En su ensayo What is it like to be a bat? (1974), el filósofo estadounidense Thomas Nagel formula una de las objeciones más influyentes al reduccionismo físico en filosofía de la mente. Lo articula a través de una intuición simple: podemos conocer toda la fisiología y neuroanatomía de un murciélago, pero eso no nos aproxima ni un ápice al hecho fenomenológico de cómo se siente ser un murciélago. El carácter subjetivo de su experiencia —a lo que Nagel llama what is like— nos es completamente inaccesible. Ningún conjunto de descripciones físicas trasciende ese límite, porque la experiencia subjetiva existe solo desde el punto de vista del sujeto que experimenta. También dice Nagel que la subjetividad de sentir dolor, placer, miedo, deseo o amor es algo que no se deja traducir en patrones de activación neuronal u otras propiedades del sistema. Se pueden objetivar las condiciones necesarias —neuronas, neurotransmisores, correlatos fisiológicos— pero no el fenómeno mismo. La tesis —que ninguna cantidad de información objetiva nos da acceso a la subjetividad— representa su aproximación al núcleo de lo que es la consciencia.
Hay que aclarar que Nagel no pretende negar que la mente tenga una base física. Su crítica al reduccionismo simplemente declara que la física, tal como la concebimos hoy, no puede agotar la explicación de la consciencia. El problema es de conciliación con la naturaleza misma de la ciencia, que funciona por la eliminación de la perspectiva individual (fenómenos universales) y por la cuantificación de propiedades que se pueden observar externamente. Precisamente todo lo contrario a lo que la consciencia es: cualitativa, no cuantificable, esencialmente interna. Aún así, Nagel es crítico solo por una cuestión de alcance, pues no cree que la consciencia sea inmaterial. Todo lo mental tiene una base física —afirma—, pero la física no tiene vocabulario ni estructura conceptual para capturar la subjetividad. La ciencia no es el problema. Lo es el cientificismo: pensar que el nivel físico es el último nivel de explicación; confundir una descripción causal con un fenómeno; suponer que lo que no cabe en una resonancia magnética no es real; reducir la experiencia a sus condiciones neurobiológicas.
Contrapóngase esto ahora a lo que autores como la antropóloga y bióloga Helen Fisher han divulgado durante las últimas décadas. Seguramente pueda atribuírsele a ella la responsabilidad de haber fijado en el imaginario moderno el amor como un fenómeno neuroquímico y evolutivo. En su obra Why we love (2004) propone que el enamoramiento es una forma de motivación mediada por el sistema dopaminérgico. Un mero conductor biológico, tan potente como el hambre o la sed, y no una emoción. Las fases de la experiencia amorosa, según Fisher, son elementos independientes dentro de nuestro sistema biológico: el deseo sexual (testosterona/estrógenos), el amor romántico (dopamina/noradrenalina) y el apego (oxitocina/vasopresina). Aunque funcionan separadamente, se solapan, y el modelo triádico se ha vuelto tan dominante que sirve para explicarlo todo: el estado de una relación, las rupturas, la pasión, la lealtad, la infidelidad. La química cerebral —sostiene Fisher— nos sirve los parámetros exactos para determinar a qué corresponde no solo la experiencia subjetiva, sino las fluctuaciones y tribulaciones que atravesamos en ella. Un mapa neuroquímico que pone el desarrollo evolutivo en el centro de la explicación y del sentido —el amor existe porque aumenta la probabilidad de unión suficiente para gestar y criar—, y que se presta a describir el fenómeno —tal vez una de las expresiones de subjetividad más intensas— en términos de laboratorio y de gestión de proyectos: «La primera fase dura 17 meses»; «Enamorarse desactiva el córtex prefrontal», etcétera.
