La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura. Marcel Proust, El tiempo recobrado
El 23 de febrero de 2006, Nicolas Sarkozy, a la sazón ministro del Interior y futuro candidato a la presidencia de la República Francesa, hizo la siguiente reflexión ante un público de nuevos afiliados a su partido reunidos en Lyon: «El otro día me entretenía, como quien dice, echando un vistazo al programa de las oposiciones a cargos administrativos. Un sádico o un imbécil, elijan ustedes, proponía examinar a los aspirantes sobre La princesa de Clèves. No sé si alguna vez se les habrá ocurrido preguntar a la funcionaria que les atiende desde una ventanilla qué opina de La princesa de Clèves… ¡Imagínense el espectáculo!». Impartió acto seguido la moral de su anécdota: a saber, que la contratación y promoción de funcionarios ha de basarse en la experiencia y el mérito, y no en empollar inútiles conocimientos literarios y de cultura general.
Este episodio es evocado por William Marx en La Haine de la littérature (Minuit, 2015), traducido al español y editado no en España sino en Colombia por la caleña Universidad del Valle (El odio a la literatura, Programa Editorial del Valle, 2017), y traducido al inglés y editado por la Belknap Press, el prestigioso sello de la Universidad de Harvard (The Hatred of Literature, 2018). Titular de la cátedra de Literaturas Comparadas del Collège de France, Marx (también el bueno, como Groucho) se dedica desde hace dos décadas a estudiar la cambiante reputación de la literatura, con especial atención al rechazo, cuando no la detestación, que ha suscitado desde los presocráticos y Platón. En la primera entrega de sus pesquisas, L’Adieu à la littérature (Minuit, 2005), pasa revista a la desvalorización de la literatura llevada a cabo por los mismos autores y la crítica. Diez años después, El odio a la literatura pone el foco en los odiadores externos, es decir, aquellos que denigran el hecho literario en nombre de la filosofía, la teología, la pedagogía, la ciencia o el poder político.
Desde Heráclito y Platón, «príncipe de la antiliteratura», pasando por Savonarola y un nutrido ejército de rastreadores y depuradores de «inmoralidades» en las obras literarias ⎯que tuvo uno de sus momentos más estelares, en el caso de Francia, en los dos sonados procesos de 1857 contra Las flores del mal y Madame Bovary⎯ hasta la polémica entre C.P. Snow y F.R. Leavis en Cambridge a mediados del pasado siglo, enemigos y querellantes de la literatura han pretendido arrinconar, censurar, ridiculizar o directamente hacer desaparecer las obras literarias, en nombre, según Marx, de una de estas cuatro instancias: la autoridad, durante siglos investida en la religión y la filosofía; la verdad, cuya principal depositaria desde la Edad Moderna es la ciencia; la moral, ya que la literatura, no contenta con carecer de autoridad y traicionar la verdad al practicar la ficción, no puede sino promover el relativismo y la inmoralidad, y, por último, la sociedad, que, para defender su integridad e intereses, ocasionalmente impide que los escritores se erijan en sus portavoces y a veces incluso los persigue y encarcela y prohíbe sus obras.
Indefendible para muchos, la literatura además es presa fácil de ataques por otra razón. A diferencia de la filosofía, la religión o la ciencia, su ejercicio no consiste en elaborar argumentos, confirmar hipótesis o construir teorías. Como dice Proust, en el último tomo de En busca del tiempo perdido, «una obra en la que hay teorías es como un objeto en el que se deja la marca del precio. Se razona, es decir, se divaga, cada vez que no se tiene el valor de limitarse a hacer pasar una impresión por todos los estados sucesivos que acabarán en su fijación, en su expresión». Pro domo sua pueden los autores defender sus escritos y su oficio, y algunos lo hacen brillantemente, como se verá más adelante, pero lo cierto es que las obras son la única realidad concreta de la literatura y constituyen su mejor ⎯o peor⎯ defensa. Ciertamente se trata de una defensa oblicua, indirecta, en la que intervienen numerosos factores, el menos importante de los cuales no es el juicio y las inclinaciones de los lectores.
