Hay pocas enfermedades tan ambivalentes y simbólicamente productivas como la locura. Ciertos estados de turbación o inestabilidad se asocian a una capacidad excepcional, a una suerte de contacto con lo divino o lo visionario. Un caso: Gérard de Nerval, figura de culto para los simbolistas, los surrealistas y los poetas malditos, paseaba a su langosta con una correa por las calles de París. Sufrió desde los 33 años crisis nerviosas e internamientos recurrentes, hasta que se suicidó en 1855, dejando una obra donde la enfermedad mental se entrelaza con el misticismo, el sueño y la búsqueda de un sentido oculto. Fue uno de los primeros en proponer que lo que llamamos locura no es una pérdida de razón, sino una forma distinta —más lúcida y penetrante— de ver el mundo. Posteriormente, el siglo XX consolidó esta misma percepción mediante la figura del outsider brillante y autodestructivo: el artista maldito que vive en los márgenes y sufre por no poder integrarse. Tenemos ejemplos de genios depresivos e hipersensibles, como Virginia Woolf o Sylvia Plath; de visionarios en el terreno de lo liminal, como Syd Barret, o de borrachos estilo Bukowski que viven la embriaguez como la única forma posible de cordura e iluminación en un mundo roto. Incluso el surrealismo y el psicoanálisis veían en lo inconsciente y lo reprimido la fuente verdadera del arte y la originalidad.
La posmodernidad extendió esa cualidad a su modo identitarista, autopromocional y blando. Aquello que empezó, en los años 2000, como una afirmación del discurso terapéutico —libros de autoayuda, psicología positiva, realities emocionales y las primeras comunidades online donde compartir vulnerabilidad— impulsó un giro positivo que permitió hablar abiertamente del sufrimiento psíquico, cuestionar estigmas y promover la ayuda psicológica, pero mutó hacia algo más complejo y espinoso, sobre todo de la década del 2010 a esta parte: la fragilidad emocional no como algo a tratar, sino como algo que define quién eres. Es imposible entender el fenómeno sin mencionar plataformas como TikTok o Tumblr, que han propiciado y promocionado una estética de lo emocionalmente roto, una narrativa construida en torno al sufrimiento y la vulnerabilidad como performance personal; el malestar psicológico convertido en una estética que se fusiona con el lenguaje de la autoayuda y la psicología pop, dando pie a la práctica del autodiagnóstico: personas que, sin evaluación clínica, afirman padecer TDAH, ansiedad, depresión, trastorno del espectro autista o neurodivergencia, generalmente, y que exhiben esa autoevaluación como una insignia en la solapa. Es una forma más del narcisismo de la época, solo que de código invertido: antes que el éxito, la belleza o la felicidad, es la parte rota y frágil del yo la que se muestra como señal de autenticidad. La trivialización clínica está servida y, a poco que uno se dé una vuelta por redes sociales como Instagram y TikTok, termina topándose inevitablemente con conceptos como gaslighting, apego ansioso, red flag, trauma, etcétera, aplicados frívolamente a contextos que rara vez corresponden al significado profundo de esos términos; conceptos que, naturalmente, terminan permeando el lenguaje que usamos en nuestras propias relaciones, hasta el punto de que es prácticamente imposible escapar de ellos, como habrá podido comprobar cualquier treintañero que aún no haya tenido la suerte de abandonar el mercado de citas.
De toda esta tendencia, sin duda el efecto más insidioso es la psicologización del amor, e incluso de uno mismo. En las culturas más urbanas y progresistas, el amor romántico ha dejado de ser un misterio trágico y sagrado para medicalizarse, es decir, para convertirse en un sistema emocional que se debe gestionar correctamente. Significa esto que ya no se entiende en términos existenciales, filosóficos o espirituales, sino como un fenómeno psicológico clínico, susceptible de monitoreo, intervención y prevención. Algunas parejas hablan de sí mismas como una unidad terapéutica, con expresiones tan desprovistas de romanticismo como «establecer límites emocionales», «repartir cargas afectivas» o «trabajar las heridas o el trauma», por nombrar algunas que se me vienen ahora a la mente, y terminan —al menos lo parece— sustituyendo la pasión por una evaluación constante, aspirando a un ideal ya no de entrega o de pertenencia en el sentido de Chamfort —según aquella máxima: «cuando dos amantes se aman se pertenecen como por derecho divino»—, sino de coexistencia saludable. Y lo más delicado: cuando esta lógica se filtra en nuestro vínculo con nosotros mismos, la relación con el yo también se convierte en un proyecto terapéutico permanente. Dejamos de vivir para autogestionarnos, para emitir diagnósticos continuos sobre el estado de nuestras relaciones, como si fueran cuerpos enfermos. Todo se analiza: la dependencia emocional, los estilos de apego, la frecuencia del sexo, la higiene emocional. Se busca una relación tan limpia de toxicidades que se termina con un amor esterilizado, y de rebote se termina también con la posibilidad de vivir la experiencia límite, de fusión con el otro, que solo ofrece el amor comprometido y sin cálculos. Toda relación intensa incluye ciertas dosis de ambivalencia, desorden y locura, que son incluso deseables siempre y cuando se mantengan dentro de lo que dicta el sentido común; ese amor de hoja de excel, en cambio, de balances afectivos y supervisión trimestral, sí parece emerger de una locura más grave, oculta e indeseable, precisamente porque se hace pasar por razonable.
