Cuando leí Burning the days (1997, versión española: Quemar los días, Salamandra) hace unos años no sospechaba que sería la primera vez de muchas. Llegué a las memorias de Salter por casualidad, a través de William Finnegan. Barbarian days (2015) era mucho más que una búsqueda romántica e incesante de la ola perfecta. En apariencia, una declaración de amor al surf. Bajo la superficie, un elogio de la aventura y la escritura como dos partes inseparables. The Observer había reseñado el libro como una obra maestra que recordaba al primer James Salter, y fue así, por un deseo de leer más, como cayó en mis manos su libro de memorias: Burning the days. Fui víctima de una fascinación inmediata y absoluta. Su estilo, su sensibilidad, sus retratos tan vívidos y precisos. Quise leerlo todo de él: memorias, cuentos y novelas. La última noche, publicado en 2002 en la revista New Yorker, es un relato inolvidable. Sport and a pastime (1967) también se graba en la memoria con fuerza. Aún así, la ficción de Salter —a mi juicio— está por debajo de sus memorias. Las he leído decenas de veces, en ocasiones con cierta frustración: anhelando una segunda parte, algún tomo olvidado. Para mi grata sorpresa, recientemente descubrí que el pasado marzo la editorial Salamandra tradujo al español un libro póstumo suyo: No guardar nada (Don’t save anything, 2017). Un conjunto de crónicas y ensayos breves que reflotan el Salter memorialista.
Con Salter, decía, a veces me siento frustrado. No bastándome con leerlo todo de él, he querido leer qué decían otros sobre él, pero siempre me he topado con el vacío. En comparación a la de otros escritores estadounidenses de su generación, la tradición de estudios académicos sobre su obra es exigua. Tal vez ha quedado fuera de la canonización académica porque nunca ganó premios mayores, ni fue un bestseller consistente, ni impartió clases en una universidad influyente. Se dijo de él que su perspectiva sobre el amor es demasiado cruda, demasiado desafiante para el consumo americano más amplio. Sin embargo, ha gozado siempre de la admiración fervorosa de otros escritores. Richard Ford o Susan Sontag, por ejemplo, escribieron sobre él con reverencia. No hizo una literatura de ideas ni particularmente experimental en lo formal. Su escritura es pura ejecución: el ojo exacto, la frase perfecta, el momento capturado. La crítica académica contemporánea prefiere lo que puede desempaquetar ideológicamente o lo que innova formalmente. Pero Salter hace algo más antiguo y esquivo: belleza, precisión, experiencia destilada. En eso sus memorias y crónicas son inmejorables.
La diferencia entre el Salter que inventa y el Salter que recuerda es palpable. En sus novelas —Sport and a pastime (1967), Light years (1975), All that is (2013)— se percibe un esfuerzo, una voluntad de construir que a veces entorpece lo que mejor saber hacer: capturar. La ficción le exige andamiajes argumentales, causalidades, desarrollo de personajes, y aunque su prosa sigue siendo luminosa, pierde esa urgencia eléctrica que vibra en las memorias. Estas últimas tienen el peso específico de lo que fue, cada frase un intento de recuperar un tiempo que ya se ha escapado. El crítico estadounidense Michael Dirda dijo una vez que Salter «puede romperte el corazón con una sola frase», y me parece cierto. Ese tipo de frases están casi siempre en sus memorias, no en su ficción. Tal efecto no viene únicamente de la belleza del lenguaje, sino de la consciencia de que todo lo que describe ya se ha perdido. Por ejemplo, en No guardar nada hay unas páginas donde describe un breve romance con una joven actriz, amante de John Huston y de Farouk, el rey exiliado de Egipto —en Burning the days aparece el mismo pasaje, ligeramente distinto—. Así la presenta:
Ilena podía ser su nombre o el que se ponía, como una bata de seda que uno está deseando quitarse. Emanaba calor en oleadas. Tenía veintitrés años y pesaba sesenta y dos kilos, y la ausencia de cualquiera de ellos habría sido una grave pérdida.
Se conocen una noche en un restaurante de Roma y él se enamora al momento. Salter está casado, ella también, con un hombre de ochenta y muchos años a quien visita en una residencia. Al final del pasaje, ella se ausenta durante una semana para asistir a un festival de cine en Taormina. A la vuelta ya no es la misma: tiene un nuevo agente —el mismo que Monica Vitti—, la promesa de un papel en una película de James Bond, y se ha enamorado de un joven. Con cierta tristeza, pero sin rabia —«No esperaba fidelidad», dice—, Salter cierra el pasaje así:
Fuimos en coche a París subiendo por el valle de Ródano. Pasado Dijon, tomamos una carretera secundaria que bordeaba un canal y llegamos a una amplia presa donde los sedales de los pescadores caían unos doce o quince metros de profundidad en aguas verdes y cristalinas. Las formas oscuras de los peces —me pareció que eran lucios— se movían lánguidamente. Vimos cómo los más grandes se acercaban al cebo, lo ignoraban y se alejaban hasta quedarse inmóviles. «Como sultanes», comentó ella. Tuve la impresión de que lo sabía.
