Destacado, Pensamiento

El mal deseado

El amor es una cosa y su contraria. Es la fijación en el deseo sexual y la renuncia al sexo. En el primer caso, solo merece su nombre cuando se cumple el objetivo; en el segundo, la plenitud amorosa se obtiene prolongando indefinidamente el estado de deseo, lo que produce una mezcla inextricable de goce y tormento, y por ello el amor cortés, que concibió el deseo permanente como finalidad en sí misma, concediéndole así los atributos de una devoción no muy distinta del culto religioso ⎯del auténtico amor que un devoto puede sentir por la Virgen⎯, no se ha relacionado en vano con el masoquismo, pues la dama cortejada por su caballero mantenía con él una relación de dominancia que este aceptaba sumisamente como parte de su adoración, con lo que estaba obligado a someterse a los caprichos de su dueña y a aportar complicadas pruebas de amor, y aun a sufrir una suerte de castigos para desagraviarla de una supuesta ofensa o compensar una distracción de su entrega amorosa (véase Emmanuel-Juste Duits, L’autre désir: du sadomasochisme à l’amour courtois). Hay una diferencia sustancial: en el masoquismo el sujeto que lo padece concibe el dolor y la humillación como el precio que necesariamente debe pagar por el placer, mientras que en el amor cortés, el amor puro, hay una congelación del deseo sexual en aras del pleno disfrute, no de la consumación, que se excluye, sino del deseo mismo. Tal actitud aleja el fantasma de la decepción ⎯post coitum omne animal triste⎯, que Faulkner narra con precisión en este pasaje: 

Quién […] ha estado enamorado y no ha descubierto la vana evanescencia del encuentro carnal; quién no ha tenido que caer en la cuenta de que cuando termina ese breve todo uno ha de retirarse tanto del amor como del placer, recoger sus propios despojos, el sombrero y los pantalones y los zapatos que uno arrastra por el mundo, y batirse en retirada, toda vez que los dioses condonan y practican éstos tanto como los ayuntamientos de ensueño, inconmensurables, que flotan ajenos a todo, por encima del instante embarazoso, presuroso, el: no era: es: ha sido […]. (¡Absalón, Absalón!, trad. de Miguel Martínez-Lage).

Nadie que no esté alterado en su comprensión de la realidad por hechos traumáticos o por inconvenientes de orden religioso o ideológico puede poner en duda la incomparable satisfacción que produce en el ser humano la práctica del sexo, hasta el punto de que tal vez no haya en todo lo que uno puede llegar a conocer a lo largo de su vida experiencia más gratificante para los sentidos y al mismo tiempo más liberadora del espíritu, pues en la cópula uno sale de sí mismo para fundirse con el otro en una especie de proyección, cuasi mística, que anula por unos momentos la individualidad. El hombre se siente así realizado de una vez como ser brutal y como ser angélico, cosas ambas a las que aspira constantemente sin lograr nunca permanecer en ninguna de las dos. Para Josep Pla, la comunión sexual, a la que él llama «amor físico compartido», es todo lo que puede decirse sobre el amor. Es donde empieza y termina el amor, y lo demás no es otra cosa que desvaríos de poetas afectados de cursilería. Antes de adentrarse en la defensa de su visión del amor, cita estos versos de Victor Hugo:

Aimer, c’est comprendre les cieux.
C’est mettre, qu’on dorme ou qu’on veille,
une lumière dans ses yeux,
une musique à son oreille.

(Amor es comprender los cielos./ Es poner, en el sueño y en la vigilia,/una luz en sus ojos,/una música en su oído.)

Y apostilla: «Para trasponer las cosas de la vida a esa escala de demencia catastrófica hay que ser realmente un gran poeta romántico» (Notas dispersas, trad. de Xavier Pericay). En opinión de Pla, el único amor real es el físico, es decir, el acto sexual y lo que le antecede y le sigue para suscitarlo y mantenerlo. Sin embargo, es evidente que Pla no concibe el amor físico como algo puramente mecánico, animal, e insiste una y otra vez en la trascendencia del sexo: nada procura tanta ternura entre dos personas, y «cuando existe el amor físico, se dan las demás formas de amor». Es, pues, para él una condición imprescindible para que exista el verdadero amor, y el resto no es más que «literatura ilegible». 

