Destacado, Pensamiento

El tenue destello de la benevolencia

«Reconozco, señor, que no me afectan mucho los sufrimientos de los demás, como sí afectan a algunas personas, o hacen ver que les afectan. Pero sé que haría cuanto estuviera en mi mano para aliviarles». — James Boswell

En 2019, mientras cumplía condena en prisión por su participación en la promoción unilateral de la independencia de Cataluña, Carme Forcadell sorprendió a partidarios y detractores admitiendo en una entrevista que quizá no habían sentido «empatía» con los catalanes no independentistas. «A buenas horas», pensaron muchos. Pero su reflexión no solo llegaba tarde, sino que ponía de manifiesto un error de fondo: no debería haber esperado a sentir empatía para respetar los derechos de la mitad de la población catalana.

Además de una palabra odiosa por cursi y manoseada, la empatía es una pobre guía moral. Es lo que defiende el psicólogo Paul Bloom en Contra la empatía (Taurus), un ensayo publicado en 2016. Según Bloom, el problema de la empatía es que funciona como un foco que se centra solo en ciertas personas y en el aquí y el ahora, respondiendo además a nuestros prejuicios. Es un foco en el sentido de que nos ayuda a dar luz al sufrimiento ajeno, pero al coste de oscurecer todo lo demás. La razón nos dice que todas las vidas humanas valen lo mismo, pero a nuestra empatía le parecerá que vale más la de nuestro vecino que la de alguien que vive al otro lado del mundo, a quien difícilmente llegaremos a compadecer. Bloom se apoya en numerosos estudios para respaldar su tesis. Para no aburrir al lector, explicaré solo uno. En un experimento, los participantes debían decidir si adelantarían a una niña llamada Sheri Summers, enferma terminal, en una cola de trasplantes, a sabiendas de que si decidían hacerlo otros niños con mayor prioridad perderían la oportunidad de recibir el tratamiento antes. La enfermedad y los sufrimientos de Sheri eran descritos al detalle. Los resultados fueron impresionantes: el 75% de las personas que habían obtenido altas puntuaciones en un test de empatía optaron por adelantarla, mientras que solo un tercio de aquellos con menor empatía tomó esa decisión. Todos podemos coincidir en que lo más justo en este caso hubiera sido dejar la compasión a un lado.

La empatía tiene una base biológica evidente. En las sociedades tribales, la coordinación de los grupos se sustentaba en los instintos de solidaridad y altruismo entre sus miembros. Esto es celebrado por quienes consideran que las sociedades modernas han perdido ese sentido comunitario, quizá porque no reparan en que, precisamente por basarse en estos sentimientos, la solidaridad solo podía limitarse a los integrantes del propio grupo y no alcanzaba a los demás. En contraste, las sociedades modernas, que han relegado estos sentimientos a la intimidad, se basan en la adscripción a una serie de normas que uno acata, más que por amor al prójimo, por una especie de sentido del deber. Nadie paga sus impuestos pensando en el bien que harán a sus compatriotas, entre otras cosas porque no sabemos siquiera exactamente a quiénes van a beneficiar. Tampoco el libre mercado apela en ningún caso a nuestra solidaridad: adquirimos nuestros bienes, no pensando en las bocas que vamos a alimentar, sino en lo que a nosotros nos resulta indispensable, y los comerciantes los ponen a la venta, no pensando en nuestras necesidades, sino en sus propias ganancias. Las sociedades son cada vez más prósperas, la vida humana tiene más valor, los derechos fundamentales se respetan cada día más, pero no es que hayamos ido extendiendo nuestra compasión hasta alcanzar incluso a quienes no conocemos, eso es sencillamente imposible, lo que se ha ido ampliando es el círculo de derechos a la vez que se asentaban las convicciones, mucho más racionales que emocionales, de que todos los ciudadanos debemos estar sujetos a las mismas leyes, de que deben respetarse la diversidad de ideas, opiniones, culturas y creencias, de que es preferible que las relaciones entre naciones se basen en la cooperación que en la dominación, etc.

Algunos de los principios en los que se fundamenta la democracia liberal no solo son ajenos a la empatía, sino también contrarios a ella. Pensemos, y es un ejemplo que pone Bloom, en la libertad de expresión. Es un derecho bastante antiempático; los censores suelen aludir a los sufrimientos a los que expone el producto que quieren censurar. Sus defensores, en cambio, apelan a principios racionales: permitir el intercambio de opiniones, incluso las más controvertidas, ayuda a contrastar ideas, refutar errores y aproximarse a la verdad. No puede extrañarnos, por tanto, que los tiempos más sensibleros sean también los más propicios a la censura. 

