La mayoría de los críticos, contaminados sin duda por la extraña locura de don Quijote, que confunde la ficción con la historia, han interpretado el episodio de Andrés que se abre en I,4 y se cierra en I,31 a la luz de obras caballerescas y de otros géneros literarios de la época, pasando por alto la historicidad de la escena que nos presenta a un mozo de ovejas llamado Andrés flagelado por su amo Juan Haldudo el Rico en un encinar a la salida de Quintanar de la Orden. Siendo el tiempo de la historia contemporáneo del tiempo de la narración en el Quijote, la flagelación del adolescente debió de transcurrir allá a finales del reinado de Felipe II.
Cuando tenía veinte años, Israël Salvator Révah leyó la obra maestra de Marcel Bataillon titulada Érasme et l’Espagne, y lo que más le llamó la atención fue, en primer lugar, el gran número de intelectuales españoles del siglo XVI que eran de ascendencia hebrea y, en segundo lugar, la suma importancia de los archivos inquisitoriales para la historia de la cultura ibérica. Quien lea las líneas que siguen podrá averiguar lo acertado de tal aserción. A la luz de las Relaciones topográficas que Felipe II mandó realizar a finales del siglo XVI, de la documentación inquisitorial conservada en el Archivo Histórico Nacional y en el Archivo Diocesano de Cuenca, de la emblemática, etc., quiero proponer una nueva lectura del capítulo IV del Quijote haciendo hincapié en la reversibilidad del símbolo de la cruz de San Andrés que, por una parte, remite al martirio y al heroísmo caballeresco y, por otra, al castigo del hereje condenado por la Inquisición por crimen de herejía y de apostasía.
Si Andrés tiene poco de santo y mucho de pícaro, como ya lo advirtieran en su tiempo Catherine Bourque, Ronald Quirk y Augustin Redondo, existen fuertes sospechas de que sea además un herético, uno de esos judaizantes de Quintanar de la Orden cuya complicidad fue desmantelada por los inquisidores toledanos y conquenses a finales del siglo XVI. Que yo sepa, hasta la fecha, ningún estudioso ha relacionado este fragmento del Quijote con el contexto de represión inquisitorial que se abatió sobre aquella comunidad tan peculiar de judaizantes manchegos quienes, más allá del bautismo, seguían observando los preceptos de la ley de Moisés.
El episodio de Andrés desde la «historia»
Frente a don Quijote, que se empeña en considerar a Juan Haldudo el Rico como un caballero descortés, Andrés restablece la verdad anclando la identidad del protagonista en su contexto histórico y social. A diferencia del narrador inicial del Quijote, el mozo se acuerda perfectamente del lugar de vecindad de su amo: «⎯Mire vuestra merced, señor, lo que dice ⎯dijo el muchacho⎯, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el Rico, el vecino del Quintanar» (DQ, I, 4).
En el año 1575, cuando se hizo la Relación topográfica, Quintanar de la Orden, llamada antes «Quintanar del encina por una encina grande que había», era una villa del reino de Toledo ubicada en la Mancha de Aragón. En la parte del norte estaba cercada por la villa de Villanueva, «que sera pueblo de mas de seiscientos vecinos»; entre el norte y el oriente, por Villamayor, «que sera de seiscientos vecinos»; en el lugar donde sale el sol, por Hinojoso, «pueblo de trescientos vecinos, la mitad de la orden de Santiago e la otra mitad del marqués de Villena»; entre mediodía y el oriente, por la Mata, «que terna seiscientos vecinos»; al oeste del mediodía, por el Toboso, «que terna ochocientos vecinos»; al este del mediodía, por Miguel Esteban «que terna ochenta vecinos»; en el poniente, por la Puebla de Almoradiel, «que terna cuatrocientos vecinos» y la Puebla de don Fadrique, «que tiene otros cuatrocientos vecinos»; y al noroeste, por el Corral de Almaguer, «que es pueblo de mil doscientos vecinos».
La villa de Quintanar pertenecía a la Orden de Santiago de la Espada y era administrada por el doctor Manuel Pérez, gobernador y justicia mayor. Entre sus monumentos más famosos, destacaban la casa del ayuntamiento, la iglesia parroquial de Santiago, las ermitas de Nuestra Señora de la Piedad, de San Sebastián, de San Cristóbal, de Santa Ana y de San Bartolomé, así como el hospital de la Concepción de la Madre de Dios. La mayoría de los vecinos eran labradores que vivían de la labranza de trigo, cebada, centeno y avena, del cultivo de la vid, del olivo y del azafrán, o bien ganaderos que criaban «ganado lanar e muy poco cabrío»:
De ordinario un año con otro se suele coger de trigo candeal veinte mil hanegas de toda cosecha, e de crias de ganados habia cada año uno con otro dos mil e setecientas crias e de vino se coxeran cada año cuarenta mil arrobas e de aceitunas el año que viene bueno se coxeran entre los vecinos quinientas fanegas e cuando hay poca a la mitad o menos, de azafran se cogeran cada año uno con otros trescientas o cuatrocientas libras. [Relaciones histórico-geográfico-estadísticas de los pueblos de España hechas por iniciativa de Felipe II, edición de Carmelo Viña y Ramón Paz, Madrid, CSIC, III. Reino de Toledo, 1963 p. 313].
