The effort to combat psychotic prejudice with reasonable counterarguments is not only an act of folly but a capitulation. David Mamet, The Wicked Son, 2006
Advertencia al lector: aquí se toma en serio el antisionismo. De entrada, esto quiere decir que no se tratará aquí de confirmar o desmentir la carga de antisemitismo que la ideología antisionista, de manera más o menos solapada, acarrea o instiga. Los antisionistas no ocultan que lo son, al contrario, lo pregonan, del mismo modo que los antisemitas se enorgullecían de serlo, antes de la Shoá y la censura moral que acompañó el descubrimiento de la sobrecogedora destrucción de los judíos europeos, según la consagrada fórmula de Raul Hilberg. Parece más útil ⎯y a quien esto escribe, más urgente⎯ tomar en serio el entramado conceptual en el que se apoya el antisionismo. Sobre todo cuando el mundo entero se ve hoy recorrido por una particularmente ponzoñosa andanada de odio a todo lo judío, a raíz de la enésima vez que Israel se ve obligado a tomar las armas en respuesta a un sangriento ataque contra sus ciudadanos.
Es preciso tomar en serio a los antisionistas, tanto lo que dicen como las ideas que transmiten y ponen al servicio de un único objetivo: deslegitimar al Estado judío para precipitar su destrucción. Muchos lo dicen abiertamente: odian a Israel y quieren que desaparezca. Como señala el joven antropólogo Adam Louis-Klein, cofundador de Movement Against Antizionism, «lo que distingue a los antisionistas no es que disimulen sus intenciones, sino que insisten en decir que no son antisemitas». Nada hay oculto en el antisionismo, en efecto. No es una forma vergonzante o solapada de antisemitismo; no es una forma oculta de odio: es odio. Pero, como sucede con el antisemitismo y el racismo y cualquier otra ideología del odio, su objeto ⎯en este caso, el «sionismo»⎯ poco o nada tiene que ver con la realidad histórica del fenómeno que responde a ese nombre. Como el judaísmo del antisemita, el sionismo del antisionista es una construcción ideológica. Y si tomamos en serio lo que dice el antisionista, es fácil advertir que quien niega a Israel el derecho a defenderse, que suele ser el mismo que niega a los judíos y solo a ellos el derecho a constituirse en Estado nación, lo hace aduciendo medias verdades y argumentos falaces. En esto, pese a negar vehementemente que los judíos sean el objeto de su ideología, tampoco nada distingue al fanático antisionista de hoy del virulento antisemita de siempre. Como bien dice Mamet, sin embargo, intentar razonar con creyentes en dogmas ideológicos no solo es una insensatez sino también una capitulación. «Las acusaciones contra Israel, en su lucha a vida o muerte, son irrefutables ⎯añade Mamet⎯, ya que se basan en una suposición falsa: que los que no están involucrados son de alguna manera imparciales». Y racionales, cabe añadir.
Antes de entrar en materia, algunas precisiones conceptuales y terminológicas. Gracias, entre muchos otros investigadores y estudiosos, a Léon Poliakov y Robert S. Wistrich, a Pierre-André Taguieff y Georges-Elia Sarfaty, a Matthias Künzel y Walter Laqueur y Gilles Kepel, sabemos que el viejo antijudaísmo cristiano comenzó a mudar de piel en el siglo XIX, el siglo del positivismo, el cientificismo y el marxismo, y que este proceso de transformación ha conducido a la aparición de tres modalidades de ese fenómeno plurisecular que es el antisemitismo, que no sin razón Wistrich definió como «el odio más duradero» de la humanidad. En honor a la verdad, habría que hablar no de antisemitismo, sino de una ideología de extraordinaria plasticidad, que actualmente se nutre de tres fuentes: un antisemitismo conspiracionista, inicialmente plasmado en el fraudulento texto de Los Protocolos de los Sabios de Sión, obra de la Ojrana zarista, hoy activo sobre todo, pero no exclusivamente, en la extrema derecha; un antisemitismo estalinista, destilación última del antijudaísmo de izquierdas teorizado por Marx y adaptado a la realidad rusa por Lenin, y un antisemitismo islámico en el que confluyen vilipendio coránico del judío, simpatía declarada por las tesis racialistas de los nazis, y ultranacionalismo antiisraelí del panarabismo, hoy hiperactivo en numerosos países musulmanes y en algunos núcleos de musulmanes instalados en países no musulmanes, sobremanera pero no solamente entre prosélitos de los Hermanos Musulmanes.