El buen funcionamiento de nuestras sociedades y nuestro destino ya no dependen de la compasión que nuestros conciudadanos sientan por nosotros, pero eso no impide que a nuestros líderes les guste hacer alarde de ella y que sus votantes se la reclamen: se espera que un buen líder tenga lágrimas para todas nuestras desgracias y aplausos para todos nuestros logros. Bill Clinton ganó las elecciones del 92 repitiéndole a los americanos «I feel your pain»; Obama, quizá el político que más ha contribuido al uso y abuso de esta palabra, recetaba empatía como remedio infalible para cualquier conflicto político, y es evidente que Kamala Harris se presentó a las pasadas elecciones norteamericanas como la alternativa empática a un candidato sin escrúpulos. Sería un error creer que es algo exclusivo de los demócratas; como explica Bloom, en su campaña de 2015, a Donald Trump le gustaba mencionar a Kate (lo hacía así, por su nombre de pila), una mujer asesinada por un inmigrante sin papeles, para dotar de compasión a su discurso antiinmigración, pero es cierto que los progresistas suelen reivindicar para sí mismos este calificativo. Lo vemos también en España: nada halagaría más a Zapatero que aplaudiéramos su empatía, y es encomiable su habilidad para sentirla más por los líderes de las peores dictaduras del mundo que por los pueblos a los que estos oprimen, y es probable que Yolanda Díaz no tenga más ideas en la cabeza que la convicción de que la empatía debe guiar sus políticas. No cabe duda de que todos ellos suscribirían estas palabras del lingüista George Lakoff: «Detrás de cada política progresista hay un solo valor moral: la empatía». Las subidas del salario mínimo, la limitación de los precios de alquiler, los subsidios a determinados sectores se consideran medidas buenas por empáticas, pero quizá sea ese precisamente su problema: son soluciones pensadas para aliviar un sufrimiento temporal, sin tener en cuenta ni sus consecuencias a largo plazo ni los efectos que pueden tener en aquellos a quienes no están dirigidas, quienes tendrán que ver, como los niños que fueron adelantados por Sheri Summers en la cola de transplantes, cómo las necesidades de unos son privilegiadas por encima de las de otros. 

No todos los líderes adoptan esta postura. Margaret Thatcher ha pasado a la historia con el sobrenombre que le puso Estrella Roja, el periódico del Ministerio de Defensa soviético: la Dama de Hierro. Su supuesta impasibilidad ante el sufrimiento ajeno, reflejada por ejemplo en su duro enfrentamiento con el Sindicato de Mineros, ha sido objeto de repetidas burlas y críticas. Es célebre también la respuesta que Thatcher dio a las exigencias de Bobby Sands, líder de los presos del IRA en la cárcel de Maze, de que fueran tratados como prisioneros políticos: «No existen el asesinato político, ni las bombas políticas, ni la violencia política. Solo existen el asesinato criminal, las bombas criminales y la violencia criminal. No cederemos en esto». Y no cedió. Cuando una huelga de hambre acabó con la vida de Sands y se elevaron las presiones sobre su gobierno, Thatcher no se inmutó: «El señor Sands era un delincuente convicto. Eligió quitarse la vida. Su organización no le permitió tomar esa decisión a muchas de sus víctimas». Nueve presos más murieron en estas huelgas de hambre. Como explica Kissinger en Liderazgo (Debate), el brillante ensayo que publicó un año antes de morir, a los 99 años, Thatcher sacrificó la compasión por el deber. Por supuesto, era tan capaz de sentirla como cualquiera. Kissinger también recoge cómo un día su marido la encontró deshecha en lágrimas sentada al borde de la cama tras un ataque argentino en la guerra de las Malvinas: «¡Oh, no, no! ¡Otro barco! ¡Mis jóvenes!». Al final de la guerra, había mandado doscientas cincuenta y cinco cartas escritas a mano a las familias de los soldados británicos caídos en combate. Pero sabía que lo que necesitaba el pueblo británico no era a alguien que se compadeciera de sus sufrimientos, sino remedios duros para la larga enfermedad que arrastraba. Cuando dejó el cargo, Gran Bretaña era más rica (solo dos datos: la tasa de inflación pasó de un 20% en 1979 a un 5% en 1990 y el PIB creció un 36% en términos reales) y sus instituciones más fuertes.

Los otros cinco líderes sobre los que escribió Kissinger en Liderazgo (Konrad Adenauer, Charles de Gaulle, Richard Nixon, Anwar Sadat y Lee Kuan Yew) tampoco destacan por haber hecho alarde de una gran compasión, sino por la firmeza de sus principios, por la agudeza con la que comprendieron las sociedades que heredaron y por su capacidad para saber hasta dónde podían llegar. Lo que sus pueblos obtuvieron de ellos no fue alguien dispuesto a sumirse a su nivel para compadecer sus penas, sino un liderazgo capaz de inspirarles a elevarse y caminar a su lado para afrontar las transformaciones que sus países necesitaban. 

En su Teoría de los sentimientos morales, Adam Smith invita al lector a reflexionar sobre cómo se sentiría si de repente supiera que China ha sido devorada por un terremoto. Una tragedia así, explica, podría ponernos algo melancólicos, sacarnos alguna reflexión sobre la fragilidad de la vida humana, pero lo cierto es que seguiríamos con lo nuestro sin los nervios especialmente alterados. En cambio, bastaría con que nos informaran de que al día siguiente nos iban a amputar el dedo meñique para que pasáramos la noche en vela. Entonces se pregunta: habiendo una diferencia tan grande entre la importancia que le otorgamos a nuestros problemas en comparación con los de los demás, ¿cómo es posible que en muchas ocasiones nos esforcemos e incluso vayamos más allá de lo posible para ayudar a nuestros congéneres? «No es el apagado poder del humanitarismo, no es el tenue destello de la benevolencia que la naturaleza ha encendido en el corazón humano», asegura el filósofo escocés: «Es la razón, el principio, la conciencia, el habitante en el pecho, el hombre interior, el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta».


Ilustración: La primera ministra británica Margaret Thatcher via Flickr