Sin que algunos nos hayamos dado cuenta, puede que este año que estamos cerca de dar por terminado se recuerde como aquel en el que se inició el declive de esa amalgama de sinsentidos justicieros a la que llamamos wokismo y a la que, desde los albores de este siglo, hemos permitido que se fuera enseñoreando sin pausa de nuestras instituciones educativas, culturales, sanitarias y políticas. Lo que hasta hace poco parecía inexpugnable y destinado con el tiempo a socavar los cimientos de la civilización occidental, como yo mismo, en mi artículo anterior, me aventuré a dar por inevitable, influido en parte por la lectura del último ensayo de David Rieff, Deseo y destino, ha empezado a mostrar, según algunos observadores, ciertas vías de agua. Se detecta un hartazgo de la obediencia ciega que la sociedad le ha dispensado casi por rutina, y las instancias legislativas de algunos países que asumieron sumisamente sus despropósitos no dudan ahora de la necesidad de cortarle las alas, como es el caso de Noruega, Finlandia, Suecia y Reino Unido, que ya han introducido restricciones significativas en las leyes que regulan los tratamientos para el cambio de sexo, el caballo de batalla más distintivo, más absurdo y más dañino de todos cuantos puso a cabalgar el wokismo. Por lo demás, ese verdugo de Occidente dispuesto a cortar más cabezas que la Reina de Corazones, nunca tuvo un apoyo popular apreciable, y todo parece indicar que se encuentra en sus horas más bajas: un estudio de este año señala que en Reino Unido ese apoyo se sitúa entre el ocho y el diez por ciento de la población, y es de suponer que en los otros países occidentales obtendríamos un resultado similar. Es evidente que su representación oficial no se corresponde con una aceptación social tan exigua, lo que nos lleva a preguntarnos cómo ha sido posible esa penetración.
La primera consideración que me viene en mente es que la izquierda, esa izquierda antinorteamericana que en Europa se muestra tan dispuesta a importar acríticamente los desvaríos que se producen periódicamente en Estados Unidos, el país donde el movimiento germinó con mayor esplendor, adoptó las reivindicaciones identitarias del otro lado del Atlántico como sucedáneo de la lucha de clases, y sus electores las asumieron a falta de otra cosa y por temor al advenimiento del fascismo ⎯ese fantasma con cuya sábana cubren a todo el que esté un milímetro más a su derecha⎯, sin prestarles mayor atención que la que se presta a las cosas que no nos molestan demasiado y no parece que vayan a perjudicarnos mucho. La cuestión es que ganen los nuestros defendiendo lo que sea. Es cierto que los activistas del progresismo dieron a las nuevas liturgias una presencia agresiva y constante, pero los activistas son precisamente ese ocho o diez por ciento que señalan las encuestas y poco tienen que ver con su cuerpo de votantes. Lo trágico del asunto es que esa minoría, surgida principalmente de la universidad, llegó por fin a ocupar escaños en los parlamentos e incluso puestos decisivos en los gobiernos. Es lo que el politólogo y articulista Javier Redondo ha llamado acertadamente la profesionalización del activismo, un fenómeno que explica en buena medida lo ocurrido. También lo explica la toma del poder académico por parte de esos mismos activistas, tan entregados a la imposición de sus consignas como en absoluto interesados en cumplir con la función que fue asignada a la universidad: la divulgación de conocimientos lo más objetivos posible y libres de toda ideología. Estamos, pues, ante una revolución que se ha hecho desde arriba, en realidad como todas las revoluciones a pesar del mito de la rebelión popular espontánea, pero nunca una minoría tan insignificante y decadente y con propuestas tan carentes de fundamento había logrado extender tanto sus redes de pesca por todo el entramado social. Lo inquietante, como señaló Douglas Murray en su ensayo La masa enfurecida (Península, 2020), es que llevamos mucho tiempo aceptando sin apenas resistencia que el wokismo nos obligue a reconocer oficialmente sus disparates:
Nos instan a creer en cosas imposibles y nos advierten que no nos opongamos a otras (como suministrar a nuestros hijos fármacos que interrumpen la pubertad) a las que la mayoría de las personas se opondrían de forma categórica. Saber que lo que se espera de nosotros es que callemos ante ciertos asuntos y que realicemos un acto de fe imposible con respecto a otros provoca un dolor insoportable, sobre todo porque los problemas que de ello se derivan (incluidas las contradicciones internas) son muy evidentes. Como sabe cualquiera que haya vivido bajo un régimen totalitario, hay algo humillante y autodestructivo en tener que marchar al son de consignas que uno no cree ni puede creer.
