Destacado, Literatura

Lo que desean los dioses

En el prefacio que escribió para A Personal Record (Crónica personal, ed. Alba, 2002, trad. Miguel Martínez Lage), Joseph Conrad hace un elogio de la resignación como la única virtud que salva al escritor de la impostura. No la entiende ni en su sentido místico ni como un desapego, sino como una constatación de la naturaleza de las cosas sin la interferencia de las emociones, las ideas preconcebidas, la voluntad de perseguir causas o finalidades ajenas a lo que viene dado. Conrad no pretende que la resignación sea «la última palabra de la sabiduría», pero sí cree «que la auténtica sabiduría es desear lo que desean los dioses, tal vez sin tener ninguna certidumbre de cuál pueda ser su voluntad, sin saber siquiera si tienen voluntad propia». Narrar es, desde esa perspectiva, dar cuenta de la compleja realidad del corazón humano ⎯la que está más allá del corazón humano pertenece a la inaccesible última palabra de la sabiduría. Y puesto que dar cuenta de esa realidad, describirla resignadamente, es permanecer en sus sombras, los relatos de Conrad, siendo como son de un hondo realismo, parecen envueltos en un halo de misterio. Lo destacó Juan Benet en «Algo acerca del buque fantasma», el capítulo de La inspiración y el estilo en el que trata de la tendencia de los escritores del mar a fiar los efectos de sus narraciones a la evocación de lo sobrenatural, con la excepción de Conrad, a quien «le bastó pintar e interpretar lo que había visto y sentido para lograr envolver al lector en un aura que si no era sobrenatural participaba por lo menos de todas las virtudes que producen el encantamiento». La observación es exacta: lo que arrebata la atención del lector de La locura de Almayer, Tifón, Amy Foster, Falk: una reminiscencia, La línea de sombra, El negro del Narciso o, muy especialmente, El corazón de las tinieblas es esa inmersión en las brumas de la conciencia, que, por su propia naturaleza, nunca se dejan extinguir del todo, y aparentan así, en su profundo realismo, pertenecer al ámbito de lo sobrenatural, una ilusión que no procede de los hechos narrados sino del alma oscura de los personajes. «Como sucede en casi todas mis obras ⎯dice Conrad a propósito de Falk: una reminiscencia en el prólogo de Tifón y otros relatos⎯, no hago hincapié en las peripecias sino en la repercusión que tienen sobre los personajes del relato».

Como la crítica ha señalado acertadamente en repetidas ocasiones, Conrad abre el camino de la modernidad narrativa, pero no lo hace por la simple intuición del artista genial que, sin tener plena conciencia de hacia dónde dirige sus pasos, da con una nueva fórmula expresiva que constituirá la senda por la que luego discurrirán los narradores del siglo XX; por el contrario, escribió sus relatos sabiendo muy bien que la esencia de la literatura se encuentra en la imitación de las disposiciones divinas, por seguir con su metáfora, en el afán por coincidir en todas sus aristas con la inefable realidad de los asuntos humanos.  No es más que una aspiración que sabe de antemano imposible, pero en el esfuerzo por lograrla está el fundamento y el éxito de una poética a la que, cada uno a sus muy distintas maneras, entregarán su talento Joyce, Proust, Woolf, Broch, Hemingway, Faulkner y tantos otros narradores de la modernidad.

En El corazón de las tinieblas, Marlow, cuyo relato de su travesía por el río Congo nos llega por boca de un anónimo testigo que reproduce sus palabras, sus vacilaciones y sus gestos, interrumpe la narración y dice a los que le escuchan:  

«(…) ¿La ven ustedes? ¿Ven la historia? ¿Ven algo? Me parece que estoy tratando de contarles un sueño: el intento es en vano, porque ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación de soñar, esa mezcla de absurdo, sorpresa y perplejidad en un estremecimiento de rebeldía esforzada, esa sensación de ser capturado por lo increíble que es la esencia misma de los sueños…»
Se quedó un rato en silencio.
«…No, es imposible; es imposible transmitir la sensación de vida de una época cualquiera de nuestra existencia, aquello que constituye su verdad, su significado: su esencia penetrante y sutil. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos…» [trad. de Juan Gabriel Vásquez, Alfaguara, 2024]

Al referirse a la imposibilidad de recrear un sueño con las palabras ⎯algo que todo el mundo sabe por experiencia propia⎯ para pasar luego a atribuir esa misma imposibilidad al relato de lo que ocurre en la vigilia, en «una época cualquiera de nuestra existencia», Marlow incide en el problema de lo que se propone Conrad con su escritura, un ideal inalcanzable en toda su pureza al que hay que intentar acercarse con la capacidad del estilo para renombrar las cosas con nombres distintos a los que les da el lenguaje ordinario. Es a esta operación, en la que pusieron su empeño los grandes escritores del siglo XX, a lo que Faulkner, quien la llevaría hasta sus últimas consecuencias, llamaría el esplendor del fracaso por su alta aspiración y sus insalvables limitaciones.