Volvamos a la descripción que hace Faulkner de los despojos que uno se ve miserablemente obligado a recoger tras el acto carnal. Esa unión de dos seres, ese abandono de la individualidad al que nos referíamos, puede que no sea más que una sublimación del placer; es consustancial a la condición humana la transmutación de lo real y concreto de su experiencia en un sentimiento tan etéreo que solo es posible dar cuenta de él por medio de la abstracción: ocurre en la expresión del dolor, del miedo, de la esperanza, de la felicidad, y nada es tan propio de la experiencia amorosa como esa vaguedad que pretende hacer de ella algo plenamente espiritual. Es por ello por lo que, cuando hay que recoger el sombrero, los pantalones y los zapatos, todo lo que el acto sexual, en su realidad alucinada, había enviado a otro plano de la existencia, el animal se pone triste al comprobar que tras esa incursión en el cielo del amor esas cosas que dejaron de pertenecerle por un tiempo le obligan a aceptar, como las pruebas de una acusación, que sigue siendo el mismo que viste y calza.

Desde esta perspectiva, el sentimiento amoroso no sería más que una enfermedad del alma o una especie de alucinación destinada a desvanecerse tarde o temprano. Así lo concebía Stendhal, que en su famoso libro De l’amour dio nombre, por medio de un símil, a la especie de embrujo al que uno se somete cuando cede al enamoramiento. En las minas de sal de Salzburgo ⎯nos cuenta⎯  se echa una rama de árbol deshojada a las profundidades del yacimiento, y al cabo de unos meses se recupera la rama, que aparece cubierta de cristalizaciones que brillan como diamantes. Así opera el que se deja poseer por el amor; arroja a la persona objeto de su fijación a las profundidades del sentimiento que le inspira, y este se la devuelve colmada de deslumbrantes atractivos. Manteniendo la analogía, llamó a este fenómeno «cristalización», y así es como se le conoce desde entonces: «Lo que llamo cristalización es la operación de la mente que extrae de todo lo que se presenta el descubrimiento de que el objeto amado posee nuevas perfecciones». Esas perfecciones imaginarias no enaltecen solo al ser amado; a partir del momento en que este se ha cristalizado en el alma del enamorado, cualquier cosa que ocurra en el mundo se ve iluminada por su relación, real o imaginada, con el objeto de adoración. Un lugar que nunca había llamado nuestra atención se convierte en un lugar de ensueño ante la sola posibilidad de que el ser amado nos acompañe a visitarlo; incluso la desgracia puede ser placentera si él o ella permanece a nuestro lado. Así pues, lo que cristaliza no es solamente la persona que nos tiene hechizados, sino todo lo que la rodea, el mundo entero se ve cubierto de reflejos diamantinos como la rama de las minas de Salzburgo. 

De hecho, ni siquiera es necesario que uno se enamore perdidamente para convertir la belleza en una abstracción, en algo más perceptible por los ojos de la fantasía que por los de la cara. En el primer cuento de El libro de los amores ridículos, de Milan Kundera, el señor Zaturecky, un hombrecillo de vida y aspecto gris que persigue sin éxito a un profesor de historia del arte ⎯el narrador del relato⎯ para que escriba un informe favorable a un artículo suyo que desea publicar en una revista académica, debe identificar a una chica, la amante del profesor, a la que también ha importunado con su insistencia y que, supuestamente, le ha acusado en falso de abusar de ella. Al ser preguntado, el hombrecillo dice que la chica, muy hermosa, era alta y rubia: 

El señor Zaturecky, cuando vio por primera vez a Klara en mi casa, se quedó tan deslumbrado que en realidad no la vio. La belleza formó ante ella una especie de cortina impenetrable. Una cortina de luz tras la cual estaba escondida como si fuera un velo. 