La villa tenía 594 vecinos, de los cuales dos eran moriscos y treinta y cinco hidalgos. En la cumbre de la pirámide social, hallamos una élite político-administrativa compuesta por el gobernador, tres alguaciles, el alférez, siete regidores, el fiel ejecutor, el escribano del ayuntamiento y el mayordomo del concejo, así como los distintos linajes «nobles» de la ciudad que gozaban de los privilegios y exenciones fiscales de los hidalgos del reino de Castilla. Entre las casas más famosas, estaban las de Juan Manuel de Lodeña el Viejo, contino de la casa del rey; de Andrés de Migolla, vecino y regidor perpetuo del concejo; de Alonso Alvarez de Ayala, regidor de la ciudad de Cuenca; de don Francisco de Aguilera, cuyo padre era contino de la casa del rey y cuyo abuelo había sido comendador de Villarrubia de Ocaña, villa de la orden de Santiago… Al margen de esta élite de privilegiados, la población de Quintanar constaba de humildes pecheros sobre quienes recaía el peso de las cargas reales, señoriales y eclesiásticas, y que se dedicaban a las labores agrícolas, ya como labradores ya como ganaderos. La mayoría de estos campesinos eran trabajadores o jornaleros que no poseían la tierra y que sólo disponían de la fuerza de su trabajo:
Los vecinos de esta villa del Quintanar la mayor parte de él es gente muy pobre e gente que vive de su trabaxo e jornal porque esta villa es muy estrecha de términos y no tiene donde labrar ni donde traer ganados y los demas vecinos tienen una pasada ordinaria e ninguno hay que sea muy rico ni llegue su hacienda a valer seis mil ducados. Los tratos de los dichos vecinos es como esta dicho la labranza e crianza e no hay otros ningunos. [Relaciones histórico-geográficas, p. 318].
Ahora bien, no olvidemos que dentro del universo de los campesinos existía una burguesía rural de «villanos ricos» que poseían la tierra y haciendas, a menudo, muy superiores a las de los hidalgos rurales que, a finales del reinado de Felipe II, habían entrado en una fase de creciente pauperización. Como lo explica Noël Salomon en Sobre el tipo del «labrador rico» en el Quijote:
Vemos pues que los labradores que viven de sus heredades son una minoría, pero en ocasiones esta minoría consigue la riqueza. Esta clase rural aparece en medio de la masa de los campesinos pobres o medios (trabajadores y renteros) como una especie de «burguesía agraria» asentada en su propiedad individual y en la abundancia agrícola o ganadera. Se sitúa en la cima de la pirámide social pueblerina. Es la clase de los villanos ricos, según una expresión consagrada que incluso se encuentra en la literatura de la época, enriquecida por los productos de su heredad y por el trabajo de los jornaleros que emplea a su servicio. Corresponde a los «coqs de village» del campo francés en la misma época […] Cuando una capa social tiene un nombre propio que la define y la delimita de este modo de las demás, significa que la estratificación social está acompañada de una fuerte conciencia de esta misma estratificación. Si así sucedía es porque los «labradores ricos pecheros», aunque muy poco numerosos, constituían una clase campesina delimitada y enfrentada a las restantes. La fuerza económica, la homogeneidad y la unidad de acción y de intereses de esta minoría superaba en mucho su importancia numérica, lo que bastaría para conferirle su carácter de clase. [Noël Salomon, La vida rural castellana en tiempos de Felipe II, París, École Pratique des Hautes Études, 1964, p. 280].
De esta cita, se desprende claramente la idea de que Juan Haldudo el Rico, al igual que Guillermo el Rico, Camacho el Rico o los padres de Dorotea, pertenece a esta clase social de campesinos enriquecidos, celosos de sus intereses económicos y orgullosos de su estatuto social y de su limpieza de sangre. Tiene una yunta de yeguas, señal de cierto bienestar social, y saca su riqueza de sus ovejas que le proporcionan en abundancia carne, leche y lana, una lana que podía vender en la feria de San Lorencio a mercaderes locales o a mercaderes burgaleses que luego la exportaban hacia Europa del Norte. No olvidemos que después del metal precioso procedente del Nuevo Mundo, la lana constituía la segunda riqueza de España.
