«En tu propio pecho llevas tu cielo y tierra, y todo lo que contemplas, aunque parezca estar afuera, está dentro, en tu imaginación, de la cual este mundo de mortalidad no es más que una sombra.» — William Blake
En 1905, Albert Einstein formuló la teoría de la relatividad especial, que proponía que el tiempo y el espacio no eran absolutos, sino relativos al observador. Más tarde, en 1915, presentó la teoría de la relatividad general, que describe la gravedad como una curvatura del espacio-tiempo causada por la masa y la energía. En 1919, un experimento durante un eclipse solar verificó esta teoría, lo que catapultó a Einstein a la fama internacional. Dos años más tarde, en 1921, le fue concedido el Premio Nobel de Física, pero no por su teoría de la relatividad, sino por su descubrimiento del efecto fotoeléctrico, un hallazgo clave para el desarrollo de la mecánica cuántica. La aceptación de sus ideas sobre la relatividad no fue inmediata. De hecho, hicieron falta más de quince años para que la comunidad científica adoptara su teoría después de verificar parte de sus postulados. Fue entonces cuando se le concedió el reconocimiento global del que todavía goza hoy en día. Antes de ese momento, el escepticismo y la resistencia fueron rígidos, ya que la teoría desafiaba las nociones de espacio y tiempo que habían dominado la física clásica. A pesar de su indiscutible genio, Einstein tuvo que vencer un período de cuestionamiento y duda.
En The Structure of Scientific Revolutions (1962), Thomas S. Kuhn argumenta que la ciencia no progresa de manera acumulativa y lineal, como se creía tradicionalmente, sino a través de cambios revolucionarios en los paradigmas dominantes. El proceso de cambio paradigmático que Kuhn describe sigue aproximadamente cinco etapas: la ciencia normal, la aparición de anomalías, la crisis, la revolución científica y, finalmente, el cambio de paradigma. Pero el concepto de Kuhn más discutido es el de inconmensurabilidad, una idea que sugiere que los paradigmas científicos competidores son a menudo tan fundamentalmente diferentes en sus supuestos, métodos y lenguaje, que es difícil o imposible compararlos directamente de manera objetiva. En otras palabras, los científicos que trabajan en paradigmas diferentes pueden tener dificultades para comunicarse efectivamente entre sí, ya que están, en cierto sentido, viendo mundos diferentes. Como resultado, la comunidad científica dominante tiende a resistirse a los cambios de paradigma, incluso cuando se enfrenta a anomalías significativas. Ya sea por inversión intelectual, por inercia institucional o conservadurismo cognitivo, las revoluciones científicas suelen ser procesos largos y controvertidos.
Es natural que así sea. La ciencia, precisamente porque no es dogmática, se retracta cuando las evidencias de una realidad concreta son avasalladoras. Pero este cuerpo avasallador de evidencias a veces tarda en constituirse, y entretanto la ciencia rehúsa deshacerse de paradigmas que más tarde se aceptan como indiscutiblemente erróneos. Muchos descubrimientos y teorías científicas que hoy consideramos obsoletas fueron ampliamente aceptadas en su momento. Por ejemplo, la teoría del flogisto, propuesta en el siglo XVII, sostenía que los objetos liberaban una sustancia llamada flogisto al quemarse, lo cual explicaba la combustión. Fue refutada por Antoine Lavoisier en el XVIII, quien demostró que la combustión implicaba la combinación de oxígeno con otros elementos. Durante siglos, se creyó también en la veracidad del modelo geocentrista de Ptolomeo, que situaba la Tierra en el centro del universo, hasta que fue desbancado por la teoría heliocéntrica de Copérnico en el siglo XVI, que colocó al Sol en el centro del sistema solar, y más tarde fue confirmada por las observaciones de Galileo y Kepler. La ciencia avanza y corrige sus errores cuando surgen nuevas evidencias.
