Política

Black Lives Matter: débiles argumentos para el cambio

Hace ya un tiempo que las aguas del irracionalismo posmoderno empantanan la discusión política de ciertos asuntos. En Estados Unidos, por ejemplo, tiene lugar desde 2013 un estridente debate sobre el racismo endémico del país, que en el presente año ha subido a la palestra con todas sus armas a raíz del asesinato de George Floyd en mayo. El ruido que nos llega es hasta ahora ensordecedor y contundentemente preciso: ¡Black Lives Matter!, gritan los que abanderan la lucha antirracista en las ciudades norteamericanas; sin embargo, por más claridad y volumen con que se profiera la consigna, el ruido es por definición confuso, oscuro, vago, y convendría, con tal de estimular la circulación de las aguas del debate, bajar el tono unos peldaños y comprobar si son ciertas las razones que lo proveen de tanta furia. Las imágenes de la muerte de Floyd en Mineápolis levantaron una oleada de indignación desproporcionada al suceso. Hemos visto imágenes mucho más terribles en televisión y el termostato de la ira social apenas registró modificaciones. El asesinato de Floyd, en cambio, tuvo de especial e intolerable su condición de eslabón en una sucesión de crímenes perpetrados por la policía estadounidense en el ejercicio impune de su natural brutalidad, siempre de acuerdo a las reivindicaciones de Black Lives Matter (BLM). Desde que en 2013 el movimiento se fundara en reacción a la absolución del agente que asesinó el joven afroamericano de diecisiete años Trayvon Martin, el reguero de cadáveres negros que ha dejado la policía se habría vuelto insoportable tanto por la abrumadora frecuencia con que aparece uno nuevo como por aquello que deja al descubierto: que la policía estadounidense es un cuerpo racista y que lo es en tanto reflejo de la sociedad que la legitima, lo que convierte sistemáticamente en racista a la sociedad estadounidense. La muerte de Michael Brown en 2014 ―un joven afroamericano de dieciocho años que iba desarmado y fue abatido a tiros por un policía que más tarde no sería imputado por ello― incrementó el argumentario del movimiento y la atención a este en toda la nación El mensaje caló rápidamente en la sociedad civil. Hasta el más alto poder político dio muestras de su sensibilidad al respecto cuando en 2016 Obama alentó a los estadounidenses afroamericanos a preocuparse por la vida de sus hijos cada vez que estos salieran a la calle, puesto que las probabilidades de que fueran asesinados por un policía eran lo suficientemente altas como para justificar la angustia. De ser así, también debería haberlos advertido del riesgo terrible de la electricidad y las tormentas, dado que, según datos del Washington Post y el National Weather Service, un hombre negro desarmado tiene muchas más probabilidades de ser alcanzado por un rayo que de ser asesinado por la policía.

No pretendo frivolizar o relativizar la cuestión de la brutalidad y el racismo policial con estadísticas como la anterior. Es obvio que la carga moral de una muerte no es la misma cuando se debe a una fuerza natural que cuando es resultado de la acción humana. No obstante, es indispensable recurrir a las estadísticas para tratar el problema en su justa medida; más aún, para dilucidar si verdaderamente existe tal problema. Porque las cifras, en un caso así, son el único contrapeso racional al sentimentalismo desbocado de la política posmoderna. Y por fría que pueda parecer la razón al lado de la indignación popular, sólo a través de aquella podrán pensarse las soluciones al problema. Aunque debiera bastarnos su uso por el mero interés de conocer la verdad. 