Este complejo y diverso panorama ha favorecido la proliferación de definiciones terminológicas ad hoc (antijudaísmo, neoantisemitismo, judeofobia, Judenhass, misojudaísmo), con la consiguiente tendencia a generar polémicas y enfrentamientos académicos y políticos. Así, por ejemplo, cuando en medio de la sanguinaria Segunda Intifada (2000-2005), Taguieff publicó un pionero ensayo sobre el actual antisemitismo islámico y su diseminación en Occidente (La nouvelle judéophobie. Israël et les Juifs, désinformation et antisémitisme, Fayard, 2002; La nueva judeofobia, Gedisa, 2003), las biempensantes izquierdas occidentales cerraron filas contra su tesis central, según la cual tanto la violencia desatada contra los israelíes como el sesgo propalestino de los medios que cubrían la noticia apuntaban a la aparición y normalización de una «nueva judeofobia». ¿Por qué es inadmisible esta tesis para la izquierda? Porque así como el sano izquierdista no pone en duda la existencia de la islamofobia, que los judíos denuncien ser víctimas de un fenómeno comparable, en cambio, será para este paladín de la justicia social poco menos que un escándalo conceptual. Más adelante veremos por qué, y por qué este sesgo se ve reforzado por las tesis del wokismo, uno de los tres pilares del actual antisionismo. De momento, señalemos que este episodio de descalificaciones y ninguneo del libro de Taguieff ilustra una de las tácticas recurrentes de las izquierdas de cualquier pelaje, que presenta la doble ventaja de marcar como infamantes y tabú ciertos usos del lenguaje (quien hable de «judeofobia» será inmediatamente conminado a reconocer la existencia de la «islamofobia», y si insistiese en tratar el otro asunto será tachado de «fascista»), y al mismo tiempo permite utilizar la espuria polémica terminológica para lanzar con ella una espesa cortina de humo y evitar así la divulgación de la tesis de fondo.
Del mismo modo que no perderemos el tiempo discutiendo si el antisionismo es o no un tipo más o menos aggiornato de antisemitismo, tampoco lo haremos deshaciendo el tejido de falacias que los mendaces palestinistas, presentes y activos tanto en la ONU como en poderosas ONGs y los principales medios de comunicación, han propalado desde el brutal pogromo del 7 de octubre de 2023. De nuevo, hay que hacer caso a Mamet y no discutir con fanáticos ni con «tontos útiles». En el caso de los medios, el periodista israelí Amit Segal acierta al decir que «leer las noticias, especialmente las de Oriente Medio, a menudo nos dice menos sobre lo que realmente sucede que sobre lo que alguien cree que sucede».