Es que Klara no es ni alta ni rubia. Fue la grandeza interior de la belleza, nada más, la que le dio, ante los ojos del señor Zaturecky, la apariencia de altura física. Y la luz que la belleza irradia le dio a su pelo apariencia dorada. (Trad. de Fernando de Valenzuela)

Esa especie de sortilegio tiene como consecuencia sumir al enamorado en un estado de idiotez; por una disminución drástica de sus percepciones ⎯todas sus facultades se ven sometidas al ser que le deslumbra y que, como el rey Midas, convierte en oro cuanto toca⎯, se muestra incapaz, cuando habla con su objeto de enamoramiento, de razonar con coherencia, de responder de manera pertinente a lo que se le pregunta. No dice lo que quisiera decir y dice muchas cosas que no deberían haber salido de sus labios, o exagera sus sentimientos a tal punto que la persona ante la que quisiera aparecer como seductor e inteligente no puede ver en él más que su ridiculez. Lo que entonces piensa ese sujeto ⎯dice Stendhal⎯ es que le falta ingenio, le falta valor, y concluye: «Pero no se tiene valor ante quien se ama, más que amándole menos». 

El amor se presenta, pues, en Stendhal como un estado de enajenación en el que nada, ni uno mismo, se corresponde con lo que es en realidad. De hecho es algo que queda fuera de lo real; cuando desaparece la cristalización y todo recupera su aspecto normal ocurre como en los sueños: solo al despertar nos damos cuenta de que lo soñado no ha tenido lugar. Stendhal distingue cuatro clases de amor: el amor-gusto (el que se tiene a modo de capricho), el amor-pasión (el único objeto de su indagación), el amor físico (el que busca solo el placer sexual) y el amor vanidad (el que solo se interesa por el prestigio que conceden determinadas relaciones). No incluye en su clasificación el amor-imitación, que bien podría ser el que en realidad motiva a los otros cuatro, pero es el que parece impulsar las aventuras sentimentales de los protagonistas de sus dos grandes novelas: Julien Sorel en Rojo y negro, y Fabricio del Dongo en La cartuja de Parma. Ambos se ven abocados a vivir sus lances amorosos porque se ven a sí mismos como personajes a los que no les puede faltar esa experiencia. Fabricio se pasa la mayor parte de la novela, hasta que se enamora realmente de Clelia Conti, entregado a lo que el narrador llama «la caza del amor», pero es algo que hace porque se considera obligado a vivir esa pasión de la que tanto ha oído hablar y que nunca ha podido sentir. Y en uno de los monólogos interiores con los que Stendhal da a sus personajes la oportunidad de conocerse a sí mismos, Fabricio se pregunta si lo que llamamos amor no será en el fondo una mentira: «Tengo sentimientos amorosos, sin duda, ¡igual como tengo hambre a las seis! ¿No podría ser que con esa inclinación un poco vulgar los embusteros hayan creado el amor de Otelo, el amor de Tancredo? ¿O debo pensar que estoy hecho de una materia distinta a la de los otros hombres? ¿Es que tal vez a mi alma le falta esa pasión? ¿Por qué? Si así fuese, mi destino sería muy singular». 