Este año, para conmemorar el centenario de la muerte del que fue, junto con Henry James, el narrador más audaz del cambio de siglo, las editoriales han reeditado algunas de sus obras y ha aparecido en español una importante biografía de Conrad, originalmente publicada en 2017. Me refiero a La guardia del alba, de Maya Jasanoff (Debate). No es la primera biografía que se publica de ese enigmático marinero polaco que abandonó el mar y su idioma natal para lograr la proeza de convertirse en un gigante de la literatura en lengua inglesa, la cual no empezó a aprender hasta los veinte años y nunca llegó a pronunciar cómodamente. No es la primera y puede que no sea la última, pues aún hay mucho que decir sobre la composición de su obra y su batalla por el estilo, cosas que apenas hace Jasanoff en La guardia del alba. A pesar de sus renuncias, el libro resulta en conjunto recomendable porque evoca con pasión la figura de Conrad, despliega una prolija documentación con la que descubre aspectos cautivadores de su complicada vida, y sirve al lector el resultado de tales pesquisas en una prosa fluida y de una cierta altura literaria que invita a seguir leyendo. Sin embargo, parte de un planteamiento que, aunque no contamina todas sus páginas, encierra la obra de su biografiado en un temerario anacronismo. A Jasanoff se le antoja que Conrad da testimonio de los inicios de la globalización, un término que no se adoptaría hasta los años ochenta del siglo pasado y con el que la autora pretende atribuir a la actual libertad de comercio una continuidad con el colonialismo del siglo XIX, haciendo abstracción de la diferencia fundamental entre esas dos realidades moralmente incompatibles: la que, con todas las salvedades que quepa hacer, prodigó en las poblaciones nativas el horror que Kurtz nombró en su lecho de muerte, y la que, con todas las salvedades que quepa hacer, ha permitido salir de la más absoluta pobreza a millones de personas de todo el mundo. Pero el sesgo ideológico de Jasanoff no se limita al enfoque con el que parece justificar la pertinencia de esta nueva biografía de Conrad; en el prólogo se ve en la necesidad de disculpar su interés y su simpatía por un escritor que algunos han osado cancelar por racista y misógino, o simplemente por ser un hombre blanco muerto:

Yo misma me he cuestionado bastantes veces qué sentido tenía mi apego a este hombre blanco muerto: perpetuamente deprimido, alarmantemente prejuicioso para los estándares actuales. Como mujer, me problematizaba dedicar tanto tiempo a un autor cuya obra incluye tan pocos personajes femeninos creíbles que parece que apenas tenía consciencia de que las mujeres también son personas. En tanto que persona de ascendencia asiática, me generaban rechazo las representaciones exotizantes y, con frecuencia, denigrantes que hace Conrad de la gente asiática; como persona de ascendencia judía, me irritaba su ocasional pero innegable antisemitismo.

Después de leer esto, es probable que el lector harto de esos remilgos posmodernos que no anuncian nada que tenga que ver con la literatura y el pensamiento desee batirse en retirada y lamente el dinero que ha gastado en su ejemplar. Reconozco que yo mismo tuve esa tentación, pero decidí adentrarme en su lectura, tal vez por la mera curiosidad de saber hasta dónde llegaba el despropósito, y la verdad es que, con el interés de lo que desvelan sus páginas, el libro casi nos pide que pasemos por alto esa declaración inicial y la tomemos como una especie de captatio benevolentiae que la autora dirige a los guardianes de la justicia social para conjurar la maldición de la que teme ser víctima. Ahora bien, esas palabras no pueden considerarse una simple estrategia retórica y, cuando uno las lee, no deja de recordar que antes, en ese mismo prólogo, Jasanoff ya se ha valido de una anécdota de Barack Obama para justificar su dedicación a Conrad y hacer saber indirectamente al lector con qué precaución hay que leer a su biografiado. 