Lo cierto es que, de acuerdo a la base de datos del Washington Post, en 2019 murieron, a manos de la policía, catorce afroamericanos desarmados, mientras que el número ascendió a veinticinco en el caso de los blancos. El total de asesinatos de la policía en relación a ambas razas, también en 2019, incluyendo sospechosos armados y desarmados, asciende a un total de 250 afroamericanos y 403 blancos. Por lo tanto, del total de víctimas policiales en 2019 (999), un 25% serían afroamericanos y un 40,3% blancos; en el caso de los sospechosos desarmados, los afroamericanos representan un 1,4% de las víctimas y los blancos un 2,5% del total. La primera conclusión se figura nítida: cuantitativamente, la policía mata a más blancos que afroamericanos. Sin embargo, la población de Estados Unidos (327 millones de habitantes) está formada por una mayor cantidad de blancos (197 millones – 60%) que de afroamericanos (42 millones – 13%), de lo cual se deduce, en relación a las cifras de asesinatos policiales, que proporcionalmente los afroamericanos sufren el doble de muertes que los blancos: 32 por millón en el primer caso, 13 por millón en el segundo. Estadísticamente, entonces, puede afirmarse que existe una desproporción en el número de afroamericanos víctimas de la violencia policial (las cifras de 2019 son representativas de una tendencia que se mantiene parecida en años anteriores). A pesar de ello, hay que precaverse mucho de inferir que la diferencia en este último dato es el resultado de un sesgo racista en la policía. Por ejemplo, los blancos tienen el doble de posibilidades de ser asesinados por la policía que los asiáticos, algo que no implica un racismo contra los blancos, sino distintos porcentajes de criminalidad entre ambas razas. En este sentido, si ponemos las cifras hasta ahora comentadas en comparación con las de la población carcelaria en Estados Unidos, se puede observar que, aun siendo una cantidad muy inferior en relación al total de la población, los afroamericanos constituyen proporcionalmente ―según datos de este año del Pew Research Center― la mayoría de la población carcelaria del país: 1500 por cada 100.000 en el caso de los afroamericanos y 268 por cada 100.000 en el caso de los blancos. La sobrerrepresentación de afroamericanos en las cárceles estadounidenses solamente puede explicarse como consecuencia de una mayor actividad criminal en su población. De hecho, los afroamericanos son siete veces más propensos a cometer un asesinato que los blancos, y la mayoría de asesinatos y atracos en Estados Unidos están perpetrados por afroamericanos, aunque sean minoría; asimismo, el 35% de los agentes de policía asesinados son víctimas de un afroamericano. De modo que una sobrerrepresentación explicaría la otra. 

No obstante, nos equivocaríamos al decir que los afroamericanos tienen una suerte de propensión natural al crimen, aunque las evidencias numéricas den pábulo a una suposición semejante, porque una conclusión tan rápida y maliciosamente orientada ignorará por fuerza el cúmulo de factores sociológicos, económicos, culturales, etc., que intervienen en la confección de la realidad detrás de las cifras. Este mismo desliz interpretativo se debería evitar cometer con unos datos ―los de las víctimas de la violencia policial― que son mucho menos elocuentes que los anteriores y quedan muy lejos de probar la epidemia de asesinatos que se denuncia; el efecto, sin embargo, sabemos que es el contrario. No solo los datos son incompatibles con el supuesto del racismo policial que denuncia BLM, sino que parecen, junto a cualquier otra información factual que contradiga o matice sus reclamos, merecedores de desprecio, como si las estadísticas mismas fueran racistas. 

Sospecho que cuando se compromete el sentido de la verdad de este modo, reduciéndolo a construcción ideológica y asemejándolo al oficialismo y su afán de perpetuarse en el poder, negando la más mínima posibilidad de objetividad, entonces hay algo en el orden profundo del mundo que queda trastocado. Un acontecimiento reciente en el país, ampliamente divulgado por los medios estadounidenses, da señal de ello. Tuvo lugar el pasado 23 de agosto en Kenosha, Wisconsin, cuando Jacob Blake, un afroamericano de veintinueve años, recibió varios disparos en la espalda por parte de un agente de policía, disparos que no fueron, en este caso, mortales, aunque Blake sigue hospitalizado a día de hoy y con riesgo de paraplejia. De nuevo, las imágenes avivaron la indignación con rapidez en las redes sociales. Varios equipos de baloncesto de la NBA boicotearon sus partidos de playoff en protesta, igual que la tenista Naomi Osaka, que anunció que boicotearía las semifinales del Masters de Cincinatti en que participaba. Pero a medida que se fueron conociendo detalles sobre el incidente se reveló que Blake tenía una orden de arresto por agresión sexual y que ese día había entrado en la casa de su novia, a quien había agredido anteriormente, infringiendo la orden de alejamiento. Fue ella quien llamó a la policía, que al personarse trató de detener al sospechoso sin éxito, intentando reducirlo primero con un taser. No fue hasta que Blake, ya encañonado por la policía, decidió entrar en el coche, donde se encontraban sus tres hijos, que los agentes descargaron siete disparos sobre él. En el interior del coche había un cuchillo. Se desconoce qué intención tenía al entrar. Sea como sea, las circunstancias individuales del caso fueron sistemáticamente ignoradas; con ellas, cualquier pregunta crítica sobre la situación. Solamente hizo falta fijarse en el color de piel de la gente involucrada para aplicar un juicio instantáneo sobre lo ocurrido y, en un ejercicio de habitual funambulismo moral, se invirtió el orden de las cosas desplazando la bondad al criminal y la vileza al defensor de la ley. 

