Alejo Vidal-Quadras (1945) es físico y político. Su trayectoria es un ejemplo de compromiso cívico insobornable y de defensa firme de los valores de la democracia liberal, un compromiso que ejerce con tanta inteligencia y habilidad que siempre ha supuesto un serio perjuicio para sus adversarios, hasta el punto de costarle el cargo de presidente del Partido Popular de Cataluña tras el Pacto del Majestic y, más recientemente, casi la vida en un terrible atentado. En esta entrevista repasa su paso por la política catalana, española y europea, y analiza algunos de los desafíos a los que nos enfrentamos en la actualidad, una realidad que él juzga con severidad, pero sin resignación.
Pregunta. Entre finales de los 80 y hasta 1996, usted lideró el PPC y obtuvo el mejor resultado en unas autonómicas de Cataluña que el partido ha logrado hasta la fecha. En esta etapa se caracterizó por su oposición frontal a las políticas de Jordi Pujol y lo hizo con una brillantez parlamentaria admirada incluso por algunos de sus adversarios. ¿Qué responsabilidad le atribuye en lo que ha ocurrido en Cataluña a partir de 2017?
Alejo Vidal-Quadras. Jordi Pujol es un nacionalista y como todo nacionalista aspira a que lo que él cree que es su nación sin Estado tenga un Estado. Es algo que forma parte de la misma naturaleza del nacionalismo, de los nacionalismos irredentos. Durante tiempos largos, podrán disfrazarse de otras cosas, hacer planteamientos más o menos hipócritas o de disimulo, pero su objetivo final siempre es disponer de un Estado propio. En ese aspecto, Pujol nunca fue una excepción.
Lo que pasa es que siempre jugó un papel ambiguo, ambivalente. En Madrid se presentaba como un nacionalista catalán leal a la Constitución y como un hombre de Estado (hay que recordar que el ABC le dio el premio al español del año), pero en Cataluña su discurso era radical, secesionista, identitario, excluyente, totalitario. Él jugaba a esa doble vertiente y las élites madrileñas, que en esto eran muy ingenuas, le bailaban el agua, le invitaban aquí y allá. Pero él, de hecho, nunca dejó de tener este objetivo: basta leer sus memorias y sus libros. De hecho, en el año 2000, encarga a Baltasar Porcel un informe que se llamó Cataluña 2000 y que era un plan de ocupación por parte del nacionalismo de todas las instancias de la sociedad catalana: profesionales, empresariales, financieras, deportivas, culturales… En realidad, eso era construir la nación. Cuando forma parte de un Estado, la estrategia del nacionalismo es irse apoderando de los instrumentos de Estado en su territorio para que al final el paso hacia la independencia y la constitución de un Estado propio resulte casi automático.
Es lo que él llamaba «gradualismo».
Sí, él decía: que cada paso sea lo suficientemente pequeño como para no causar temor, pero que nos haga avanzar hacia el objetivo final. En esto, Puigdemont, que no es precisamente un hombre muy inteligente, falló, porque se precipitó. Quiso darle un acelerón al proceso, algo que Pujol jamás habría hecho. Pujol era mucho más taimado. Por ejemplo, siempre mantuvo una actitud deferente con la Corona; nunca habría caído en los desplantes o gestos de desprecio que vemos ahora. A diferencia de Puigdemont, era un hombre inteligente y culto. Sus sucesores, en cambio, son bastante limitados. Cometieron el error de pisar el acelerador demasiado pronto y, claro, acabaron topándose con el Estado que, aunque muy disminuido, todavía existe.
¿Es posible un nacionalismo leal a la Constitución y respetuoso con las instituciones del Estado de Derecho o todo nacionalismo produce necesariamente a la larga una ruptura con la legalidad?
