ellas como un trabajo cualquiera, dejan intranquilos a los que las ejercen, de modo que no es nada raro, por ejemplo, que un artista sienta que tiene que explicar continuamente ante los demás que su actividad es tan genuinamente trabajo como la de un obrero cualquiera. No es el obrero quien tiene que ganarse la dignidad; se le supone a todo trabajador de bien. Un hombre digno se levanta temprano, trabaja de sol a sol y luego descansa. Pero un artista… un artista ha decidido abandonarse a sus sueños, delirios y placeres, ha renunciado al yugo ennoblecedor del empleo. Igual que sucede tradicionalmente con los artistas, hemos podido presenciar en los últimos años los esfuerzos a menudo vanos de los llamados influencers por acreditar a diario la respetabilidad de sus quehaceres, por otro lado abiertamente lucrativos.

Esta pasión de los hombres modernos por el trabajo se disfraza a menudo de lo contrario, de un supuesto anhelo de tiempo libre que choca duramente con el aburrimiento inmensurable que les llena la vida cuando se quedan sin obligaciones. En efecto, todo el mundo ha conocido a personas que se han pasado la vida suspirando por una jubilación que, cuando finalmente les ha llegado, los ha llevado a un estado depresivo porque no sabían con qué llenar los días y las noches infinitas que les quedaban por delante. Sibi ipsi molesti sunt.

Ese aburrimiento que ataca por sorpresa y tiñe el deseado tiempo libre de fastidiosas horas llenas de minutos, y de minutos a rebosar de segundos, trajo, especialmente durante el siglo XX, siglo en el que los hombres han empezado a disfrutar de una jornada laboral relativamente breve, una solución que poco a poco lo ha ido saturando todo: el entretenimiento. En la cima se instaló, ondeante, el turismo.  

No seamos ingenuos: el entretenimiento es algo más que un conjunto de estrategias para hacer más llevadero un rato tedioso, es una tesis filosófica sobre el tiempo. Se da por hecho que todos padecemos esa misma dolencia, el aburrimiento, como una fatalidad que emana no del alma de cada cual, sino de los objetos que nos rodean, del tiempo mismo que nos ahoga. ¿Quién va a poder soportar los segundos si no se llenan con distracciones de toda clase? Se da por hecho que nadie puede soportarse a sí mismo, de modo que no importa qué cosas seleccionemos como las más convenientes en cada momento, lo único que importa es dejar de sentir el peso del aburrimiento sobre nuestras carnes, y para eso disponemos de un largo registro de opciones cuya eficacia contra el tedio es reconocida entre los que son un estorbo para sí mismos: en vacaciones, hay que viajar; los fines de semana, salir a comer o bien ir de excursión; hay talleres de meditación, catas de vinos, partidos de fútbol, de básquet o de cualquier otro deporte; conciertos y festivales, espectáculos de magia; monólogos, funciones teatrales… La lista es innumerable, como bien sabrá el lector. Entre todos esos recursos se cuenta también el aprendizaje de un instrumento, los clubes de lectura, talleres de pintura y escultura, escuelas de idiomas, centros culturales y otros espacios parecidos donde uno puede aparentar interés por la cultura. Hoy en día incluso la universidad se ha sumado a esa inclinación enfermiza hacia el entretenimiento y ofrece clases para jubilados. Porque el entretenimiento solo es la otra cara de la moneda del aburrimiento: la diferencia reside en saber elegir con qué vamos a perder nuestro tiempo. 

Entretenerse, pues, es saber cómo nos conviene más desaprovechar el tiempo, pero sobre todo es el mecanismo de evasión con el que se absuelve a sí mismo el enfermo. Los que son un estorbo para sí mismos, esos son los que necesitan el entretenimiento, la desidiosa occupatio, para resistir la vida, y aunque Séneca insiste en que la vida es especialmente breve para ellos, me gusta pensar que es a ellos, precisamente, a los que la vida se les hace larga como un día sin pan.


Ilustración: La ociosa. Óleo de Thomas Kennington (1887). Dominio público.