El 7 de agosto de 1948, en el auditorio de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de Moscú, Trofim Lysenko se puso en pie para pronunciar su discurso inaugural. Entre los presentes se encontraban los principales genetistas soviéticos, congregados para lo que sería su última asamblea. Antes de comenzar, Lysenko añadió una nota manuscrita a su texto: «El Comité Central del Partido ha examinado mi informe y lo ha aprobado». Con estas palabras, la genética quedaba oficialmente proscrita en la Unión Soviética. La ciencia, ese método basado en la observación sistemática y la evidencia empírica, cedía su lugar a una doctrina que prometía transformar la naturaleza mediante la «educación» de las plantas. No era la primera vez que el poder político se imponía sobre la realidad material, pero pocas veces el triunfo de la ideología sobre los hechos había sido tan explícito.
El episodio tendría consecuencias devastadoras para la agricultura soviética y el desarrollo científico del país. Centenares de científicos fueron purgados de sus puestos, cuando no enviados directamente a campos de trabajo. Todo ello para sostener una teoría que afirmaba, contra toda evidencia, que los rasgos adquiridos podían heredarse y que el entorno podía modificar permanentemente la naturaleza de los organismos. Era el equivalente biológico del «hombre nuevo» que el régimen pretendía crear: si las plantas podían ser reeducadas, ¿por qué no los seres humanos?
Hoy en día, la tentación de subordinar la realidad a nuestras preferencias ideológicas sigue tan vigente como entonces. La diferencia es que ya no necesitamos la coerción directa del Estado para imponer narrativas que contradicen la evidencia empírica. Basta con el poder de la conveniencia, la seducción de las explicaciones simples y el respaldo de una élite —académica y política— dispuesta a validar cualquier cosa que se alinee con sus prejuicios. El caso Lysenko no fue tanto una aberración histórica como un arquetipo que se repite: cuando la ideología requiere que algo sea verdad, la realidad debe adaptarse o ser negada. Y aunque los costes de este autoengaño colectivo sean enormes, la capacidad humana para persistir en el error parece no tener límites.
Pero lo interesante del lysenkismo es que representa algo más que un simple error científico o una imposición ideológica. En su núcleo encontramos un elaborado sistema de autoengaño colectivo que merece ser diseccionado. La teoría de Lysenko no era más que una actualización de las ideas descartadas de Jean-Baptiste Lamarck, quien sostenía que los organismos podían pasar a su descendencia los rasgos adquiridos durante su vida: una jirafa que estirara su cuello para alcanzar las hojas más altas engendraría crías con cuellos más largos, o un herrero que desarrollara músculos fuertes tendría hijos más musculosos. Esta teoría, aunque intuitivamente atractiva, había sido refutada por los experimentos de August Weismann en la década de 1880 —quien demostró que cortar las colas a ratones durante generaciones no producía crías sin cola— y definitivamente superada por el redescubrimiento de las leyes de Mendel y el desarrollo de la genética moderna. Sin embargo, Lysenko la resucitó. El atractivo residía precisamente en su capacidad para combinar la simplicidad de la explicación con la grandeza de la promesa: si el entorno podía modificar permanentemente la naturaleza de los organismos, entonces la transformación socialista de la sociedad no sólo era posible, sino inevitable.
La seducción de esta idea no puede entenderse sin el contexto de una Unión Soviética que necesitaba desesperadamente aumentar su producción agrícola. Lysenko prometía resultados rápidos mediante técnicas como la «vernalización» —un tratamiento de las semillas que supuestamente aceleraba su desarrollo— y aseguraba que estos cambios se transmitirían a las siguientes generaciones. Frente a la complejidad de la genética mendeliana, que requería años de experimentación y ofrecía pocas garantías de éxito inmediato, el lysenkismo proponía una vía rápida hacia la abundancia. Era, en esencia, el equivalente agrícola del Gran Salto Adelante: la ilusión de que la voluntad política podía acelerar los procesos naturales.
Quizás el elemento más pernicioso de este sistema fue la creación de una «ciencia soviética» deliberadamente aislada de la comunidad científica internacional. Este aislamiento no sólo protegía al lysenkismo de la crítica externa, sino que también permitía mantener la ficción de su superioridad. Al rechazar la «ciencia burguesa» occidental, los seguidores de Lysenko podían presentar sus fracasos como éxitos y sus contradicciones como pruebas de una dialéctica superior. El círculo del autoengaño se cerraba así sobre sí mismo: cualquier evidencia contraria era, por definición, un ataque ideológico que debía ser rechazado.
