En los mejores momentos de la historia de la novela suena a lo lejos un gong, cuando ficción y realidad son lo mismo. Más que en el siglo XXI eso ocurría con frecuencia en el XX y mejor en el XIX. Hay mucha vida más allá de la literatura estrictamente contemporánea aunque para no pocos críticos y un buen número de escritores la literatura comience en los años setenta, a lo sumo. Por ejemplo: hay exegetas de la obra de Paul Auster ⎯autor middlebrow con aspiraciones high⎯ que luego no reconocen la diferencia entre Guerra y paz y Ana Karenina o entre El rojo y el negro y La cartuja de Parma. Son excesos del morbo contemporáneo, coincidentes en no pocos casos con una pereza intelectual conspicua. Si eso ocurre con los críticos, ¿por qué no va a darse entre los lectores?
Una novela que dé noticia de cómo anda la realidad de este fin de milenio a su vez por fuerza también tiene que ser noticia. En períodos de literatura umbilical e irrealista, pretender que la realidad del mundo actual ⎯tan compleja y vertiginosa⎯ tenga su latido en la crónica de lo que se novela es casi como una ambición desmesurada e ilegítima. Frente a las novelas que regresan miméticamente a la nostalgia del imperio austrohúngaro, existen otras que se nutren de la realidad y la reinterpretan. Desde Tolstoi, Balzac o Baroja sabemos que literatura y realidad son una compenetración que hace historia. De los Episodios nacionales de Galdós a las Memorias de un hombre de acción de don Pío Baroja, el pasado crepita en cada hoguera de las vanidades. Las novelas parten de una verdad irregular, de un exceso de humanidad que tan solo el arte del novelista puede convertir en coda armónica, una verdad irregular y ficticia, hija de una perturbación de los preceptos de Tucídides y de la metamorfosis del semidiós en personaje. Eso acaba demostrando que las novelas existen precisamente porque el mundo es imperfecto. En un mundo fragmentado, pletórico de cambios sociales vertiginosos, el novelista no va a ser alguien que se contenta con autocontemplarse en el espejo del ascensor. La amalgama ⎯tan extraña⎯ de humildad y egoísmo permite mantener hasta el último límite el respeto que el novelista le debe a la humanidad individual. Del tenedor de plata habremos pasado al sushi; de las veladas con piano, a las largas noches de Internet; del ahorro, a la cotización en Bolsa; de la saga familiar, a los hijos sin padre, pero aun así, en las mejores novelas puede ocurrir que la angustia y la nada, el destino y la Historia, el placer y la gloria, se asomen al escenario para tentarnos una vez más, como si también fuésemos personajes novelescos.
Hubo siempre en Flaubert algo de bárbaro prejubilado y de fauno gotoso, con etapas castas. A semejanza de otras generaciones y países, también acudió a la cita tan pedagógica como libertina con el Grand tour, ese viaje sin prisas con que la juventud dorada de Europa se preparaba antes de declararse adulta y retirarse a sus dominios de aristocracia rural. En sus cartas desde Egipto, las descripciones son breves y de una exactitud fulgurante. Puro Flaubert. Hay templos semisepultados bajo la arena, dioses con cabezas de cocodrilo e ibis pintados sobre la muralla blanqueada por los excrementos de las aves de presa que anidan entre las grietas de piedra. Ahí está el ancho Nilo, cenas con Soliman-Pachá, conventos de derviches aulladores, barcos de mercaderes de esclavas, las caravanas de peregrinos que van a La Meca. Nada hay que echar en falta de la Francia ⎯dice Flaubert⎯ de burgueses ferozmente ineptos y de una opinión pública cobarde. Todo a cambio de un baño en el Mar Rojo. Olores, colores, ruidos: la fórmula de quien será el novelista Flaubert.
