En el canto XVIII de la Ilíada se describe con sumo detalle el escudo que Hefesto ha forjado para Aquiles tras la muerte de Patroclo. La obra del dios, perfectamente acabada, deja sin aliento a quien la contempla: en ella vemos cómo se mueven con naturalidad los hombres, aunque estén hechos de metal, y cómo mugen los bueyes, cazan los leones y ladran y olfatean los perros, cómo resuenan los ríos y el pasto fresco alimenta a los rebaños, y cómo las casetas bien techadas y los establos dan cobijo por la noche, y vemos también muchos otros prodigios admirables que seducen y embriagan los sentidos.
Baste este breve pasaje como testimonio (XVIII, 573-576):
En él [el escudo] hizo [Hefesto] un rebaño de bueyes de cuernos rectos,
y los bueyes, hechos de oro y estaño,
se precipitaban mugiendo desde el establo hacia la pastura,
a orillas de un río estrepitoso junto a un tambaleante cañaveral.
No se trata solo de que Homero pretenda subrayar el temperamento y la extraordinaria destreza técnica de Hefesto para complacer a sus oyentes, que conocen perfectamente al dios y reconocen en los versos del poeta su carácter; el objetivo poético del canto XVIII va más allá. Debemos preguntarnos por qué se entretiene con tantos pormenores en la descripción de un escudo, qué lectura, además de la obvia, se puede ofrecer de este episodio. Los detalles, en la écfrasis del escudo de Aquiles, no suponen, en sí mismos, una señal de excepcionalidad ⎯de hecho, son una de las marcas decisivas del épos en su conjunto⎯, pero en esta ocasión el sentido, el estilo y la calidad con los que se nos presentan hacen difícil no ver en este episodio una correspondencia entre la obra del dios y la labor del aedo. Mark W. Edwards, en su comentario de la Ilíada (The Iliad. A commentary, vol. V. p. Cambridge University Press; p. 209 en la edición de 2005), escribe: «[…] it is hard not to think Homer was aware of the parallel between the god’s creation of human beings in essentially human circumstances and his own creation of the poem».
Es una tentación del lector de hoy el querer ver en la descripción del escudo de Aquiles más de lo que de hecho es legítimo sospechar. No se trata de si Homero, voluntariamente, está señalando indirectamente en esos versos los atributos del oficio de aoidós (si se quiere, de poietés, es decir, el oficio que él mismo ejerce), es más bien que lo que en ellos sucede a propósito de Hefesto y el escudo de Aquiles es lo mismo que lo que sucede en la obra épica homérica en general; Hefesto y el escudo sirven como una suerte de símil para entender el oficio de Homero y sus hexámetros. No es directamente autorreferencial, pero nos permite entender cómo ve el aedo en el fondo su quehacer. Homero hace aparecer a Aquiles, Agamenón, Menelao, Patroclo, Néstor, Héctor, Príamo, Helena y compañía, aun siendo solo palabras, sonidos, como Hefesto hace aparecer esos rebaños mugiendo aun siendo de oro y estaño. No es momento ahora de discutir en qué sentido para la Grecia antigua lo que nosotros entendemos como representación es un problema cognitivo profundo: que algo parezca, pero no sea, esto es, que su presentación nos engañe, está conectado con el concepto mismo de saber y será, en Grecia, la hendidura por la que se colará una racionalidad que acabará con la ⎯quizá solo aparente⎯ consistencia de las cosas. Pero el objetivo de nuestro artículo no es la pérdida de la consistencia ⎯de lo divino⎯ en Grecia, sino más bien la tradición posterior, que sin duda ignoraba el proceso histórico precedente.
De entrada, cualquiera podría aceptar que la Eneida de Virgilio es un poema épico y un hito, además, dentro de la recepción latina de los hexámetros homéricos. La Eneida imita la Ilíada y la Odisea, sin duda, pero esa imitación se presenta, para cualquiera que lea los versos de Homero al lado de los de Virgilio ⎯en lengua original, claro⎯, como una especie de sucedáneo, de falsificación, y Virgilio se nos aparece como el esqueleto de una ballena cubierto de liquen en el fondo marino. Mientras que los versos de Homero palpitan con el vigor de un corazón joven, los de Virgilio rezuman decrepitud; allí donde en Homero refulgía la vitalidad, la fuerza deslumbrante de cada cosa, encontramos en Virgilio una retórica apagada, el cálculo de un anciano; y no es cuestión del estilo poético de cada cual, es más bien el signo de los tiempos.
En Eneida VIII se describe el escudo de Eneas forjado por Vulcano. Lo que en Homero era, por decirlo de algún modo, una auténtica lucha por dar a cada cosa la entidad que le corresponde, en Virgilio adquiere un tono propagandístico como instrumento al servicio del emperador: todo el episodio tiene como finalidad evocar la gloria futura de Roma. Virgilio imita aquella intención ⎯llamémosla⎯ poética de Homero, pero ahora como mera tradición sin vida propia, al servicio de otros objetivos.
Lo bello y lo verdadero, antaño una misma realidad, se encuentran ya escindidos, y es esta desvinculación reciente entre belleza y verdad lo que permitirá a Horacio decir aquello, citado tantas veces fuera de lugar, de que los poetas quieren o bien «ser útiles» (prodesse) o bien «deleitar» (delectare), etc. Nadie en tiempos de Homero habría podido pensar algo parecido.
Leamos ahora unos versos del episodio de la Eneida en el que se describe el escudo forjado por Vulcano (VIII, 671-674):
En el centro había, espaciosa, la imagen de la mar hinchada,
de oro, y sin embargo el azul se hacía blanco en la cresta de las olas,
y, alrededor, delfines de plata, relucientes, barrían
el agua en círculos con las colas y cortaban el oleaje.
