Destacado, Pensamiento

El sueño de la orfandad engendra monstruos

TELÉMACO


«Pobre mente, que tomas tus argumentos de los sentidos y luego quieres derrotar a estos. Tu victoria es tu derrota». (Demócrito, B125)

Suelen ser extraños todos los tiempos para los que los padecen, salvo, tal vez, durante periodos, perdidos entre las hecatombes históricas, agraciados con la placidez y el tedio de la paz y la abundancia. En la segunda mitad del siglo XX cupo un bienestar social, económico, tecnológico y cultural hasta un grado sin precedentes para cada vez mayores regiones y capas de la población. Para los contemporáneos bendecidos por el crecimiento occidental tras la postguerra mundial no resultaba fácil prever el declive patético que, sin embargo, se fue vislumbrando como inexorable a medida que las opulencias sociales iban reblandeciendo materialmente las instituciones que las hacían posibles. Una de esas instituciones condenadas al desagüe de la Historia o, en todo caso, a su debilitamiento y casi marginalidad entre las clases favorecidas por el desarrollo del Estado benefactor fue la familia y, con ella, la figura paterna. Sucedió también, de modo acaso más flagrante, con la figura docente. Padre y Profesor hubieron de mutar para desasirse de las sombras tiránicas que las ideologías postmodernas hacían cernir sobre ellos. Vistos como dictadores que fornican sin consentimiento y oprimen, castigan sin justicia y reprimen, su destino parecía ser la extinción o la metamorfosis. La solución más eficaz que se alcanzó fue su vaciado. Siguió habiendo formalmente padres, pero en sectores mayoritarios hicieron dejadez de su función antropológica. Siguió habiendo nominalmente profesores, pero las leyes educativas y la complicidad de muchos de ellos propiciaron su abandono de la función docente. La inversión jerárquica de papeles hizo de padres y profes colegas y pseudoamigos de los sujetos necesitados de educación y formación, de referentes claros y de magisterio, desamparados en la vorágine turbulenta y caótica de deseos y afectos sin anclaje en el principio de realidad ni en la asunción de límite. 

El profesor Gabriel Albiac confecciona en El eclipse del padre un análisis o testimonio forense de este mundo de orfandad soñado por los dogmas de la postmodernidad que, como los cíclopes homéricos, hozan en la espesura de un estado de salvajismo digitalizado, sin ley, sin tribu, sin hogar:

Un siglo que soñó poder existir sin constricciones, sin ley, sin padre. (El eclipse del padre, p. 56)

El romanticismo finisecular ayuno de épicas históricas cayó en el olvido de que en ausencia de orden o norma domina el delirio y los agentes más hábiles se harán con el poder vacante, imponiendo su propia ley. La ilusión de un mundo libre de toda constricción genera despotismos y arbitrariedad, servidumbre voluntaria.

Escrita por alguien extraño ya al mundo plebeyo del parricidio sin sangre y la algarada obtusa de voluntarismos ajenos a la lógica y la racionalidad común que, con el estilete de la palabra, disecciona, esta obra asume la voz de un tiempo rebasado, que habla otro idioma, un lenguaje incomprensible ya para los consumidores de secuencias frenéticas en pantallas hipnóticas. El eclipse del padre muestra algo así como un ciclo vital, generacional y filosófico, abierto y cerrado en torno a los libros, y corona, así, una trilogía impar, tejida de memorias (En tierra de nadie), de genealogía filosófica (Elogio de la filosofía) y de crítica filosófica (El eclipse del padre):

Esa vida que fue, de la blindada soledad en los libros a la anarquía; de la anarquía al sueño de la revolución; de su fracaso a la blindada soledad que solo restituyen los libros. (Ibid., p. 126)

El libro —invisible e ilegible para la escena mayoritaria a causa de la obsolescencia social y mediática de los principios de la lógica, disparado fuera de la trayectoria inercial de unos tiempos postlibrescos, acunados por un retorno a la oralidad digital y a los mitos tribales e ideológicos— toma impulso a partir de Heráclito y la tragedia griega. Los fragmentos de Heráclito, como el que formula la tesis central invocada por Albiac sobre la guerra en el eje de apertura, destellan como fogonazos de un pensamiento límite, implacable. La tragedia griega ofrece destilados y depurados los enigmas más hondos e imperecederos de la condición humana, las claves antropológicas y existenciales que determinan los destinos de los hombres y sus inercias gregarias, las fronteras del deseo y la muerte, la vileza y la heroicidad, hasta el punto de que la literatura y el cine no pueden sustraerse a ese legado y los evocan una y otra vez con desigual calidad estética y hondura filosófica.