De regreso, comienza a escribir Madame Bovary. Según Maxime du Camp, navegando por el Nilo Flaubert había exclamado: «!La llamaré Madame Bovary!», y aunque De Camp no es de mucho fiar, lo cierto es que llevaba un tiempo dándole vueltas a temas de la vida provinciana. Emma Bovary sigue esperando algo que no llegará jamás. Tras el lujo desbordante y repujado de Salambó, llegarían los años de La educación sentimental. «Quiero hacer la historia moral de los hombres de mi generación. “Sentimental” sería más exacto. Es un libro de amor. De pasión, pero de pasión tal como puede existir hoy, es decir, inactiva». Al proyectar La educación sentimental, Flaubert anotó: «Me faltan los hechos. No veo ninguna escena principal. No tengo pirámide». Y qué bien quedó La educación sentimental sin pirámide. Respetaba a Balzac y por eso intuyó una gran paradoja: «¡Qué hombre hubiese sido Balzac si hubiese sabido escribir! Pero solo le faltó eso. Un artista, al fin y al cabo, no hubiese tenido esa anchura».
La literatura puede representar sentido, memoria, belleza, una ilusión de tiempo, un modo de conocimiento, una pasión por la experiencia y, a la vez, una crítica de la vida, en invierno y en verano. Desde luego ni la novela hamburguesa doble ni los filetes postminimalistas están en eso y ni tan siquiera tienen la fascinación de la aventura que significan La isla del tesoro o Los tres mosqueteros por contraste con la novela de ideas o la literatura de pensamiento. En la novela, la complejidad de la vida es un incentivo. Por fortuna, la cultura siempre es un ricorso, un retorno a las preocupaciones y cuestiones que constituyen los conflictos existenciales de los seres humanos, como dijo Daniel Bell.
Alain Finkielkraut ha especulado sobre la entrada en la era de la postliteratura. No es que hayan desaparecido los escritores ni que no se escriba buena literatura. Es que ya no importa si carece de sentido. Estorba. Está de más. No ofrece respuestas fáciles. Se excede en la pluralidad de interpretaciones. Complica las cosas. Ya no puede competir con el cine, la televisión o Internet. Otro factor es el declive de los valores ilustrados frente a la facilidad de lo audiovisual. Se ha evaporado la noción de gusto, ese no-sé-qué que cada generación iba ajustando a su voluntad estética y moral, en un decurso evolutivo que imperó en las grandes y pequeñas literaturas en todo el siglo XIX y gran parte del siglo XX. Los críticos raramente recurren a referentes anteriores a 1968.
Hoy, por primera vez, está en fase aseverativa una generación que hace del no leer un elemento de identidad. «Es que yo no leo libros», se dice en un tono a veces neutro y, otras veces, como haciendo afirmación de un modo de estar en la vida. La culpa será de la televisión, del sistema educativo o del mundo digital, pero ahí se divisa una frontera. Es una frontera de quita y pon en el momento en que otra generación redescubra las ventajas y beneficios de la lectura, pero ahora mismo trastoca la continuidad de la vieja civilización humanista, formas de transmisión del saber y del lenguaje como sistema articulado.
Incluso así, con el tránsito acelerado de la estabilidad a la inestabilidad, una consecuencia pudiera ser un puñado de grandes novelas. No es imposible que la postliteratura acabe siendo más literatura pero lo cierto es que se habla mucho de postliteratura. En 2010, al reflexionar sobre la postliteratura en El infierno de la novela, Richard Millet alegó que la mayor parte de la novela contemporánea, en la que se encarna la postliteratura, es la versión sentimental del nihilismo. Se podría formular de otro modo: es un despojo incontrovertible de la postmodernidad, como esos restos de plástico con que la marea afea las playas que en otros tiempos aparecían llenas de conchas y botellas con mensajes de náufragos. O, dicho por Millet, la novela postliteraria no es más que una metástasis infinita de la postmodernidad. En realidad, ¿qué es la novela si ya no ejerce como un espejo de la totalidad? Pondremos en duda su legitimidad al dejar de ser un modo de conocimiento, de descubrir. Por eso distinguimos entre escritores y autores de libros, entre literatura y productos editoriales, y en realidad es forzoso ir más allá de esa incomparecencia de la novela. Es la era del escritor postliterario, sin literatura.