Los ingredientes para que ese movimiento llegara a imponer un régimen totalitario si se presentaran las condiciones propicias están ahí y son perfectamente reconocibles: autoritarismo, desprecio a la libertad de expresión, mistificación de la historia, sustitución de los hechos por las creencias… El periodista y escritor estadounidense Michael Shellenberger ya advirtió en 2023 de esa naturaleza totalitaria del wokismo. Habiendo identificado sus rasgos en tres instituciones de una trayectoria anterior plenamente comprometida con el conocimiento y la verdad, la Universidad de Harvard, The New York Times y The American Anthropological Association, Shellenberger dice lo siguiente:
Cada uno de estos ejemplos es representativo de lo que mejor se entiende como una forma de totalitarismo. Es cierto que la vida en los Estados Unidos está aún muy lejos de lo peor de los regímenes totalitarios del siglo XX. Pero las principales instituciones de la vida cultural y política están siendo dirigidas por personas que no solo sostienen ideas pseudocientíficas, racistas e irracionales, sino que también exigen que esas ideas sean adoptadas y puestas en práctica hasta el punto de censurar, excluir y castigar la búsqueda de conocimiento, información y políticas precisas y científicas, de maneras muy similares a lo que hicieron los regímenes totalitarios del pasado, y con amplios efectos culturales y políticos.
Si esa amenaza apenas se ha tomado en serio es seguramente porque las pretensiones del wokismo resultan tan absurdas que parecen una broma, y a pesar de su penetración cultural y su aplicación legal se ha dejado que se fueran implantando como si fuesen irrelevantes y no pudieran comprometer gravemente los fundamentos del Estado de Derecho, como si en realidad todo eso no estuviese pasando. Cierto es, como adelantábamos al principio, que no son pocas las señales que indican la decadencia del wokismo después de más de dos décadas reinando y muchas más fraguando su asalto al poder, pero tras su paso habrá dejado un paisaje devastado que tardará años en recuperar su anterior aspecto, si antes no aparece una nueva reacción iliberal tan o más devastadora. Hasta cierto punto, esa reacción ya se ha empezado a producir; el movimiento woke no ha entrado parcialmente en decadencia por su desgaste, sino por las medidas que han tomado algunos gobiernos para pararle los pies, muy especialmente en Estados Unidos bajo el nuevo mandato de Trump, y si bien esas medidas son en general muy oportunas ⎯como la retirada de subvenciones a las instituciones culturales que sigan promoviendo la ideología de género⎯, no hay duda de que en el fondo del movimiento dispuesto a acabar con el imperio de lo woke laten las esencias ultraconservadoras del fundamentalismo cristiano y el supremacismo blanco con su rechazo del orden liberal, y sus pretensiones no parecen menos ajenas a la libertad de expresión, el autoritarismo y la manipulación de la verdad que las de su enemigo. Hace unas semanas apareció, precisamente en uno de los faros de la prensa wokista, The New York Times, un artículo de David Brooks en el que se avisa a los izquierdistas que el trumpismo les ha robado el invento, y hay quien ya habla de izquierda woke y derecha woke. Algo hay de eso, aunque no creo que las dos corrientes sean tan equiparables como se pretende, por lo menos de momento. Ahora bien, en Estados Unidos los indicios de una contaminación creciente del movimiento conservador por parte de activistas de la extrema derecha con características de tipo wokista ⎯infiltración en el tejido social, irracionalidad, identitarismo, dogmatismo, ataques a la libertad de expresión⎯ no es algo que se deba pasar por alto. A principios de noviembre, el periodista Tucker Carlson concedió una larga entrevista en su canal de YouTube al activista Nick Fuentes, un joven racista antisemita que pone en duda el Holocausto, elogia a Hitler y, curiosamente, también se declara admirador de Stalin. Que el extrumpista Tucker Carlson prestara su enorme audiencia ⎯que en 2024 incluso llegó a superar la de Joe Rogan en Spotify⎯ a semejante individuo, reveló que el ultraconservadurismo más intransigente empieza a escalar puestos en Estados Unidos. Fuentes, por su parte, tiene un millón de seguidores en las redes sociales, un número de embobados más que suficiente para disparar las alarmas. En un artículo publicado en The Wall Street Journal tras la entrevista, el abogado y comentarista político conservador Ben Shapiro advirtió al Partido Republicano que si no conjuraba esta amenaza corría el riesgo de ser colonizado por una minoría desenfrenada como le ocurrió al Partido Demócrata, que inopinadamente fue renunciando a sus valores hasta permitir que le dominara por entero la minoría de activistas de la ideología de género y el Black Lives Matter.