La escena de flagelación de Andrés tiene lugar en «la espesura de un bosque» y, más precisamente, en un encinar:
[…] y a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle (DQ, I, 4).
[…] y hallé atado a una encina a este muchacho que ahora esta delante, de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada. Digo que estaba atado a la encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriendo a azotes con las riendas de una yegua un villano, que después supe era amo suyo (DQ, I, 31).
Dicho bosque, situado en las afueras de Quintanar, es sin duda el que figura en las armas de la ciudad: «Tiene esta villa por armas un habito de Santiago y una encina en habito de Santiago, lo trae por armas por ser de su orden como está dicho y porque trae la encina trae por armas y no claridad cierta más de la que se dirá abaxo en el capítulo de los montes donde se declara el monte de las encinas que hay en este lugar y su grandeza».
Hoy en día, la ficción se ha hecho realidad ya que dicho encinar se llama «Encinar de Haldudo» y se ha convertido en una bodega, ¡un complejo hotelero y turístico con una extensión de más de 100 000 metros cuadrados!
Como tendremos ocasión de verlo más adelante, el toponímico Quintanar de la Orden desempeña un papel clave en el significado del episodio.
La cruz de San Andrés: entre santidad y martirio
En el marco cultural e ideológico de la Contrarreforma, la flagelación de Andrés no puede dejar de evocar la imagen de Cristo atado a la columna recibiendo injustamente los azotes cuyo número variaba, según los autores, entre 3300 (edad de Jesús cuando su pasión multiplicada por una pena corporal de 100 azotes) y 5000. Frente al luteranismo y al erasmismo, que exaltaban lo que Marcel Bataillon llama el «cristianismo interiorizado» purgado de todas las ceremonias y formalismos externos, el catolicismo tridentino volvía a afirmar el valor de la penitencia, de la mortificación como medios para alcanzar la salvación. Dicho motivo no sólo gozó de una gran fama en la literatura sino también en las artes plásticas. Basta con señalar la Flagellazione de Cristo pintada por Caravaggio en 1607 y por su discípulo Pasquale Ottino pocos años después, y la escultura de Gregorio Fernández llamada Nuestro Señor atado a la columna y realizada por los años 1619-1620.
A imagen de Cristo, muchos santos fueron azotados antes de recibir el martirio. Tal es el caso de San Andrés Apóstol. Conocemos su vida a través de autores como San Agustín, San Juan Crisóstomo, Pedro Damián, San Bernardo o el cardenal Baronio, así como a través de los testimonios de los presbíteros y de los diáconos de la iglesia de Acaya que presenciaron su martirio. Los fragmentos de los Evangelios y de los Actos de los Apóstoles fueron recogidos en el siglo XIII en la Legenda Áurea de Jacobo de la Vorágine, en la primera mitad del siglo XIV en el Libro de miseria de omne, obra del mester de clerecía compuesta de 502 versos con hemistiquios octosílabos, y en la Edad Moderna en el Flos sanctorum del que se conservan varias ediciones a lo largo del siglo XVI.
Lo que sabemos de Andrés es que nació en Betsaida, en la provincia de Galilea, que era discípulo de Juan Bautista, y que fue el primero en conocer a Jesús. San Lucas le consideraba como el primer apóstol después de su hermano San Pedro. Cuando estaba pescando con éste en el mar de Galilea, pasó Jesús y les dijo que haría de ellos «pescadores de hombres». Entonces fue cuando abandonaron sus redes y sus peces, siguieron a Jesús y se convirtieron en sus apóstoles. Por haber predicado el evangelio por Escitia, Tracia, Capadocia, Galacia, Albania, y en otros muchos lugares, Andrés se atrajo la ira y la enemistad de Egeas, el procónsul de la ciudad de Patras, en la provincia de Acaya. Dicho tirano, que seguía sacrificando a los dioses y adorando a los ídolos, no podía tolerar la introducción del cristianismo en sus territorios, religión que consideraba como una secta supersticiosa que los príncipes romanos habían mandado desterrar de su imperio. El martirio de Andrés tuvo lugar en Patras, en el año 62, bajo el reinado de Nerón. El apóstol fue encarcelado primero, luego azotado, y por fin atado a una cruz:
El fin desta platica fue que Egeas mandó poner en la carcel a San Andrés, y la gente se alborotó, y quería poner las manos en el Proconsul, si el mismo santo no se lo estorbara: exortandolos desde la carcel, que no se rebelassen contra aquel tirano […] y les rogó que en ninguna manera impidiessen su martirio; porque los tormentos passarian presto, y el premio dellos duraria para siempre. Haz lo que quisieres, que aqui estoy: quanto fueren mayores los tormentos que me dieres, tanto será mayor el premio que me dará Iesu Christo por averlos sufrido por su amor, y mayor el infierno que para ti esta aparejado. Enojóse desto Egeas, mandóle desnudar y açotar a siete verdugos, los quales se reanudaron por tres vezes. Fue tanta la lluvia de açotes que descargó sobre el, que todas las carnes del Santo Apóstol quedaron abiertas, y vertiendo sangre. Finalmente vista su constancia, mando Egeas ponerle en una cruz, y no enclavarle, sino atarle con sogas, para que el martirio fuesse mas prolixo […] No se demudó el rostro del Santo Apóstol (dize San Bernardo) como lo suele hazer la flaqueza humana, quando vio la cruz, ni se le heló la sangre, ni se le despeluznaron los cabellos, ni perdio la voz, ni tembló el cuerpo, ni se turbó el alma, ni perdio el juyzio; antes el fuego de la caridad que ardia en su pecho, echó llamas por la boca. Quanta fue aquella dulçura que sintió San Andrés quando vio la cruz, pues endulçó la amargura de la misma muerte. Estando pues el santo Apóstol junto a la cruz, el por si mismo se desnudó sus vestidos, y los dio a los verdugos; los quales se levantaron en alto, y ataron en la cruz de la manera que les avia sido mandado […] baxo del cielo un grande resplandor, a manera de rayo, y rodeo el cuerpo del Apóstol, encubriendole a los ojos de los que alli estavan, que no pudieron sufrir tan desacostumbrada claridad; la qual duró como media hora, y al tiempo desaparecio, dio el santo Apóstol su espiritu al Señor, en treinta dias de Noviembre, año de Christo de sesenta y dos, imperando Neron. [Pedro de Ribadeneyra, Flos Sanctorum, libro de la vida de los Santos, Madrid, Luis Sánchez, 1616, pp. 824-825].
En I,31 don Quijote relata el episodio de Andrés ante un nuevo auditorio y en presencia del mozo. El lector se entera de que el adolescente sufrió el tormento que él mismo había imaginado y que su amo había anhelado tan ahincadamente. Tras pasar las de San Andrés, el mozo de ovejas pasó las de San Bartolomé, es decir que fue… ¡casi desollado por el ganadero Juan Haldudo el Rico!: «Mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida» (DQ, I, 31). A raíz de la paliza que recibió y de la que salió medio castrado, Andrés tuvo que curarse en un hospital: «En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo». Que se curara en el hospital de Nuestra Concepción de la Madre de Dios de Quintanar no parece una hipótesis nada descabellada. En el apartado 54 de las Relaciones topográficas leemos lo siguiente:
Tiene esta villa un hespital en la plaza que no tiene renta ninguna mas de la limosna que da el pueblo. Murio en esta villa habra dos años un hombre que se decia Juan Morcillo, procurador que fue en el audiencia de la gobernacion e natural de Valdaracete, el cual mando su hacienda para el hespital […] dexo de renta para el hasta cinco mil maravedis para su reparo y lo que sobrare para camas a los pobres, ha se de decir este hespital por nombre que el fundador dexo ordenado el Hespital de la Concebcion de la madre de Dios y este dia se le ha de decir una misa de la dicha renta y venir a la puerta de su casa a rogar a Dios por el, dejo por patron al concexo de esta villa. [pp. 320-321].