En el entreacto, la añoranza del relato y el mito se ha concretado en las novelas de Harry Potter, como ocurrió con El Señor de los Anillos o Las crónicas de Narnia. Las siete crónicas del país de Narnia escritas por C. S. Lewis o el fragoroso mundo de las guerras de la Tierra Media según Tolkien corresponden a una jerarquía superior de lo soñado, siempre como retorno a los orígenes de la literatura. En El Señor de los Anillos, Tolkien se negaba a aceptar que la Tierra Media fuese tan solo un mundo imaginario y no la tierra misma en la que vivimos. Tan solo en la elaboración del mito podía el hombre aspirar al estado que conoció antes del pecado original. C. S. Lewis se consideraba un demócrata porque creía que ningún hombre ni ningún grupo de hombres era lo bastante bueno para que se le confiase un poder incontrolado sobre los demás. Asombrosamente, la posibilidad de ejercer el mal es la garantía de nuestra propia libertad. Otra lección que no es postmoderna.
Tiene poco aliciente preguntarse cómo serán las novelas ya transcurrida esta década del siglo XXI o hasta qué línea fronteriza ha avanzado el descrédito del arte. Si leemos para evadirnos o para reafirmarnos no es exactamente lo mismo. En realidad, el mito es más consistente que los decorados de la postmodernidad. Es decir, que los ídolos más modernos son los que se desploman con aquella prontitud de lo que arde fácilmente o se evapora sin dejar rastro alguno de nobleza. Al otro lado del río, donde hubo templos y palacios, para sucesivas promociones escolares la mitología grecolatina y el legado cultural del cristianismo ya no existen. Es un tiempo descristianizado. Visitar un gran museo sin saber quién es Prometeo o qué fue la torre de Babel tiene algo del recorrido con antifaz virtual en un mundo sin referencias ni claves de civilización. Cuando a Goethe le preguntan a qué escritor le hubiese gustado conocer, no duda en decir: «Virgilio».
Quizás ni tan siquiera sabríamos identificar un gran relato si se diese. Por ejemplo: si reapareciera desde el pasado del siglo XX un escritor como Thomas Mann, los fotógrafos le tendrían posando con Lady Gaga como un trofeo tribal, en la periferia de lo lúdico. Le darían medallas de plata porque la de oro es para Dan Brown. A su Wagner esencial, de magia tan ambigua, le tenemos como música de fondo en la publicidad de un perfume francés. Hace ya largo tiempo que la ansiedad sustituyó a la culpa. En la montaña mágica de hoy hay más patología que conciencia, más desintegración que integridad. Imposible montaña mágica a la que ya no se llega ni por los atajos virtuales del ciberespacio ni por las mitificaciones de la Historia. Las ambigüedades de la conducta humana son las mismas, pero la parálisis de la conciencia tiene algunos rasgos nuevos.
Hablando de épocas, Paul Valéry sostiene que una tradición solo existe para ser inconsciente y no soporta que la interrumpan: su esencia reside en una insensible continuidad. A pesar de todo, en un mundo de expectaciones virtuales, de comunicación digital y de futuros posthumanos sigue habiendo aire suficiente para que respiren a gusto los sucesores del gran Gatsby, Andrés Hurtado, Anna Karenina o David Copperfield. El carácter también sobrevive así, bajo los rayos UVA o en el orbe de lo que todavía es capaz de identidad humana.
En su novela de 1995, La era del diamante, Neal Stephenson centra el despliegue orgánico de la trama en un mundo determinado por la nanotecnología y la inteligencia artificial. Al final, las promiscuidades pueden tener consecuencias por ahora imprevisibles. Con la «pequeña música» que la concepción proustiana atribuye a la literatura pudiera quedar asimilada a la gran novela lo que son ⎯por ejemplo⎯ los hallazgos constantes de la ciencia ficción. Así fue en el pasado. O tal vez vayamos a reencontrar, reactivada y más potente que nunca, la forma occidental de la novela-ensayo. Como alternativa, la extinción, el eclipse, el agotamiento de un uso capital de la energía humana como experiencia de la palabra.