Con todo, no dejan de ser llamativas las concordancias entre la intensa campaña de desprestigio de Israel a la que asistimos literalmente desde el día después de conocerse la mayor masacre de judíos desde la Shoá, y las campañas de idéntico talante que han acompañado los numerosos ataques, atentados y agresiones contra ese país al menos desde la Guerra de los Seis Días. Quien piense que exagero, lea las siguientes líneas; podrían ser de hoy mismo, pero se remontan a 1981. Fueron escritas por Jorge Semprún para su prefacio a la edición por Mario Muchnik del tomo de la monumental Historia del antisemitismo, de Léon Poliakov, dedicado a «La Europa suicida 1870-1933»:
Hoy por hoy, y aunque no nos gustaran los dirigentes de dicho Estado (¡cuántos dirigentes de tantos Estados nos disgustan, sin que pongamos por ello en entredicho el derecho de estos últimos a coexistir con nosotros!), aunque criticáramos tal o cual aspecto de su política, la afirmación del derecho de Israel a mantenerse en paz en un territorio garantizado por la comunidad de las naciones es el punto primero de cualquier toma de posición sobre la cuestión judía. Quien no entienda esto, y en nuestro país son muchos los que parecen no entenderlo, podrá proclamar con cuanta fuerza quiera sus opiniones de izquierda, pero no dejará por ello de ser juguete de la forma actual y solapada del ancestral antisemitismo.
El actual antisionismo, que el filósofo Georges-Elia Sarfati define como «la enfermedad infantil del siglo XXI», posee un pedigrí ideológico específico y complejo. En él confluyen dos de los ya señalados tradicionales antisemitismos modernos: la judeofobia islámica y el antisionismo estalinista. Su nocividad (también su estupidez) se ha visto exacerbada al entrar en contacto con ese reciente avatar del totalitarismo de izquierdas que es el wokismo. Empezaremos por el benjamín de esta perversa tríada, no sin antes enmarcar nuestro acercamiento a los tres pilares ideológicos del actual antisionismo con una cita indispensable del gran filósofo judío Vladimir Jankélevich, que resuena, me temo, como un lasciate ogni speranza de irrefutable actualidad:
El «antisionismo» es (…) una oportunidad única, ya que nos da permiso, e incluso el derecho y el deber, de ser antisemitas ¡en nombre de la democracia! El antisionismo es el antisemitismo justificado, finalmente al alcance de todos. Es el permiso para ser democráticamente antisemitas. ¿Y si los mismísimos judíos fueran nazis? Sería maravilloso. Ya no sería necesario compadecerse de ellos; se habrían merecido su destino. Así es como nuestros contemporáneos se deshacen de ese malestar. (L’Imprescriptible, 1971)
Wokismo y antisionismo
El wokismo es mucho más que la cancel culture, pero, aunque no suficiente, este rasgo es condición necesaria de su implantación. Esta agresiva forma de censura y boicot propugna una versión menos letal pero igual de coercitiva que los procesos estalinistas y los juicios sumarios de la revolución cultural china. Como el comunismo soviético y el maoísmo, el wokismo aspira a erradicar toda manifestación de disenso con sus preceptos y busca imponer una ideología totalitaria, en el sentido de Arendt y Popper: un sistema de ideas omnicomprensivo y omniexplicativo, irrefutable e infalsable puesto que divorciado de la realidad. Repasamos aquí brevemente dos o tres dogmas del wokismo. Veremos cómo contribuyen a apuntalar y consolidar el actual antisionismo, incluso cuando, para lograr este objetivo, sus cultores se avienen a falsearlos o suspenden tácticamente su aplicación.
Primer dogma: negación de la realidad y la historia. El wokismo es, ante todo, un enfoque anacrónico de la realidad que permite «cancelar» o censurar por sexistas, racistas, homófobos, antitrans, etc. sucesos y acciones, obras de arte y pensamiento, figuras y personajes del presente y el pasado. Para ello, rechaza y combate sistemáticamente toda forma de contextualización, empezando por el estudio histórico de las ideas. Paradójicamente, sin embargo, cuando se trata de justificar o encubrir ataques a Israel, sus cultores no tienen empacho en apelar al «contexto». Así, las rectoras de las Universidades de Harvard y Penn y el MIT, en sus testimonios ante una sesión del Congreso de Estados Unidos, a finales de 2023, por las violentas protestas antisionistas en sus campus, evitaron censurar los discursos y eslóganes que llamaban a la destrucción de Israel o justificaban la reciente masacre perpetrada por Hamas, alegando la necesidad de «contextualizar» esas y otras manifestaciones del mismo género. Por otra parte, la negación de la realidad histórica es sumamente útil a la hora de presentar el actual antisionismo como una postura política desvinculada de su propia historia, para de este modo sustraerse a un repaso crítico de sus orígenes, que pasan por la propaganda nazi-islamista de los Hermanos Musulmanes y el Gran Mufti de Jerusalén y la propaganda antiisraelí impulsada por la Unión Soviética desde la década de 1950. Como señala Adam-Louis Klein, «La supresión de la historia del antisionismo no es casual. Es una condición necesaria para que el antisionismo siga reivindicando su autoridad moral».
