En La rebelión de las masas, Ortega no se limitó a señalar con precisión los rasgos mórbidos de la sociedad moderna que empezaba a desplegarse ante sus ojos, también vaticinó con acierto la descomposición a la que conduciría ese estado de cosas si nada lo remediaba. No obstante, erró estrepitosamente en uno de sus vaticinios. El que formula en este párrafo:
Acertará quien no se fíe de cuanto hoy se pregona, se ostenta, se ensaya y se encomia. Todo eso va a irse con mayor celeridad que vino. Todo, desde la manía del deporte físico (la manía, no el deporte mismo) hasta la violencia en política; desde el “arte nuevo” hasta los baños de sol en las ridículas playas a la moda. Nada de eso tiene raíces, porque todo ello es pura invención, en el mal sentido de la palabra, que la hace equivaler a capricho liviano.
Hoy podemos constatar que todos esos «caprichos livianos» a los que no augura una larga existencia han llegado a centenarios en un estado de salud admirable; si desaparecieran por arte de magia, millones de personas no sabrían qué hacer con sus vidas y ni siquiera sabrían quiénes son. Pero no hay que temer esa magia, el siglo XXI ha proporcionado al hombre masa nuevas invenciones para fomentar la manía del deporte, el culto al cuerpo, la violencia política y ese arte eternamente «nuevo», que en su mayor parte ya no es más que propaganda ideológica y carne de subvenciones. A excepción de la violencia política, que parece volver por sus fueros en el mundo que nos rodea, los otros caprichos son efectivamente livianos y no amenazan el orden social y político que, por fortuna, han conocido las generaciones de europeos nacidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Lo que sí lo amenazan son los nuevos caprichos de nuestro tiempo, que ni Ortega ni nadie que estuviese en su sano juicio pudo llegar siquiera a imaginar. Me refiero a la aparición y el ascenso vertiginoso del movimiento al que, después del feminismo de nuevo cuño, las políticas de género y transgénero, la histeria climática, y la fusión de todo esto con un supuesto antirracismo que es en realidad repudio del hombre blanco, hemos dado en llamar woke por la palabra empleada en Estados Unidos, donde tuvo lugar esta fusión. Todo estos delirios no son por supuesto caprichos livianos pero sí son propiamente manías, elucubraciones de maníacos que han ido construyendo, sin que lo advirtiéramos, una enorme estructura de poder ajena al raciocinio e incompatible con la libertad.
Nadie podía prever ni en los años en que escribía Ortega ni en otros más recientes que llegaría un día en el que se negaría la realidad del sexo biológico y que esa negación trascendería el ámbito de las locuras ideológicas y acabaría por imponerse al derecho y contaminar incluso la ciencia, los dos instrumentos de máxima racionalidad que ha concebido el ser humano. Pero sin alcanzar tales extremos, tampoco era imaginable que, confundiendo el sexo con la gramática, los políticos, los periodistas y los educadores comulgarían con las ruedas de molino de lo que primero se llamó «corrección política» y luego «lenguaje inclusivo»; que los organismos, las empresas y los partidos, de buena gana o por no sufrir acosos y sanciones, adoptarían la «paridad de género» o que las universidades americanas primarían la pertenencia a una minoría étnica por encima de la excelencia en sus criterios de admisión y las escuelas dejarían de enseñar para celebrar la diversidad; que Ana Bolena, en fin, sería encarnada en el cine por una actriz de raza negra o que el conservador jefe del Louvre condenaría el arte occidental en su conjunto por su obsesión en representar violaciones de mujeres.
Ortega no pudo imaginar nada remotamente parecido porque su tiempo, a pesar de los populismos que vio crecer a diestra y siniestra y de las carnicerías que estos acabarían provocando, aún conservaba una cierta racionalidad, y el nuestro es inconcebible por absurdo. Por eso y porque lo woke, aunque ya llevaba décadas gestándose, emerge como una consecuencia retardada de la caída del comunismo, la crisis financiera de 2007-2008 y la llegada al poder de individuos formados, en el mejor de los casos, en facultades de ciencias sociales ajenas al conocimiento y embebidas de «Estudios Culturales» y «Estudios de Género». La llegada al poder, en realidad, del hombre masa. De modo que Ortega acertó en lo esencial: «Si ese tipo humano sigue dueño de Europa y es definitivamente quien decide, bastarán treinta años para que nuestro continente retroceda a la barbarie».
