«La verdad es siempre mejor que la mentira, la realidad preferible a la ilusión». Carlos Rangel
Aunque de entrada no lo parezca, este artículo es la reseña de un ensayo de reciente publicación, obra de un autor venezolano poco conocido en España que, como millones de sus compatriotas, hoy vive fuera de su país. Publicado originalmente en inglés con el título Venezuela’s Collapse. The Long Story of How Things Fell Apart (Codex Novellus, 2024), el libro de Carlos Lizarralde ofrece una interesante lectura de lo sucedido en Venezuela en el último cuarto de siglo, a la luz de episodios que el autor espiga entre las sucesivas etapas históricas del país, desde el periodo colonial hasta la larga bonanza petrolera del siglo XX que desembocó en el chavista socialismo del siglo XXI, sin olvidar el atormentado y belicoso siglo XIX venezolano. Pero antes de decir dos o tres cosas sobre este «largo cuento de cómo todo se vino abajo», me parece necesario hacer un par de rodeos.
Para empezar, aunque no suelo practicar el caveat emptor, esta vez haré una excepción debido a la naturaleza del tema. Y es que, sea quien sea el lector de estas líneas, en cuanto vea formarse en la pantalla la palabra Venezuela, en su cerebro se activarán determinadas vías neuronales que harán que reciba lo que lea con variable grado de objetividad. Avisado queda, pues, el hypocrite lecteur, mon semblable etc. Porque lo cierto es que Venezuela hoy ha dejado de ser para muchos observadores una realidad, como cualquier otra dotada de múltiples facetas (históricas, sociales, culturales, económicas, políticas), para convertirse en una máquina generadora de memes dawkinsianos, fuente de energía indispensable al correcto funcionamiento de medios de comunicación y redes sociales. Con lo que ello trae aparejado, a saber, volverse punto menos que imposible tratar el tema venezolano sin tomar posición respecto de una cualquiera de esas balizas del territorio de la doxa u opinión común. Que también sepa el lector, pues, que aquí no hallará consuelo a sus desengaños, argumentos contra el adversario o muestras de indignación ante tal o cual suceso noticiable.
El título de este artículo, por otra parte, retoma el de una colección de relatos del escritor estadounidense John Barth, fallecido hace poco menos de un año. Lost in the Funhouse es un hito de la llamada metaficción, tendencia que tuvo su mejor momento en los años 60 y 70 del pasado siglo que se caracterizaba por proponer, disfrazados de cuentos y novelas, ejercicios de estilo más o menos oulipianos, ferozmente autorreflexivos y refutadores de la tópica verosimilitud literaria. Permítaseme la consiguiente metáfora. En tanto que máquina generadora de memes, Venezuela es lo más parecido a una de aquellas casas encantadas de los viejos parques de atracciones (hoy impensables en un mundo entregado a la ñoñería woke, cuando asustar a los niños con cuentos de hadas es tan punible como la pederastia, pero esto es tema aparte). Insisto, en tanto generadora de memes: nadie a estas alturas puede ignorar hasta qué punto la de Venezuela es una realidad brutal, siniestra y asesina. Pero en un memético universo paralelo, Venezuela también es castillo de la bruja, casa encantada, laberinto de espejos. Como tal, por más cruentos que parezcan sus simulacros de horror, ante todo es ficción. Cuando no metaficción: ficción sobre otra ficción, recursivamente hilada al infinito.
Y es que han transcurrido ya más de veinticinco años, que se dice pronto, del suceso con el que se inició la actual realidad venezolana y su versión memética. Un cuarto de siglo o, llevado al brevísimo lapso de la vida humana, casi dos generaciones. Tiempo ha habido, por tanto, para elaborar ficciones con lo ocurrido en Venezuela. Antes de volver a ellas, conviene recordar que en esos años la Venezuela real a su vez ha generado una asombrosa diversidad de escenarios políticos y económicos. De un lado, el lado del oficialismo gobernante, redacción de una nueva Constitución, usurpación por el Ejecutivo de todos los poderes del Estado y consiguiente destrucción del Estado de derecho, rediseño de las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia por sus homólogos cubanos, entrega al estamento militar de todas las áreas de la economía productiva, recurrente adulteración de la normativa y usos electorales en beneficio del partido gobernante, imposición de la reelección indefinida del presidente, criminalización de la disidencia política, represión armada de manifestaciones pacíficas, detenciones arbitrarias, violación de derechos humanos, apoyo y estímulo a milicias irregulares, saqueo masivo del erario, destrucción de la propiedad privada, destrucción de la infraestructura petrolera, siderúrgica y minera. Del otro, del lado de la oposición, organización de la mayor huelga general de la historia del país, golpe de Estado contra un presidente legítimo, alternancia de participación en elecciones con llamados a no participar en comicios, constitución de mesas unitarias de partidos opositores que implosionan por saboteo interno de esos mismos partidos, incapacidad de diseñar estrategias claras y mantener el rumbo de la acción política más allá de la siguiente contienda electoral, choques recurrentes entre líderes políticos ávidos de protagonismo y poder, compra y corrupción de políticos de la oposición por emisarios del gobierno, participación de sectores económicos cercanos a la oposición en corruptelas y saqueos, manejo opaco de bienes de la nación venezolana incautados fuera del país en aplicación de sanciones al gobierno. Ninguna de estas dos listas es exhaustiva, pero su enumeración basta, me parece, para hacerse una idea de la inextricable maraña que hoy ofrece la realidad política y económica venezolana.