Cabe notar que Cervantes rechaza la opinión de Hipólito y de Nicéforo según la cual San Bartolomé hubiera sido «crucifixado la cabeça abaxo», y sigue la de San Ambrosio, de San Isidoro, de San Antonio y de los libros antiguos de las vidas de los santos, según la cual el santo había sido desollado antes de tener la cabeza cortada. En el relato del Flos Sanctorum, San Bartolomé «era un hombre que tenia los cabellos negros y crespos, el rostro blanco, los ojos grandes, las narizes iguales y derechas, la barba larga y entrecana, la estatura mediana, los vestidos blancos». Consiguió convertir al cristianismo al rey Polemón, un gentil que seguía las falsas enseñanzas del demonio Astarot. Para vengarse de él, el monarca le hizo pasar sufrimientos atroces:
No pudo el demonio sufrir, que creciesse tanto la religion Christiana, y se amplificasse la gloria del Señor: movio a los Sacerdotes de los idolos que se vengassen de san Bartolomé, como destruidor de sus templos, y assolador de sus altares, y ruina del culto de sus dioses […] Los Sacerdotes incitaron a Astiages, hermano del rey Polemon, que reynava en otra provincia comarcana, para que mandasse traer de si al santo Apostol, y le castigasse. Y aviendo passado algunas razones con el Santo, encendido de saña por lo que avia oydo a los Sacerdotes, y mucho mas; porque hablando con el Apóstol, un idolo que tenia en el templo principal de su ciudad, avia caydo en tierra, y hechose pedaços, le mandó herir con varas de hierro: y despues de averle atormentado desta manera, desollarle vivo, y como aun viviesse, cortarle la cabeça. Los Christianos, y el mismo Rey tomaron su sagrado cuerpo, y le enterraron con gran solemidad: y de alli a treinta dias el Rey Astiages, y los Sacerdotes que avian sido atormentados de los demonios, acabaron su miserable vida, y començaron la muerte eterna del infierno. Andando el tiempo, como los Gentiles viessen, que de todas partes concurrian los Christianos a reverenciar las reliquias del sagrado Apóstol, escrive Gregorio Turonense, que tomaron en una arca de plomo el cuerpo santo; y le echaron en la mar diziendo: ya de oy mas no engañaras al pueblo. Pero la magestad de Dios […] guio aquel precioso tesoro, y le llevó en su arca a la isla Lipari, cerca de Sicilia, donde por divina revelación fue recebido de los Christianos, y se le edificó un templo, del qual fue trasladado a Benevento, ciudad del Reyno de Napoles. Y en tiempo de Oton, emperador, el Segundo deste nombre, y de Gregorio V Sumo Pontifice, fue otra vez trasladado a Roma el año del señor de 983, y colocado en una yglesia que se fundó en su nombre. [Flos Sanctorum, p. 591].
Desde una perspectiva hagiográfica, la flagelación puede leerse como una escena de martirio cristiano. Es como si Andrés estuviera experimentando en sus propias carnes los trabajos de Cristo, de San Andrés y de San Bartolomé reunidos.
La cruz de San Andrés: entre heroísmo y nobleza
Más allá del martirio propiamente dicho, la cruz de San Andrés era símbolo de heroísmo y de nobleza. Los caballeros del Toisón de Oro, orden militar creada por Felipe el Bueno en 1429, la ostentaban con orgullo en sus vestidos, así como miembros de otras órdenes militares:
Entre las excelencias de San Andrés tambien es una, y de gran gloria para el santo, la orden del Tuson, que debaxo de su nombre, tutela, y proteción, instituyó el duque de Borgoña, y conde de Flandes, Felipe el Bueno, el año de 1429 a los diez de enero.Y despues por aver venido aquellos Estados a unirse con la corona de los Reyes de España, y ampliandose tanto su Monarquia, ha venido la orden del Tuson de San Andrés a ser tan estimada entre todas las ordenes militares: y los mayores, y mas poderosos Principes de la Christiandad, a preciarse de ser soldado de San Andrés, y traer al cuello las insignias de su esclarecida orden. [Flos Sanctorum, p. 827].
Después del casamiento de María de Borgoña con Maximiliano I de Habsburgo, su hijo Felipe I de Castilla, pasó a ostentar la cruz o aspa de Borgoña en los uniformes y banderas de su séquito. A la muerte de éste, la heredó su hijo Carlos I de España. En el óleo sobre lienzo Carlos V armado, pintado por Juan Pantoja de la Cruz en 1605, el emperador lleva por encima del peto la imagen de la Virgen con el Niño y el collar con la insignia de la Orden del Toisón de Oro, de la cual fue quinto soberano entre 1506 y 1555. En el Retrato del rey Felipe IV pintado por Diego Velázquez en 1632, se destaca sobre el vestido negro del monarca español, heredado de la moda borgoñona, el cordero dorado sin collar. Rubens pintó El martirio de San Andrés hacia 1636-1639 para la Fundación Carlos de Amberes y por encargo del impresor Plantino. En esta pintura, representa al santo patrono de Borgoña y de la Orden del Toisón atado a una cruz en forma de aspa.
La orden del Toisón de Oro era además sinómimo de heroísmo caballeresco. Evocaba la valentía de Jasón y de los argonautas, de los que formaba parte Hércules, para repatriar a Grecia desde Colquide el vellocino de oro, regalo de los dioses que garantizaba riqueza y felicidad. El emblema fue utilizado por las tropas de Juan sin Miedo durante la guerra de los Cien Años. Desde 1506, fecha de la introducción de la guardia borgoñona de Felipe el Hermoso, este emblema se incluyó en los escudos de armas y en las banderas de España. La bandera blanca con la cruz de Borgoña en rojo debió de ondear por primera vez como insignia española en la batalla de Pavía en 1525, y fue utilizada por los tercios españoles y regimientos de infantería a lo largo de toda la Edad Moderna. La celada de parada del emperador Carlos V, realizada por el milanés Filippo Negroni en 1553, se presentaba bajo la forma de un casco antropomorfo con el vellocino de oro y, en el centro de la nuca, un medallón con la divisa imperial Plus Ultra. Cuando accedió al trono, Felipe II mandó que cada tercio llevase una bandera en cabeza de color amarillo con las aspas de Borgoña en rojo.