No es que quede mucho margen para el matiz entre quienes creen que la historia de la novela ha llegado a su fin y quienes piensan que ese fin es extensible a toda la literatura. Cunde la hegemonía de híbridos como la novela internacional o de nuevo cuño europeo y la negación, por dar la razón a quienes consideran finiquitado el sistema de Westfalia, de lo que se entendía por nación literaria, vinculada a una lengua y a una estrategia de la palabra, del estilo. Las formas híbridas en pujanza representan todo lo contrario, a modo de dosificaciones, de pool de soberanías estéticas y lingüísticas. Algo así como un sistema de cuotas, una lottizzazione que ha dado paso a una novela escuálida, desgalichada, inerte y, en buena medida, exótica porque no corresponde a ninguna de las grandes tradiciones que fueron su energía insustituible. Por eso triunfan los subgéneros, como el «tecno-thriller» muy hábil a la hora de introducir en la ficción todo aquello que la novela postmoderna ignoraba, los laberintos financieros, el código genético, androides asesinos, la clonación de dinosaurios o el pánico ecologista.
¿Es la novela un género extinto, como lo es el western, la ópera italiana o la sinfonía como fue concebida durante siglos? Es muy largo el puente colgante que conecta el mundo de Tolstoi y la ficción desquiciada de David Foster Wallace, un maestro del juego en la metaficción. Un siglo después de la muerte de Tolstoi, un investigador estaba hurgando entre los archivos del difunto Foster Wallace y localizó un ejemplar subrayado de ¿Qué es el arte? de Tolstoi, con una anotación: «El arte como empatía». Al final, antes de su suicidio en 2008, David Foster Wallace parecía estar tanteando, a ciegas, las potencialidades del realismo clásico después de haber sido un icono de la narrativa postmoderna. Visto así, cien años son poco. Desde que Tolstoi muriera en una estación de tren, huyendo de casa en 1910, el siglo XX agitó el panorama de la novela como quien pone patas arriba toda una ciudad, el mundo entero.
De Proust a Thomas Pynchon, el largo puente colgante tiene tramos de ingeniería pasmosa que de manera cíclica resaltan o disimulan remaches y junturas, según la teoría de la novela que estuviera en boga. En realidad, a menudo ⎯por no decir siempre⎯ han coexistido concepciones antitéticas de la novela, la ficción realista y el irrealismo, por ejemplo. Hace ya más de una década eso llevó al quehacer narrativo de Jonathan Franzen ⎯amigo de Wallace⎯, con un impacto de excepción porque su novela Libertad logró una cierta unanimidad crítica, en tiempos revueltos, sin canon ni hegemonía de una estética narrativa. Es volver a contar historias de familias, como hizo Tolstoi en Guerra y paz. Aun así, se podía sospechar que no era sino el pastiche de aquello, cuando no una trama herrumbrosa de la parodia postmoderna.
Ciertamente, cuando Tolstoi escribe ¿Qué es el arte?, ya no es el artífice de Anna Karenina porque lleva un tiempo dedicado a ejercer como profeta, propenso al dogma, por contraste con la generosa complejidad moral de sus novelas. Sermoneaba al mundo desde sus tierras de Yasnaya Polyana. Creía más en la emoción que en el arte. Unos van y otros vienen por las azoteas y sótanos del siglo. Siglo más, siglo menos, cada uno cuenta su batalla de Borodino. Llegaron fugazmente el minimalismo narrativo y también el Dirty Realism. O nos consolamos con la estolidez de la autoficción y tantas modas de temporada baja. La pérdida de léxico vivo fue muy penosa.