Segundo dogma: el binarismo opresor-oprimido. La teoría woke de la justicia social, en la que se inscriben las subteorías críticas de la raza, el género, etc., concibe la sociedad como el producto de la intolerancia y las opresiones que supuestamente la fundan. Basta con repasar la oferta de pseudo disciplinas de los llamados «estudios culturales», surgidos en las universidades estadounidenses en los años 80 y 90, para apreciar la proliferante escisiparidad del binarismo opresor-oprimido. En el interminable listado hay de todo, desde los veteranos estudios de género, posteriormente diversificados en estudios queer, lesbianos, gays, etc., hasta estudios sobre raza, decoloniales, sobre discapacidad, sobre obesidad, etc. Con una excepción: el estudio de la intolerancia y opresiones de las que han sido y son objeto judíos e israelíes. Existe una vieja disciplina, muy anterior al wokismo, llamada «estudios judíos», cuyo objeto es el estudio del judaísmo en sus diversas manifestaciones (religión, derecho, cultura). Lo cierto es que los woke, tan atentos y sensibles a todas las discriminaciones, no manifiestan el menor interés por el estudio del antisemitismo. Todo lo contrario: la teoría woke de la justicia social sostiene el mito del privilegio y la opresión judíos. Ejemplo típico es la defensa de la falacia según la cual los judíos fueron responsables, en parte, de la trata de esclavos en Europa en la época moderna, cuando en realidad las leyes de la época impedían en Europa a los judíos invertir en este comercio. Este tipo de objeción es desestimado por los woke: después de todo, solo se trata de hechos históricos comprobables, y el wokismo, como ya hemos dicho, niega la realidad y la historia. No existe la verdad (histórica, científica, filosófica, etc.), solo cuenta lo vivido y percibido por las víctimas autoproclamadas, en un universo mental sometido al…
Tercer dogma: relativismo y subjetividad absolutos. Un dogma sumamente útil al antisionismo, ya que permite afirmar, por ejemplo, que Hamás y Hezbolá son movimientos de resistencia contra la opresión israelí, con independencia de que no hay israelíes ni judíos en las zonas ocupadas o gobernadas por estos grupos. Pero qué importa ⎯de nuevo, se trata solo de hechos comprobables⎯, ya que para ser oprimido basta con decir que lo eres (siempre que quien lo diga no sea un israelí o un judío). Esta subjetividad total destruye el principio de objetividad, que, en teoría, funda toda ciencia y sin la cual no hay conocimiento posible.

Antisionismo soviético
Conviene recordar, antes de explicar en qué consistió el antisionismo estalinista, que desde sus orígenes en el siglo XIX las izquierdas europeas fueron abiertamente antisemitas. Además del católico, el protestante (Lutero) y el agnóstico a la Voltaire, uno de los más virulentos antisemitismos fue el revolucionario y socialista. En La cuestión judía, Marx clamaba contra «la esencia del judaísmo y la raíz del alma judía: el oportunismo y el interés personal, que se manifiesta en la sed de dinero». En carta a Engels, describió al socialista alemán Ferdinand Lassalle como «un verdadero judío de la frontera eslava, (…) con su manía de escamotear al judío mugriento de Breslau usando todo tipo de pomadas y afeites». En cuanto a Proudhon, el padre del anarquismo francés veía en el judío al «enemigo de la humanidad», una «raza» que «hay que devolver a Asia o exterminar». De modo que Stalin hacía honor a este abolengo cuando en 1948 lanzó una particularmente violenta campaña «anticosmopolita», preludio de las ejecuciones de los «batas blancas» y los intelectuales judíos, «incapaces de comprender el carácter nacional ruso». El aporte de Stalin consistió en prohibir toda referencia al antisemitismo ⎯hacía apenas tres años de la liberación de los campos de exterminio⎯ y oficializar esta campaña con la etiqueta «antisionismo».