Las evidencias desafiantes más recientes aparecieron aproximadamente hace cien años, cuando una rama de la física, llamada mecánica cuántica, comenzó a explicar fenómenos que no podían ser descritos adecuadamente por la física clásica. Una serie de experimentos y descubrimientos rompieron con las nociones imperantes al introducir la idea de que, en un nivel subatómico, el comportamiento de las partículas es probabilístico y no determinista, lo que en esencia contradice la idea de que la materia tiene una forma definida en todo momento. En consecuencia, algunos de los descubrimientos clave en la física cuántica han sido interpretados como una desestabilización de las bases del materialismo tradicional, que supone un universo compuesto por partículas sólidas y objetivas que interactúan en el espacio-tiempo. Principalmente, son tres los grandes descubrimientos que ponen en jaque la concepción materialista del universo. Por un lado, el principio de incertidumbre de Heisenberg y el famoso experimento de la doble rendija sugieren que las partículas subatómicas no tienen propiedades fijas hasta que son observadas. Esto implica que, a nivel cuántico, el acto de observación parece influir en el comportamiento de las partículas, lo que cuestiona la idea de una realidad objetiva e independiente de los observadores conscientes. Por otro lado, el fenómeno del entrelazamiento cuántico muestra que dos partículas que han interactuado pueden permanecer «conectadas» a través de grandes distancias. Un cambio en el estado de una partícula afecta inmediatamente a la otra, sin importar la distancia entre ellas. Este fenómeno sugiere que las partículas no están aisladas en el espacio, sino que pueden compartir propiedades de forma no local, lo que desafía la concepción materialista tradicional de que los objetos interactúan únicamente a través de procesos locales en el espacio y tiempo. Por último, el colapso de la función de onda, que indica que las partículas cuánticas existen en un estado de superposición (varios estados posibles simultáneamente) hasta que son medidas, plantea de nuevo la posibilidad de que la realidad física no sea un hecho objetivo independiente, sino que depende de la intervención de un observador para colapsar esa superposición en un estado concreto.
Estos fenómenos han sido interpretados por algunos filósofos y físicos como indicativo de que la conciencia juega un rol crucial en la determinación de la realidad. Los fenómenos cuánticos parecen desafiar la certeza del materialismo clásico en varios sentidos. No existe una realidad fija y objetiva sin la intervención del observador, lo cual implica que el observador es fundamental para determinar la naturaleza de la realidad. Esto contradice la noción de que la realidad material puede existir y comportarse de manera completamente independiente de la mente. Al mismo tiempo, el entrelazamiento cuántico sugiere que la separación espacial entre objetos no es tan fundamental como pensábamos, y que las entidades materiales pueden estar conectadas de maneras que el materialismo clásico no puede explicar. En consecuencia, un número creciente de estos filósofos y físicos están convencidos de que en un futuro el materialismo será una teoría tan obsoleta como el geocentrismo o la hipótesis del flogisto. A la cabeza de esta corriente están pensadores y científicos como Bernardo Kastrup y Donald Hoffman, tal vez las dos voces que con más convicción y firmeza se levantan en la defensa de lo que se conoce como idealismo analítico, una visión que sostiene que la conciencia, y no la materia, es el fundamento primario de la realidad, es decir, que la conciencia no es un subproducto de procesos físicos, sino una condición previa necesaria para que los fenómenos físicos puedan existir. Para los pensadores de esta escuela, las evidencias contra el materialismo son tan inapelables que sólo hace falta tiempo y algo más de pedagogía para vencer el período de resistencia y duda que impone la ciencia a sus nuevos hallazgos, pero en última instancia el paradigma clásico está abocado a romperse. La prevalencia del materialismo, argumentan, se sostiene en su fuerte raigambre como convención cultural, en la medida en que es un tótem de nuestra civilización y goza de una reputación intelectual que confiere autoridad a los individuos e instituciones que lo defienden. En ningún caso el idealismo analítico desmiente la noble y decisiva influencia que el materialismo ha tenido en el desarrollo reciente de nuestro mundo, al cual se deben reconocer avances tecnológicos y médicos de toda índole en los últimos tres siglos, y ni siquiera cuestiona que la realidad material exista, como erróneamente se le atribuye. Con todo, sí afirma que el materialismo –esto es, que la materia tiene existencia propia, independiente de la conciencia– está completamente fuera de toda explicación racional. La visión del mundo mecanicista, donde todo fenómeno puede ser demostrado mediante leyes físicas materiales, ha dejado de tener sentido. El paradigma del espacio-tiempo es insuficiente para explicar y comprender la realidad, y se precisa un nuevo modelo para dar sentido a la naturaleza. Los idealistas, inspirados en la importancia del observador revelada por la mecánica cuántica, proponen que sea la conciencia ese modelo, al tiempo que demuestran filosóficamente la invalidez del materialismo. Porque, aunque hablemos de física, lo que está en discusión no deja de ser una cuestión metafísica. Como veremos a continuación, la presunción materialista no dispone de la base empírica que se le otorga, sino que parte de una asunción sólo demostrable conceptualmente.