Bueno, esto es como si me preguntas si es posible que una señora de la vida sea virgen. No, no es posible. El nacionalismo de separación, identitario, jamás puede ser leal, puede aparentar serlo por razones tácticas, o puede incluso hacer algo que el PNV hace muy bien en el País Vasco: ir expulsando la presencia del Estado español en todos los órdenes: institucional, administrativo, fiscal, cultural, lingüístico. Así, aunque nominalmente forma parte de España, lo que le permite beneficiarse de estructuras como la Unión Europea o la OTAN, en la práctica va borrando al Estado español del territorio.
Ya en tiempos de Pujol, usted fue el primero en señalar la sumisión del Partido Socialista de Cataluña a los postulados del nacionalismo, algo que después no ha dejado lugar a dudas.
El Partido Socialista de Cataluña es un partido criptonacionalista. Te puedo contar una anécdota. Cuando yo era vicepresidente del Parlamento Europeo, coincidí con otros vicepresidentes españoles. Uno de ellos fue Joan Colom, miembro del PSC. En aquel tiempo, tanto él como yo éramos eurodiputados y vicepresidentes del Parlamento. Recuerdo que en una reunión de la Mesa se discutía el tema de la oficialidad del catalán en el Parlamento, una reivindicación que los nacionalistas presentaban reiteradamente y, para los demás, cansinamente. Es algo imposible: hay entre 40 y 50 lenguas no estatales en la Unión Europea, así que imagínate lo que supondría reconocerlas todas como oficiales. Pues bien, Joan Colom intervino y dijo: «Yo, en este Parlamento, me veo obligado a hablar en una lengua que no es la mía». Ese es, exactamente, el lenguaje de un nacionalista.
El Partido Socialista de Cataluña, hoy encabezado por Salvador Illa, está teóricamente asociado al PSOE, pero en su quehacer diario y en sus políticas siempre se mueve a favor del nacionalismo. En el terreno lingüístico, en el cultural, en el de las competencias, nunca defiende los intereses del Estado ni los derechos lingüísticos de muchos de sus propios votantes. Su praxis es, en realidad, indistinguible de la del nacionalismo catalán.
¿Cree que, cuando usted fue apartado de la dirección del partido, el PPC favoreció también la hegemonía nacionalista? Juan Carlos Girauta llega a decir, en el prólogo del libro que usted publicó el año pasado, España a la deriva (Ediciones B), que Ciudadanos no hubiera nacido si usted hubiera permanecido en su cargo.
El PP, por desgracia, salvo en la etapa entre 1990 y 1996, siempre ha sido un partido que se opone al nacionalismo verbalmente, pero que en el fondo vive acomplejado frente a él. Nunca le ha plantado cara en serio. Cuando en las elecciones autonómicas de 1995 se produjo una subida muy significativa —pasamos de siete a diecisiete diputados en el Parlamento de Cataluña—, ese avance se truncó de inmediato. En las generales siguientes, Aznar necesitaba a Pujol, y Pujol exigió que me apartaran de Cataluña. Aznar cedió. Otra cesión más. Pujol habría hecho el pacto igualmente [el llamado Pacto del Majestic, el acuerdo entre PP y CiU en 1996 que permitió la investidura de Aznar], porque en juego había muchas más cosas: los presupuestos, los puertos, el tráfico, las carreteras… Mi cabeza fue, digamos, la propina. Si Aznar se hubiera plantado y le hubiera dicho: «Mire, usted no puede decidir quién es el presidente de mi partido en Cataluña»… Pero le temblaron las rodillas y cedió.
Usted fue uno de los fundadores de VOX y después abandonó su militancia. ¿Cuáles fueron sus razones?
Durante la presidencia de Rajoy, y el gobierno de su valida, que era Soraya, volvimos a la época de los Austrias: el rey cazaba y el valido se ocupaba de administrar el reino. Rajoy se dedicaba a ver la Vuelta Ciclista por televisión, que era lo que le gustaba, y quien gobernaba el reino era Soraya. Rajoy no derogó ni una sola ley de Zapatero y no puso en marcha un modelo económico decididamente favorable a la empresa. La etapa de Rajoy se caracterizó por la pasividad, la indolencia y la inacción.