A la primera pregunta, la de si el amor es una creación de los escritores embusteros, le responde Ortega y Gasset, para quien el amor no es siempre, como parece creer Stendhal, una idealización, pero sí puede serlo en la fase de arrebatamiento de lo que muchas veces terminará siendo un falso amor. En estos casos, efectivamente, no es algo que nazca de manera espontánea en el corazón humano: «El amor es la actividad que se ha encomiado más. Los poetas, desde siempre, lo han ornado y pulido con sus instrumentos cosméticos, dotándolo de una extraña realidad abstracta, hasta el punto de que antes de sentirlo lo conocemos, lo estimamos y nos proponemos ejercitarlo, como un arte o un oficio». Tal es exactamente el caso de Fabricio: se propone ejercitar el amor, que conoce de oídas, como un arte o un oficio, y así es como emprende sus aventuras amorosas sin sentir en su alma la necesidad de amar, y para ello arriesga gravemente su vida, como si se tratara de amores verdaderos que merecieran todas las temeridades. Pero incluso cuando se reconoce perdidamente enamorado de Clelia, hay motivos para sospechar que ese amor se debe a su circunstancia. Se encuentra encerrado en una celda de la prisión, y su ventana da de frente a la ventana de una estancia que la chica, hija del gobernador de la cárcel, visita con frecuencia para ocuparse de unos pájaros que tiene a su cuidado, y el hecho de verla todos los días y de comunicarse con ella por señales le hace olvidar por completo que se halla preso, hasta el punto de que, cuando se le presenta la oportunidad de fugarse, no quiere hacerlo porque no quiere alejarse de Clelia. Es un caso extremo de transformación de un entorno en virtud de los destellos que emanan del ser cristalizado: hasta una cárcel terrible como la que habita Fabricio deja de ser una cárcel por la sola presencia de su amada. Sin duda, está muy enamorado, pero ¿lo estaría igualmente si la situación fuera otra, si el amor no le sirviera para olvidar su encarcelamiento? Stendhal no desperdicia nunca la ocasión de desmentir la autenticidad del sentimiento amoroso, pues en la idea que tiene de él no entra la sinceridad y no es nunca otra cosa que un delirio o una representación orquestada por las ideas adquiridas, el impulso sexual y el orgullo. Julien Sorel, aunque quizás llega a sentir por Madame de Rênal algo parecido al enamoramiento, no la seduce por amor sino por resentimiento de clase: él, un miserable plebeyo hijo de un campesino, se demuestra a sí mismo que es capaz de conquistar a una dama de la buena sociedad, nada menos que a la esposa del alcalde de su ciudad de provincias. Después, en París, vuela más alto y seduce a Mathilde, la hija del marqués de La Mole en cuya mansión Julien entra a trabajar como secretario. Nace entre los dos jóvenes un amor apasionado, pero crece o desaparece por entero tanto por parte de él como por parte de ella según se muestren deseo, indiferencia o incluso desprecio.  En esas páginas se pone de manifiesto, en un vertiginoso juego en el que se suceden sin tregua la desesperación y el rechazo, ese fenómeno inseparable de la seducción que consiste en encender y apagar el deseo en función del interés que muestra cada contendiente por la persona a la que quiere atrapar en sus redes. Así lo consigna Paul Léautaud en Amour, un libro de aforismos que publicó en 1934: «Para ser amado, es necesario o no amar o saber esconder el amor que se siente. Es esta una verdad que nunca ha dejado de ser verdadera». 

Esta verdad verdadera a la que muchos amantes, aun conociéndola, se muestran incapaces de someterse, ya aparece en el Ars amatoria de Ovidio como una actitud propia de la mujer y, aunque es probable que en ella sea más acusada, hay que tener en cuenta que Ovidio no concibe que la mujer ruegue sus favores al hombre; el mismo Júpiter los suplicaba a las heroínas, ninguna de ellas requirió nunca de amores al gran dios. Advierte Ovidio: 

Muchas desean lo que huye de ellas y odian aquello que las acosa: evita que se cansen de ti, acosando con menos insistencia. Y no siempre el que suplica debe confesar sus anhelos amorosos: que el amor penetre recubierto bajo el nombre de la amistad. (Trad. de Vicente Cristóbal López).

Solo se desea lo que no se tiene; ofrecerse sin ambigüedades es venderse a bajo precio, lo que devalúa el interés por la mercancía. Hay vinos que se venden a miles de euros por botella, no porque sean miles de veces mejores que los que valen la mitad. ¿Tendría el caviar tanto prestigio si se pudiese comprar barato? Las leyes del deseo no parecen muy distintas de las del mercado del lujo. Puede que ese aspecto de la psicología amorosa refuerce la falsedad que Stendhal atribuye al amor: en la seducción triunfa el menos enamorado… o el que es capaz de esconder su sentimiento; pero ya hemos visto que el pobre diablo que sufre el espejismo de la cristalización ni siquiera es capaz de articular coherentemente sus discursos. En realidad lo que ocurre es que el amor, así concebido, no es más que puro deseo; puede, sin duda, llegar a ser mucho más, pero siempre lo mantiene el temor a su disminución o su extinción, ya sea por rechazo o por cualquier obstáculo involuntario que se interponga a una unión completa, y es entonces cuando crece el sufrimiento. En Proust se encuentran todos los detalles de ese ir y venir de los corazones. Sería prolijo comentar por entero lo que sufre Swann con Odette o el narrador de la Recherche con Albertine, pero este fragmento condensa lo esencial del asunto:

El tiempo de Albertine no me pertenecía entonces en cantidades tan grandes como hoy. Sin embargo, entonces me parecía mucho más mía porque sólo tenía en cuenta ⎯mi amor las disfrutaba como un favor⎯ las horas que pasaba conmigo; ahora ⎯porque mis celos buscaban inquietos en ellas la posibilidad de una traición⎯, sólo las horas que pasaba sin mí. Y mañana Albertine desearía que hubiese horas así. Habría que escoger entre dejar de sufrir o dejar de amar. Pues así como al principio está formado por el deseo, más tarde el amor sólo es mantenido por la ansiedad dolorosa. Sentía que una parte de la vida de Albertine se me escapaba. El amor, en la ansiedad dolorosa lo mismo que en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. No nace, no subsiste si no queda una parte por conquistar. Solo se ama lo que no se posee por entero. (Trad. de Mauro Armiño).

En efecto, solo se ama lo que no se posee por entero, o más precisamente, como dice Proust poco después abundando en la misma idea, «sólo se ama aquello en lo que se persigue algo inaccesible». Por esta razón, el pretendiente que se declara sin equívocos está destinado al fracaso, porque se ofrece por completo;  es por ello también por lo que los celos son la sustancia más eficaz para provocar la locura de amor: el que los padece ama más porque su objeto de deseo, al que creía poseer por completo, o bien al que, por la fuerza del hábito, ya no veía tan iluminado por los adornos de la cristalización, se le presenta de nuevo como algo inaccesible. A veces, el que se deja torturar por el amor hurga en sus recuerdos, recientes o lejanos, para extraer de ellos motivos de celos que no llamarían la atención de nadie que no estuviese poseído por el fantasma de la desesperación amorosa. Los deduce de circunstancias anodinas, los hace crecer en su imaginación hasta causarle un dolor insoportable, y se recrea en ese dolor tanto como en los momentos felices se recreaba en el afecto y la ternura. Las enormes dosis de ese veneno que puede ingerir un amante celoso ⎯por decirlo con la misma metáfora a la que recurre Proust⎯ solo son soportables porque la incertidumbre rebaja su toxicidad. Basta con inocular la dosis más ínfima de un motivo de celos real, de la certeza que uno está siendo efectivamente engañado, para que el efecto sea letal. «Probablemente por eso ⎯escribe Proust⎯, y por un reflejo del instinto de conservación, el mismo celoso no vacila en concebir sospechas atroces a propósito de hechos inocentes, sin perjuicio, a la primera prueba que se le presente, de negarse a la evidencia». Proust es quizás el autor que ha explorado más a fondo el fenómeno de los celos, y los rasgos que ve en ellos son los de la cobardía. El amante celoso busca los más retorcidos indicios que justifiquen su delirio porque, mientras la duda no franquee las fronteras de su imaginación, se encuentra a salvo de la irrefutable confirmación de una sospecha; se deja torturar por sus peores presagios del mismo modo que, en muchos otros asuntos de la vida, anticipamos un dolor que tal vez no sufriremos porque el miedo nos llena de cobardía. Es lo que nos recuerda la muy divulgada frase de Julio César en la tragedia de Shakespeare: «Los cobardes mueren muchas veces antes de morir, el valiente no prueba la muerte más que una vez». Pero en el amor solo puede ser valiente quien no ama con pasión, de modo que el destino del amante apasionado es el de sufrir todos los días el fin de aquello sin lo cual no cree que pueda seguir viviendo.