Cuando estas tendencias empezaron a hacerse notar en España, nadie le dio mucha importancia. «Esto desaparecerá con el tiempo como desaparecen todas las modas, no te lo tomes tan en serio», me decían mis conocidos después de leer las columnas que yo escribía a contracorriente en el suplemento catalán de El País acerca de las cosas asombrosas que ocurrían en las universidades norteamericanas: la incesante ampliación de tipos y subtipos de género, la cancelación, la censura, la condena al ostracismo de profesores por simples comentarios considerados racistas, homófobos o machistas o la adopción de protocolos contra los abusos sexistas que incluían la penalización de las miradas lascivas o prepotentes. En 2019 asistí, en una universidad catalana, a unas jornadas feministas en las que una de las ponentes, después de soltar un discurso abstruso con todos los tópicos de los Estudios de Género, lamentó con una mueca de desprecio que aún hubiese demasiadas mujeres jóvenes que se sentían atraídas por hombres heterosexuales con pene y comportamiento masculino. Lo que me dejó atónito no es lo que dijo la ponente, pues yo ya estaba muy versado en el tema, sino las sonrisas cómplices de las otras ponentes que le acompañaban en la mesa y el aplauso unánime con el que un público formado por profesores y estudiantes recibió su descabellada intervención. Y me ocurrió lo mismo que con las columnas: al comentar el hecho la gente se reía y le quitaba importancia.
Luego fueron apareciendo artículos y libros que analizaban con rigor el fenómeno y sus consecuencias, y actualmente solo los muy desinformados, que ya sé que son mayoría, siguen pensando que el wokismo no representa un gran peligro para la supervivencia de la civilización occidental. Uno de los últimos ensayos publicados sobre el tema, Deseo y destino. Lo woke, el ocaso de la cultura y la victoria de lo kitsch (Debate, 2025), es obra del prestigioso historiador, crítico cultural y periodista David Rieff. A diferencia de la escasa duración que auguraba Ortega a las manías de su época, Rieff pronostica a las manías de la nuestra una continuidad que se puede prolongar por lo menos unas cuantas décadas. Y esa perspectiva de continuidad resulta espeluznante si compartimos la opinión de Rieff, y no seré yo quien la niegue en este punto, según la cual la operación destructiva del wokismo sobre todo lo que configura la civilización occidental en derecho, política, educación, arte y literatura ya hace tiempo que hace sentir sus efectos. Afecta la libertad de expresión como nada la había afectado antes en las democracias liberales, ha disminuido las garantías jurídicas en lo que respecta a la presunción de inocencia, ha sustituido en la escuela el cultivo de la excelencia por el derecho del alumno a expresar sus sentimientos e inclinaciones («Todo el mundo es especial») y ha sometido el arte a la obligación política de representar equitativamente la diversidad, además de aplicar la censura sobre obras literarias del presente y del pasado. Todo esto no se hace aún sin resistencia, y quiero creer que todavía son mayoritarios, por lo menos fuera del ámbito anglófono, los espacios en los que la cultura se desarrolla sin el peso de las imposiciones del wokismo, pero sus exigencias cada vez se perciben más como parte de la normalidad.
Rieff, como no se puede esperar menos de un analista de su talla, aporta ideas de gran interés en su análisis del fenómeno, pero parece fiarlo casi todo a la asimilación y aprovechamiento, por parte del sistema capitalista, de las obsesiones wokistas. Es algo que la simple observación no permite negar. Las grandes plataformas de ocio audiovisual como Netflix, Disney o HBO y las grandes marcas de productos de consumo, como Nike, Calvin Klein, Coca-Cola o Kellogg’s han adoptado sin reparos las exigencias de lo que el wokismo entiende por «justicia social». Rieff ve en eso una estrategia para prevenir males mayores: «El riesgo de no presentar todo como una campaña de justicia social es que se despliegue una verdadera, es decir, una campaña que pueda amenazar el statu quo económico, en la que las empresas estadounidenses se salen con la suya en todos los sentidos esenciales». En otras palabras, lo que sugiere es que esas empresas han hecho suyas las palabras que Lampedusa puso en boca del personaje de Tancredi en El gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». No creo que el wokismo, que sin duda ocupa ya muchos centros de poder cultural y político, esté tan implantado en las mentes de los consumidores como para que la publicidad no pueda prescindir de sus consignas, sino más bien que las grandes empresas tienen en sus departamentos comerciales a personas formadas bajo su influjo o que simplemente siguen la corriente que interpretan como dominante.