Y esto es lo último que sabemos de ella. La observación —«como sultanes»— es devastadora. En ese momento, Ilena ya se ha alejado de él. Aún están juntos, pero la distancia es irremediable. Ella se mueve con la majestad distante de esos peces que han perdido el deseo. Y Salter, que escribe décadas después, entiende lo que en ese instante solo intuyó: que estaba presenciando el final sin saberlo. Esa conciencia diferida —saber después lo que ya estaba ocurriendo— es precisamente lo que da a sus memorias la electricidad que su ficción a veces no tiene. No hay reproche, ni dramatismo, ni súplica. Solo la lucidez contenida de alguien que escribe sabiendo lo que ha perdido.
En las memorias, las mujeres de Salter no son fantasías: son encuentros reales con nombres y rostros, con torpezas y consecuencias. El honor no es abstracto: es la tensión entre la ambición artística y la necesidad de dinero, entre la lealtad y el deseo, entre lo que uno quiere ser y lo que es. La aventura no es romántica: tiene resaca, tiene deseo, tiene —a menudo— el sabor amargo del fracaso. Burning the days y Don’t say anything capturan, con una nostalgia estoica, vislumbres de vidas que podrían haber sido, o que fueron solo temporalmente, pero con la misma intensidad de lo real:
Escribir sobre alguien a fondo es destruirlo, consumirlo. Supongo que eso también es aplicable a la experiencia: al describir un mundo, lo extingues, y en un libro de memorias gran parte queda reducida a escombros. Las cosas se capturan y al mismo tiempo se despojan de vida, para nunca volver a estremecerse o emitir luz.
La última línea me parece cuestionable. Y no es descabellado pensar que el propio Salter no creyera en exceso en ella. «Llega un momento en que uno comprende que todo es un sueño, y que solo aquello preservado por la escritura tiene alguna posibilidad de ser real» es una de sus frases más célebres —aparece en All that is, si no recuerdo mal—. Aunque sea solo para fijarlo o revivirlo, no hay duda de que Salter escribe de lo que se ha consumido para emitir algún tipo de luz. Describe personas y vidas, sus historias, culminadas con frecuencia en una frase que las ensalza, a pesar de que a menudo salen derrotadas. Escribe con el romanticismo de la experiencia ganada. No es un observador lateral ni un esteta de salón. Fue piloto de combate, vivió en Europa, tuvo matrimonios y amantes, escribió guiones en Hollywood, esquió en los Alpes y escaló en Yosemite, cenó en buenos restaurantes, conoció el rechazo y el reconocimiento tardío. Su cosmopolitismo no es pose, es biografía. Y esa honestidad desnuda se percibe en sus textos memorialistas. Admite decepciones, envidias, deseos incumplidos; es vulnerable de una manera que sus personajes de ficción —mucho más estilizados, más perfectos— no siempre logran ser.
Decía antes que la crítica académica nunca supo bien qué hacer con Salter. William Dowie publicó en 1998 el único estudio monográfico durante décadas —un libro serio pero modesto, en una colección universitaria. Luego silencio hasta 2024, cuando Jeffrey Meyers, biógrafo de Hemingway y Fitzgerald, publicó un segundo estudio. Dos libros en casi treinta años sobre un escritor que Richard Ford considera el mejor estilista americano de su generación. Es extraño. Pero también revelador. Salter ofrece poco de lo que la academia valora. La crítica literaria Marina Porras lo describió así en un artículo de hace unos años:
Todos sus personajes beben de una soledad que no se resuelve con la vida de pareja ni con los hijos ni cualquier otra combinación. Es la soledad de quien no termina nunca de entenderse. (…) Después de Salter, seguimos sin entender nada, pero al menos alguien ha intentado aclararlo sin trampas: exponiendo las cosas tal como las ve. La suya es una felicidad resignada. No podemos hacer nada, pero tampoco es un drama.
Esa felicidad resignada—o esa tristeza sin dramatismo—es difícil de teorizar. No hay mensaje que extraer, ni posición política que desentrañar, ni estructura narrativa que deconstruir. Solo hay observación. Y la observación, cuando es tan precisa como la de Salter, no necesita interpretación: exige presencia. Estar ahí, en la frase, sintiendo el peso de lo que se describe. Eso es lo que hace que sus memorias funcionen mejor que su ficción: no piden que creamos en un mundo inventado, sino que reconozcamos el mundo tal como fue. Y ese reconocimiento duele más, porque sabemos que todo lo que describe —las ciudades, las mujeres, las conversaciones, los atardeceres— ya no existe. Solo queda la escritura. En última instancia, el testimonio claro de cómo la precisión estilística resiste mejor que la innovación formal.
Nocturne: Blue and Gold – Old Battersea Bridge. Óleo de James McNeill Whistler (1834-1903). Tate Britain. Dominio público.