Cuenta la autora de La guardia del alba que al futuro presidente de los Estados Unidos, siendo aún estudiante universitario, le dio por leer El corazón de las tinieblas. No hacía mucho que el escritor nigeriano Chinua Achebe había dado a conocer su célebre diatriba contra esta novela, en la que calificaba a Conrad de «un racista acérrimo», por lo que el joven Obama se vio obligado a responder de su pecado ante unos compañeros que le afearon la conducta por no tener reparos en leer «ese panfleto racista». Lo leía ⎯argumentó⎯ porque ese libro no era sobre los negros sino sobre el hombre blanco: revelaba la manera de ver el mundo del que lo había escrito. Es decir, para Obama ⎯y para Jasanoff⎯, hay que leer a Conrad, no por sus valores literarios, sino para conocer a fondo el punto de vista racista del que su obra supuestamente deja constancia y librarse de él. Vade retro. No hay posible equívoco sobre la posición de Jasanoff a este respecto: en las entrevistas que ha concedido para la promoción de su obra deja claro que comparte los ataques de Chinua Achebe a El corazón de las tinieblas, lo cual, a mi modo de ver, menoscaba el valor de su biografía si no la invalida por completo, a pesar de los méritos que se le pueden reconocer.

Con su «An Image of Africa: Racism in Conrad’s Heart of Darkness», una conferencia que dio en la Universidad de Massachusetts en 1975 y que dos años más tarde, convertida en artículo, obtendría una gran difusión en todo el mundo, Chinua Achebe inauguró lo que después se conocería como «análisis del discurso», una disciplina que, a pesar de la neutralidad que su nombre parece prometer, no se ha ocupado nunca de otra cosa que de señalar al lector de un texto los indicadores del pensamiento eurocentrista, conservador, neoliberal, patriarcal, racista, etc. que pudieran haberle pasado por alto, y así sepa qué libros y artículos debe evitar y qué autores debe poner en la picota. De la repercusión de esta clase de estudios en las universidades americanas y europeas ⎯a partir de los años noventa, también en las españolas⎯ da cuenta el actual declive de las humanidades y las ciencias sociales y el auge social de las ideologías antisistema destinadas a invalidar entera la tradición cultural de Occidente. Toda persona de sano juicio que haya tenido ocasión de toparse con papeles académicos dedicados a esa labor de revisión ideológica conoce su inconsistencia argumentativa y su obsesión por tomar como significativa del mal que se pretende denunciar cualquier frase, cualquier palabra de un texto considerado de antemano sospechoso de reaccionarismo. El panfleto de Chinua Achebe contra El corazón de las tinieblas ⎯eso sí es un panfleto y no la novela de Conrad⎯ ya posee esas características, y conviene volver a él ahora que la más reciente biógrafa de Conrad quiere darlo por bueno.

Achebe, aun cuando reconoce el valor literario de su objeto de denuncia, encuentra, para empezar, un agravio comparativo en las sendas descripciones que hace Marlow, el personaje que narra la historia, del río Támesis y el río Congo. Si del primero dice que «descansaba imperturbable en el declinar del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que poblaba sus orillas», del segundo dice que «remontar aquel río fue como viajar a los tempranos orígenes del mundo». Achebe remarca que lo que preocupa al novelista no es la diferencia entre los dos ríos sino su parentesco, es decir, la constatación de que en un tiempo lejano el Támesis corría por un mundo tan salvaje como aquel por el que ahora corre el Congo. De esa evocación podría muy bien deducirse un sentimiento de igualdad, de pertenencia a un mundo común, pero Achebe decide que ese es el primer indicador de la disposición de Conrad a observar la realidad africana con la superioridad del colonizador. Después, cuando Marlow, observando a los nativos en sus gritos, sus saltos, sus muecas y sus contorsiones percibe de repente la humanidad que le une a ellos («…los hombres eran… no, no eran inhumanos […] lo que le emocionaba a uno era la idea de que fueran humanos, como uno, la idea de nuestro remoto parentesco con este tumulto salvaje y apasionado»), Achebe persevera en la misma idea y cree que ahí radica el significado de El corazón de las tinieblas. En eso, sin duda, no puedo por menos que darle la razón, pero donde él ve la arrogancia del hombre occidental, su temor a verse identificado con el salvaje, yo no veo sino el reconocimiento de Marlow de la identidad de la raza humana, y el desenlace de la novela, cuando sabemos que Kurtz es un salvaje surgido de la más selecta educación europea («toda Europa contribuyó en la creación de Kurtz»), da a esa identidad su más terrible sentido. 

La sobreinterpretación a la que se entrega Achebe para sostener su tesis ofrece a veces dictámenes irrisorios. Le produce una cierta crispación que Conrad reitere el uso de adjetivos como  inescrutable, inexpresable, incomprensible, misterioso para describir la atmósfera en la que la naturaleza de la selva africana y sus pobladores va envolviendo a Marlow en su navegación por el río. Es un recurso estilístico que muchos críticos han destacado como parte importante del efecto que causa la novela en la imaginación del lector, pero Achebe cree que la insistencia de Conrad en esa misma clase de adjetivos pone en duda su «buena fe artística» y de ello concluye lo siguiente:

Cuando un escritor, pretendiendo describir escenas, incidentes y el impacto que producen, se dedica en realidad a inducir un estupor hipnótico en sus lectores por medio de un bombardeo de palabras emotivas y otras formas de engaño, hay en juego mucho más que el gozo estilístico. En general, los lectores normales están bien armados para detectar y resistir ese tipo de actividad deshonesta. Pero Conrad eligió bien su tema: uno que le ofrecía la garantía de no entrar en conflicto con la predisposición psicológica de sus lectores y de no verse en la necesidad de enfrentarse a su resistencia. Eligió el papel de proveedor de mitos reconfortantes.