René Girard, en Mentira romántica y verdad novelesca, ofrece otra interpretación de los celos. Al igual que la envidia, los produciría el afán de imitación en una dinámica que él llama «deseo triangular», pues en ambos sentimientos entran en juego tres factores: el objeto deseado, el que lo desea y el que interfiere en esa relación. El celoso está convencido de que su deseo precede a la intromisión de un tercero, y es así como en general se entiende ese sentimiento, pero Girard observa en él algo más complejo y que tiene que ver con la constante necesidad del ser humano de emular los modelos que se le presentan. Seguramente no le falta razón si de lo que hablamos no es de los pequeños celos comunes que todo el mundo puede sentir en algún momento, sino de lo que la psicología llama celotipia. En su teoría, el que tal enfermedad padece no fija su deseo antes de que aparezca el rival, sino precisamente porque aparece; y es más, ese rival siempre provoca en el celoso una especie de fascinación. Concluye Girard:

Por otra parte, siempre son los mismos seres quienes sufren los celos. ¿Debemos considerarlos a todos víctimas de un desdichado azar? ¿Será el destino lo que les suscita tantos rivales y multiplica los obstáculos delante de sus deseos? Ni nosotros mismos lo creemos, ya que, ante esas víctimas crónicas de los celos, o de la envidia, hablamos de «temperamento celoso» o de «naturaleza envidiosa». Por consiguiente, ¿qué puede implicar, en concreto, un «temperamento» o una «naturaleza» semejantes si no es una irresistible propensión a desear lo que desean los Otros, es decir, a imitar sus deseos?
(Trad. Joaquín Jordà)

Girard viene a coincidir con Stendhal al considerar que el sentimiento amoroso, al igual que cualquier otra forma de deseo, siempre es impuro en el sentido de que no lo origina la sinceridad, por mucho que uno esté convencido de amar desinteresadamente, sino ⎯en la visión de Girard⎯ la ambición de poseer lo que otro posee, o bien, si no hay un tercero en discordia, lo que uno supone que otros quisieran poseer si estuvieran en su lugar. De lo que se deduce que el amor siempre es competencia mimética, que no es algo muy distinto de lo que llamamos amor propio.

No todo el mundo comparte la idea stendhaliana según la cual el amor es solo una ilusión de los sentidos que desaparece cuando cesa esa ilusión, como si todo fuera obra de un bebedizo cuyos efectos durasen un tiempo limitado. Ortega y Gasset, en Estudios sobre el amor ⎯el libro del que también procede la cita anterior sobre el origen literario del prestigio que concedemos al arrebato amoroso⎯ juzga que el pensamiento de Stendhal está contaminado por el idealismo pesimista del siglo XIX, y la teoría de la cristalización se le antoja poco menos que un disparate. No obstante, no deja de aceptar su veracidad como una descripción del enamoramiento, no del amor, y reprocha al autor de De l’amour que confunda ambos conceptos. Ortega cita el caso de la marquesa de Custine, «un ejemplo entre muchos», que permaneció fiel a su amor por Chateaubriand a lo largo de toda su vida, y el caso le da pie al siguiente comentario:

Este tipo de amor en que un ser queda adscrito de una vez para siempre y del todo a otro  ser ⎯especie de metafísico injerto⎯ fue desconocido por Stendhal. Por eso cree que es esencial a un amor su consunción, cuando probablemente la verdad está más cerca de lo contrario. Un amor pleno, que haya nacido en la raíz de la persona, no puede verosímilmente morir. Va inserto por siempre en el alma sensible.