En este nuevo orden de cosas, una de las cuestiones más apremiantes es la definición o acotación de lo que es la conciencia. Los dos mayores retos que afronta la ciencia actualmente tal vez sean, por un lado, el problema de la medida cuántica (el hecho de que las leyes de la mecánica cuántica se aplican con precisión a escalas subatómicas pero no parecen tener una correlación directa en escalas macroscópicas, y en qué punto se delimita ese cambio de escalas), y, por el otro, el origen y la naturaleza de la conciencia. El materialismo, en todas sus vertientes, sostiene que todo fenómeno –incluidos los fenómenos mentales– puede explicarse en términos de entidades y procesos físicos. Algunas adaptaciones contemporáneas del materialismo amplían esta visión al considerar que la realidad está compuesta por sistemas organizados en múltiples niveles, donde surgen propiedades nuevas que no pueden ser explicadas sólo a partir de sus componentes físicos más simples. Este tipo de fenómenos, llamados «propiedades emergentes», incluirían sistemas complejos como la vida, las conductas sociales o la conciencia. El problema de este enfoque es que, a pesar de ampliar el campo de análisis al incluir niveles de organización y propiedades emergentes, sigue partiendo de la misma premisa fundamental: que la materia es el fundamento último de la realidad. A saber, que todas las propiedades emergentes son vistas como resultado de interacciones complejas de sistemas materiales. Esto no resuelve completamente lo que el filósofo David Chalmers denominó «el problema difícil de la conciencia», que se refiere a la dimensión cualitativa de la experiencia subjetiva, es decir, cómo y por qué ciertos estados cerebrales dan lugar a experiencias conscientes como el dolor, el color rojo, el amor o la sensación de tristeza. En otras palabras, si a uno le abrieran el cerebro para examinarlo, no encontrarían, en ninguna de sus complejas combinaciones materiales, algo así como el color rojo o la tristeza o la alegría. Sabemos que, cuantitativamente, el color rojo equivale a una cierta longitud de onda, pero no podemos explicar por qué sentimos lo que sentimos al verlo en una puesta de sol. Mientras que las cantidades –pesos, longitudes, ángulos, velocidades, etc– son mensurables y objetivas, las experiencias subjetivas, que se conocen como qualia, no pueden ser cuantificadas de ningún modo. Esta dicotomía entre lo cualitativo y lo cuantitativo pone de manifiesto la brecha explicativa que el materialismo no logra salvar. Podemos medir con precisión milimétrica la actividad neuronal asociada a una experiencia, pero eso no nos dice nada sobre cómo se siente esa experiencia desde dentro. Es como si tuviéramos un mapa detallado de una ciudad, con cada calle y edificio perfectamente representados, pero fuéramos incapaces de experimentar el bullicio de sus calles, el aroma de sus jardines o la calidez de sus habitantes. La descripción cuantitativa, por exhaustiva que sea, no captura la esencia cualitativa de la experiencia consciente. De nuevo, el materialismo no ofrece una explicación de por qué la materia organizada de una cierta manera debería generar conciencia. La pregunta de cómo las propiedades cualitativas o fenomenológicas pueden derivarse de los procesos materiales sigue estando abierta.