Dicho de otro modo, en la visión de Achebe, esos adjetivos poco definidos con los que Conrad intenta transmitir la inquietud de Marlow ante lo que va pasando por delante de sus ojos y que son, sin duda alguna, parte de la sustancia que da a El corazón de las tinieblas esa perturbadora sensación de vivir en una constante pesadilla, no son sino trucos deshonestos con los que el escritor se apodera del ánimo de sus lectores para confirmarlos en sus prejuicios racistas. 

Por no aburrir al lector, no ofreceré más ejemplos de la munición que va reuniendo Achebe ⎯hay otros de esa misma categoría⎯ para disparar finalmente a Conrad el tiro de gracia: 

El sentido de mis observaciones debería estar bastante claro a estas alturas, a saber, que Joseph Conrad era un racista acérrimo. El hecho de que esta simple verdad se pase por alto en las críticas a su trabajo se debe al hecho de que el racismo blanco contra África es una forma tan normal de pensar que sus manifestaciones pasan completamente desapercibidas.

Añadiré solo para finalizar que Achebe, consciente de que se le puede objetar que quien habla todo el tiempo en El corazón de las tinieblas no es Conrad sino Marlow, un personaje de ficción, se adelanta a esa posible crítica preguntándose por qué Conrad no se preocupó de dejar claro que su actitud hacia la realidad africana no era la de Marlow. Lo cual, y es algo difícil de entender en un hombre que ejerció con éxito el oficio de escritor, ofrece muchas dudas sobre su conocimiento y su apreciación de la literatura, que parece concebir como un instrumento de transmisión ideológica que no se puede permitir equívocos.

El corazón de las tinieblas, que a muchos nos sigue pareciendo la cumbre del arte narrativo de Joseph Conrad, no se deja reducir, como ocurre con todas las grandes obras, a una idea simple. A pesar de la insistencia de una cierta educación escolar y mediática, una obra literaria no es un recipiente, como la botella de un náufrago, destinado a contener un mensaje que se pueda traducir al lenguaje ordinario. Si a algo se parece, es a la vida misma, que tampoco contiene ningún mensaje; comparte con ella su ambigüedad y su indefinición. El corazón de las tinieblas habla del difícil encuentro del hombre blanco con el hombre negro en unos tiempos en los que el continente africano permitía al viajero europeo retroceder milenios hasta sus propios orígenes y de la extraña emoción, casi sobrenatural, que ese descubrimiento provocaba en su ánimo y sus convicciones. Habla también del poder de atracción de la vida salvaje y de cómo lo salvaje anida también en el corazón del civilizado; del horror en que la labor civilizadora puede convertir esa atracción; de los demonios flácidos, esos seres indiferentes ante el dolor humano que ni siquiera Satanás considera dignos de entrar en el infierno de Dante. Habla de todo esto y lo hace mostrando la barbarie con la que el rey Leopoldo gobernó el Congo. Nada de eso puede considerarse racista, no se trata de confrontar al negro primitivo con la superioridad del blanco civilizado, se trata de revelar que lo salvaje no es nada que tenga que ver con la raza, sino que forma parte de la condición humana y permanece en el corazón de los hombres por muchos siglos de civilización que se le quieran echar encima. El asombro de Marlow al darse cuenta de que lo que otea en la selva no es inhumano es un asombro de sí mismo. Atendiendo a las ideas del tiempo en que fue escrito, el libro de Conrad no solo no es racista sino que incluso puede considerarse un alegato contra el racismo y el colonialismo. Pero aclamarlo por eso sería caer en la misma incongruencia que sus detractores. Valorar moralmente a un escritor del pasado con los prejuicios, los conocimientos y las convicciones del presente es tan absurdo como condenar la invención de la rueda para prevenir los accidentes de tráfico o alabar al hombre de cromañón por su sentido ecologista.

Jasanoff cita unas palabras de Conrad que recoge del testimonio del que fuera uno de sus mejores amigos, el también escritor Fox Madox Ford: «El efecto general de una novela debe ser el efecto general que produce la vida en la humanidad». Y esta vida es como es porque así lo desean los dioses.


Ilustración: Imagen de la selva africana (1945). Colección privada.