Que el capitalismo asimila lo woke porque no afecta sus planes o incluso los favorece, es la idea fundamental del ensayo de Rieff, y aun cuando hay en ella algunas verdades evidentes que muestran cómo la nueva izquierda se ha vuelto pro capitalista sin enterarse y sin dejar de ser nominalmente anticapitalista, y el capitalismo, a su vez, no ha tenido inconveniente en darle la razón que se da a los locos para que no sigan importunando, no agota la explicación de ese cambio drástico de mentalidad que sufre Occidente. Aún resulta más sostenible que a lo woke lo alimenta sin cesar la política de las subvenciones, que no es algo precisamente capitalista: un negocio redondo para sus miles de oficiantes, quienes reciben paletadas de dinero público para sus oenegés, sus programas de implementación de la perspectiva de género en los países subdesarrollados y sus organismos dedicados a difundir la buena nueva en universidades y centros culturales, con la consiguiente presión fiscal a los contribuyentes. Es decir, el Estado socialdemócrata es el principal financiador del activismo woke, de eso no hay duda, y a lo woke se acercan con orgullo los actores, los músicos y los artistas que no pierden ocasión de sellar públicamente su compromiso con quien les paga. Por otra parte, la hipótesis que atribuye su expansión a los intereses capitalistas deja de lado lo que, a mi juicio, es el factor decisivo en las transformaciones sociales: el desarrollo de las ideologías, no como superestructuras de las relaciones de producción, sino como monstruos irracionales capaces de crecer al margen de los intereses materiales y expandirse por la imposición del adoctrinamiento, el miedo y el simple contagio imitativo, incluso cuando, por su capacidad destructiva, dejan de favorecer las aspiraciones de quienes las impulsaron.
Fuera de la escasa minoría que se esfuerza en pensar libremente con rigor y honestidad, la mayoría de las personas se apuntan miméticamente a las ideologías sin tener la menor idea ni de las causas ni de las consecuencias de lo que defienden. Lo que digo es aplicable a cualquier fe política o religiosa, y se produce de una manera mucho más intensa en los extremos: al revolucionario de izquierdas o de derechas no lo mueve un pensamiento que ni siquiera sabe expresar con una mínima coherencia, le mueven unas consignas que proporcionan un contenido al vacío de su existencia o una satisfacción de ese deseo de odio que el ser humano, a poco que encuentre ocasión, expande sobre lo que se le ofrece. Porque el buenismo, la convicción irracional de que se puede luchar contra las desigualdades sólo con proclamar a voz en grito que un mundo mejor es posible, también se alimenta de odio; de odio, precisamente, al único sistema que ha reducido las desigualdades. Ser de izquierdas era, antes de la caída del muro, estar implicado en la lucha de clases, denunciar las injusticias materiales del capitalismo y defender las dictaduras comunistas. Aunque esto último persiste, el resto se ha diluido en gran parte si no del todo. Ser de izquierdas hoy es luchar contra la emergencia climática reciclando y comprando productos «respetuosos con el medio ambiente» (o destrozando obras de arte, si uno está en la vanguardia del activismo); enarbolar banderas palestinas junto a banderas LGTB y lanzar proclamas feministas sin inmutarse ni por las ejecuciones de homosexuales ni por la anulación de las mujeres en los países islámicos. El que se siente de izquierdas compra todo esto a modo de kit revolucionario como compraría con idéntico convencimiento otra clase distinta de productos siempre que llevaran la misma etiqueta.
No hay, pues, por qué extrañarse de que la izquierda esté constituida hoy en día más por personas acomodadas que por trabajadores en situación precaria. Si algún mérito se puede reconocer a la gauche caviar, que existe desde hace décadas, es una admirable perspectiva de futuro. La izquierda, hoy en día, no atiende a necesidades materiales; en ella, todo es simbólico e identitario, por lo que uno puede poseer sin contradicción un automóvil de lujo y varios apartamentos, cotizar en Bolsa y disfrutar de los más caros viajes de placer siendo arrebatadoramente de izquierdas. El izquierdismo de salón ha sido siempre un lavado irracional de la mala conciencia, y preocuparse por la emergencia climática, abrazar el antisemitismo y defender los supuestos derechos de las minorías étnicas y sexuales lava tan bien hoy en día como los apoyos que durante la Guerra Fría tuvo el totalitarismo soviético en Occidente.