No tengo la impresión de que en general se sea muy consciente de las consecuencias de no disponer de una auténtica y decidida oposición liberal a los avances del wokismo de izquierdas, el que hasta ahora ha imperado en todas las democracias occidentales, aparentemente sin que casi nadie alertara lo suficiente de su incompatibilidad con el liberalismo. Veamos algunos de sus logros más destacados. En Canadá, tal vez el país en el que se ha cebado con más saña, son muchos los profesionales de la salud que han pagado con penas de cárcel su negativa a aplicar la terapia afirmativa a la que obligan las leyes que regulan el cambio de sexo. Esa terapia, es decir, la aplicación sistemática de los procedimientos necesarios para la transición (administración de bloqueadores de la pubertad, hormonación, operaciones quirúrgicas, etc.) por el mero hecho de solicitarlos, es la única que se reconoce en la mayoría de las democracias liberales. La prohibición de las terapias de conversión, es decir, el estudio médico y psiquiátrico de los solicitantes para establecer un diagnóstico que aconseje o desaconseje el cambio de sexo, tiene su origen en las aberrantes prácticas que en un tiempo se aplicaban a los homosexuales para transformarlos en heterosexuales. Poner fin a esa crueldad pseudocientífica tenía todo el sentido, pero estamos ante algo muy distinto. El tratamiento afirmativo de la auténtica disforia sexual, de muy escasa incidencia (entre el 0.005 y el 0.014% en el total de la población masculina, y de entre un 0.002 y 0.003% en la femenina), es perfectamente razonable y necesario, pero no hay que confundir la disforia sexual con la tendencia de muchos adolescentes desorientados a creer, por influencia de las redes sociales y la propaganda organizada de activistas afectados de ideología de género, que han nacido en un cuerpo equivocado, y no es un crimen sino un acto de compasión y de salud pública explorar las razones por las que un menor decide cambiar de sexo; el crimen es lo contrario. En España y otros países, la terapia de conversión no es un delito penal, no conlleva cárcel, pero su práctica puede ser castigada con la inhabilitación profesional y con multas que, en casos considerados muy graves, pueden llegar a los 150.000 euros. La promulgación de las llamadas leyes trans ha disparado hasta cifras impensables las solicitudes de cambio de sexo, lo que demuestra a todas luces que estamos ante un fenómeno de manía colectiva inducido desde el poder legislativo. En 2005 solo hubo tres casos en todo el territorio nacional; en 2024, ya aprobada la ley trans, hubo 5.531, y en Cataluña, la comunidad más afectada por el imperio de la ideología de género, el incremento del tanto por ciento de solicitudes se ha elevado, en solo una década, a un 7.600 por ciento. Como suele decirse, las cifras hablan por sí solas, pero detrás de las cifras hay un número creciente de adolescentes que, sin tener conciencia de ello, entregan sus vidas a una fe que les condena de por vida. En países que implantaron esa locura antes que el nuestro, cada vez hay más personas arrepentidas de la decisión que tomaron por contagio social cuando aún no tenían ni la información ni el desarrollo intelectual suficientes para comprender las consecuencias de lo que hacían y sin la posibilidad legal de que nadie les pudiera disuadir de su empeño. En los últimos años, han empezado a aparecer casos de jóvenes arrepentidos de haberse sometido a un tratamiento de cambio de sexo. Algunas estimaciones calculan que en Estados Unidos se elevan a un 20 %, y en Europa, aunque las cifras son muy controvertidas y las organizaciones de activismo transgénero afirman por sistema que los arrepentimientos son prácticamente inexistentes ⎯como hace el feminismo con las denuncias falsas⎯, parece que tienden a crecer. No es de extrañar teniendo en cuenta que la renuncia a las veleidades transexuales en adolescentes se calcula en un 80% una vez superada la pubertad. A estas alturas, con todos los datos que se tienen sobre este fenómeno sociogénico, no cabe la menor duda de que lo impulsa el activismo generista y las leyes que lo hacen posible. Estamos, pues, ante una tragedia creada por la llegada al poder de ideólogos del wokismo ajenos a todo conocimiento científico y a toda preocupación humanitaria.