Ya se trata de saber si hay vida más allá de la novela y tiene que ver con lo que ha sido la novela como representación y presentación de la realidad del mundo. Según el crítico James Woods la novela realista fue convirtiéndose en convención, por lo que la mirada del novelista tiene que escrutar más todavía la realidad para que su forma deje de ser convencional: «La novela es el gran virtuoso del excepcionalismo: siempre se desenreda de las reglas que le quieran imponer». Cada nuevo día, detalles antes no percibidos o inexistentes proliferan en la realidad y requieren la mirada atenta del novelista. Es un viejo secreto, tan elemental que a veces ha sido olvidado, como ocurrió con la ficción postmoderna. Novela y realidad: ese es un pacto que tal vez logre traspasar los límites de la postliteratura al absorber la novela los nuevos detalles de la realidad. Una novela de nuevo deferente con lo real, devolver el carácter a los personajes. Entre el aislamiento radical de nuestro tiempo y la nostalgia ancestral de la comunidad, la literatura todavía ha de ofrecer a los individuos algo que les trasciende, arquetipo de un culto perdido, del terror primitivo a la sacralidad hecha estética por la liturgia. En la entraña radical de la cultura, en el desierto ilimitado está la incomprensibilidad de Dios. La literatura es, a la vez, un lugar teológico. O volvería a serlo si la relativización de lo trascendente dejase de ser uno de los fundamentos de la postmodernidad, la nueva melancolía de un desarraigo tan confortable que llega por el desentenderse de lo absoluto.
Al cuento relatado junto a la hoguera, cuando los rebaños descansaban en la noche, le sumamos la espléndida truculencia de la novela por entregas y entenderemos las largas colas para comprar una nueva entrega de Harry Potter y la percepción de unas largas noches pobladas de escobas aerodinámicas, varitas mágicas, ausencias aterradoras, aliados poderosos y enemigos más que terribles. Al otro lado del Atlántico, cuando Dickens publicaba en Londres La pequeña Dorrit por entregas mensuales, los buques británicos aún no habían amarrado y desde el muelle ya se les preguntaba a los viajeros como andaban las desgracias de la muchacha.
Sigue en circulación la novela híbrida europea, modelo prêt-à-porter. Y un estilo híbrido ⎯el mix⎯ que consiste en aliñar sin mucho sabor algo de Georges Perec, un poco de Las Vegas sacado de un folleto turístico, un toque postindustrial, mucho SMS, entremeses minimalistas, resaca de tequila, moteles mortecinos a punta pala, personajes exangües, sexo kinky, ausencia de humor y amor, cementerios de plástico, ansiolíticos New Age, unas gotas de sangre Tarantino, argumentos con vacío tipo David Lynch y algo así como las facturas de un éxodo que ni tan siquiera comenzó. Es el híbrido europeo. O, más bien, la novela híbrida posteuropea. Se manufacturan también en Barcelona y Madrid.
La hipermodernidad ha generado vacíos que la telebasura y las redes sociales se apresuran a colmar. Y en caso de alardes exploratorios del pasado, el hipercontemporáneo no se conformará con citar a Virgilio o a Esquilo. Como mínimo echará mano de Procopio de Cesárea o de un sofista tipo Favorino. Por citar que no quede. En realidad, partíamos de la convicción de que todo es contemporáneo, incluso lo más contemporáneo. Son de nuestro tiempo Balzac y Manzoni, Cervantes y Euclides da Cunha. En un epílogo cervantino se comprimen telescópicamente varios siglos.
El extremoso Léon Daudet fue muy explícito sobre la estupidez del siglo XIX. Pero Thomas Mann le reconoce una energía inusitada, a pesar de ser un siglo que visto lo que iba a sucederle fue de una fácil e ingenua fe en la razón y el progreso, de un materialismo casi banal. Mann insiste en que el prurito científico del XIX fue compensado por un pesimismo y una afición musical en la que predominaban «los temas de la noche y la muerte». Eso, en fin, traía aparejada una propensión al gran formato. «Grandeza, sí, y una grandeza adusta, atormentada, escéptica y desengañada, a la par que fanática de la verdad, que sabe encontrar una dicha desencantada en la embriaguez momentánea de la hermosura efímera», dice Mann en uno de sus mejores escritos sobre Wagner. Litz hablaba entonces de construir un templo que haga decir a las generaciones futuras que el cabildo estaba loco por haber emprendido algo tan colosal: «¡Y ahí tienes la catedral!». Eso fue Proust.