Digo esto porque hay ideas contemporáneas que parecen romper con el sentido común y generar patologías sociales y mentales, pero son celebradas como avances. En Ortodoxia Chesterton define la locura no como ausencia de lógica, sino como su absolutización. El loco no ha dejado de razonar. Al contrario, razona demasiado, pero dentro de un sistema cerrado, sin salida, y en la posmodernidad no ocurre otra cosa que esta: las ideas más locas parecen lógicas, pero solo dentro de un marco irracional o desquiciado. Podemos ver algo de patológico no en lo desbordado, sino en lo que pretende suprimir todo desborde. Por seguir con el ejemplo del anterior párrafo, el deseo de control emocional absoluto es en sí mismo un síntoma de desequilibrio. Nadie que esté realmente sano necesita vigilarse todo el tiempo, y el esfuerzo por evitar todo conflicto, intensidad o ambigüedad termina siendo una fobia encubierta al vínculo real; más que una señal de cordura o madurez, una forma sofisticada de miedo. A un nivel más simbólico, si se quiere, podríamos decir incluso que el alma se disuelve bajo un exceso de razón, que el amor deja de ser ese último espacio de verdad no racionalizable, una experiencia que no puede medirse sin arruinarse. Enamorarse siempre ha sido una forma de desequilibrio, pero de un desequilibrio lúcido, uno que nos dice algo sobre el otro, sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Es irracional no porque no tenga sentido, sino porque no puede domesticarse. Hoy el arrebatamiento es sospechoso. Ya no se busca ser arrastrado por una fuerza que desajusta la vida, simplemente se busca compatibilidad. Y todo al tiempo en que se enarbola la vulnerabilidad como autenticidad. Pero lo que vemos, en realidad, no es vulnerabilidad como apertura real a la experiencia, sino una teatralización del malestar usando códigos terapéuticos. El sufrimiento tiene una explicación técnica: la parte más honda de uno se media con etiquetas clínicas, no hay resquicio para lo ambivalente o incomprensible. En este sentido, no hay tanta diferencia entre el delirio lógico del paranoico de Chesterton y el lenguaje terapéutico de la fragilidad contemporánea: ambos funcionan como sistemas cerrados, donde todo encaja, todo tiene explicación, todo está ya interpretado. En la mente del paranoico no hay fisuras, cualquier objeción o problema es interpretado como parte de la conspiración. Lo mismo ocurre con el yo emocionalmente diagnosticado: todo lo que siente, teme o evita ya tiene explicación, y así las relaciones dejan de vivirse para interpretarse, y uno mismo se vuelve predictivo y autoexculpatorio. Tanto el paranoico como el sobrediagnosticado están encerrados en su propio mundo, tan convencidos de que toda explicación está en ellos que llegan a una ilusión de autoconocimiento inevitablemente traicionera.
Hay algo más inquietante en la cordura aparente de lo que lo hay en una locura evidente como la de Nerval. El delirio que no se desborda, que se camufla en formas aceptadas y adopta el tono del progreso y de la salud es mucho más amenazante. Nos escandaliza, nos divierte o nos preocupa el loco que parece fuera de sí, pero no sabemos qué hacer —ni siquiera las advertimos— con las patologías que no parecen patologías, con las formas de alienación que han sido homologadas por el lenguaje del bienestar, por la corrección política, por la estética de la fragilidad y la narrativa de la subjetividad exaltada como medida inequívoca de la autenticidad. No es que haya menos locura, es que la locura ha aprendido a vestirse de sensatez, a hablar con fórmulas suaves, a protegerse con tecnicismos psicológicos. Y por supuesto, no se trata de negar la legitimidad de los diagnósticos clínicos, sino de advertir cómo, fuera del marco médico, estos términos se diluyen en una estética identitaria que banaliza el sufrimiento real. Tal vez esa sea la forma más perfecta de perder la razón: cuando todo parece estar en orden. Cuando cada palabra tiene su etiqueta, cada emoción su causa, cada comportamiento su diagnóstico y cada relación su marco. Cuando ya no hay misterio, ni contradicción, ni vértigo. Si la locura se ha convertido en un simulacro domesticado y la cordura en un consenso clínico, lo que se ha perdido es la posibilidad de no entender. Los excesos de la terapia nos han llevado a sistematizar el malestar, cuando la mayoría de las veces lo único que se requiere es atravesarlo, vivirlo, abordarlo con una mirada más abierta al caos, a la impermanencia, al sinsentido incluso. Todo lo contrario al discurso actual.
Ilustración: Moon Madness, pintura al pastel de Alice Pike Barney (1920). Dominio público.