Inerme y muda, pues, la literatura es blanco ideal de intolerantes y doctrinarios por no componerse de obras de creación que asimismo sirvan de ilustración a los principios que la fundan y justifican. Marx insiste en este último punto, que me parece el más débil de su por otro lado bien argumentado ensayo. Porque de seguirlo al pie de la letra, resulta que todo arte, no solo la literatura, está condenado a la irrelevancia epistemológica, al no ser capaz de acompañar su praxis con el adecuado marco teórico. Aunque no lo declara, viene con ello a rendir pleitesía a la obsesión cientifista que hace mucho se apoderó de las humanidades. Es verdad que lo hace sin insistir mucho en ello. Pero como la tentación de denigrar a la literatura en nombre de alguna de las cuatro instancias mencionadas no es, en efecto, algo novedoso o infrecuente, habrá que recordar ⎯no sin rubor, visto que hacerlo supone tener que decir verdades de perogrullo⎯ que Don Quijote no es una hipótesis científica y la Gioconda no es un tratado de filosofía política o un análisis sociológico, no obstante la irónica intervención de Duchamp (que por eso mismo es irónica).
Misomusia y agelastia
Lamentarse de que la literatura no sepa «defenderse» como sí lo hacen los sistemas ideológicos y científicos revela una incomprensión de su naturaleza y sus muy reales poderes, sobre todo manifiestos en el género rey de la ficción que es la novela. Por solo mencionar un ejemplo y además notable, la vasta novela de Proust no solo relata la lenta toma de conciencia de su vocación literaria por el escritor en ciernes que es su narrador, sino que lo hace desplegando un complejo aparato retórico mediante el cual se expone y examina, para adoptarlas o descartarlas, las principales ideas estéticas de la época en la que vivió el autor, sin que este en ningún momento tenga que abandonar el registro novelesco para escribir un ensayo. Por otro lado, el hecho de estar narrada en primera persona no resta un ápice a la ficcionalidad de la obra. Hay personas muy literales que suponen que el uso de la primera persona es indicio de memorialismo o autoficción, y que el recurso a la tercera es marca infalible de ficcionalidad. Pregunto: ¿de verdad se piensa que los relatos y novelas de Kafka, escritos invariablemente en tercera persona, son ficción pura? ¿O que Proust en realidad quería componer sus memorias al escribir La recherche? La novela es el único espacio discursivo en el que es posible desplegar completamente el abanico que va, para decirlo con las categorías de la teoría de la enunciación de Benveniste, de la subjetividad de la primera y segunda personas a la objetividad e impersonalidad de la tercera sin solución de continuidad. Decir «yo» en el espacio de la novela puede producir el mayor efecto de ficcionalidad (Tristram Shandy) e incluso servir, como demuestra el Ulises de Joyce, para elaborar alrededor de una realidad bien acotada (un preciso día del mes de junio de 1904 en Dublín) un relato a la vez profundamente subjetivo y brutalmente realista. Por no decir nada del sofisticado mecanismo narrativo perfeccionado por Henry James para permitir al lector simultáneamente «ver» por los ojos del narrador y tomar irónica distancia de lo que enuncia, gracias a lo cual sus novelas resultan ser «magistrales exposiciones de sutilezas morales», para decirlo con Wayne Booth.
La irritación que ocasionalmente produce la novela es a veces la mejor medida de su triunfo. Un triunfo, por cierto, que nada tiene de hiperbólico o metafórico. Hay novelas que nos permiten comprender más y mejor la sociedad o las ideas de una época, y que aun son capaces de ridiculizar y bajar los humos a pretenciosos sistemas ideológicos y científicos. Son legión los ejemplos, pero este me parece lo bastante elocuente, además de ameno (el énfasis es mío):
No se puede (…) juzgar el espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y particularmente la novela. El siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber captado el espíritu mismo de la Historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que este es el descubrimiento más importante de un siglo tan orgulloso de su razón científica.
Por supuesto, incluso antes de Flaubert no se ponía en duda la existencia de la necedad, pero se la comprendía de un modo algo distinto: estaba considerada como una simple ausencia de conocimientos, como un defecto corregible mediante la instrucción. En cambio, en las novelas de Flaubert, la necedad es una dimensión inseparable de la existencia humana. Acompaña a la pobre Emma toda su vida hasta su lecho de amor y hasta su lecho de muerte, sobre el cual dos temibles agelastas, Homais y Bournisien, van aún a intercambiar largamente sus inepcias como una especie de oración fúnebre. Pero lo más chocante, lo más escandaloso de la visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no desaparece ante la ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; ¡por el contrario, con el progreso, ella progresa también!