Ahora nos asombra la simultaneidad de las inteligencias de diseño con un mundo caótico, doloroso y finito. Los valles de la alta tecnología lindan con selvas aún tribales, con desiertos inhabitables y con la sinrazón de las guerras. Al descubrir el amor o la soledad poco importa si solo somos una pausa entre glaciaciones o si pendemos de una nube, como parte de una masa de objetos digitales en el ciberespacio, más allá de la organización de archivos en Internet. Es una realidad casi inconcebible, extrema en su virtualidad radical, sobrecargada de pasado y también de futuro. Nos preguntamos si la civilización es sostenible y quizás resulte que para sobrevivir necesite de esa nube y de esa inteligencia artificial. Es la paradoja de salvarse por los extremos, de acudir a lo más imposible para salvarse de un naufragio.
En el bullicioso período de entreguerras Robert Musil observó una Europa desamparada en la que los europeos fueron como «esos pasajeros de wagon-lit que no se despiertan hasta el momento de la colisión». Hay circunstancias que se repiten, las reacciones humanas corresponden a una naturaleza inalterable, pero los procesos institucionales son distintos, en virtud del sistema de prueba y error que les permite evolucionar. ¿Cómo aprender a no dejarse atrapar por las apariencias tan tramposas de lo actual? Lo primero es sustraerse al pánico. Lo demás es una combinación secreta de inteligencia, carácter y experiencia.
Del siniestro de la novela experimental ya no dudan ni los críticos que rechazan las novelas ajenas porque han fracasado con las propias. Queda Dickens, tan legible, tan vital, tan claro, ameno, tan bueno, tan magnánimo, tan humano. Supo transformar su infelicidad en grata literatura para todos, como cuando llega la Navidad con Scrooge y Tiny Tim. Hace un tiempo que declinó la novela que a la vez contaba historias y era buena literatura.
Algunos neurocientíficos niegan que el mal exista. Aquel corazón de las tinieblas que desembocaba en el horror se explica en no pocas aulas como una disfunción del cerebro. No hay mal, nadie es culpable. En definitiva, todo es relativo. La distinción entre el bien y el mal se confirma así como antigualla. Todo comportamiento negativo queda exonerado por las circunstancias que lo condicionan, anulándose así lo que clásicamente entendíamos como libertad de elección. En el laberinto neuronal acabamos por no ser libres. Todo es disfunción, nadie es responsable. En definitiva, la vida no es creativa. ¿Cómo fue que Manzoni escribió Los novios? Nadie puede ser castigado por lo que hizo mal si no es responsable de nada. Es como si fuésemos sonámbulos que maltratan a los demás, roban y matan y luego se despiertan explicando que no sabían lo que hacían.
Echemos mano de una novela como El hombre que fue jueves. Si Chesterton regresase a la Barcelona capital del relativismo es probable que las tertulias digitales lo injuriaran a sus anchas. Estuvo por primera vez en 1926. Se le vio leyendo los diarios sentado en una silla de la plaza de Cataluña. Al día siguiente, está ante el Quiosco Francés cuando los gigantes suben por la Rambla. Le explican que es por la vigilia del Corpus y se añade a la comitiva. Chesterton, hombre de fe, era el escritor más alegre del mundo. Cuesta imaginarle en un hotel con terraza chill out, rodeado por jóvenes escritores que no saben muy bien que quieren escribir. Quizás añoraría aquella vigilia del Corpus y comprar la prensa en el Quiosco Francés. Sería maravilloso que visitase de nuevo Barcelona porque todavía representa un canon inimitable. Sus libros están vivos porque sabía que los dogmas no son signos de fatiga sino indicios de viveza mental y de impaciencia lúcida. Que vuelva y le lleven a dar un paseo por la Diagonal para recordarnos que «la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas». Para comparar, el Imperio Romano de Oriente, convertido en imperio de Bizancio, tuvo una decadencia de mil años. Novelas sí o sí.
Ilustración: La lectora, óleo de Federico Faruffini (1864). Via Wikimedia Commons