La ola de disturbios en las calles de Kenosha se alarga hasta el día en que escribo estas líneas. Blake ha sido encumbrado por BLM a la categoría de poco menos que héroe o mártir, absuelto por el tribunal antirracista de sus anteriores ―graves― delitos solamente por el hecho de ser negro. Con George Floyd, el proceso de martirización tuvo el recorrido completo que otorga la muerte. Su funeral gozó de los máximos honores y su figura se elevó a símbolo. Los murales con su rostro proliferan en distintas partes del mundo y todo parece un desesperado intento de redimir una culpa que en ningún momento hubo intención de clarificar. Porque, aunque al policía que lo asfixió con su rodilla le ha sido imputado un cargo por homicidio en segundo grado, pocos han querido reparar en el informe del Hennepin County, que reveló que el fallecido había tomado ese día una cantidad potencialmente letal de un opiáceo extremadamente poderoso, el fentanilo, y cuya autopsia concluía que no habían evidencias físicas para afirmar que la causa de la muerte fuera la asfixia. Asimismo, se han desatendido elementos como el extenso listado de antecedentes penales de Floyd, que no han supuesto ningún tipo de impedimento en la idolatrización de su figura. BLM no tiene reparos en erigir ídolos de dudosa reputación. 

Cuando se renuncia a analizar cada caso por sus circunstancias particulares y todos los problemas se explican con el trazo grueso del racismo sistémico, no solo falla la concepción misma de la justicia, hecha a medida del individuo y no de los colectivos, también fracasa cualquier intento de sacar las conclusiones correctas. Es alarmante la incapacidad del movimiento BLM para darse cuenta de que las posiciones unidireccionales raramente manifiestan las complejidades de la realidad. Si hubiera una vocación genuina de incrementar la prosperidad de las comunidades afroamericanas, estarían mucho más abiertos a reconocer la disparidad de causas que propician las desigualdades que les aquejan. Glenn Loury, el primer profesor titular de economía afroamericano en la historia de Harvard, señaló: 

Los estratos más bajos de la comunidad afroamericana tienen problemas urgentes que ya no pueden atribuirse únicamente al racismo blanco y que nos obligan a enfrentar fallas fundamentales en la sociedad afroamericana. La desorganización social entre los afroamericanos pobres, el atrasado rendimiento académico de los estudiantes afroamericanos, la inquietante alta tasa de crímenes de negros contra negros (…) ahora se perfilan como los principales obstáculos para el progreso de los negros. 