Los arquetipos de Edipo, Narciso y Telémaco ofrecen al analista un fecundo material con el cual hacer examen de las patologías sociales y antropológicas de la era digital, de unas sociedades fragmentadas y esquizoides, adánicas y fetichistas, en las que los individuos se evaporan en la dialéctica perversa de fundirse en la masa y cerrarse sobre sí mismos, átomos macizos flotando en un vacío que les impide crecer, pues no se puede tomar impulso si no hay pared, ley, autoridad, suelo. La tradición, el legado clásico de saberes, no es tanto raíz, que sostiene pero también ata, como cimiento nutritivo en el que apoyarse y desde el cual y contra el cual elevarse. El sueño de volar sin hacer pie antes se toma como una liberación que no es más que vacío, orfandad, abandono, angustia, incomprensión, desorientación, macilenta decrepitud acelerada de adolescentes de todas las edades, Pedro Total (Peter Pan) abocado a la blancura falaz de una celda de manicomio abrazado a la psicosis recurrente del que se cree a sí mismo (decía Lacan: «Si un hombre que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey…», o príncipe…).

[Yocasta]: ¡Oh, desventurado [Edipo]!, ¡Que nunca llegues a saber quién eres! (Sófocles, Edipo Rey, 1068)

Massimo Recalcati, en su obra El complejo de Telémaco, secuencia las fases del eclipse del padre, que diagnostica Albiac. Habla de las figuras de Edipo, caracterizado por el abandono y el parricidio, vivido como tragedia, como lápida del destino; del anti-Edipo, hecho del deseo que se rebela contra la Ley en el que Recalcati ve la sombra del fascismo voluntarista; de Narciso, que ocupa el lugar del padre, el niño-ídolo característico de la efebolatría y el paidocentrismo finisecular, encerrado en el espejo, en la pantalla parpadeante, preso del algoritmo que codifica y rentabiliza sus deseos; y de Telémaco, sometido a la carencia paterna, al abandono sin abandono, a la búsqueda de la ley ausente. Hoy se estaría dando, según su reflexión, el fenómeno de un

Edipo invertido, son los padres los que matan a sus hijos. (Recalcati, El complejo de Telémaco, p. 83). 

Es decir, una mixtura monstruosa de Narciso y Telémaco, de soledad masiva y de orfandad trágica, patológica criatura autista que sólo conserva del padre el apellido y la pensión mensual, maldición de traviesos dioses griegos que castigan a los mortales concediéndoles lo que desean, ese desnortado mundo delirante ayuno de lógica y descoyuntado por sus contradicciones, absurdos e incoherencias que sus anhelos parecen reclamar. Trazas de esta figura de la postmodernidad digitalizada pueden encontrarse en Ciudadano Kane, la opera prima de Orson Welles. La secuencia crucial que desata la construcción dramática del personaje de Charles Foster Kane muestra el acuerdo por medio del cual se decide su futuro en el interior de la casa familiar. En primer plano comparece la madre, adusta, gélido el gesto con el que firma el contrato sin dedicar una sola mirada al padre, que balbucea con vano patetismo, sin poder alguno ya sobre el hijo, padre eclipsado en un segundo plano visual y alegórico tras el representante de la entidad bancaria. Mientras tanto, en el fondo del plano, se vislumbra a través de la ventana al objeto del contrato jugando bajo la nieve con la indiferencia de la eternidad infantil a punto de quebrarse, con la inocencia pura, blanca del devenir cíclico destinado a ser remoto recuerdo en forma de enigmática palabra susurrada (Rosebud…), estampa del niño que en unos minutos dejará de serlo para convertirse en un Telémaco narcisista educado por el consejo de administración de un banco, por las plataformas digitales hoy. 