Qué duda cabe que el amor, entendido como la entrega física y espiritual a otra persona, existe más allá del enamoramiento y del placer sexual como objetivo único, que por supuesto también existe y merece el mismo nombre. Llamamos amor a todas esas experiencias tan distintas entre sí, como también llamamos amor a los lazos afectivos que unen a familiares y amigos, a la adoración religiosa y al apego que uno puede sentir por una actividad cualquiera; intentar hacer una teoría general de todos esos fenómenos, que guardan poca o ninguna relación entre sí, sería caer en el nominalismo. Stendhal no lo hace; habla solo del enamoramiento, de la ilusoria transformación del ser deseado en una especie de divinidad. Puede que no llegase a conocer otros amores que los que empiezan con ardientes fantasías y terminan cuando se extingue el arrobo, y puede que eso le llevara a presumir la inconsistencia, la falsedad, del sentimiento amoroso; pero no cabe juzgar su tratado sobre el tema con el rigor de pensamiento que le exige Ortega. No era un pensador sistemático, sino un novelista que hablaba de una experiencia, la suya propia, que no pocas veces refleja grandes verdades de la condición humana. De l’amour pretende ser un ensayo, y de hecho lo es, pero no es la obra de un ensayista riguroso sino tan solo los apuntes de un fabuloso escritor de mente desordenada y gran capacidad de observación. 

Lo que en el ensayo de Ortega explica mejor la naturaleza de la bobería a la que uno puede dejarse arrastrar cuando siente una fuerte atracción por alguien es la descripción que el filósofo hace del enamoramiento como un fenómeno de la atención: en el enamorado, el mundo entero desaparece de su campo de visión para que el ser amado lo acapare en exclusiva. Los múltiples objetos que captaban su interés cuando no estaba afectado por el influjo de Eros dejan de existir mientras dura el embeleso. «No se trata, pues ⎯observa Ortega⎯, de un enriquecimiento de nuestra vida mental. Todo lo contrario. Hay una progresiva eliminación de las cosas que antes nos ocupaban». Y añade: 

Esta descripción del «amor» es, como se advierte, inversa a la que usa Stendhal. En vez de acumular muchas cosas (perfecciones) en un objeto, según presume la teoría de la cristalización, lo que hacemos es aislar un objeto anormalmente, quedarnos sólo con él, fijos y paralizados, como el gallo ante la raya blanca que lo hipnotiza. (…) Cuando hemos caído en ese estado de angostura mental, de angina psíquica que es el enamoramiento, estamos perdidos. En los primeros días aún podemos luchar; pero cuando la desproporción entre la atención prestada a una mujer y la que concedemos a las demás y al resto del cosmos pasa de cierta medida, no está ya en nuestra mano detener el proceso.

Sin embargo, Stendhal no habla de ningún enriquecimiento que no sea el que nos hace convertir a nuestro objeto de atracción en lo que solo tiene entidad dentro de una percepción ilusoria que no puede ser otra cosa que lo que Ortega describe como un defecto de la atención, y con ello no deja de coincidir con Stendhal, pues la cristalización consiste precisamente en esa «angina psíquica» que, a fuerza de estrechar su cauce, hace brillar lo único que su percepción ilusoria le permite ver. Hay en ello algo casi idéntico a la hipnosis, como el mismo Ortega propone poco después, y nadie diría que las falsas convicciones del hipnotizado son un enriquecimiento de sus poderes mentales. Recordemos que Stendhal pinta al enamorado como un ser idiotizado al que el estrechamiento de su capacidad de atención le deja absorto. La raya blanca es para el gallo lo mismo que la cristalización para el enamorado.

En cuanto al final del párrafo de Ortega, lo podría haber escrito el mismo Stendhal, quien advierte: «El amor no se puede detener más que en sus comienzos». De modo que, antes de caer en el delirio, uno puede tener la suficiente presencia de espíritu para darse cuenta de que su sentimiento no es auténtico. Después, cuando el bebedizo ya ha hecho todo su efecto, hay que esperar a la llegada de un potente antídoto, pero puede que no llegue nunca. A fin de cuentas, lo único en lo que Ortega no coincide con Stendhal ⎯en un discurso concebido como la refutación de lo que este expone en De l’amour⎯ es en la idea de que la cristalización constituye siempre la puerta de entrada a la relación amorosa y agota las posibilidades de lo que hay que entender por amor, pero no creo que para el autor de Rojo y negro y La cartuja de Parma sea más que la constatación de un fenómeno observado con harta frecuencia. Léautaud, que admiraba a Stendhal y apreciaba su teoría, no veía en ella la estrechez de miras que le atribuía Ortega ni creía que la cristalización debiera entenderse como un atributo necesario del proceso amoroso:

La ventaja de un materialista en el amor es la de no caer en la «cristalización» y adornar a la que ama, bajo la influencia de su pasión, de méritos y cualidades que no posee. Su juicio permanece intacto. La ve tal como es. Si aparecen decepciones, no serán de este orden.