El lector habrá reconocido la voz lúcida y cortés de Milan Kundera, de todos modos delatada por ese «agelastas» que el autor de El libro de la risa y del olvido puso en circulación junto con otros utilísimos neologismos cultos, como el de «misomúsicos», que me atrevo a tomar prestados para el título de este artículo. Pero no se piense que era un pedante: no hay prosa más clara y abordable que la suya. ¿Qué son, pues, estos dos personajes, el agelasta y el misomúsico, suerte de Bouvard y Pécuchet para odiadores de la literatura? Kundera acuñó el uno y extrajo el otro de la obra inmensa de Rabelais, que el escritor checo llegó a conocer mejor que muchos medievalistas franceses:
François Rabelais inventó muchos neologismos que luego entraron en la lengua francesa y en otros idiomas, pero una de estas palabras fue olvidada y debemos lamentarlo. Es la palabra agelasta; su origen es griego y quiere decir: el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los agelastas. Les temía. Se quejaba de que los agelastas fueran tan «atroces con él» que había estado a punto de dejar de escribir y para siempre.
En cuanto al misomúsico, que es quien ejerce la misomusia, se trata de un personaje contradictorio. Carente de interés por el arte y de sensibilidad para apreciar sus obras, ello no le impide odiar ambos intensamente, y lo pregona con entusiasmo digno de mejor causa. Esta es la definición por Kundera de tan cargante personaje:
No tener sentido para el arte no es grave. Se puede no leer a Proust, no escuchar a Schubert, y vivir en paz. Pero el misomúsico no vive en paz. Se siente humillado por la existencia de una cosa que lo sobrepasa, y la odia. Existe una misomusia popular igual que hay un antisemitismo popular. Los regímenes fascistas y comunistas sabían sacar provecho de esto cuando perseguían el arte moderno. Pero hay una misomusia intelectual, sofisticada: se venga del arte sometiéndolo a un objetivo situado más allá de la estética. La doctrina del arte comprometido: el arte como instrumento de una política. Los profesores para quienes una obra de arte es más que un pretexto para el ejercicio de un método (sicoanalítico, semiológico, sociológico, etc.). El apocalipsis del arte: los misomúsicos serán los que se encargarán de hacer arte; así tendrá lugar su venganza histórica.
Nicolas Sarkozy es un político talentoso, sin duda, pero a tenor de su filípica contra la novela de Madame de Lafayette, parecería que también es un misomúsico, sospecho que con un toque de agelastia. El hecho de que dos años más tarde, ya instalado en el Palacio del Elíseo, en un discurso sobre modernización de políticas públicas y reforma del Estado, volviera a insistir en la importancia de ascender profesionalmente sin tener que «recitar de memoria La princesa de Clèves», y que en el verano de ese mismo año, durante una visita a un centro vacacional, al anunciar su intención de promover el reconocimiento del voluntariado en los concursos a puestos de la administración pública, sentenciara que «en términos de riqueza humana, de compromiso al servicio de los demás [el voluntariado] vale tanto como saber de memoria La princesa de Clèves», no sé a otros, pero a mí me parece un ejemplo acabado de obsesión misomúsica.
Hay formas de rechazo de la literatura que son aún más cargantes. Confieso que las que más me irritan son las que se hacen en nombre de la ciencia o la verdad científica. Como los placeres suelen ser más gozosos después del esfuerzo, antes de disfrutar de los razonamientos inteligentes de algunos de los más notables defensores de la literatura, repasemos brevemente los paralogismos de la más citada, por no decir fatigada, querella contra la literatura proferida por misomúsicos y agelastas cientifistas.
La trampa de las dos culturas
Más de 60 años han pasado desde la querella entre C.P. Snow y F.R. Leavis en Cambridge, y sin embargo todavía hay adeptos de los argumentos del primero que consideran que a estas alturas sigue siendo útil o necesario abanderar su obsesiva tesis. Es como si alguien hoy pensara que urge defender a Copérnico contra Ptolomeo. Aunque esta comparación no es del todo exacta. Porque si bien Copérnico tenía razón, el entusiasmo de Snow por la ciencia y las técnicas y su menosprecio de lo que llamaba «las humanidades» ha envejecido mal, como suele pasar con los sofismas.