El socialdemócrata August Bebel, molesto por las diatribas antijudías de algunos de sus compañeros, definió el antisemitismo como «el socialismo de los imbéciles». ¿Cómo caracterizar el antisionismo de izquierdas? ¿Qué pensar del antisionista de izquierdas que justifica su deslegitimación del Estado de Israel apelando al viejo mito comunista del internacionalismo antinacionalista, al tiempo que apoya el nacionalismo panárabe o el nacional-islamismo palestino? Como apunta Taguieff, en su reciente L’invention de l’islamo-palestinisme. Jihad mondial contre les Juifs et diabolisation d’Israël (Odile Jacob, 2025), está claro que el inconsciente ideológico ignora la contradicción.
Hoy se ha olvidado la influencia ejercida en los países democráticos por la propaganda soviética de los años 1950-1980, cuando la URSS inundaba el mundo entero con panfletos antisionistas de feroz radicalidad. Si ignoramos esta realidad histórica, no es posible comprender por qué el izquierdismo cultural occidental, desde su irrupción en los años sesenta, ha estado tan impregnado de antisionismo. La paradoja es que, hasta el nacimiento de Israel en 1948, las fuerzas políticas que apoyaron el sionismo en Occidente eran de izquierdas. Pero incluso en la década de 1930, cuando se produjo una alianza de facto entre las fuerzas de izquierda y el sionismo en oposición al auge de los fascismos, algún relente de antisemitismo era posible notar, sobre todo en las filas del pacifismo europeo.
La cruzada comunista para deslegitimar a Israel se manifestó abiertamente al día siguiente de la fulminante victoria de Israel sobre los aliados árabes de Moscú, en 1967. Como recuerda Robert Wistrich, «esta aplastante derrota de tres Estados árabes supuso un duro golpe para el prestigio soviético como superpotencia antiamericana (…). Los diplomáticos y los medios soviéticos acusaron a los israelíes de “comportarse como nazis”. El 5 de julio de 1967, el secretario general del Partido Comunista, Leonid Brezhnev, dirigiéndose a los graduados de las academias militares reunidos en el Kremlin, afirmó sin rodeos que “por sus atrocidades, parece que (los israelíes) quieren imitar los crímenes de los invasores hitlerianos”». Desde entonces, la izquierda en Occidente no ha dejado de amplificar esta matriz ideológica. Para los autoproclamados «progresistas» se ha vuelto prácticamente obligatorio difamar al Estado de Israel y a sus habitantes judíos lanzándoles la vieja acusación comunista —perfecto ejemplo de inversión victimaria— de imitadores de los nazis, «genocidas» y practicantes del «racismo y el apartheid».
La inversión del tropo del nazismo y la acusación de racismo lanzada contra el sionismo ocuparon un lugar central en el esfuerzo soviético por deslegitimar a Israel, el sionismo y el pueblo judío. De los numerosos propagandistas antisionistas soviéticos, entre los que cabe citar a Yevgeny Yevseyev, autor del panfleto «Fascismo bajo la estrella azul», el más célebre fue Yuri Ivanov, autor de «¡Peligro! ¡Sionismo!» (1969), del que se distribuyeron millones de ejemplares en todo el mundo. Por cierto, este panfleto todavía puede consultarse en una conocida página web comunista, el Marxist Internet Archive. Leerlo hoy en día es comprender hasta qué punto los histéricos antisionistas que desfilan en las principales ciudades occidentales desde el 7 de octubre de 2023 repiten como loritos los bulos de la rancia propaganda soviética.