El comentario era a propósito del conocido como Moynihan Report, un informe que el sociólogo Daniel Patrick Moynihan publicó en 1965 bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson y en el que se vinculaba el origen de la desigualdad racial y la pobreza afroamericana con la descomposición del modelo tradicional de familia nuclear. Al contrario de lo esperado, el estudio reveló que no siempre son las condiciones económicas las que determinan las condiciones sociales. Lo que observó Moynihan es que la ratio de desempleo masculino afroamericano y las ayudas sociales a estos, que siempre se habían mantenido estables, comenzaron a divergir en 1962, aumentando la distancia entre ambas magnitudes, puesto que el empleo fue a la baja y las ayudas sociales al alza ―lo que se conoce como Moynihan scissors―. Observó a su vez que la tasa de natalidad fuera de matrimonio era del 25% entre los afroamericanos, mucho más alta que entre los blancos, y se aventuró a predecir que una caída del acceso de los hombres afroamericanos al trabajo habría de conllevar una alienación en sus roles de maridos y padres, lo que terminaría incrementando las tasas de divorcio, abandono infantil y natalidad fuera de matrimonio, todos ellos factores que intervienen en el crecimiento de la pobreza y de los peores resultados educativos. La influencia del estudio fue tal que ha llegado a ser calificado de profético, en tanto que la natalidad fuera del matrimonio entre los afroamericanos ha aumentado a un 75% (datos de 2015 del National Center for Health Statistics). No faltó quien acusó al informe de reforzar estereotipos raciales sobre la débil moralidad familiar de los afroamericanos, al mismo tiempo que se le reprochaba el intento de desviar la atención del racismo sistémico atribuyendo a las características de las familias afroamericanas la culpa de sus propios problemas, esto es, de culpar a la víctima. Pero no cabe duda de que, acertado o no, el planteamiento de Moynihan, que ha sido elogiado por el mismo Loury y otros comentaristas políticos actuales ―Larry Elder, por ejemplo, vincula casi por entero el origen de las desigualdades raciales a la falta de figura paterna en los hogares afroamericanos―, es una aproximación mucho más elaborada y honesta que la mera consigna del racismo sistémico. Un punto de partida para discutir políticas económicas y sociales, si se quiere; por lo menos, orientado a las soluciones. De un modo parecido, evaluar las actuaciones policiales en detalle levanta preguntas sobre protocolo, formación y conducta que van más allá del simple precepto de las motivaciones racistas detrás de la brutalidad. Por comentar uno de los casos citados: el vídeo de los siete disparos a Jacob Blake ha sido empleado como argumento de la crueldad de un cuerpo que excedería los límites de la profesionalidad. Indudablemente, las imágenes, descontextualizadas, generan un escalofriante rechazo, pero es natural que la satisfacción de la audiencia o el pacifismo, especialmente en Estados Unidos, no sea el principio que rige la actuación policial. Hay otros criterios que imperan en coyunturas semejantes y que son producto de un conocimiento acumulado procedente de la experiencia. Por ejemplo, a los policías se les instruye en disparar al torso por la simple razón de que es la parte más amplia del cuerpo. Cuesta mucho más dirigir un disparo certero a las extremidades y, puesto que en situaciones así la falibilidad generalmente no se perdona, es comprensible que los agentes tiendan a asegurar el tiro. En un país con más armas que población, las posibilidades de recibir un disparo son ciertamente reales. Para muchos agentes la premisa esencial del día a día es la de regresar a casa cada noche tras finalizar el turno. «A los policías se les enseña a vivir con miedo», escribió Seth Stoughton ―antiguo agente y ahora profesor de derecho en la Universidad de Carolina del Sur― en el Harvard Law Review. Algunos empiezan a ejercer el cargo con tan solo once semanas de entrenamiento. Deducen que la única manera de sobrevivir es dirigiéndose a los ciudadanos con un tono de incuestionable autoridad e identificando a aquellos que no se someten inmediatamente como enemigos y potenciales amenazas, algo ―de un modo, si se quiere, retorcido― normal. La realidad dista mucho de ser ideal. Pero por alguna razón los síntomas de su imperfección se achacan con más frecuencia a los amparados por el uso legítimo de la violencia. No hay tanta indignación por la violencia como la hay por la violencia policial. Tal vez tendría sentido un debate reformista sobre el modo en que los cuerpos policiales emplean la fuerza, pero con ello debería venir aparejada una revisión del derecho que consagra la Segunda Enmienda. En lugar de indagar siquiera incipientemente en esta línea, la gran propuesta de BLM es abolir la institución policial cortando su financiación y destinando esos mismos fondos a programas de educación que reducirían las desigualdades raciales. Una presunción basada en la creencia, tan implacablemente desmentida por la realidad, de que las buenas intenciones bastan para lograr buenos resultados. El efecto más directo e inmediato de la abolición, sin embargo, sería un previsible aumento de la criminalidad en aquellos barrios afroamericanos donde el crimen se desarrolla ostensiblemente incluso a pesar de la policía. Un incremento, en definitiva, de la violencia y las desigualdades que se denuncian. Y esta insistencia en adjudicar la culpa de los problemas a la parte que, con variable acierto, más los refrena, termina por descubrir un fondo conflictivo, no solo en el escenario pronosticable de un crimen reforzado, sino en la concepción esencial que tienen de la policía, tan manchada de pecado que sólo queda su extinción. A propósito del asunto decía Opal Tometi, una de las cofundadoras del movimiento, en una entrevista en el New Yorker:

Luchamos para detener una guerra contra los afroamericanos. Así es como lo vemos: esto es una guerra contra los afroamericanos. (…) Este sistema está lleno de desigualdades e injusticias, y este racismo absoluto está incrustado en la policía de esta nación. Históricamente, se fundó como una patrulla de control de esclavos. La evolución de la policía tiene sus raíces en ello. 