En su conferencia de 1959 y su publicación corregida cuatro años después, Snow abusa de dos de los recursos retóricos más fatigados por los maestros de las trampas argumentativas. Por un lado, la hipérbole, que le asiste a la hora de presentar de modo elemental y maniqueo sus hipotéticas dos culturas: la primera, la científica, representa el futuro y la modernidad, mientras que la otra, la humanística o literaria, es mero vestigio del pasado, cargado de tradicionalismo y reacción. Este reduccionismo bastaría para calificar a su autor de tendencioso, si no fuera porque tuvo la inteligencia, al publicar el texto de la conferencia, de presentar esta férrea dicotomía envuelta en un supuesto programa benevolente: tender puentes entre la ciencia y las humanidades en el mundo universitario, a fin de favorecer la aparición de una «tercera cultura». Digo «supuesto», porque es obvio que tiene poco sentido proponer tratar en pie de igualdad a «dos culturas», una de las cuales previamente ha sido descalificada en conjunto. Este es un bonito ejemplo de paralogismo, que Snow ejerce echando mano del otro recurso retórico al que hacía alusión, a saber, la antítesis. Contraponer dos ideas o conceptos opuestos suele servir el propósito de destacar el contraste, no tender puentes. Y, en efecto, no hay que ser un genio para deducir que esa era la verdadera finalidad de Snow, para quien las dos culturas, científica y literaria, eran realidades tan innegables como irreconciliables.
Snow y sus fieles escuderos me recuerdan a un famoso personaje de la novela Tiempos difíciles, de Dickens: el superintendente de escuelas Mr. Gradgrind, en toda ocasión dispuesto a atizar a los escolares con su sempiterno lema: «¡Hechos, hechos, hechos! ¡Nada de usar la imaginación!». En «La matanza de los inocentes» (cap. 2 del Libro I, La siembra), Gradgrind ridiculiza a una niña delante de toda la clase porque no ha sabido dar una definición objetiva y fáctica de lo que es un caballo:
–¡La niña número veinte es incapaz de dar la definición de un caballo! –exclamó el señor Gradgrind (…)–. ¡La niña número veinte no conoce los hechos relativos a uno de los animales más comunes! Veamos la definición de caballo que da un niño. Bitzer, la suya.
(…)
–Cuadrúpedo. Graminívoro. Cuarenta dientes, en concreto veinticuatro muelas, cuatro colmillos y doce incisivos. Cambia el pelo en primavera; en las regiones pantanosas también cambia los cascos. Los cascos son duros, pero necesitan herraduras. La edad se sabe por las marcas en la boca.
Eso (y mucho más) dijo Bitzer.
–Bueno, niña número veinte –dijo el señor Gradgrind–. Ya sabes qué es un caballo.
Por descontado, tiene razón Snow cuando señala lo obvio: que la literatura no es la ciencia, que las obras de la una no son equiparables a los planteamientos y resultados de la otra. Lo rechazable de su argumento es que se sostiene sobre un juicio de valor ⎯la ciencia es superior a la literatura⎯ y un error epistemológico: suponer que ciencia y literatura son dos especies de un mismo género: el conocimiento objetivo de la realidad física. Y lo que lo vuelve deleznable es su condena de los literatos a las tinieblas exteriores por su supuesta ignorancia de la ciencia, que Snow da por sentada y afirma tajantemente.
Tengo una buena noticia para los adeptos de la hipótesis de las dos culturas: tanto el juicio de valor como el menosprecio de los literatos son falsables. Supongo que esto hubiese alegrado a Snow y debiera alegrar a sus seguidores, puesto que someterse a falsabilidad es algo que distingue las hipótesis científicas de lo que no es ciencia. En lo que sigue, pues, se procura falsar los dos supuestos de Snow. Empezando por el segundo, el que reza que los literatos son ignaros en materia de ciencia. Contrariamente a lo que piensan los Gradgrinds y Snows de entonces y ahora, resulta que no hizo falta esperar a la tardía magnanimidad de condescender a tender puentes y otras metáforas constructivistas para que los escritores se interesasen por las ciencias, incluso para extraer de ellas ideas y motivos para sus obras.