Como a Fabricio, a uno puede asaltarle el afán de erotismo del mismo modo que puede tener hambre a la hora de cenar, y también se puede amar profundamente a alguien sin necesidad de cubrirle con reflejos diamantinos. 

Por otra parte Ortega observa, muy oportunamente, que el fenómeno de la cristalización no se da solo en el amor. «No es más ilusoria la apreciación del amante ⎯advierte⎯ que la del partido político, la del artista, del negociante, etc.» Si bien es cierto que la actividad mental del hombre se nutre, en su mayor parte, de ilusiones, hay que conceder que la transformación que esas ilusiones producen en el equilibrio de quien las experimenta pocas veces resultan tan febriles como en el enamoramiento, con la excepción, claro está, del partidismo político, que puede llegar a suplantar la realidad de los hechos hasta extremos inconcebibles. Y precisamente por eso, la pasión política, siendo una cosa distinta del amor, pues suele alimentarse más de odio que de admiración y es aún más describible que los celos en los términos triangulares que propone Girard, comparte con el amor la exaltación del sufrimiento. A ambos fenómenos los rige la angustia constante por lo que se puede ganar y lo que se puede perder. En mayor o menor grado, esta parece ser una característica general de todas las ilusiones, y es probable que no haya en el hombre otra manera de relacionarse con el mundo fuera de cuando se fuerza al ejercicio de la razón, lo que ocupa una pequeña parte de sus actividades si no se especializa en tal cometido. Las ilusiones, en consecuencia, promueven tanto el placer como el sufrimiento, el propio y el de los que el ilusionado encuentra a su paso, y no creo que sea exagerado definir la condición humana como un combate de ilusiones. Tienen a veces, a qué dudarlo, terribles efectos destructivos, pero son al mismo tiempo lo único que permite mantenerse en pie. Uno solo encuentra la paz consigo mismo cuando cree ser el que se imagina. 

Leopardi habló, quizás mejor que nadie, del papel central que representan las ilusiones en la vida humana:

El placer más consistente de esta vida es el placer vano de las ilusiones. Estimo que las ilusiones son cosas en cierto modo reales porque son ingredientes esenciales del sistema de la naturaleza humana, y que la naturaleza proporciona a todos los hombres, de modo que no es correcto despreciarlas como si fueran sueños de uno solo, sino que son verdaderamente propias del hombre como tal y están determinadas por la naturaleza, y sin ellas nuestra vida sería la más miserable y bárbara de las cosas, etc. Así pues, son necesarias y constituyen un componente sustancial del conjunto y orden de las cosas. (Zibaldone de pensamientos. Trad. de Ricardo Pochtar).

Pla admiraba esta idea de Leopardi. En Notas dispersas, la misma obra en la que expone su celebración del amor físico compartido, dice lo siguiente: «La capacidad de insensatez, de ilusión fantasmagórica, de ridícula presunción de la naturaleza humana es inenarrable. Pero ahora, después de escribir estas obviedades, me pregunto: sin estas ilusiones, ¿qué sería la vida?», y a continuación remite a lo que escribió Leopardi sobre el tema. No creo que ni Stendhal ni Ortega pusieran objeción alguna a estas palabras; tampoco Proust, cuya obra no tiene otro sentido. No es algo que podamos remediar; ya está en Shakespeare: para bien y para mal, son la materia de la que estamos hechos.


Ilustración: La víspera del final. Del álbum Les amours de Jules. Obra de Hermann-Paul (ca. 1902). Dominio público.