Junto con los de racismo-apartheid y nazismo-genocidio forjados en la matriz soviética, en las décadas de 1960 y 1970 asomó la cabeza un nuevo esperpento ideológico: el colonialismo de asentamiento sionista. Este constructo teórico se presenta hoy como un marco neutral de análisis aplicado a Israel. En realidad, desde el comienzo fue una fabricación ad hoc, concebida con la intención de presentar este país como la plasmación de un proyecto colonial. La Unión Soviética financió y apoyó los trabajos de una serie de teóricos de la OLP, como Fayez Sayegh, George Jabbour y Jamil Hilal, y de algunos marxistas occidentales simpatizantes de la causa palestina, como el francés Maxime Rodinson. Aun reconociendo que Israel no presentaba los rasgos característicos del colonialismo clásico, estos autores forjaron la noción de colonialismo de asentamiento como una categoría militante útil para el activismo antisionista.
Como puede verse, el antisionismo del comunismo soviético empezó hace más de medio siglo a echar raíces en tierras musulmanas. El islamismo todavía no había desplazado al nacionalismo panárabe como principal motor ideológico del mundo árabe, pero cuando lo hiciera, adaptaría hábilmente los constructos soviéticos a su milenarismo apocalíptico.
Islam y antisionismo
Zionist Colonialism in Palestine (1965), del político sirio Fayez Sayegh, fue el primer intento de aplicar al sionismo la plantilla árabe-soviética del colonialismo de asentamiento. Miembro del Partido Social Nacionalista Sirio, Sayegh integró las filas del movimiento nacional palestino del que emanó la OLP. Fundador del Journal of Palestine Studies, sus análisis de la nación judía como una forma de racismo colonial antiárabe constituyen la base del antisionismo árabe, primero, y actualmente de su variante islámica. En el mundo académico occidental, el historiador Patrick Wolfe fusionó los estudios históricos sobre colonialismo, que inicialmente no incluían a Israel, con las tesis de Sayegh y otros autores del Journal of Palestine Studies, fundando así los modernos estudios académicos del antisionismo. En este marco, la obra de Sayegh ha resultado fundamental para definir el sionismo como un sistema opresivo y perverso.
En los países árabes y en Irán, este antisionismo anticolonial arraigó en un terreno muy fértil, tras años de propaganda nazi, primero, seguidos de varias décadas de un militante y violento antiimperialismo británico y estadounidense. El odio hacia los judíos, Gran Bretaña y Estados Unidos se entretejió en la urdimbre de la moderna cultura árabe moderna. Consultar hoy transcripciones de las emisiones en lengua árabe de Radio Berlín, el órgano radiofónico oficial de la Alemania hitleriana, permite aquilatar hasta qué punto los principales temas del actual antisionismo islámico son un calco de la propaganda nazi. El motivo unificador era la hostilidad hacia el sionismo y la «amenaza judía». Se denunciaban las supuestas conspiraciones judías en Oriente Medio, acusándose a los judíos de Irak, Siria y Egipto de todo tipo de intrigas, a la vez que se agitaba el espantajo de un frente imperialista unido, integrado por la comunidad judía mundial, Estados Unidos y Gran Bretaña, cuya dominación rompería Alemania, liberando a los árabes y llevándolos a la independencia nacional.