Escritores que se atreven con la ciencia…
Los ejemplos abundan, en diferentes latitudes y épocas, pero bastará con recordar algunos de los más notables. Empezando por uno de los más conocidos y populares: Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). Para escribir esta novela, Mary Shelley empolló una notable cantidad de publicaciones sobre química y galvanismo. De paso, conviene recordar, sobre todo para los que creen que la ciencia es siempre ciencia, como las inmutables Ideas que pueblan el cielo platónico, que en aquellos tiempos el galvanismo era considerado una «ciencia». La reina Mab (1813), primero de los «poemas filosóficos» de su esposo, Percy Bysshe Shelley, está cuajado de notas que remiten a ideas y publicaciones científicas. Y desde hace más de un siglo, los estudiosos de la obra de Tennyson saben que su In Memoriam (1850) refleja las ideas del uniformismo, tesis formulada por el geógrafo Charles Lyell y todavía hoy considerada relevante por geógrafos y geólogos. O si se quieren ejemplos más cercanos, ahí está La subasta del lote 49, novela publicada en 1966, en la que su autor, Thomas Pynchon, propone una de las definiciones más elegantes que conozco del Demonio de Maxwell, el experimento mental concebido por James Clerk Maxwell para ilustrar la Segunda Ley de la Termodinámica, más conocida popularmente como ley de la entropía. Y no conozco más inteligente y feliz plasmación de las teorías astrofísicas y el evolucionismo que la contenida en Las cosmicómicas (1965), de Italo Calvino. En 1963, el año en el que Calvino comenzó a publicar los cuentos que acabó recogiendo en Le cosmicomiche, primero en una revista literaria próxima al OULIPO francés y después en un periódico milanés, comenzó a circular Literature and Science, el último libro de Aldous Huxley publicado en vida del autor. Hay observaciones interesantes en este ensayo, pero una sobre todo me llama la atención, porque es como si Huxley al hacerla hubiese tenido presente el ejemplo estrictamente coetáneo de Calvino, lo que difícilmente fue el caso. Vale la pena citar a Huxley, no solo por lo señalado, sino también por la relación posible y deseable entre literatura y ciencia que plantea, sin necesidad de fatigar los meandros misomúsicos de primeras, segundas y terceras culturas:
A los hombres de letras del siglo XX, la ciencia ofrece un tesoro de datos recién descubiertos y de hipótesis provisionales. Si acepta este regalo y, sobre todo, si tiene los suficientes talento y recursos para transformar esas nuevas materias primas en obras del arte literario, el hombre de letras del siglo XX podrá tratar el tema ancestral y siempre relevante del destino humano con una hondura de comprensión y una amplitud de referencias de las que, antes del auge de la ciencia, sus predecesores (sin culpa alguna por su parte ni por falta de genio) fueron incapaces.
Quienes se dedican a escribir novelas y poemas, los que estudian estas obras y se esfuerzan por divulgar el conocimiento que de ellas tienen no son, como pretendía Snow, monstruos retrógrados empeñados en oponer su oscurantismo al avance de la ciencia. Y no lo son porque, a poco que se sea consciente de lo que supone hilvanar un relato, con independencia de que este sea realista o no, o un ensayo, incluso si con él se pretende ilustrar alguna tesis inane del postestructuralismo, quien escribe sabe que no lo hace ex nihilo desde la oquedad de su cabeza, como diría Antonio Machado, y sea cual sea su objetivo, parece poco realista suponer que uno de ellos deba consistir en querer no contaminar su prosa con verdades científicas. Umberto Eco se limitó a recordar esta verdad palmaria, en las conferencias que dictó en Harvard en 1992 y 1993 con el título Seis paseos por los bosques narrativos, y lo hizo de la manera más sencilla y elocuente, recordando que la ciencia también es relato: «Nuestras relaciones perceptivas funcionan porque damos confianza a un relato previo. No percibiríamos plenamente un árbol si no supiéramos (porque otros nos lo han contado) que es el fruto de un lento crecimiento, y que no ha brotado de la noche a la mañana; también esta certidumbre forma parte de nuestro “entender” que ese árbol es un árbol, y no una flor. Damos por cierto un relato que nuestros antepasados nos han transmitido, aunque hoy estos antepasados se llamen científicos». El simple hecho de nombrar el mundo se convertiría poco menos que en una tarea imposible, si fuera cierto que ciencia y literatura son tan distantes una de la otra que hay que tender puentes entre ambas, o fabricar una tercera cultura capaz de reunirlas.