Un estudio como el de Albiac sobre el padre y su crisis actual obliga a una genealogía crítica de las mitologías operantes. El caos es el origen del mito pues en el mito, en la genealogía de los dioses, rige el orden del Padre, los lazos de parentesco propios de comunidades tribales, en los que se reincide actualmente en forma de nepotismo político y económico, nuevo feudalismo pixelado. Hesíodo hace memoria del tiempo que precede a la memoria, al tiempo de los hombres, y entrega al legado griego el relato del abismo primigenio, garganta profunda, bostezo negro del que brota Gea, Hembra nutricia, Matriz gestante (de lo oscuro salva la Mujer), como si de la nebulosa de los mitos germinara ya en la palabra del poeta la medida del suelo, la rudimentaria agrimensura cuya depuración categorial da la geometría, el clarificador logos engendrado con el violento parto en lucha contra el mito, incesto y parricidio que hacen posible la filosofía y todo pensamiento racionalizado. Los dioses antropomorfos son ciegas fuerzas abisales y tectónicas enmascaradas, personalizadas, nominadas, con las cuales, por tanto, identificarse, ser marcados, ser determinados y a la vez, mutilados (Spinoza: determinatio negatio est). Con el parricidio el ciclo del tiempo se repite en el espejismo de eternidad al que en forma de ritos se aferran las sociedades humanas: Urano, Cronos, Zeus. Sin padre, sin ley, sin sintaxis, ágrafos alfabetizados, los vástagos de la era digital penan y vagan por los espacios siderales del metaverso y la Inteligencia Artificial, entregados a triviales ritos tribales que los dejan varados en las cenizas de playas secas, encadenados fatalmente a las pulsaciones táctiles del espejito mágico virtual.

Aquejados por la «nostalgia de una identidad imposible», la íntima, pero inconfesable constatación de que yo es siempre otro, algo ajeno, resuena en el profundo magma inaudible de la condición humana, materialmente determinada por la imposición de identidad, ese vacío ontológico, a través de los códigos del lenguaje que configuran toda subjetividad:

Pero ¿qué va a quedar, tras la constancia de que “familia” significa “infierno”, a partir del momento en el que el salto teológico hacia la mediación cristiana del Dios-Hombre quede volatilizado por la primera generación —a ella pertenecen los surrealistas— que se asienta en el mundo de después de la muerte de Dios, esto es, de la muerte del Padre Eterno? Queda el yo: queda nada, el espejo sin azogue al cual se asoma Narciso. (Ibid., p. 167)

Acaso la paradoja crucial de la ideología de los despiertos (woke), que sueñan en plena vigilia con un progreso ilusorio u homicida, sea el regreso a una mentalidad mítica, mágica y oral, tribal, costra de nudos de parentesco e identificación sanguínea y simbólica que trituran los vínculos cívicos con la cual cubrir el vacío del Padre con las máscaras huecas de identidades sacralizadas bajo formas de animismo digital y fetichismo virtual.

Sin Dios, sustituto del padre, sin padre, encarnación de Dios, ficciones que operan por medio de mecanismos de identificación y amputación, el sujeto queda expuesto a su lacerante precariedad, nadería que se sueña perdurable, maciza, casi sagrada. El yo es el Absoluto succionado, el paralogismo Dios en tanto unidad trascendente e inconmensurable vinculada o proyectada sobre la individualidad ontológicamente problemática del sujeto simbólico y objetivada en un nombre personal, en una máscara (identidad tribal, sexual, cultural, ideológica…). Pero, como recuerda Albiac, toda identificación implica castración, el secuestro de un acerbo común que la identidad niega, al mismo tiempo que una limitación y sublimación de deseos en forma de eternidad ilusoria que garantiza su prevalencia, su eficacia social y simbólica, institucionalmente objetivada, su fuerza de convicción. La lengua pone el yo y el otro («el yo es la verdadera residencia de la angustia»), la posibilidad de resistir a la tentación del delirio, dique que hoy parece faltar a escala social, como ilustra, por ejemplo, el estrafalario caso de los hijos que denuncian a los padres por haberles engendrado sin su consentimiento, superstición del ego que se cree preexistente a sí mismo, al trasiego de mutaciones, desconexiones, rupturas y conflictos dados en un cuerpo, ente dotado de derechos propios antes incluso de nacer y al que habría que consultar retrospectivamente viajando en el tiempo.

