Destacado, Pensamiento

La fértil penumbra

Alguien accedió por vez primera a la profundidad de una cueva, donde la oscuridad se adueña de los sentidos, no en busca de refugio, pues el riesgo que corría en esos adentros superaba por mucho todo sentido de seguridad, sino para dejar, movido por una intuición menos instintiva, una huella ocre e indeleble de conciencia. En lo más profundo se dejó constancia inaugural de inquietudes enteramente humanas. «Allí, justamente allí: en la intimidad», escribe Ferran Sáez Mateu en uno de sus últimos ensayos, La intimidad perdida, publicado por Herder en octubre de 2024. 

Sin posibilidad de recibir explicación alguna de aquel primer artista, nos es razonable suponer que lo que ocurría en la cueva no se trataba en el fondo de un acto de comunicación para un otro, sino que, en ese espacio sombrío, el hombre puso en marcha nuestra irrenunciable tradición representativa por una necesidad de internalización de lo externo. La pintura en las paredes no era en ese momento para nadie más que para él; un intento de colmar el vacío de significado para el que su frágil protolenguaje no era en absoluto suficiente, un despliegue de conciencia, una especie de juego de reflejos en el que el prehistórico pintor es a la vez observador y observado (por él mismo). Y es ese mismo movimiento el que guarda una estrecha relación con el surgimiento de la Modernidad, incondicional acompañante de la intimidad a lo largo del libro de Ferran Sáez que nos lleva a la torre de Montaigne.

Aislado en su biblioteca, el filósofo emprendió un viaje introspectivo con el que, como ocurría con aquellos primeros dibujos, no buscaba la atención de la mirada ajena, o «el favor del mundo», como escribía en su nota al lector, sino que el objetivo era pintarse a sí mismo, siendo él así el propio contenido de sus Ensayos, cosa también explicitada al comienzo de su obra. Buscaba, pues, enfrentarse a su propia imagen, desplegar sin presiones ajenas el flujo de su pensamiento y dar rienda suelta a la voz que se habla a sí misma antes de dirigirse a cualquier lector. En esa mirada más clara hay un ejercicio de autoconciencia, una inmersión en uno mismo que marca la diferencia conceptual entre privacidad e intimidad: lo privado es, a grandes rasgos, lo que se oculta del ojo ajeno; la intimidad, en cambio, es lo que ocurre cuando nos enfrentamos a ese espejo interior en el que no hay juicio externo posible, solo nuestro reflejo y la oportunidad de reconocernos en él. Se trata, así lo expresa el autor, de la condición de posibilidad de la conciencia. El retiro del filósofo en cuestión no debe entenderse entonces como una mera estrategia de reserva ni un límite impuesto a los demás; es un movimiento hacia dentro que no está motivado por el deseo de huir del mundo, sino por la necesidad de alejarse lo suficiente para distinguir su propio reflejo en él. Lo que hace Montaigne es experimentar la radicalidad de un yo que se observa sin intermediarios, pero ese ejercicio de autoobservación no se entiende si no es porque algo a su alrededor se ha resquebrajado. El yo moderno nace en el momento en que el individuo ya no puede encontrar su reflejo en el paisaje inestable de los siglos XV y XVI. Ese desorden se presenta a nuestro hombre retirado como una oportunidad para el repliegue, un momento único en el que la intimidad adquiere un espesor sin precedentes y desde el que ensayar un nuevo modo de habitar su tiempo, cuando las noticias del exterior hacen más que conveniente el esfuerzo de repensar el adentro a fin de encontrar lugar en el afuera. 

La revolución desencadenada por Copérnico pone fin a la visión clásica de la física aristotélica, deja nuestro mundo desplazado del centro cósmico y, sin arriba ni abajo, la llegada a América lo redescubre, desvelando un vasto espacio que se creía inhabitable, donde otros hombres obligan a replantear la solidificada concepción de la conducta humana. La percepción que el hombre europeo tenía del mundo y de sí mismo se vio definitivamente comprometida, pues pese a no cambiar en nada la realidad física (el mundo externo siguió como estaba), primero, en el plano cosmológico, una vez desafiada la excepcionalidad geocéntrica (en cierta manera, antropocéntrica), se abría una herida en el ego colectivo de Europa, y luego, la llegada a América añadía otra dimensión a ese conflicto interno; otros pueblos (otros hombres) con un orden propio e igualmente funcionales bajo otros valores y estructuras jerárquicas convertían la supuesta universalidad de las costumbres europeas en una mera contingencia histórica. Ese Nuevo Mundo exigía un nuevo modo de expresión, capaz de reflejar el traumático desorden que provoca el derrumbe del viejo mundo. Ni el tratado, ni la crónica, ni las memorias podían contener la magnitud de la ruptura interna, íntima, de ese estado cambiante de las cosas, y de esa necesidad expresiva surgen los Ensayos, que «no sienten complejo alguno ante la digresión y la aposición constantes», pues se componen del pensar ejecutándose.