El filósofo materialista Daniel Dennett, considerado uno de los cuatro jinetes del apocalipsis junto a Richard Dawkins, Christopher Hitchens y Sam Harris, ofreció una refutación del problema difícil de la conciencia de David Chalmers al cuestionar la misma premisa sobre la cual se construye el problema. Para Dennett, no existe una brecha inexplicable entre los procesos físicos y la experiencia subjetiva; lo que hay es una confusión en nuestro entendimiento de cómo funcionan los mecanismos cerebrales. En su obra Consciousness Explained (1991), argumenta que lo que llamamos «experiencia subjetiva» es simplemente el resultado de procesos neurológicos que dan lugar a interpretaciones y representaciones del mundo. Para él, el cerebro está constantemente generando «narrativas» internas que nos dan la impresión de una experiencia subjetiva unificada y coherente. Según Dennett, la gente asume erróneamente que la conciencia es algo más allá de los procesos físicos porque se siente misteriosa o inefable, pero esta sensación es simplemente producto de la complejidad del sistema neuronal. Lo que Chalmers llama el «problema difícil» es, para Dennett, el resultado de un sesgo cognitivo y no de un fenómeno real que requiera una explicación no física. En realidad, dice, lo importante no es la «cualidad» de la experiencia en sí, sino lo que hace la conciencia, su funcionalidad en términos de procesamiento de información. Así pues, en su visión, las experiencias cualitativas son simplemente las formas en que el cerebro representa y procesa información. Esto le lleva a concluir que la conciencia tal como la percibimos es, en cierto sentido, una ilusión. Ahora bien, según el idealismo, la reducción de Dennett es insuficiente dado que no explica por qué esa ilusión ocurre ni cómo surge la cualidad de las experiencias conscientes a partir de interacciones meramente materiales. Además, resulta incoherente llamar a la conciencia una ilusión, porque una ilusión necesita un observador consciente que la experimente. Un filósofo idealista como Kastrup argumentaría que esta postura se refuta a sí misma: si todo lo que experimentamos es una ilusión generada por procesos materiales inconscientes, entonces no hay nadie (ningún ser consciente) que pueda estar experimentando dicha ilusión. En consecuencia, la conciencia no puede ser una ilusión porque es la condición necesaria para cualquier tipo de experiencia, incluidas las ilusiones. Todavía hay más. Según Kastrup, el hecho de que no podamos reducir la experiencia subjetiva a explicaciones materiales muestra que la conciencia no puede ser derivada de la materia. En su idealismo, Kastrup sostiene que el «problema difícil» no es algo que necesita resolverse dentro del marco materialista, sino una indicación de que el materialismo está equivocado. La experiencia subjetiva, para él, es un fenómeno básico y primario que no puede ser explicado en términos de partículas o procesos físicos. Por lo tanto, intentar resolver el «problema difícil» desde un enfoque materialista es como tratar de entender la física cuántica usando la física clásica: estás en el marco equivocado. Por último, la mente no puede ser una simple narrativa para crear la impresión de una experiencia unificada. Kastrup rechaza esto argumentando que las narrativas y representaciones sólo pueden existir dentro de una mente consciente. Decir que la conciencia es simplemente una narrativa es como decir que un libro se lee a sí mismo. En esencia, la conciencia es más fundamental y amplia de lo que los enfoques materialistas pueden explicar.
Esto lleva a Kastrup y los idealistas a proponer que la conciencia es la condición fundamental, primaria de la existencia. No hay nada anterior o exterior a la conciencia. Desde esta perspectiva, la conciencia no tiene un origen, ya que es la base misma de la existencia y de todo lo que percibimos. El materialismo busca un origen de la conciencia dentro del tiempo y el espacio, a través de procesos biológicos y neurológicos, pero esto es un error categórico, porque la conciencia no emerge de la materia sino que es atemporal, prefigura todo lo demás. El espacio, el tiempo, y la causalidad son estructuras dentro de la conciencia, no realidades independientes que la preceden o la generan. Kastrup no cree que la conciencia tenga una causa externa o que algo anterior la haya generado. Según él, la conciencia simplemente es. Todo lo demás, como el universo, los cuerpos, los cerebros y las experiencias individuales, son expresiones o modulaciones dentro de esa conciencia primordial. Para ilustrarlo, usa la analogía del remolino en el agua: un remolino puede parecer separado del agua que lo rodea, pero en realidad sigue siendo parte del mismo océano. Del mismo modo, nuestras mentes individuales parecen separadas y autocontenidas, pero en última instancia son parte de una conciencia mayor. Son disociaciones que crean la ilusión de individualidad y de separación del resto del mundo. Sin embargo, en el fondo, todo lo que existe es una sola mente consciente. Algunos autores han hablado de la mente o la conciencia como un prisma que toma una realidad unitaria, como la luz blanca, y la descompone o refracta en diferentes experiencias, percepciones y manifestaciones del mundo. A la postre, aunque la conciencia aparece fragmentada en experiencias diversas, todo proviene de una fuente unitaria.