El discurso ha calado en nuestra cultura, e instituciones como Harvard, Oxford o el MIT han contribuido a consolidar la neurobiología del amor como paradigma educativo. No es sorprendente ni extraño ver el amor referenciado como una droga o una adicción en papers académicos, ampliamente aceptado el mapeado completo de un fenómeno que —tal vez me equivoque, pero me extrañaría— nadie vive experiencialmente en esos términos. Ortega y Gasset escribió sobre el amor como una suerte de enfermedad de la atención, pero seguramente fuera solo porque algunos enamoramientos conducen a una fijación excesiva —Ortega lo entendía como una perturbación de la consciencia, en tanto que el sujeto enamorado deja de habitar su circunstancia, queda suspendido—, y no porque quisiera equipararlo en verdad a una patología diagnosticable y tratable clínicamente. Como fuera lo que pretendiera, decía, la interpretación dominante ha sido precisamente la clínica. Recientemente se ha publicado en nuestro país un ensayo que la confirma: El cerebro enamorado (2025), de Miguel Pita, investigador y genetista de la Universidad Autónoma de Madrid. Lo distintivo de Pita es la rotundidad con la que afirma lo que Fisher planteaba de una forma más moderada: somos víctimas de nuestras hormonas, el amor nos convierte en otras personas y el libre albedrío simplemente no existe. Es un buen libro para quienes busquen confirmar intuiciones contemporáneas sobre el amor, porque explica con una narrativa clara los correlatos fisiológicos del enamoramiento, aclara por qué la ruptura duele más que otras pérdidas, describe mecanismos de adicción y obsesión, y ayuda a entender patrones de apego y duelo. Aunque el autor no lo pretendiera, incluso, me atrevería a decir que tiene valor terapéutico. Pero incurre en la debilidad que los críticos del determinismo neuroquímico señalan continuamente —lo que Nagel apuntaba al inicio del artículo—: confunde correlatos con causa y reduce experiencias complejas a mecanismos simples. La visión de Fisher, de Pita, y de los deterministas como Sapolsky parece del todo desinteresada en lo irreductible de la experiencia amorosa, sin duda porque lo irreductible es inaccesible para el estudio científico. Pero que el enamoramiento ocurra en el cerebro no significa que el amor sea exclusivamente cerebral. La neurobiología, como en el caso de nuestro célebre murciélago, nos dice cómo se implementa el amor, pero es incapaz de explicar qué significa amar. Sin embargo, parece que con esto nos basta. Reducido el amor a procesos, etapas y combinaciones neuroquímicas, podemos hacer predicciones y ejercer control sobre su desarrollo. Lo que antes era misterio, tragedia y destino, hoy es un relato de orden construido con bloques de dopamina y oxitocina. Y como es la ciencia —la neurociencia, para más inri— quien articula este relato, no hay fisuras: es incuestionable, verdad, y ha desplazado todo lo que la literatura, la filosofía o la antropología tenían que decir sobre el asunto. Sencillamente, no nos sirven para el diagnóstico. Las descripciones cualitativas o simbólicas poco tienen que ofrecer frente a la tesis del amor como fenómeno químico automático, o frente a lecturas evolutivas del amor como mecanismo adaptativo. Por razones que no alcanzo a comprender, las valoraciones subjetivas y emocionalmente resonantes del amor pesan menos que el encaje hormonal determinista para explicar el fenómeno, aunque el amor se parezca siempre mucho más a las primeras que a lo segundo. Hemos decidido reconfortarnos con la idea de que no somos nosotros quienes nos enamoramos, ni somos nosotros quienes amamos, son solo nuestras hormonas.
Nagel no es el único autor que desafía el discurso determinista. El filósofo británico Raymond Tallis llama a esto neuromanía: el error conceptual de identificar una actividad neural correlativa de un fenómeno con el fenómeno mismo. Tallis sostiene que toda experiencia consciente tiene un correlato neurobiológico, pero ninguna experiencia consciente se reduce a ese correlato. Decir que el amor es una mezcla de dopamina y oxitocina equivale a afirmar que la sinfonía nº5 de Beethoven es una vibración molecular del aire. No es falso, pero es del todo irrelevante para lo que constituye el significado del fenómeno. Hágase ahora el esfuerzo de imaginar centenares de libros y papers explicando la composición del aire durante un concierto de los Rolling Stones y pretendiendo que los fans aceptaran esa explicación como la verdadera experiencia. Sería ridículo, además de un claro empobrecimiento de esta. De nuevo: una correlación neural no explica la subjetividad, ni de la conexión musical ni del enamoramiento. No explica la normatividad implicada en amar, prometer, recordar o desear, y no explica la intencionalidad del acto: el hecho irremisible de que el amor es siempre amor a alguien, no un estado aislado. El amor —decía Scruton, otro británico ilustre— se caracteriza por el reconocimiento de la persona del otro, su irreductibilidad a un conjunto de propiedades físicas. El reduccionismo neurobiológico, al convertir el amor en un estado químico interno, elimina el valor que atribuimos a la singularidad del otro. Borra lo que Scruton llamaba el misterio individual y convierte la vida afectiva en algo predecible, automatizable y despersonalizado, desprovisto de su significado moral. Amar no es solo reaccionar bioquímicamente. Implica conceder valor, atribuir vulnerabilidad, interpretar al otro dentro de una historia. Es una forma de juicio que revela lo que consideramos más valioso, y está completamente atravesada por símbolos y un lenguaje que la neurobiología es incapaz de proponer.