Como algunos le criticábamos, en un Congreso del partido llegó a decir: «Si los liberales y los conservadores no están contentos, que se vayan». Claro, si eres el presidente de un partido liberal-conservador y afirmas eso, puedes imaginarte el resultado: el partido se queda un poco vacío. Así que unos cuantos nos fuimos y fundamos VOX.
VOX nació como un partido liberal-conservador. Su manifiesto fundacional, que redactamos a cuatro manos Ignacio Camuñas y yo, configuraba una formación comprometida con los valores de ese espacio político e ideológico, y muy firme en aquellas cuestiones en las que el PP se mostraba débil o vacilante. Por ejemplo, la unidad nacional. Además, defendía un modelo de libertad de empresa, con impuestos moderados, poca regulación y estímulo a la actividad empresarial; un sistema educativo de calidad, basado en el mérito, el esfuerzo, el estudio y la búsqueda de la excelencia; y la defensa de la familia como institución. Es decir, un partido conservador en valores y liberal en lo económico.
También optamos por un modelo de partido al estilo anglosajón: con mucha democracia interna, debate, participación de las bases y elección directa de los cargos orgánicos y de los candidatos a las elecciones. En una definición un poco burda, era «un PP en serio».
Cuando el partido nació, yo era el presidente, y enseguida se produjo lo que podríamos llamar un doble choque interno: uno generacional y otro conceptual. Por una parte, la generación más joven —Santiago Abascal, Ortega Smith, Iván Espinosa de los Monteros, Rocío Monasterio…— quería un partido muy, muy conservador. En cambio, la generación de veteranos —Ignacio Camuñas, José Luis González Quirós, yo mismo y otros— queríamos un partido liberal-conservador, con un equilibrio real entre el liberalismo y el conservadurismo. Con el tiempo, se ha visto hacia dónde ha evolucionado el partido: hoy está en Europa en Patriots for Europe, con Le Pen y Orban, no con Meloni. Luego vino también el choque generacional, en el sentido de que la juventud siempre es impaciente por tomar el poder.
Ellos tenían esa ambición, esa prisa, y acabaron haciendo algo muy feo. En las primeras elecciones a las que nos presentamos —las europeas de 2014— se organizó un proceso de elección interna con participación de toda la militancia, y yo fui el más votado. Sin embargo, ellos se dedicaron, a mis espaldas, a boicotear la campaña. De cara, parecían apoyarla; por detrás, saboteaban actos, entorpecían todo lo posible, porque no querían que obtuviera el escaño. Partían de la idea equivocada de que, si lo conseguía, me quedaría como presidente del partido durante mucho tiempo, cuando en realidad yo estaba deseando pasar el testigo.
En fin, eso fue lo que hicieron: algo desleal y muy poco elegante. Y, efectivamente, faltaron apenas 1.500 votos para lograr el escaño. Como era consciente de esa actitud tan mezquina y poco leal, y además ya cumplía los 70 años, me dije: el cuerpo ya no me da para meterme en una lucha interna con estos jovencitos. No por fatiga física ni intelectual, sino por una especie de fatiga moral.
Y fíjate: al final, Vox, más allá de su ubicación en ese extremo del espectro político, ha perdido por completo una de las características que los fundadores más veteranos queríamos preservar: la democracia interna. Hoy en Vox no es que no haya democracia interna, es que es un partido estalinista. Es un partido piramidal, cesarista, centralista, donde el partido es controlado por un grupo de cuatro personas. Y cuando digo cuatro no lo digo metafóricamente.
La política es una actividad sucia. Es curioso porque es una actividad muy necesaria, pero muy asquerosa. Tiene esa doble condición, es una contradicción interesante. Las sociedades no pueden funcionar sin una estructura política, pero en no pocas ocasiones es repugnante.
Parece que sea inevitable que todos los partidos políticos en España terminen así.