Sin embargo, el simple recurso retórico que consiste en exponer esas realidades mediante la disyuntiva entre dos polos o términos opuestos introduce el germen de una ficción, la de una sociedad partida en dos mitades enfrentadas e irreconciliables. Este es el suelo sobre el que se levantan las otras ficciones venezolanas, todas ellas fruto de un esquema guerracivilista presente en la historia de Venezuela desde el inicio de su vida republicana, y que Hugo Chávez tuvo el maquiavélico tino de desempolvar y actualizar para con él mantenerse en el poder. Tomar conciencia de ello requiere tomar distancia para poder situar esos veinticinco años en el contexto histórico que les corresponde.
Precisamente es lo que busca hacer Lizarralde en su ensayo. No casualmente pone en epígrafe a su Prefacio esta frase de Faulkner en Réquiem por una mujer: «El pasado nunca muere. Ni siquiera queda atrás». Pero proponer a estas alturas una lectura en clave histórica de la actual tragedia venezolana no tiene de suyo nada de original, a decir verdad. Historiadores locales (Germán Carrera Damas, Manuel Caballero, Elías Pino Iturrieta, Inés Quintero) y foráneos (Enrique Krauze) han analizado desde hace más de dos décadas aspectos de la actual realidad venezolana con la lente del comparatismo histórico. Sobremanera al chavismo y a Chávez, del que, para decirlo con palabras del mexicano, dado el «trasfondo tiránico» que «ha pesado sobre Venezuela desde sus orígenes», era fácil advertir que «no era un accidente de la historia venezolana, era un producto natural, esperado, de casi dos siglos de una historia trágica que ha oscilado entre episodios de inaudita violencia (social, racial) y largas dictaduras unipersonales de una duración y ferocidad casi sin precedente en América Latina».
La originalidad de Lizarralde consiste en poner el tema racial en el centro de un análisis no chavista. Recuerda este autor que Venezuela, a las puertas de la independencia, a finales del XVIII, tenía la mayor concentración de población mestiza no esclava de todas las Américas. Esta realidad, en la que historiadores han visto un terreno más propicio que en otros rincones de América a la siembra de las ideas ilustradas y los ideales de la Revolución Francesa, es interpretada por Lizarralde como la causa del fracaso de las dos primeras repúblicas impulsadas por Simón Bolívar, representante de la ultra minoría blanca que constituía la élite de los mantuanos y contaba, al instalarse la Primera República con la firma del acta de independencia, el 5 de julio de 1811, menos de 2 % de la población. Para Lizarralde, en una sociedad mayoritariamente mestiza como ya era la venezolana de la primera mitad del XIX, el dirigente modélico no es Bolívar, sino José Antonio Páez. Es decir, un criollo mestizo que propugnaba la consolidación de un Estado centralizado y la superación de las divisiones y enfrentamientos entre clases sociales herederas de las castas coloniales. Antes me llamaba la atención que el paradójico relato de una Venezuela mestiza liberada por un mantuano, herencia de la más rancia y conservadora historiografía bolivariana, hubiera sido elevado por Chávez y el chavismo a artículo de fe del neo culto a Bolívar en la revolución bolivariana. Ahora me sorprende la reivindicación por un escritor crítico con el régimen chavista de la figura del general José Antonio Páez como modelo de concordia cívica y superación del viejo enfrentamiento entre civilización y barbarie caro a Sarmiento. ¿Será porque Páez, al destruir el sueño de la Gran Colombia, se convirtió en la némesis del Libertador? ¿Habrá que adversar a Bolívar para dar fe de limpieza de sangre opositora?
Lizarralde ofrece otros paralelismos entre episodios del pasado y más recientes, pero basta con el citado, que además es central para su tesis, para intuir la falla sísmica que agrieta este ensayo cautivador, por otro lado, como pueden serlo algunos relatos de ficción cargados de verdad. Porque lo cierto es que tanto la versión chavista de la historia de Venezuela como la visión de Lizarralde adolecen del mismo defecto, en la medida en que ambos postulan la existencia de una sociedad atemporal, eternamente desgarrada entre los dos polos de unas élites ignorantes de la pobreza, fragmentación y caos de las mayorías, y unas masas mestizas movidas únicamente por el resentimiento y las ansias de revancha. Otro reciente ensayo, The Rise and Fall of the Oil Nation Venezuela (Springer, 2023), del economista Carlos A. Rossi, teje con mimbres parecidos un relato afín al de Lizarralde, en el que Elites y Resentidos, hipostasiados con mayúsculas, se enfrentan desde el comienzo de los tiempos republicanos, suerte de Ormuzd y Ahriman tropicales y laicos que se turnan en el gobierno de la desdichada y violenta República de Venezuela. Estos dos autores también coinciden en pedir que cese el incesante duelo mediante la aceptación del otro como adversario cívico. Ninguno, en cambio, parece recordar la advertencia que hacía Octavio Paz en 1971, cuando, a raíz del caso Padilla y la crisis de conciencia que en algunos intelectuales latinoamericanos abrió aquel bochornoso episodio, el gran poeta mexicano animaba a los latinoamericanos a completar la crítica del capitalismo y de las grandes burocracias estatales «con otra de orden histórico y político: la crítica del gobierno de excepción por el hombre excepcional, es decir, la crítica del caudillo, esa herencia hispano-árabe».
En el caso de los venezolanos, hoy, esa crítica brilla por su ausencia. En el bando chavista, por descontado. Pero también entre unos opositores dispuestos a dejarse llevar al matadero de la historia por la primera figura mesiánica que les prometa la redención de su violenta y terrible realidad. Habrá que recordarles a unos y otros ⎯sí, puesto que unos y otros son por igual venezolanos⎯ que de la casa encantada solo se sale cuando se renuncia a andar con las muletas del líder (o lideresa) providencial.
Ilustración: Venezuela. Cromo de la colección Flags of All Nations, difundida por Allen & Ginter Cigarettes Brands (1887). Via Creative Commons.