A este respecto, la cultura occidental posmoderna ha perdido el interés en nada que traiga consigo azar o misterio. Quizás sea una conexión algo forzada, quizás no, pero parece que hay entre este goteo de cientificismo y —por ejemplo— las aplicaciones de citas un hilo que une el mismo fenómeno, algo que podríamos llamar el «amor explicado». Abandonada toda creencia en la irreductibilidad —del otro, del amor, de la consciencia—, enamorarse se vuelve un encaje de parámetros, un test de compatibilidades con la promesa de un éxito ajustado, probable. Un augurio de previsibilidad que refuerza la idea de que las relaciones son preproducibles, planificables, optimizables emocionalmente, un espacio donde no tiene cabida la diferencia, el riesgo o la incertidumbre. Elegir a la pareja adecuada pasa por minimizar el sufrimiento. Y así el amor se vuelve un proyecto más, una tarea a gestionar, a supervisar y monitorizar incluso en terapia. Hay quien ve en esto una injerencia del neoliberalismo tardío, un efecto del consumo, el narcisismo y la oferta infinita de opciones creadas por un mercado fuera de control. Y seguramente sea así en parte. Pero esa tendencia a racionalizar el amor —es decir, a transformarlo en un proyecto administrable, predecible, cuantificable— procede tanto de un régimen social que exige rendimiento y control como de una cultura que ha elevado la ciencia a la categoría de corsé metafísico. Y cuesta no ver, en esta segunda parte, algo tan contrario al liberalismo como el rechazo o el miedo a la libertad misma: de no saber, de rendirse al azar, de creer en algo que no se comprende, de aceptar lo irreductible de la experiencia amorosa y de la subjetividad. Si tememos radicalmente la contingencia; si amar implica exponerse, entrar sin garantías; entonces el amor explicable es una coartada para no ejercer la libertad, un recurso para eximirnos del peso moral del encuentro. El determinismo biológico, por tanto, es un mecanismo de absolución preventiva: nadie elige, nadie se equivoca, todo son hormonas. Lo cual invita a pensar que la adoración contemporánea por la explicación científica del amor tal vez no es tanto un triunfo de la ciencia como un síntoma cultural de aversión a la libertad. Libertad en el sentido de decidir, exponerse, arriesgarse, asumir consecuencias.
Desde luego, la cuestión no es discutir la veracidad o falsedad de la neurobiología, ni por supuesto deslegitimar la ciencia, pero sí lo es preguntarnos qué perdemos cuando dejamos que sea la única que habla. No es ella la que nos roba el misterio, somos nosotros quienes, por cansancio o por miedo, delegamos en ella la tarea de decirnos qué nos pasa cuando amamos. Lo más honesto sería admitir que el amor sigue estando más cerca de la música que de la resonancia magnética. Y tal vez la única resistencia sensata consista en conservar un resto de opacidad, ese margen irreductible donde ninguna imagen cerebral ni ningún ensayo podrán sustituir a la respuesta más modesta y más inaceptable para el cientificismo: que, por mucho que lo estudiemos, seguimos sin saber del todo qué nos ocurre cuando nos enamoramos, y que precisamente por eso vale la pena que nos siga ocurriendo.
Ilustración: Love Token (Prenda de amor). Obra de Johann Georg Meyer (ca. 1873). Cromolitografía. Boston Public Library. Dominio público.