Con semejante telón de fondo ideológico, no es de extrañar que el antisionismo se convirtiera en el reflejo automático de todos los políticos del mundo árabe, no solo los islamistas. Por ejemplo, Ahmed Ben Bella, figura del tercermundismo revolucionario y el panarabismo nacionalista, primer presidente de la República Argelina Democrática y Popular, declaraba en 1982, en entrevista publicada en Politique internationale: «El pueblo árabe, el genio árabe, nunca tolerará al Estado sionista (…) porque aceptar el ser sionista equivaldría a aceptar también la no existencia árabe. Lo que queremos los árabes es ser. Pero solo podremos ser si el otro no es». De modo que la tentación genocida del antisionismo, de la que el islamismo globalizado es el nuevo vector tras la derrota del comunismo, hunde sus raíces muy atrás, no solo en el movimiento de los Hermanos Musulmanes, fundado en Egipto en 1928, o en el plurisecular salafismo yihadista, sino también en el panarabismo laico.
El palestinismo es apenas el más reciente avatar del recurrente antisionismo musulmán. También ha resultado ser la tabla de salvación del izquierdismo radical en Occidente, tras el fracaso y desprestigio del comunismo soviético. Como la pasión «revolucionaria» de los intelectuales de izquierdas ha hecho de la causa palestina con rostro islamista-terrorista su oscuro objeto del deseo, el enemigo demonizado no puede ser otro que el occidentalizado y poderoso «sionista». Debidamente «palestinizado», cómodamente instalado en su supuestamente heroica «resistencia» al colonialismo, el racismo «islamófobo», el imperialismo «estadounidense-sionista» y demás clichés de la propaganda antisionista palestina, el islamismo ha tomado el relevo del comunismo en los círculos neoizquierdistas occidentales, donde encuentra adeptos, admiradores, compañeros de viaje, cómplices y una legión de «tontos útiles». Porque combate al enemigo absoluto que es «el sionismo», el «resistente» de Hamás es un héroe digno de admiración y encomio. No importa que masacre a civiles, ancianos, mujeres y niños, o que sacrifique cruelmente a la misma población palestina que finge defender. Para los nuevos izquierdistas, el islamismo se ha convertido en el «horizonte insuperable de nuestro tiempo», la «causa del pueblo» se ha transformado en la «causa del pueblo islamo-palestino». Como bien vio Wistrich, «la mayoría de los defensores incondicionales de la causa palestina ya no buscan una solución política al conflicto israelo-palestino. Su objetivo es ahora el mismo que el de los yihadistas palestinos: la destrucción del Estado de Israel. Su palestinismo redentor tiene como reverso un antisionismo exterminador».
Epílogo
En plena Guerra Fría, cuando la Unión Soviética cebaba sus campañas antisionistas lanzando contra Israel las primeras acusaciones de racismo y apartheid, había que ser muy valiente, si se era escritor e intelectual, para manifestarse públicamente contrario al avance del nuevo oscurantismo antijudío. El 22 de enero de 1958, poco después de recibir en Oslo el Premio Nobel de Literatura, Albert Camus pronunció en París un discurso ante una sala llena de españoles y amigos de los republicanos españoles refugiados en Francia. El texto fue publicado poco antes de su muerte, con el título «Lo que le debo a España». En medio de unas palabras cargadas del cariño y la sed de justicia que siempre manifestó hacia España y los españoles, de pronto dijo lo siguiente:
Son mis amigos de Israel, del ejemplar Israel, a quienes se quiere destruir con la cómoda excusa del anticolonialismo, pero cuyo derecho a vivir defenderemos nosotros, que hemos sido testigos de la masacre de millones de judíos y que consideramos bueno y justo que sus hijos creen la patria que nosotros no supimos darles.
La nefasta ideología que hemos intentado describir, nutrida de rancios tropos nazis, ahíta de propaganda comunista antañona y revestida del relativismo moral y el espíritu totalitario del analfabetismo woke, no debe hacernos olvidar lo que bien sabía Camus: que la razón y la valentía, la búsqueda de la verdad y la defensa de la realidad histórica, son la única respuesta capaz de triunfar sobre todos los oscurantismos.
Ilustración: Le roi Rothschild, caricatura francesa antisemita de 1898 en la que se representa a un banquero de la familia Rothschild con el mundo en sus garras. Dominio público.