El tallado de la personalidad del sujeto por la confrontación con la figura paterna mediada por el lenguaje lleva el libro hasta el análisis de la sexualidad postmoderna y la ideología woke. Albiac se demora en distinguir con impía precisión sexualidad, genitalidad e identidad. La sexualidad corresponde a la dimensión del deseo; la genitalidad a la de la fisiología y la anatomía; el género es una función/ficción gramatical que salta, por la gracia sin gracia de las ideologías de moda, al ámbito de la ontología, tomando como ser colmado de sí mismo una partícula gramatical o una relación sintáctica. De los desastres de este viscoso delirio son víctimas las inermes criaturas con las que se experimenta la fatal confusión entre esos planos, aturdidos por la placenta infecta de un neoespiritualismo de almas en cuerpos equivocados y ángeles sin sexo que repudian sus genitales. En 1973, la American Psychiatric Association, según anota Elisabeth Roudinesco en El yo soberano, cambió la catalogación de la homosexualidad: de «orientación sexual» a «identidad». He ahí el síntoma explícito de una metafísica anoréxica y distópica que hace oficial la ilusoria eternidad egotista cosida al sexo obviando la áspera materialidad plural de un flujo de mutaciones inasequibles al mármol de un ser puro, olvidando el magma turbulento de los juegos y enredaderas de deseos, de las paradojas mutantes de los afectos. Por eso, en psiquiatría puede medirse con particular claridad el delirio identitario postmoderno que «cancela», que sacrifica la objetividad científica en el altar de las subjetividades voluntaristas divinizadas. Las peripecias de la sexualidad humana, atravesadas de imaginación, lenguaje, inteligencia, memoria, quedan así reducidas por un puritanismo procaz a una inmutabilidad ilusoria, mero disfraz del delirio.

Dado que la condición humana no es sustantiva ni previa sino modulada materialmente por los códigos lingüísticos, simbólicos e institucionales, la pérdida de tales códigos pone en riesgo eso que pueda llamarse humano. Estaríamos asistiendo a una mutación antropológica a gran escala, al eclipse o evaporación de los adultos, de la crisis de la función de la autoridad paterna, como refiere Recalcati en el libro mencionado recordando la anécdota de Lacan con los jóvenes del 68 que José Jiménez Lozano recoge también en Buscando un amo y otras aprensiones:

En el momento del mayo revolucionario del 68, los alumnos que coreaban consignas de destrucción y nuevo mundo pedían a Jacques Lacan que fuera para ellos un guía, y él les dijo: «Ustedes lo que piden es un amo. No se preocupen, lo tendrán».

Ante la ausencia de la función paterna institucionalmente regulada, antropológicamente codificada, el nuevo amo son las plataformas digitales y los logaritmos de la IA. El destino de los vasallos del metaverso es el sometimiento voluntario a los señores de la Nube.

La tozuda realidad insiste en dar la razón a muchos de los análisis de Albiac, que lleva décadas anunciando, como voz que clama en el desierto, estas patéticas derivas de las ideologías imperantes. Su obra está a años luz de los escleróticos estereotipos ideológicos izquierda-derecha, reacción-progreso, conceptualmente estériles y tan fantasmales cuanto eficaces mediática y culturalmente, constatando, con el instrumental quirúrgico de la filosofía y la literatura, los fenómenos que saturan nuestras existencias, crítica despiadada que no alcanzará las meninges de los que busquen sólo la confirmación de sus prejuicios y etiquetas de identificación. 

A contrapelo de los negocios de las identidades, de los artificios de prestidigitación mediática que entretienen con chatarra visceral al personal, la lectura del libro deja el poso de un resquemor, un desasosiego crónico, un problema crucial y acaso irresoluble: ¿qué salida le queda al que escribe si todo lenguaje es red de metáforas determinantes de la subjetividad, malla de mitologías que imponen un marco reglado de sometimientos por la fuerza de la autoridad (Padre, Dios, Ley…)? ¿Cómo escapar de la fuerza gravitatoria, del magnetismo de las mitologías? ¿Cabe palabra verdadera en la desnudez sobrehumana de un lenguaje sin metáforas? ¿Cómo combatir metáforas con metáforas? Leyendo a Albiac se puede constatar hasta qué punto escribir es una feroz intransigencia con uno mismo empapada en todo momento por la sospecha de su resplandeciente inutilidad.


Ilustración: Telémaco pide permiso a Pluto para buscar a su padre en el Inframundo. Obra de Bartolomeo Pinelli (1809). Dominio público.