La paradoja final del lysenkismo es que su éxito en eliminar la disidencia fue también la causa de su eventual colapso. Al crear un sistema hermético, inmune a la crítica y la evidencia empírica, se condenó a sí mismo a la esterilidad intelectual y al fracaso. Las cosechas prometidas nunca llegaron, los experimentos no pudieron replicarse, y la realidad, tozuda como siempre, se negó a ajustarse a la teoría. Pero para entonces, el daño ya estaba hecho: una generación entera de científicos había sido eliminada o silenciada, y la investigación genética soviética había retrocedido décadas.
La pregunta que inquieta no es tanto por qué Lysenko engañó, sino por qué tantos quisieron ser engañados. El atractivo de las explicaciones simples para problemas complejos es una constante en la historia del pensamiento humano, pero hay algo particularmente seductor en aquellas teorías que prometen resolver de un plumazo las contradicciones entre nuestros deseos y la realidad. Y, en última instancia, el lysenkismo no sólo ilustra cómo las ideologías pueden imponer narrativas falsas, sino también cómo estas narrativas se sostienen mediante un sistema que protege a sus defensores de las consecuencias de sus errores. La eliminación de la crítica y el aislamiento de la evidencia crean un entorno donde los fracasos no son reconocidos como tales, sino reinterpretados como pruebas de la necesidad de mayor control o lealtad. Este círculo vicioso de negación asegura la perpetuación del error hasta que las consecuencias son demasiado graves para ser ignoradas.
Efectivamente, cuando la realidad se resiste a conformarse a nuestras expectativas ideológicas, la tentación es modificar no nuestras creencias, sino nuestra percepción de la realidad. La simplicidad actúa aquí como un señuelo irresistible. Es más fácil aceptar una explicación que elimina las contradicciones que lidiar con la complejidad inherente al mundo natural. El lysenkismo ejemplifica perfectamente este tipo de construcción intelectual: cualquier fracaso podía ser atribuido a la inadecuada aplicación de la teoría, a la resistencia de elementos contrarrevolucionarios o a la persistencia de ideas burguesas. La teoría se hacía inmune a la refutación precisamente porque renunciaba al principio básico de la ciencia: la disposición a ser desmentida por los hechos.
En nuestros días, esta seducción por la simplicidad sigue operando con igual o mayor fuerza. La diferencia, como decíamos al inicio, es que ya no necesitamos el aparato coercitivo del Estado para mantener nuestras ilusiones. Si en el pasado los comisarios políticos eran los guardianes de la ortodoxia ideológica, hoy ese papel lo desempeñan las redes sociales y las cámaras de eco. El ejemplo contemporáneo más flagrante de este esfuerzo de simplificación quizás lo encontramos en la ideología de género, que ha logrado institucionalizar la idea de que el sexo es una construcción social modificable a voluntad, y no un hecho biológico. De un modo parecido al lysenkismo, esta teoría promete una transformación de la naturaleza que desafía toda evidencia empírica. Así como Lysenko creía poder «reeducar» a las plantas para que ignoraran sus limitaciones genéticas, la ideología de género sostiene que el cuerpo puede y debe someterse a la voluntad subjetiva del individuo. El paralelismo es inquietante: en ambos casos, una teoría que contradice los fundamentos de la biología ha logrado capturar instituciones académicas y sanitarias enteras, silenciando voces disidentes y reinterpretando cualquier evidencia contraria como un ataque ideológico que debe ser rechazado. Al mismo tiempo, la inmunidad a la crítica y la evidencia empírica —aquello que supuso el colapso del lysenkismo— será lo que en principio constituya su fracaso práctico.
El aspecto más grave es que el precio de subordinar la verdad a la ideología no se paga sólo en el ámbito abstracto de las ideas. En el caso Lysenko, se pagó en cosechas fallidas, en vidas desperdiciadas, en generaciones privadas de conocimiento verdadero. En el caso de la ideología de género, tal y como expuso la publicación del Informe Cass en febrero de 2024, supuso el sometimiento de miles de menores a tratamientos irreversibles sin el debido respaldo científico. Como en la Unión Soviética de los años cuarenta, ha sido necesario que el daño fuera demasiado evidente para que el sistema comenzara a reconocer su error. Y, como entonces, el precio de subordinar la ciencia a la ideología lo han pagado los más vulnerables. La pregunta que debemos hacernos no es si somos capaces de reconocer las mentiras de nuestro tiempo —probablemente lo somos—, sino si estamos dispuestos a confrontarlas antes de que sus consecuencias sean irreversibles. Porque, como demuestra la historia, la verdad ignorada siempre encuentra la manera de imponerse, y el coste de resistirla es mucho mayor.
Ilustración: Lysenko estudia el trigo en un campo. Via Creative Commons.