En efecto, la visión de Kastrup es más una proposición metafísica que una hipótesis que pueda ser demostrada o refutada empíricamente de la misma manera que lo haríamos con teorías científicas basadas en la observación del mundo físico. Su idealismo se sostiene sobre argumentos filosóficos y no sobre experimentación directa o datos medibles. En ese sentido, es justo decir que no hay una forma directa de probar la afirmación de que la conciencia es la base última de la realidad, al menos no dentro del marco empírico-materialista en el que operan las ciencias naturales. Sin embargo, eso no significa que el materialismo esté libre del mismo pecado. Aunque nuestra experiencia diaria contradiga esta idea, Kastrup sostiene que la realidad material es una abstracción de la mente. El materialismo argumenta que la realidad física carece de las cualidades que percibimos —como los colores, olores o texturas— y que estas cualidades son meramente construcciones del cerebro. Esto es algo que la mayoría de materialistas no saben que el materialismo propone. No obstante, al afirmarlo, el materialismo admite que la realidad tal como la experimentamos no es directa, sino mediada por nuestra mente. Esto significa, como venimos diciendo, que la propia idea de una «realidad física» independiente de la conciencia no es empíricamente verificable; es una abstracción conceptual generada por el mismo proceso que intenta negar: el acto de percepción consciente. Sobre esto Kastrup dice:
Cuando los materialistas tratan de reducir la mente a la materia, están intentando en efecto reducirla a una de las creaciones conceptuales de la propia mente. Es como un pintor que, habiendo pintado un autorretrato, lo señalara y proclamara que él mismo es el autorretrato.
En este sentido, la teoría materialista no se basa en la experiencia directa ni en evidencias empíricas, sino en un marco teórico que presupone la existencia de una realidad objetiva fuera de nuestra percepción, pero, paradójicamente, esa misma «realidad objetiva» es inaccesible para la observación directa y se construye mediante el pensamiento abstracto, que es producto de la conciencia. El único hecho innegable es la conciencia en sí —la experiencia subjetiva es la única certeza que realmente tenemos—, mientras que lo que llamamos «materia» es un concepto teórico que describe los patrones de percepción dentro de la conciencia. Por lo tanto, la postura de Kastrup no implica un salto de fe mayor que el que exige la postura materialista.
Kastrup también argumenta que nuestras percepciones humanas son limitadas, y lo que percibimos como espacio, tiempo y materia son simplemente modelos mentales o filtros que nuestra conciencia utiliza para interpretar y organizar la información de una manera útil. Desde esta perspectiva, nuestra experiencia cotidiana no refleja la realidad última, sino una interpretación funcional de ella. Donald Hoffman, psicólogo cognitivo y teórico de la realidad, también propone que nuestra percepción de la realidad material no es una representación exacta de lo que realmente existe, sino una especie de interfaz o simulación diseñada para ayudarnos a sobrevivir. Hoffman argumenta que nuestras percepciones de objetos materiales y espacio-temporales son ilusiones útiles para navegar por el mundo, pero no son representaciones precisas de la realidad subyacente. Al igual que una interfaz de ordenador oculta los procesos de cálculo subyacentes para mostrarnos íconos simples, nuestras percepciones nos muestran objetos materiales que son accesibles y comprensibles, pero no nos revelan la verdadera naturaleza de la realidad. En definitiva, lo que el mundo nos ofrece se presenta siempre a nuestra vista, oído, gusto, olfato y tacto. ¿No es demasiada casualidad que todo el universo se amolde a las herramientas limitadas de nuestra percepción? ¿No tendría más lógica pensar que el universo se nos aparece de una determinada forma precisamente porque solamente podemos percibirlo así, sin que esa sea la forma completa del universo? El físico cuántico y filósofo David Bohm hablaba de una realidad basada en lo que denominó el orden implicado y el orden explicado, donde el orden explicado es solo una manifestación superficial de un orden más profundo y fundamental (el orden implicado), que se encuentra en una dimensión más honda de la realidad. La percepción, en cualquier caso, no agota la realidad.