Sí, es la ley de hierro de las oligarquías. Es cierto que en todas las organizaciones existe el riesgo de que se cumpla esa ley, y por eso, aquellas que quieren mantener un cierto grado de participación de las bases intentan introducir mecanismos cautelares para evitarlo. Dicho esto, y reconociendo que todos los partidos españoles son bastante presidencialistas y que su nivel de democracia interna es bajo, también hay grados.
Yo entré en el Partido Popular en 1983 y me fui en 2014: treinta y un años. Siempre mantuve una posición bastante independiente. Es decir, criticaba, incordiaba… Tuve como presidente durante muchos años a Aznar, y le creé algunos problemas. Por ejemplo, cuando me pidió que dejara la presidencia del PPC, me resistí mucho e incomodé bastante. Y cuando ya me fui a Europa, seguí defendiendo posiciones que el partido no compartía. Pero nunca fui purgado, nunca fui expulsado, nunca se me abrió un expediente. Y eso que Aznar no era precisamente un hombre blando, y además se enfadaba conmigo, pero nunca se me echó, ¿entiendes? Al contrario, se me envió a Europa. Claro, para tenerme lejos (ríe), pero no para fastidiarme.
En su columna semanal en Vozpópuli, usted ha batallado con firmeza contra el sanchismo, que ha descrito como una forma de entender la política basada en la conquista, preservación y disfrute del poder a cualquier precio. ¿Cree que su final está cerca?
Aquí se corre el peligro de confundir los deseos con la realidad. Mi impresión es que es muy difícil que Sánchez aguante toda la legislatura. Por un lado, están los casos de corrupción, que se van multiplicando y agravando y además le tocan muy de cerca. Por otro lado, su gestión es manifiestamente incompetente: no puede aprobar leyes, no puede presentar presupuestos, depende de partidos con posiciones antagónicas entre ellos en aspectos clave… Está en un equilibrio tan inestable que es casi milagroso que esté aguantando. Después está su propio desgaste físico, que es patente. Es decir, yo dudo mucho que se mantenga toda la legislatura. Por supuesto las próximas elecciones generales las va a perder. A partir de ahí, su futuro es incierto… incluso en el plano penal. Ha cometido errores garrafales. Está enfrentado con Estados Unidos, con Israel, con la Guardia Civil y con los jueces. Son cuatro enemigos difíciles de manejar. Yo lo veo acorralado, contra las cuerdas. Y si todavía resiste, es únicamente porque quienes lo sostienen creen que aún pueden sacarle algo.
Usted ha señalado en diversas ocasiones que la Transición se llevó a cabo con las mejores intenciones, pero que la Constitución del 78 ha contribuido, en parte, al deterioro de la calidad democrática que hoy padecemos. ¿Cree que sigue pendiente una conversación serena sobre las lecciones que nos dejó, al margen tanto de la exaltación sin matices de sus defensores como de la impugnación total de sus detractores?
Como se ha dicho, la Transición en muchos aspectos fue ejemplar. Todo el mundo cedió en aras de un cambio pacífico y ordenado de un sistema autoritario a una democracia. Empezando por el rey, siguiendo por Torcuato Fernández-Miranda, el famoso discurso de Fernando Suárez en las cortes franquistas defendiendo la Ley para la Reforma Política, donde las cortes franquistas se hacen el harakiri… Hubo momentos verdaderamente estelares: el Partido Socialista y el Partido Comunista aceptando la monarquía parlamentaria; el Rey renunciando a los poderes que le otorgaban las llamadas Leyes Fundamentales del Reino… Pero también es cierto que la Transición tuvo fallos que hoy han aflorado y que estamos pagando.
El primero fue creer que, cambiando la estructura del Estado —pasando de un Estado centralista, de raíz militar, a un Estado cuasi-federal, con un poder político y legislativo muy descentralizado—, los nacionalismos catalán y vasco se calmarían. Un tigre nunca se vuelve vegetariano. Esa cesión, lejos de apaciguarlos, los estimuló a pedir más, más y más. Exacerbó su voluntad secesionista. Fue un error derivado del desconocimiento de la historia de España y de una falta de profundidad en el análisis del nacionalismo como fenómeno político, social, cultural y, me atrevería a decir, psicológico.