¿Cómo hemos podido dejar que esa clase de gente legislara a sus anchas? ¿Cómo han podido apoyar tantos parlamentarios estos y otros despropósitos? Por ejemplo, los que con su voto disciplinado han dado curso a las leyes que sancionan el llamado «discurso de odio», cuya máxima expresión se encuentra en la Hate Crime and Public Order Bill, aprobada en 2024 por el Parlamento de Escocia y que faculta a un sheriff o un juez de paz a permitir la entrada de la policía en un domicilio o un local privado e interrogar y registrar a las personas que se encuentren en ese lugar si sospecha, por simple declaración bajo juramento, que en él se ha producido un delito de odio. Esta es la ley que permitió presentar una denuncia contra la escritora J.K. Rowling por decir algo tan indiscutible como que una mujer trans no es una mujer. En España también existen disposiciones legales parecidas, y en Cataluña, donde hay una auténtica pasión por aplicarlas, se condenó a la presidenta de Aliança Catalana, Sílvia Orriols, a pagar una multa de 10.000 euros por haber manifestado que el Islam es incompatible con los valores occidentales, otra verdad indiscutible. Alguien puede pensar que es bueno que existan estas leyes para proteger a los ciudadanos de ataques verbales a su condición, pero el insulto, que no es lo mismo que la difamación o la calumnia, no puede ser un delito, y menos aún puede serlo la expresión de un punto de vista crítico con respecto a la actuación de una persona o a los presupuestos de una ideología. Si el insulto y la crítica se consideran como tales, y como vemos existen leyes que así lo determinan, la libertad de expresión empieza a verse acorralada. Todavía más si lo que se denuncia y en algunos casos se condena es la manifestación de una verdad tal como que una mujer trans no es una mujer (no lo es biológicamente, como resulta obvio) o que determinadas prácticas que no se compadecen con los derechos humanos y los principios de un Estado de Derecho son inaceptables en una democracia. Ahora bien, por si esto fuera poco, en general solo se denuncian los delitos de odio que las leyes consideran especialmente graves porque van dirigidos a los colectivos a los que llaman «grupos protegidos». Cuando, al tomar posesión de su cargo como directora del Instituto de las Mujeres en 202o, la activista Beatriz Gimeno declaró que «la heterosexualidad no es la manera natural de vivir la sexualidad», nadie pensó en denunciarla por delito de odio contra el colectivo heterosexual. Ni tendría sentido hacerlo; es suficiente con asignarle un calificativo acorde con su llamativa confusión mental, aunque es muy probable que ese calificativo, a diferencia de la frase que lo motiva, fuese reconocido como un delito de odio.
En España la moda woke ha dejado su huella en muchas de las decisiones que se han tomado en los últimos años. Algunas son perfectamente ridículas y no hacen sino despojar la cultura de todo su sentido, lo que no es poca cosa; otras ⎯ya hemos hablado de las desastrosas consecuencias de la ley trans⎯ son puras atrocidades. En cuanto a la primera categoría, pocos ejemplos tan elocuentes de hasta qué punto la estupidez wokista ha infectado las instituciones de este país como la concesión, por parte del gobierno autonómico catalán, del Premi Internacional Catalunya de 2021 a Judith Butler, una de las activistas de la ideología de género más radicales y abstrusas de que se tiene noticia, y eso es decir mucho porque las hay a raudales. Por cierto, en 1998 Butler ya había sido merecedora de otro premio: el que otorga la revista Philosophy and Literature al texto más ininteligible del mundo. Por otra parte, hace pocos días nos enteramos de que el Instituto Cervantes, que unos meses antes negó legitimidad democrática a la Constitución del 78 por haber sido redactada en tiempos sometidos al patriarcado, se propone ahora reescribir el Quijote de acuerdo con las exigencias de la perspectiva woke, ecologista y de género. Mucho más inquietante resulta ⎯y los siguientes ejemplos ya entran en la segunda categoría⎯ que, también en Cataluña y en fechas recientes, las autoridades hayan intentado acallar con amenazas a quienes han denunciado que en el barrio del Raval de Barcelona, el que cuenta con un mayor número de inmigrantes musulmanes, hay niñas privadas de todos sus derechos. En toda Europa, el multiculturalismo exige correr un velo de silencio sobre ese tipo de delitos cuando afectan a la inmigración musulmana. Incluso si se trata de las mayores brutalidades: cuando salió a la luz que, entre 1997 y 2013, en las ciudades inglesas de Rotherham, Rochdale y Telford, hubo un total de 1.400 víctimas de abusos o violaciones a manos de inmigrantes pakistaníes, el actual primer ministro, Keir Starmer, declaró que los políticos que pedían una investigación exhaustiva de lo ocurrido «se estaban subiendo al carro de la extrema derecha». Lo ocurrido es que representantes de los ayuntamientos reconocieron que habían recibido instrucciones de no revelar la etnia de los perpetradores y que la policía actuó con negligencia ante las denuncias por temor a la incorrección política. Denunciar esto es lo que Starmer, y con él un buen número de cargos políticos en todas las llamadas democracias liberales, considera de extrema derecha.