Si se lee el episodio completo, y no solo los versos citados, se ve enseguida que Virgilio no se recrea en los detalles con la misma intención que Homero, esto es, haciendo visible para el oyente la conexión entre la obra del dios y el oficio divino del aedo, sino solo para enmarcar el elogio de la victoria de César Augusto en Accio. Virgilio conoce perfectamente la Ilíada, es evidente, pero no ha querido ver en el episodio del escudo nada esencial, sino solo una oportunidad para la floritura y, en definitiva, de acuerdo con la división horaciana, para el embellecimiento de lo útil.
La juventud, como tópico literario, se defiende normalmente solo en la nostalgia de los viejos. Los jóvenes viven ajenos al derroche de su plenitud; los viejos, en cambio, se lamentan y la extrañan, y quizá sea esta la gran virtud de la poesía latina: que en ocasiones se sabe vieja, mustia y melancólica. Una de esas ocasiones la encontramos en el célebre Beatus ille de Horacio, el Epodo II, cuyos últimos versos nos ayudan a reconocer un elemento fundamental del espíritu romano de su época. Alfio, el usurero que aplaude, a lo largo de sesenta y seis versos, la aparente sencillez de un estilo de vida campestre, y que pareciera decidido a abandonar sus ocupaciones ajetreadas, no tiene ninguna intención auténtica de retirarse. No es que Horacio tenga la intención explícita de reconocer el sino de Roma, es más bien que la elección de un tema como ese, el de una promesa que no se tiene intención de cumplir ⎯y, seguramente, tampoco capacidad⎯, parece armonizar perfectamente con la sensibilidad de su tiempo, y resume, por tanto, un aspecto clave del sentir y el pensar romanos.
El Epodo II se sabe literatura, poesía, y eso es algo que no le sucede a Homero. Homero no sabe ni podría saber qué es la poesía, lo ignora por completo, porque los griegos de época arcaica y clásica no hacen poesía, sino que hacen aparecer en el lógos esto y aquello, como Hefesto hacía aparecer en el escudo unos bueyes pasturando que cobraban vida. Es cierto que poíesis es una palabra griega, y que a veces nos parece que se refiere a lo mismo que nosotros designamos con la palabra «poesía», pero se trata de impresiones engañosas: el significado de poíesis en griego está muy lejos de nuestra «poesía», empezando por el hecho de que en la Grecia antigua no hay un espacio específico para el decir. En cambio, en época de Horacio existe ya la poesía entendida como un ámbito, un espacio autónomo con reglas definidas, y por eso Horacio entiende que la belleza es literaria y ⎯de acuerdo con esta idea, y volviendo al Beatus ille⎯ puede dar entidad poética al hecho de que el anhelo de Alfio no sea más que un ejercicio de la imaginación: toda su belleza reside en que no se tome como un verdadero proyecto. Insistimos: no es que Homero no se haya dado cuenta de algo que Horacio reconoce sin esfuerzo, más bien se trata de horizontes culturales distintos. No solo desde Homero sería impensable Horacio; desde Horacio también es impensable Homero.
El Romanticismo negó definitivamente a los latinos algo que por otro lado nunca se les había reconocido: el privilegio de la decrepitud, el arranque de un nihilismo que no se manifestará como tal hasta dos mil años más tarde.
Normalmente, quien se propone hoy hacer un elogio de la poesía latina lo hace tratando de asimilarla a la grandeza de la poesía griega: «Virgilio, Horacio, Ovidio… no tienen nada que envidiar a los griegos». ¡Qué equivocados están! La envidia es la marca de la poesía. Y no una envidia cualquiera: es una envidia que te corroe por dentro, una envidia que nunca se resuelve. La poesía latina tiene el honor de la decadencia. Es un fantasma, un cadáver, un desecho.
Quien busque en los poetas latinos el fulgor de Homero se equivoca por completo. No hay pelea en su poesía, no hay investigación genuina, solo «utilidad» y «deleite». Siempre terminamos tropezando con el cursus honorum, con la gloria sin rumbo de la ciudad, con la victoria en los pleitos, la fama y el éxito. Sin embargo, cuando la poesía romana admite su naturaleza, cuando se sabe poesía sin vergüenza, y eso es algo que hace bastante más a menudo de lo que se piensa o se quiere admitir, es divina e indeleble.
Quizá por eso la Eneida sea un mal poema, es decir, un conjunto de versos extraordinariamente bien labrados que no terminan de cerrar porque una y otra vez esquivan una verdad esencial. Sin embargo, y justo por ello, detrás de su fracaso poético se esconde la grandeza de Roma y sus contradicciones.
Solo cuando se examina la poesía latina desde esta perspectiva empiezan a brillar como deben, es decir, con luz de luna, versos como estos de Ovidio (Ars amatoria. I, 237-242):
Vina parant animos faciuntque caloribus aptos;
cura fugit multo diluiturque mero.
Tunc ueniunt risus, tum pauper cornua sumit,
tum dolor et curae rugaque frontis abit.
Tunc aperit mentes aevo rarissima nostro
Simplicitas, artes excutiente deo.
El vino prende el ánimo y lo hace sensible a los ardores;
la angustia huye y se diluye con abundancia de vino.
Ya llegan las risas y el pobre se llena de coraje,
y desaparecen el dolor y las penas y las arrugas de la frente.
Entonces abre el espíritu, rarísima en nuestro tiempo,
la inocencia, porque el dios rechaza los artificios.
Ilustración: La lucha por el cuerpo de Patrocio (ca. 1895). Real Museo de Bellas Artes de Amberes, KMSKA. Dominio público.