En la descripción de Quintanar de la Orden que encontramos en las Relaciones topográficas, existe un vínculo estrecho entre la nobleza, o mejor dicho, la hidalguía y la cruz de San Andrés que figura en las armas de algunos linajes de la villa. Es el caso de Lope de Cepeda el Viejo, un hidalgo que poseía una carta ejecutoria de su abuelo litigada con el concejo de la villa, y cuyas armas eran «un león pardo en campo de oro e ocho aspas de Sant Andrés por orla amarillas y el león tiene puesta una mano en la boca y la cola en el lomo».
La cruz de San Andrés: entre picarismo y herejía
Ahora bien, ¿cuál es la verdad sobre el caso Andrés? ¿Es Andrés una víctima, un santo inocente o, al contrario, un delincuente? Como siempre en la obra de Cervantes, la identidad del protagonista se nos escapa, resulta ambigua y se enmarca dentro de un complejo juego de perspectivismo. Para don Quijote no cabe la menor duda de que se trata de un menesteroso víctima de la violencia de un caballero descortés. El mismo mozo se presenta como un criado oprimido por Juan Haldudo el Rico que no quiere pagarle el sueldo que le debe, pero al mismo tiempo confiesa que no es del todo inocente: «No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo te prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato» (DQ, I, 4). Si jura con tanta insistencia que no lo hará otra vez, es que previamente ha hecho algo, que es responsable de alguna manera de la desaparición de las ovejas. A ojos de Juan Haldudo, Andrés puede ser un niño inocente (descuido) o un ladrón (bellaquería), si bien se orienta hacia la segunda hipótesis. La ambigüedad queda finalmente zanjada en el capítulo I,31. Aunque don Quijote no quiere escuchar la verdad que sale de la boca de Juan Haldudo, sabe a ciencia cierta ⎯y el lector también⎯ que Andrés es un pícaro que se aprovecha de la confianza de su amo para robarle ovejas:
[…] respondió el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían más de ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: «Señor, no me azota sino porque le pido mi salario». El amo replicó no sé qué arengas y disculpas, las cuales, aunque de mi fueron oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un real sobre otro, y aun sahumados (DQ, I, 31).
Valiéndose de la reversibilidad de los signos que pueden significar una cosa y su contrario, Cervantes utiliza la cruz de San Andrés como símbolo de herejía, de infamia y de villanía. En efecto, la llevaban los individuos acusados de herejía durante el auto de fe, y también la llevaban los reconciliados por la Inquisición en sus sambenitos a modo de pena infamante.
A la Inquisición le interesaban básicamente cuatro cosas: descubrir la herejía, hacer que el acusado confesara, se convirtiera y fuera castigado. Concluida la fase probatoria del proceso, los inquisidores se juntaban con los consultores y el ordinario para dictar la sentencia final. Si no existía acuerdo entre el ordinario y los inquisidores, intervenía el Consejo de la Suprema para dar su parecer y zanjar el asunto. Por sentencia, hace falta entender «todo acto jurisdiccional decidido por los inquisidores del Santo Oficio, que se pronuncia a continuación de la fase probatoria, y cuya consecuencia es la finalización y resolución del proceso absolviendo o condenando al reo». [María del Camino Fernández Giménez, «La sentencia inquisitorial», Manuscrits, 17, p. 128].
En caso de herejía grave, el reo era relajado al brazo seglar, eufemismo que significaba condenado a la hoguera. En efecto, el tribunal de la Inquisición no condenaba a muerte directamente a la persona, sino que la entregaba a la justicia civil para que ésta le aplicara la hoguera. El hereje pertinaz o el hereje relapso salía al auto de fe con un sambenito en el cual figuraban las dos aspas de San Andrés, con llamas vivas hacia arriba, dragones, diablos y serpientes que simbolizaban la herejía. Cuando el reo se arrepentía sinceramente de sus pecados y renegaba de sus errores, era reconciliado, o sea admitido de nuevo dentro del cuerpo místico de la Iglesia. Casi siempre la sentencia de reconciliación iba acompañada de la confiscación de bienes, de la inhabilitación para desempeñar ciertos cargos y oficios, de la obligación de llevar el sambenito durante un periodo determinado, de la cárcel perpetua y de otras penas menores como los azotes, las penitencias espirituales, las multas, etc.