… y científicos que no desdeñan la literatura
«¿Por qué valorar mucho el arte tiene que ser incompatible con valorar mucho la ciencia y otras cosas buenas?», se preguntaba el filósofo, matemático e informático Hilary Putnam. Por qué, en efecto. Es una pregunta de capital importancia, por mucho que los Bouvard y Pécuchet odiadores de la literatura, los agelastas y misomúsicos cientifistas, se empeñen en ignorar que esa importancia ocasionalmente concierne también las disciplinas científicas que consideran únicas dignas de estudio y divulgación. A tal extremo, que hay filósofos analíticos y hasta algunos científicos capaces de reconocer el valor del arte y la literatura, y hasta de encontrar en ellos materia para sus ideas y argumentos.
Además de describir por primera vez los principios físicos del llamado efecto invernadero, John Tyndall hoy es considerado un precursor de la microbiología. Defensor temprano del evolucionismo de Darwin, también escribió poemas que reflejan un conocimiento profundo de las ideas de Carlyle. En su poesía, este agnóstico abraza el entusiasmo de los románticos ingleses por el descubrimiento de los secretos de la naturaleza, incluida su fascinación por el panteísmo. Por su parte, el matemático y filósofo Alfred North Whitehead, coautor con Bertrand Russell de los tres tomos de Principia Mathematica (1910-1913), obra fundamental para la formalización de la moderna lógica matemática y el desarrollo de las ciencias informáticas y lingüísticas, no dudaba en remontarse a los trágicos de la Antigüedad griega para atribuirles el origen del pensamiento científico. En las Lowell Lectures que dictó en Boston en 1925, publicadas ese mismo año con el título Science and the Modern World, Whitehead sostiene que
Los Padres Peregrinos de la imaginación científica tal y como la conocemos hoy son los grandes autores trágicos de la antigua Atenas: Esquilo, Sófocles y Eurípides. Su visión de un destino implacable e indiferente que empuja un incidente trágico hacia su inevitable desenlace es la misma visión que tiene la ciencia. El destino de la tragedia griega es el orden de la naturaleza del pensamiento moderno. El interés absorbente por incidentes heroicos particulares considerados como ejemplos y verificaciones del funcionamiento del destino reaparece en nuestra época bajo la forma de un concentrado interés por los experimentos cruciales de la ciencia.
Contrariamente a la tendencia del cientifismo a ensalzar un tipo de conocimiento científico atemporal y acultural, Whitehead no solo enlaza la ciencia con la literatura y la filosofía, sino que demuestra que el desarrollo de la ciencia es inseparable de la evolución y los cambios registrados en todo el amplio espectro de la civilización occidental, incluidos la religión, el arte, el comercio y el derecho. Las relaciones entre ciencia y cultura supuestamente movieron a Snow a lanzar sus acerbas críticas contra las humanidades; alguien hubiese debido aconsejarle que leyera las reflexiones de Whitehead, que sí cumplen su declarado propósito de «tender puentes» entre disciplinas de tan distinto signo y desarrollar en diferentes lenguajes un mismo proyecto, merecedor, este sí, del epíteto «humanista».
El mejor alcalde, el autor
Por último, porque quienes mejor han defendido y defienden su oficio son quienes lo ejercen, sirva esta modesta colección de citas de escritores para ilustrar algunos conceptos e ideas básicos relativos a la utilidad de la literatura, la necesidad de tomar su defensa, las relaciones entre literatura y realidad, o lo que distingue la literatura de lo que no lo es. Incluso algún escritor, y no precisamente uno menor, se atreve a invertir aquel orden jerárquico de Snow en el que la literatura es invariablemente ancilar ⎯recordemos que es voz que significa sierva o esclava⎯ de la ciencia. Ojalá permita también instilar un poco de buen humor y ánimo a misomúsicos y agelastas.
Por qué la vocación de la literatura no es reflejar la realidad: una pequeña fábula
Quiero que comprenda que hay dos mundos: el que existe sin que nadie hable de él; es el llamado mundo real, y no hace falta hablar de él para constatar que existe. El otro es el mundo del arte: es de este del que hay que hablar, porque sin ello no existiría.