Sin duda alguna, todas estas ideas desafían gravemente el paradigma científico dominante de los últimos cuatro siglos. El problema de la inconmensurabilidad de Kuhn es manifiesto, y tal vez no ha habido un momento en la historia en que se pueda decir con mayor elocuencia que los paradigmas enfrentados ven (o para el caso: no ven) mundos completamente distintos. Aún es más sorprendente que, cuanto más se ha conocido sobre el comportamiento de la materia, la física ha ido aportando explicaciones sumamente parecidas a los grandes relatos espirituales y religiosos de la antigüedad. La primacía de la conciencia sobre la materia a menudo se interpreta como compatible con ciertas cosmovisiones teístas. Y desde luego no falta quien se agarra oportunistamente a este nuevo cuerpo de evidencias para fundamentar la prueba definitiva de la existencia de Dios. Pero tanto Kastrup como Hoffman evitan directamente un posicionamiento teísta tradicional y no se adhieren explícitamente a la idea de una deidad en el sentido clásico de las religiones monoteístas. No abogan por una deidad antropomorfizada ni una fuente creativa consciente que actúe con propósito moral. Su propuesta es filosófica y científica, no religiosa. En resumen, su idealismo no implica un Dios personal. Esto no anula el hecho de que los nuevos descubrimientos aportan luz renovada a relatos antiguos que se desestimaron como mera superstición por su falta de soporte empírico. El Brahman del hinduismo, por ejemplo, se concibe como la realidad última, la conciencia universal de la que emana toda la existencia. El taoísmo, por su parte, presenta el Tao como el principio fundamental e inefable que subyace a toda la realidad, algo que no puede ser completamente descrito o comprendido a través del intelecto y que se asemeja a la conciencia primordial del idealismo analítico en su cualidad de fundamento inefable de la existencia. Incluso en la mística cristiana encontramos ecos de estas ideas: Meister Eckhart, el teólogo medieval, hablaba de un «fondo del alma», una noción que se acerca a la idea de una conciencia universal compartida. Hay muchos más ejemplos. Pero, aunque los paralelismos sean inquietantes, los idealistas están lejos de proponer que el nuevo paradigma de la conciencia deba fundamentar un resurgir religioso o espiritual de ningún tipo. Sin embargo, tal vez sí sea un buen momento para recuperar parte de esa sabiduría antigua y ponderarla con una nueva sensibilidad, pues hay indicios convincentes de que aquello que los antiguos llegaron a conocer sólo intuitivamente guarda un vínculo aparentemente estrecho con la naturaleza profunda de la realidad que cada vez más está revelando la física. Parece obvio que la mente fáctica y materialista ha perdido una parte sustancial del suelo donde pisaba, y ya no puede persistir en su rigidez si no es mediante la negación de la realidad o un empobrecimiento explícito de su experiencia intelectual. Para terminar, esta observación de Kastrup:
Hoy pensamos –por la fuerza del hábito y por el impulso cultural heredado– que el materialismo es plausible, aun cuando en un importante sentido no sea capaz de explicar nada sin apelar a la magia. Debemos darnos cuenta de que aquellos que gritan «¡la razón!» más alto que nadie son a menudo los más engañados e irracionales.
Ilustración: La conciencia. Dibujo de François-Nicolas Chifflart. Ca. 1860. Dominio público.