Si se daba una sospecha vehemente de herejía en contra de una persona, ésta debía abjurar de vehementi y sufrir toda una serie de penas infamantes como el destierro, los azotes (200 para los hombres y 100 para las mujeres) y la obligación de llevar el sambenito. Cuando existía una sospecha leve de herejía en contra de una persona, ésta tenia que abjurar de levi. Recibía una pena pecuniaria, de destierro o una pena de vergüenza pública.
Como podemos averiguarlo, los azotes y el sambenito eran las dos prácticas inquisitoriales más corrientes en aquel entonces. En lo que se refiere a la flagelación, el reo salía por las calles de su lugar montado en un asno, con una coroza en la que aparecían dibujos relativos al delito cometido, y rodeado por el verdugo que le iba propinando los latigazos. En cuanto al sambenito, encubría una doble realidad: representaba aquella túnica de algodón o de lino de color amarillo que los reos llevaban durante el auto de fe y por un plazo determinado, a modo de castigo, y designaba también estos paños de lino que colgaban de las paredes de la iglesia parroquial donde el hereje vivía para mantener vivo el recuerdo de la infamia. En estos paños figuraban el nombre, el linaje, el crimen y el castigo del culpable.
Pasando de la literatura a la historia, no resulta nada casual que la villa de Quintanar de la Orden fuera el escenario de una intensa represión inquisitorial en contra de los judaizantes a finales del siglo XVI. Desde un punto de vista cuantitativo, la redada contra los miembros de la familia Mora y sus allegados afectó a 63 personas de un conjunto de 135 individuos, o sea más del 46%. Para llevar a cabo su pesquisa contra «la pérfida y herética pravedad», los inquisidores reunieron cuarenta y siete testimonios externos de cristianos viejos naturales de la ciudad de Quintanar, que tenían entre veinte y cuarenta años. Estos testigos que depusieron entre 1579 y 1588 figuran en una Memoria de los testigos que ha de tener cada uno de los procesos de los Moras del Quintanar fechada en 1588. Entre ellos hallamos a labradores cristianos viejos, a familiares del Santo Oficio, a beatas, a letrados, a dos sastres, al notario de la gobernación, Alonso Hernández, a un clérigo, a un alguacil, así como a representantes de los linajes nobles de la ciudad, como los Lara, Cepeda, Castañeda, etc. Los inquisidores no se contentaron con acudir a testigos externos, sino que contaron además con los testimonios de las mismas personas. Muy pronto, los Mora acabaron denunciándose los unos a los otros, cumpliendo de esta manera el deseo mayor de los guardias de la fe. El ejemplo más llamativo es, sin duda, el de Juan López de Armenia, el esposo de Juana de Mora, quien, durante su primera audiencia ante el doctor Francisco de Arganda y el licenciado Francisco Velarde de la Concha, el 20 de agosto de 1590, denunció a su mujer y a su hijo, y a más de sesenta miembros de su familia política.
De las 63 personas condenadas por los inquisidores de Toledo y de Cuenca, 17 fueron relajadas al brazo seglar (cinco en presencia y doce post mortem), 35 reconciliadas con confiscación de bienes y sambenito, tres suspensas y tres otras condenadas a penas pecuniarias y de destierro. Para cinco causas, se desconoce la sentencia definitiva pronunciada por el tribunal. Por lo tanto, la Inquisición dio muestras de una relativa mansedumbre con respecto a las víctimas, al pronunciar más penas de reconciliaciones que penas capitales, las cuales, además, afectaron casi exclusivamente a personas ya difuntas. De hecho, los inquisidores no querían eliminar físicamente a los Mora, sino manchar el honor y la fama del conjunto del grupo familiar. Los dos autos de fe del 12 de agosto de 1590 y del 16 de agosto de 1592 en los cuales comparecieron cuarenta personas (31 reconciliadas y 9 relajadas al brazo seglar) sólo pueden explicarse dentro de este contexto de descrédito generalizado. Había que dar la máxima publicidad al acontecimiento y procurar que estos dos domingos quedasen grabados para siempre en la memoria colectiva de los vecinos de Cuenca y de sus alrededores. Durante estos autos de fe que tuvieron lugar en la Plaza Mayor enfrente de la catedral, las sentencias se leyeron en voz alta en presencia de los inquisidores, del corregidor de la ciudad, del obispo, de los dignitarios eclesiásticos y de los miembros del concejo, amén de la muchedumbre anónima que había acudido a la plaza para presenciar el espectáculo.