En el recorrido de La intimidad perdida, el ejemplo de Descartes aparece como otro punto de inflexión, igualmente introspectivo, en la gestación de la mirada moderna. Su empresa filosófica, desmontar cada una de sus creencias para la refundación de su pensamiento, requiere de un aislamiento semejante al de la torre de Montaigne. Retirado en la calma de una habitación, se entrega a ese ejercicio de depuración radical manifestado en la primera de sus Meditaciones y somete así todas sus opiniones al filtro de la duda para deshacerse de aquellas que no resistan el examen. En ese requerido recogimiento solitario y libre de preocupaciones, en el silencio fértil de la intimidad, su pensamiento se purga hasta llegar al único suelo firme que no puede ponerse en duda: la existencia del propio sujeto pensante. Desplazada toda autoridad externa —sea la tradición, la religión o la percepción sensible—, el yo autónomo, el yo moderno, queda como punto de partida del conocimiento. La verdad, pues, no se recibe, sino que se descubre en la conciencia individual, y en la intimidad que la hace posible.

Sirven los ejemplos filosóficos anteriores y el fruto expresivo de los mismos para comprender la intimidad como refugio y condición del pensamiento libre, pero sobre todo como el lugar donde lo inefable reclama una forma. Desde el hombre cavernario, el ser humano se ha visto en la necesidad de concretar su inquietud, de proyectar afuera aquello que habita dentro, y el recogimiento íntimo ha servido de prerrequisito para que la idea cruce el umbral de la materia, pues lo íntimo en sí mismo no cuenta con la posibilidad, sí con el deseo, de autotrascenderse,  y es precisamente a causa de esa imposibilidad que existen las distintas expresiones artísticas, «tentativas a la vez fallidas y victoriosas» de ese deseo, escribe Sáez. La creación artística, en este sentido, mantiene una extraña relación de equilibrio con la intimidad, pues la obra transgrede sin duda lo íntimo al exteriorizarse, pero nunca lo entrega por completo. La obra artística es producto de la intimidad del artista (también, podríamos decir, de su conciencia en un estado de intimidad). Una parte del interior del artista queda en ella reflejada y se revela luego al espectador, con la interferencia de su propia subjetividad. Con lo cual, nacen nuevas experiencias íntimas de lo que no es ni la subjetividad del autor, ni la del espectador, ni la obra misma como lo intersubjetivo, sino la combinación de esos tres elementos, y de ella surge la misteriosa vivencia de lo estético, su poder invocatorio, la presentación de lo que parece de otro modo incomunicable, razón por la que todo intento explicativo del objeto nunca esté a la altura de su experiencia. 

La íntima y mistérica experiencia de lo sublime, a través de las artes o de la naturaleza, tiene también un efecto moral, pues en esa contemplación nos descubrimos de alguna forma empequeñecidos, y esa misma sensación de empequeñecerse, provocada, por ejemplo, por un paisaje que nos sobrepasa, refuerza a la vez la convicción de nuestra autonomía; si bien el objeto nos supera, no puede determinar nuestro juicio moral, y de hecho, al hacernos otra vez conscientes de nuestra limitada naturaleza en el mundo, fortalece la comprensión de nuestras posibilidades en ese margen habitable y sirve de invitación a la vida buena. Sin ese territorio reservado donde la conciencia se reconoce una y otra vez (ya sea por medio de un retiro introspectivo o por contemplaciones de lo bello), no hay cabida para una mirada moral genuina, única mirada moral de la que merece la pena hablar. La legitimidad de nuestras decisiones no se prueba en el juicio de los otros, sino en el reflejo interior al que nos hemos referido. El otro, que no el yo, es un límite más que nos obliga a entendernos. La moralidad no es posible sin esa mirada devuelta de la alteridad, ni sin la libertad que permite asumirla. 


Filósofo en meditación. Obra de Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1632). Vía Wikimedia Commons.