«Había una vez un hombre al que todos querían en su pueblo porque contaba historias. Todas las mañanas salía del pueblo a dar un paseo. Cuando regresaba por la tarde, los trabajadores, tras haberse afanado todo el día, se reunían a su alrededor y le pedían:
⎯¡Vamos, cuéntanos! ¿Qué has visto hoy?
Y él les contaba: “He visto en el bosque a un fauno que tocaba la flauta y hacía bailar en corro a unos pequeños silvanos”.
⎯Cuéntanos qué otras cosas has visto —le decían los hombres.
⎯Cuando llegué a la orilla del mar, vi a tres sirenas que flotaban sobre las olas mientras peinaban sus largos cabellos verdes con un peine de oro.
Y los hombres le querían porque les contaba historias.
Un buen día, como todas las mañanas, salió a pasear, y al llegar a la orilla del mar vio a tres sirenas flotando sobre las olas que con un peine de oro estaban peinando sus verdes cabelleras. Retomó su paseo. Un poco más lejos, cerca del bosque, vio a un fauno que tocaba la flauta para un grupo de silvanos.
Esa noche, cuando regresó a su pueblo y los aldeanos, como todas las noches, le pidieron que contara lo que había visto, el hombre respondió: “Hoy no he visto nada”».
(Oscar Wilde a André Gide, contado por Gide en su homenaje póstumo a Wilde, en Prétextes. Réflexions sur quelques points de littérature et de morale, 1903).
Cuándo y cómo nació la literatura: variante de la anterior fábula
La literatura no nació el día en que un niño gritando lobo, lobo salió corriendo del valle de Neanderthal con un lobo pisándole los talones; la literatura nació el día en que un niño llegó gritando lobo, lobo y no había ningún lobo detrás de él.
(Vladimir Nabokov, «Buenos lectores y buenos escritores», Curso de literatura europea, 1980).
Por qué la obra de ficción es superior al realismo de la ciencia
¿Quién tiene razón, el sepulturero o Hamlet, cuando uno solo ve un cráneo y el otro recuerda una fantasía? La ciencia puede decir: el sepulturero; pero es no contar con Shakespeare, que hará perdurar el recuerdo de esa fantasía más allá del polvo del cráneo.
(Marcel Proust, Pastiches y Misceláneas, 1919).
Por qué la literatura, siendo invención, sigue el ejemplo de la naturaleza
La literatura es invención. La ficción es ficción. Llamar a una historia «historia real» es un insulto tanto al arte como a la verdad. Todo gran escritor es un gran embustero, pero también lo es la naturaleza, esa gran tramposa. La naturaleza siempre engaña. Desde el simple engaño de la propagación hasta la prodigiosa y sofisticada ilusión de los colores protectores de las mariposas o los pájaros, en la naturaleza existe un maravilloso sistema de hechizos y artimañas. El escritor de ficción solo sigue el ejemplo de la naturaleza.
(Vladimir Nabokov, Op. cit.).
Por qué la obra literaria no responde a las leyes de la física
Una novela de Balzac (…) cuyas descripciones se decidiera aligerar con la intención de afinarla (tarea considerada recomendable en el siglo XIX por críticos serios), no evocará en absoluto una casa en la que se ha hecho limpieza y se ha ganado espacio, sino más bien una nave gótica de la que se derribaran los arbotantes por motivos económicos.
(Julien Gracq, Leyendo escribiendo, 1980).
Por qué la literatura no es la ciencia
En la ciencia buscamos las recurrencias y las semejanzas: leyes y sistemas; en la literatura, las excepciones y las sorpresas: obras únicas. Una ciencia de la literatura como la que pretenden algunos estructuralistas franceses (…) sería una ciencia de objetos particulares. Una no-ciencia. Un catálogo o un sistema ideal perpetuamente desmentido por la realidad de cada obra.
(Octavio Paz, Los hijos del limo, 1974).
Por qué la obra literaria no es inmune al paso del tiempo
(…) la consideración del lector más probable es el ingrediente más importante de la composición literaria; el espíritu del autor, lo quiera o no, lo sepa o no, parece estar en sintonía con la idea que necesariamente se forma de su lector; por lo tanto, el cambio de época, que es un cambio de lector, es comparable a un cambio en el propio texto, un cambio siempre imprevisto e incalculable.