Entre finales del siglo XV y finales del siglo XVI, los Mora y sus allegados sufrieron pues en sus propias carnes los rigores del Santo Oficio. Traigamos a colación algunos ejemplos significativos. En la segunda generación, Hernando de Mora, hijo de Juan González y de Marí González, fue reconciliado una primera vez por criptojudaísmo por la Inquisición de Toledo en torno a 1486. A raíz de un segundo proceso, fue quemado en la plaza del Zocodover el 25 de octubre de 1496. En la tercera generación, Juan de Mora casó con Marí López que fue reconciliada por la Inquisición de Cuenca en 1519. Según una fuente de 1573, el sambenito que había llevado durante su condena seguía colgando de la pared de la iglesia parroquial de Quintanar a finales del siglo XVI. En la cuarta generación, la esposa de Francisco de Mora el Viejo, llamada Catalina de Villanueva, fue prendida por la Inquisición de Cuenca por haber mentido acerca de sus falsos orígenes cristianos viejos. Murió el año 1592 en la cárcel inquisitorial de resultas de los azotes que le dieron durante el tormento, y fue quemada en efigie en Cuenca en 1598. En la quinta generación, Álvaro de Mora casó con Catalina Ruiz cuyos padres habían sido sambenitados. En 1580, cuando ya había muerto, fue quemado en efigie en Cuenca en 1592. En la sexta generación, casi todos los hijos de Alonso del Campo y de Isabel de Villaescusa ⎯tres hijos y dos hijas⎯ fueron reconciliados por la Inquisición de Cuenca en 1592. El único que logró escapar de las garras inquisitoriales fue Rodrigo del Campo, escribano en las Indias occidentales.
A modo de conclusión, podemos decir que la cruz de San Andrés es tan ambigua como lo es el mismo mozo de ganado. Por una parte, designa el heroísmo cristiano (martirio) y caballeresco (orden del Toisón de Oro) y, por otra, remite a las dos aspas de la cruz decussata que figuraban en los sambenitos de los condenados por la Inquisición por crimen de herejía y apostasía. Es más: a la luz de la complicidad de judaizantes autóctonos descubierta por los inquisidores en Quintanar de la Orden a finales del siglo XVI, acontecimiento histórico de mucho relevancia que Cervantes no podía ignorar como esposo de Catalina de Salazar y vecino de la villa de Illescas, los protagonistas cobran una nueva dimensión. Andrés ya no sería únicamente el pícaro ladrón de ovejas sino también el hereje que sigue observando la ley de Moisés más allá del bautismo. En cuanto a Juan Haldudo el Rico, vecino de Quintanar de la Orden, ya no sólo representaría al villano rico orgulloso de su estatus social sino también al labrador ufano de su limpieza de sangre. Por otra parte, bien podría ser que Cervantes hubiera leído el De origine et progressu Officii Sanctae Inquisitionis de Luis de Páramo publicado en 1598:
En 1588, en la villa de Quintanar, situada en Castilla la Nueva, en el territorio de la Mancha, se descubrieron hombres y mujeres, unos treinta aproximadamente, que observaban los ritos y las ceremonias del Antiguo Testamento: eran rebisnietos y rebisnietas de aquellos Judíos quienes, en tiempos de los soberanos católicos Fernando e Isabel, se habían incorporado de manera fingida y simulada a la Iglesia católica. Cuando se descubrió su infidelidad, todos fueron a parar a la cárcel: unos escasos impenitentes fueron quemados, los demás (como es costumbre) fueron condenados a llevar el sambenito. Muchos que habían muerto en la infidelidad vieron sus huesos desterrados y quemados para el beneficio de la Santa Inquisición y para que aquella provincia fértil y guerrera fuese limpiada de la perversidad judaica. [Carsten L. Wilke, Antonio Enríquez Gómez. Un écrivain marrane (v. 1600-1663), París, Chandeigne, 2003 p. 323].
A través de este cuadro sumamente barroco de flagelación que hunde sus raíces en la pasión de Cristo, en el martirio de varios santos y en la práctica inquisitorial, Cervantes tal vez haya querido evidenciar, con distancia e ironía, las relaciones conflictivas que existían en la Mancha entre cristianos viejos y cristianos nuevos. El martirio del mozo de ovejas dejaría de ser un remedo del martirio de San Andrés para convertirse en el martirio de uno de esos judaizantes de Quintanar de la Orden ⎯de cuyo apellido no quiere acordarse el narrador⎯ perseguidos por la Inquisición a finales del siglo XVI por haber practicado en secreto los preceptos de la ley de Moisés.
Ilustración: Grabado de Gustave Doré sobre el episodio de Andrés, cap. 4 de la primera parte del Quijote (1865). Via Wikimedia Commons.