Más allá del acuerdo que pueda suscitar la observación de la dependencia mutua entre capitalismo y wokismo, el ensayo de Rieff abunda como pocos en la descripción de los territorios que esa sinrazón ha colonizado hasta la fecha. Las universidades, convertidas ya casi por completo en escuelas de oficios, encuentran en lo woke el «lubricante ético» que permite pasar con comodidad de una universidad basada en el conocimiento del pasado y la libertad de pensamiento a una universidad enfocada exclusivamente a los intereses empresariales del presente. La alta cultura, la cultura como un bien en sí misma, pertenece al pasado, y el pasado ha dejado de interesar excepto como objeto de condenas retroactivas. El personal médico, que en España y otros países ha llenado los hospitales de banderas palestinas y mensajes antisemitas, también tiende a someterse a los nuevos dictados. Una doctora norteamericana escribió en el New England Journal of Medicine: «Si los médicos blancos queremos curar a otros y, en última instancia, al sistema de salud, primero hemos de curarnos a nosotros mismos». Los términos en que esa doctora se culpa públicamente del pecado de pertenecer a la raza blanca sirven a Rieff para insistir en una de sus observaciones más interesantes sobre la naturaleza del wokismo: la sustitución de la realidad de los hechos por el lenguaje metafórico. En este caso concreto, la supresión de la diferencia entre curar y curar. El lenguaje figurado se vuelve recto y usurpa a lo real el derecho a proclamar la verdad. Es algo parecido, aunque aquí no se trate exactamente de metáforas, a lo que ocurre cuando se llama «genocidio» a la intervención israelí en Gaza y «negacionistas» ⎯un término creado para designar a los negadores del Holocausto⎯ a los críticos del cambio climático y de la «violencia sistémica heteropatriarcal», o cuando se borra toda distinción entre una mujer biológica y un transexual, con todas las consecuencias reales que ello tiene en el deporte y en la seguridad de las mujeres de verdad en los aseos públicos. El wokismo es ante todo una neolengua, una apropiación del lenguaje que trastoca la realidad con solo nombrarla.
No puedo repetir aquí las múltiples manifestaciones de lo woke en el ámbito anglófono que refiere y analiza Rieff en Deseo y destino. Baste con enumerar algunas de las más destacadas: la creciente extensión de la censura en el arte, la literatura y el cine; la coacción a la que ciertas editoriales someten a sus autores para que contraten los servicios de «lectores de sensibilización» (individuos dedicados a la detección de pasajes ofensivos o poco respetuosos con la diversidad étnica y sexual); la declaración de lealtad a sus principios que esa policía moral a la que llaman DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) exige a las organizaciones empresariales, o el requerimiento a los estudiantes que solicitan su ingreso en ciertas universidades de que redacten sus experiencias traumáticas, lo que presupone que nadie es admisible si no padece un trauma, etc. etc. Victimismo, infantilismo, exclusivismo identitario, resentimiento, sustitución de lo real por lo simbólico y pasión represora: he aquí los ingredientes del wokismo.
Todo esto hace años que dejó de ser una tendencia cultural para convertirse en un poder implacable, ¿alguien puede dudar ya a estas alturas del hundimiento de la civilización occidental? Rieff cree que el wokismo lo acabará dominando todo y, con su coartada moral, dejará intactas las estructuras del poder económico. La libertad de mercado, con todos los inconvenientes que tiene y las injusticias que produce, que son muchas menos de las que producen las dictaduras comunistas, sigue siendo insustituible e irrenunciable; no puede haber libertad de ningún tipo sin libertad de mercado, pero la libertad de mercado, por sí sola, no garantiza las otras libertades. Es probable que vayamos a un mundo parecido a lo que hoy es China, con cámaras de vigilancia, intromisión de los poderes públicos en la vida privada, control de la libertad de expresión y capitalismo corrupto. A la izquierda ya le parecerá estupendo si el capitalismo corrupto se puede combinar con las subvenciones a sus organismos comprometidos con el feminismo, el antirracismo y los derechos LGTB. Pero hay algo peor: el integrismo islámico también sabe adónde vamos y con qué aliados cuenta para progresar en su penetración de Occidente.
Ilustración: Dibujo de Henry Mayo Bateman para el libro de Lewis Carroll Further Nonsense Verse and Prose (1926). Dominio público.