Extraigo esta última referencia y algunas otras que he dado en este artículo del libro de Andrew Doyle The End of Woke (Constable, 2025), probablemente el ensayo más esclarecedor que se ha escrito sobre el tema, pues los otros muchos que he leído, aun cuando no les falta interés, se limitan a describir la amenaza woke y a mostrar sus consecuencias inmediatas. Doyle hace algo más que eso; explica con argumentos irrefutables, en los que no falta el diálogo con los grandes pensadores del liberalismo, la naturaleza estrepitosamente antiliberal de esta amenaza y, por la misma razón por la que se enfrenta al activismo progresista, rechaza las soluciones antiliberales que promueve la derecha reaccionaria. Desde extremos opuestos, ambas corrientes coinciden en el sentido de sus luchas respectivas, que no es otro que el de poner fin al sistema de convivencia que han consagrado las democracias modernas después de la Segunda Guerra Mundial. Coinciden también en sus procedimientos autoritarios, su colectivismo y su negación en definitiva de los derechos universales y de la libertad individual como centro del reconocimiento político. Para Doyle, la oposición izquierda-derecha no tiene mucho sentido; lo que está en juego no es el triunfo de una de las dos partes, sino la derrota de un logro fundamental de la modernidad que no entiende de ideologías, es decir, el liberalismo, porque Doyle considera ⎯y creo que ese es el punto más valioso de su discurso⎯ que el liberalismo, lejos de ser una ideología, un sistema cerrado de creencias, es la superación de toda creencia. Es lo que pone límite a los proyectos, inevitablemente totalitarios, de las ideologías. A menudo, desde la óptica conservadora, se responsabiliza al liberalismo de la catástrofe moral a la que el activismo progresista ha conducido a la sociedad, como si la eclosión del wokismo fuese una conclusión necesaria de la lógica liberal. Pero la ideología de género, con sus laberintos sexuales, y lo que se autodenomina «justicia social», con su repudio de la raza blanca, su antisemitismo y ese anticolonialismo que lleva a condenar toda la historia de Occidente por su pasado esclavista y a ignorar al mismo tiempo el presente esclavista de los países sometidos al yugo islámico, son en realidad la negación más rotunda del proyecto liberal. Todo empezó con el invento del multiculturalismo, que divide a las personas por sus orígenes, sus culturas y sus inclinaciones sexuales. Nada más irreconciliable con el liberalismo que la sustitución de los derechos individuales ⎯los únicos que hacen posible la realización de cualquier proyecto de vida con el único límite del respeto a la libertad ajena⎯ por derechos colectivos independientes de su compatibilidad con el Estado de Derecho. Lo esencial en The End of Woke es la defensa, contra tirios y troyanos, de ese proyecto liberal que llevamos siglos intentando consolidar y cuyas distintas versiones confluyen, a pesar de las pequeñas diferencias, en entender como fundamental la libertad de cada individuo y el sometimiento de todos al arbitraje del Estado de Derecho, condiciones que pueden aceptar sin menoscabo de sus aspiraciones tanto el pensamiento conservador como el socialdemócrata.
Doyle, que se muestra optimista respecto al hundimiento del wokismo aunque cree que aún es pronto para firmar su certificado de defunción, invita al lector a tomar conciencia de un desafío que solo se puede vencer profundizando en el liberalismo en su sentido más puro en lugar de renunciando a él. Brindemos, pues, por que el nuevo año nos traiga el final de esa pesadilla y apresurémonos a salir lo antes posible de eso que los progresistas, con su orgullosa neolengua, llaman «el lado correcto de la historia» y que probablemente, si antes de que podamos contarlo no nos cae encima un cataclismo que acabe con todo, será recordado, no como el lado más destructivo de la historia, pero sí como el más absurdo.
Ilustración: Hombre destruyendo una embarcación con la inscripción «Partido liberal». Litografía de 1891. Via Creative Commons.