El segundo fallo fue construir un sistema en el que los partidos políticos adquirieron la capacidad de colonizar las instituciones del Estado y la sociedad civil, configurando una auténtica partitocracia que supedita el interés general de la nación al interés particular de los partidos. Eso también lo estamos pagando.
El tercer defecto es particularmente nocivo: nuestro sistema concentra un enorme poder en la figura del presidente del Gobierno, que puede llegar a convertirse en una especie de dictador encubierto. Pedro Sánchez, en un momento de sinceridad, llegó a decir: «Yo puedo gobernar sin el Parlamento». Eso es un defecto estructural del sistema.
A ello se suma un problema gravísimo: el Tribunal Constitucional ha caído en manos del Gobierno. Es algo intolerable. En Estados Unidos, por ejemplo, el Tribunal Supremo —que cumple la función de Tribunal Constitucional— es propuesto por el presidente, sí, pero el Senado lo somete a un escrutinio exhaustivo. Además, como el mandato presidencial dura cuatro años y los jueces del Supremo son vitalicios, el equilibrio institucional se mantiene. Allí, aunque un magistrado haya sido nombrado por un presidente, puede actuar según lo que le dicte su conciencia sin temor a represalias. En cambio, nuestros jueces del Constitucional saben que, cuando termine su mandato, dependerán de los favores del presidente del Gobierno de turno. Es un sistema perverso.
Usted fue víctima de un terrible atentado que no le costó la vida por milagro. Parece que tiene pruebas de que detrás de este ataque está el gobierno de Irán.
Yo he sido muy activo en el apoyo a la resistencia iraní contra los ayatolás desde hace 23 años en el Parlamento Europeo, y he tenido un papel bastante determinante en una serie de decisiones que han perjudicado seriamente al régimen iraní, debilitándolo. Ese régimen tiene una larga tradición de atentados en el extranjero. En octubre de 2022, hicieron pública una lista de los enemigos del régimen, y yo figuraba el primero. El individuo que me disparó, el sicario, fue detenido meses después en Holanda, cuando se disponía a asesinar a un disidente iraní, un periodista que reside allí. Así que, en realidad, no hay mucho que discutir: fue el régimen de Teherán quien intentó matarme.
¿Cree que se acerca el fin del régimen de los ayatolás?
El régimen de Teherán está muy debilitado. Sus empleados, a los que paga la nómina, han sido diezmados. Hezbolá ha perdido gran parte de su cúpula por los ataques de Israel; Hamás está al borde de entregar las armas y rendirse; han perdido Siria –Assad cayó–, y sus instalaciones nucleares han sido bombardeadas por Israel y Estados Unidos y han quedado bastante dañadas. Además, la inflación está disparada y el 70% de la población de Irán vive en la pobreza. Es un régimen que se sostiene a base de terror. Desde que está el nuevo presidente, ha ejecutado a más de 2000 personas; es una máquina de matar. Yo los veo muy debilitados y creo que pronto se producirá un levantamiento general en el país, porque la situación es insoportable.
Usted es catedrático de Física Nuclear y, además, en sus intervenciones y sus artículos demuestra un sólido conocimiento de filosofía política, historia, economía, geopolítica… algo poco común en el panorama político actual. ¿Por qué cree que la preparación de nuestra clase política ha caído tanto en las últimas décadas?
En la política española hay un mecanismo de selección inversa: es más probable que llegue arriba alguien que carece de condiciones que alguien verdaderamente capacitado. ¿Y cómo puede ser eso? Muy fácil. Primero, porque el sistema electoral español, basado en circunscripciones muy grandes —como Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla— elimina cualquier vínculo real entre el representante y el representado. Si tú le preguntas a un ciudadano de Valencia quién es el número tres del PSOE o del PP en su provincia, probablemente no lo sepa. En cambio, si haces esa misma pregunta en un distrito en Londres, te dirán cómo se llama su diputado, a qué se dedica, incluso si tiene hijos o si ha hablado con él recientemente.