(Paul Valéry, «A propósito de Adonis», 1920).
Por qué la obra literaria puede provocar ira, miedo y aburrimiento
El comandante Gibbs de Cheltenham se metería una bala en la cabeza si la vida fuera como la pinta Hardy; la señorita Wiggs de Hampstead debe quejarse de que aunque el arte de Proust es maravilloso, el mundo real, y se lo agradece a Dios, no tiene nada en común con las distorsiones de un francés pervertido. Tanto el caballero como la dama están intentando controlar la perspectiva del novelista de manera que se asemeje y refuerce la suya propia. Pero el gran escritor —Hardy o Proust— sigue su camino sin tener en cuenta los derechos de la propiedad privada; con el sudor de su frente engendra orden a partir del caos; planta su árbol allá y su hombre acá; vuelve la figura de su deidad remota o presente a voluntad. En las obras maestras —libros donde la visión es clara y se ha logrado el orden— nos impone su propia perspectiva con tanta fuerza que sufrimos un martirio la mitad de las veces: nuestra vanidad resulta herida porque nuestro propio orden está turbado; tenemos miedo porque nos están arrebatando los viejos apoyos; y nos aburrimos —pues, ¿qué placer o diversión se puede arrancar de una idea nueva y flamante? Con todo, de la ira, del miedo y del aburrimiento nace en ocasiones un goce excepcional y duradero.
(Virginia Woolf, «Robinson Crusoe», El lector común, Segunda parte, 1935).
Por qué no hay literatura sin libertad de pensamiento
(…) ocurra lo que ocurra con las ciencias físicas, la música, la pintura y la arquitectura, resulta indudable (…) que si la libertad de pensamiento perece, la literatura está condenada. No solo está condenada en cualquier país que retenga una estructura totalitaria, sino que cualquier escritor que adopte el concepto del totalitarismo, y encuentre excusas para justificar la persecución y para la falsificación de la realidad, se destruye a sí mismo como escritor. No hay vuelta de hoja. Ninguna diatriba contra el «individualismo» y la «torre de marfil», ningún lugar común en el sentido de que «la verdadera individualidad se obtiene a través de la identificación con la comunidad», puede superar el hecho de que una mente comprada es una mente arruinada. A menos que la espontaneidad surja en algún momento, la creación literaria se vuelve imposible y el lenguaje mismo se osifica. En un futuro, si la mente humana se convierte en algo completamente distinto de lo que es ahora, quizá podamos aprender a distinguir entre la creación literaria y la honestidad intelectual. Por el momento, lo único que sabemos es que, al igual que ciertos animales salvajes, la imaginación no se reproduce en cautiverio. Cualquier escritor o periodista que lo niegue (…) de hecho exige su propia destrucción.
(George Orwell, «Los impedimentos de la literatura», 1946).
Por qué los europeos son (¿seguirán siendo?) hijos de la novela
Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral. La moral que se opone a la indesarraigable práctica humana de juzgar enseguida, continuamente, y a todo el mundo, de juzgar antes y sin comprender. (…) La creación del campo imaginario en el que se suspende el juicio moral fue una hazaña de enorme alcance: solo allí pueden florecer los personajes novelescos, es decir, individuos concebidos no en función de una verdad preexistente, como ejemplos del bien o del mal, o como representaciones de leyes objetivas que se enfrentan, sino como seres autónomos basados en su propia moral, en sus propias leyes. La sociedad occidental ha adquirido la costumbre de presentarse como la sociedad de los derechos humanos; pero antes de que un hombre pudiera tener derechos, tuvo que constituirse como individuo, considerarse como tal y ser considerado como tal; esto no habría podido suceder sin una larga práctica de las artes europeas y de la novela en particular, que enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a tratar de comprender las verdades que difieren de las suyas. En este sentido, Cioran tiene razón al designar a la sociedad europea como la «sociedad de la novela» y al hablar de los europeos como «hijos de la novela».
(Milan Kundera, Los testamentos traicionados, 1993).
Ilustración: Liseuses (Lectoras). Litografía de Louis Welden Hawkins (1898). Cleveland Museum of Art. Dominio público.