Otra de las cofundadoras, Patrisse Cullors, se definía en una entrevista al Hollywood Reporter como una “abolicionista moderna” y explicaba en otra entrevista para Newsweek que «la policía y el encarcelamiento son parte de un continuo. La vigilancia es la primera respuesta y el encarcelamiento es la última. Estos dos sistemas dependen el uno del otro muy profundamente. Tenemos que trabajar para deshacernos de ambos sistemas». Y añadía: «La libertad de los blancos se basa en la falta de libertad de los afroamericanos; por lo tanto, la aplicación de la ley no sirve para mantener a salvo a los afroamericanos». Ambos casos invitan a pensar que la obstinación con que se reclama el fin y se descuidan sus efectos tiene que ser fruto de la cerrazón ideológica. Cuando lo importante es imponer una solución específica, a todas luces contraproducente, sin detenerse antes en el análisis pormenorizado y honesto de la cuestión, entonces saltan las alarmas de lo irracional. Más que medidas para el progreso, de lo que se da cuenta es de una tirria indisimulada por el orden. La subversión del orden establecido es, no obstante, un empeño completamente legítimo bajo el paraguas de la visión histórica de BLM. No se ha aportado, a día de hoy, una sola evidencia que demuestre que las prácticas, las leyes o los procedimientos de la democracia estadounidense son racistas. Pero es conocido el desprecio por las evidencias. En la aproximación posmoderna de la realidad los hechos son simples acumulaciones de interpretaciones ideológicas. El significado de los hechos, pues, es variable en tanto se impone una interpretación u otra. Y, según las convicciones del movimiento, es una donde los desmanes ideológicos están plenamente justificados, caso de atribuirle certeza. Cristalizó formalmente en The 1619 Project, dirigido por Nikole Hanna-Jones, un proyecto periodístico del New York Times que ganó el Premio Pullitzer en 2019. A través de una serie de ensayos y reportajes, la empresa vendría a demostrar que los Estados Unidos, como nación, no fue fundada en 1776, sino en 1619 con la llegada de los primeros esclavos. Su independencia del Imperio Británico se habría conducido por la ambición de proteger la institución de la esclavitud, siendo así una nación esclavista, esencialmente contraria a la libertad de los afroamericanos, y su Declaración de Independencia, el marco para unos principios falsos que nunca se han puesto en práctica. Este ejercicio de revisionismo histórico ha sido desacreditado por todo historiador reputado; tuvo que ser consecuentemente retractado por inexactitudes históricas y su publicación tuvo lugar incluso a pesar de los informes con que los fact-checkers del New York Times advirtieron al editor; aun así, algunos gobiernos demócratas están accediendo a cumplir el propósito del proyecto, que es el de sustituir la versión oficial de la historia en los currículums escolares. Imponer el dominio de una revisión de los hechos. Y, de nuevo, no sólo es la falta de rigor e interés por la verdad: es que la exigua profundidad de análisis vuelve a jugar en su contra, dado que si todos los problemas de Estados Unidos se retrotraen al momento fundacional, los líderes políticos más recientes y actuales quedarían absueltos de toda responsabilidad y sus políticas públicas y raciales libres de escrutinio. A menos que, abandonado cualquier afán verdaderamente reformista, lo que se pretenda sea una impugnación completa del sistema. El asunto es tremendamente complejo y al encontrarse ahora en el foco mediático está concitando una gran atención popular, mediática y de la academia. La enorme cantidad de literatura académica al respecto coincide en una sola cosa: la incapacidad de aportar, mediante estudio y estadística, evidencias de un racismo sistémico. De haber brutalidad policial en Estados Unidos, cosa igualmente discutible pero mucho más cercana a la realidad, no tendría esta motivaciones raciales. Pero la división de la sociedad en grupos de oprimidos y opresores sirve de excusa para la confrontación política, y ciertas retóricas de BLM recuerdan mucho a las de la lucha de clases. Nada sorprendente, por otro lado, puesto que no es ningún secreto que el movimiento ha erigido su agenda a partir de la de grupos radicales de izquierda de la década de los 60 y los 70 en Estados Unidos, como los Black Panthers, el Black Liberation Army o el Black Power Movement, que abogaban por un asalto violento al sistema político y económico del país. La misma Patrisse Cullors diría: «Somos su progenie». Cabe preguntarse entonces si su legado se limita al activismo por los derechos de las minorías raciales o si BLM también pretende hacerse portador de los excesos autoritarios de sus antecesores. Algunas declaraciones como las de la fundadora de BLM Sacramento, Tania Faison, que afirmó que «la única manera de solucionar los problemas es la revolución y las elecciones no son revolucionarias», son indicativas del descrédito que el movimiento da a la democracia. Hay otras destacadas figuras de la corriente cuyos testimonios ahondan en el menoscabo del sistema. En suma, parecería que BLM emplea el movimiento de los derechos civiles como máscara para la consecución de fines más espurios. Sea como fuere, son muy pocas las evidencias de un racismo sistémico y demasiadas las que ponen la actual lucha antirracista en la senda de la batalla ideológica. Entretanto, la furia se ha desbocado en las calles de Estados Unidos y la marea de la indignación se presenta útil de cara a las elecciones. Pero con tan poca razón no debería hacerse política.


Foto: Fotografía de John Lucia, via Wikimedia Commons