En España, la gente no vota a su representante, vota a líderes nacionales: a Sánchez, a Feijóo, a Abascal… Todos los demás candidatos son diputados simplemente porque el jefe del partido los ha colocado en la lista. Eso significa que no son representantes de los ciudadanos, sino empleados del jefe. Y en el Parlamento se limitan a apretar el botón que se les indique, obedeciendo de forma ciega las instrucciones del partido.
Además, muchos inician su carrera política muy jóvenes, con 18 o 20 años ya son concejales, y su contacto con la vida real es mínimo. ¿Cuál es la forma de progresar en ese sistema perverso? La adulación, el peloteo al jefe, la intriga, los codazos, las puñaladas por la espalda. Así es como se asciende. El resultado es que personas sin formación ni experiencia terminan ocupando cargos de enorme responsabilidad. Te encuentras con señoritas indocumentadas que han sido ministras, y cuando redactan una ley, esa ley resulta un desastre. O ves cómo personajes de la sordidez, la ordinariez, la vulgaridad y la hediondez de José Luis Ábalos y Santos Cerdán han sido ministros y diputados.
¿Significa esto que todos los diputados son ineptos? No. Cayetana Álvarez de Toledo, por ejemplo, es una mujer extraordinaria, brillantísima y cultísima. Pero si hablamos del promedio, la tendencia ha sido descendente. El nivel intelectual, moral y profesional de los políticos de los años 70 y 80 ha ido cayendo progresivamente, y ahora nos encontramos con personas ocupando escaños, tanto en parlamentos autonómicos como en el nacional, cuyo único valor es su lealtad perruna al jefe del partido.
Dedica España a la deriva a todos «sus valientes conciudadanos catalanes que, inasequibles al desaliento, a la coacción y al abandono de los que debieran defenderles, resisten denodadamente al tribalismo totalitario que está arruinando nuestra hermosa Comunidad». Usted sin duda es uno de esos valientes catalanes inasequibles al desaliento, pese a que a lo largo de los años ha tenido que ver cómo todas sus advertencias eran ignoradas y cómo la calidad democrática de nuestro país se iba deteriorando. ¿Cómo lucha contra el desánimo y la resignación?
Las dificultades, la incomprensión o la traición sin duda pueden llevarte al desánimo o a la desesperanza, pero al final todo es cuestión de convicciones. Si uno cree firmemente en algo —y lo ha pensado, argumentado y vivido— termina encontrando la fuerza para continuar la lucha.
Eso es lo que me ocurre a mí, y también a muchos otros a quienes he dedicado mi último libro. Porque, muchas veces, uno no solo lucha contra los adversarios del frente, sino también contra los propios. Es lo que decía Churchill: «En los bancos de enfrente tengo a mis adversarios; en los de detrás, a mis enemigos». Y es verdad: las deslealtades y las puñaladas por la espalda de los tuyos duelen más que las maldades de quienes están enfrente.
Pero, piénsalo: tantos españoles murieron, por ejemplo, defendiendo la libertad y a España frente a ETA. Yo mismo estuve a punto de morir —en una causa que no tiene que ver directamente con España, pero que está íntimamente ligada a la defensa de la civilización occidental—. Y cuando me preguntan por qué sigo, la respuesta es sencilla: por la misma razón por la que tantas personas en el País Vasco o en Cataluña continuaron resistiendo, pese a la persecución, las agresiones, la discriminación, la incomprensión o el abandono de los suyos. Creo que en el ser humano hay un componente profundo de servicio a ideas que lo trascienden. Es algo que existe desde tiempos inmemoriales y es lo que nos impulsa a continuar, a pesar del peligro y del riesgo real que muchas veces implica.