Josep Vergés, el editor que a mediados de los sesenta empezó a publicar las versiones definitivas de casi todo cuanto escribió Josep Pla a lo largo de su vida, dice en el prólogo de Caps-i-puntes (volumen 43 de la Obra completa, Destino) que Pla «era, sin quererlo reconocer, un perfeccionista y le gustaba retocar indefinidamente su obra». Tal afirmación puede sorprender a quienes todavía crean que Pla escribía como hablaba, de un tirón, ajeno a toda retórica y a toda elaboración estilística. Probablemente el malentendido proviene en gran parte de una lectura muy superficial de sus propias declaraciones en este sentido. Ahora bien, también dijo que el estilo natural era el que exigía mayores esfuerzos y, en Notes del capvesprol (Notas del crepúsculo en la traducción al castellano de Xavier Pericay), se definió como «un escritor muy lento» y «extremadamente meditado». Por supuesto, la naturalidad, en la literatura, es un artificio tan elaborado como cualquier otro.
Tal vez el adjetivo «perfeccionista» no conviene del todo a algunos de sus pasajes. Pla, al igual que Stendhal y que Baroja, parece a veces un poco descuidado en ciertas minucias de estilo, pero eso solo suele ocurrir en transiciones, en frases de paso en las que no pone todo su empeño; cuando lo pone, que es casi siempre, el adjetivo no le va grande en absoluto. Sea como sea, es cierto que volvía con insistencia sobre su obra y, ante una nueva edición, corregía a fondo sus escritos. Si el conjunto no le convencía, aprovechaba los fragmentos más sugerentes para ensamblarlos en un texto de nuevo cuño; recortaba, añadía y remendaba. Ese trabajo de reconstrucción, si podemos llamarle así ⎯el tiempo estropea algunas obras primerizas que, en su momento, pudieron parecer bien resueltas⎯, es especialmente constatable en los primeros volúmenes de su Obra completa, que son los que reúnen sus escritos de juventud. Afecta considerablemente a El cuaderno gris, que procede de un dietario escrito entre 1918 y 1919 pero que en su mayor parte fue redactado en la madurez, cuando Pla ya pasaba de los sesenta, a partir de diversas fuentes, y afecta también en gran medida a La vida amarga, el volumen en el que reunió narraciones de distintos libros escritos en la década de los veinte, cuando aún no había llegado a la treintena.
La vida amarga, obra traducida al castellano por Josep Daurella i Nadal (Planeta, 2016), es una recopilación de relatos en parte inventados y en parte autobiográficos, y no siempre es fácil distinguir en ella lo que es ficción de lo que es memoria. Y aunque lo que menos importa es el género, porque Pla siempre es fiel a sí mismo escriba lo que escriba, es este un libro donde la voluntad literaria del autor hace que lo mejor de su estilo se prodigue sin tregua. No es un caso único en su producción, lo mismo podríamos afirmar de El cuaderno gris, de los relatos de mar y de otros tantos volúmenes en los que «la angustiosa dispersión del periodismo», por decirlo con sus propias palabras, no le hizo escribir apresuradamente. Sus páginas abundan en sublimes descripciones de paisajes y agudos retratos de personajes, tocados casi siempre de un humorismo agridulce que a veces tiene tintes melancólicos y a veces señala sin contemplaciones la ridiculez de las aspiraciones humanas reflejadas en las formas y la tez del rostro o en los movimientos del cuerpo. Si Pla se hubiese limitado a recopilar sus escritos de juventud sin modificaciones, esas cualidades habrían quedado bastante disminuidas, y es probable que ya nadie se acordara de sus primeros libros. Rastrear los cambios que introdujo en los textos originales, que es algo que probablemente a él no le gustaría que hiciésemos, pues a ningún escritor que se precie le complace que se expongan las interioridades de sus tentativas, es sin embargo muy revelador de los procedimientos con los que el estilo literario, lejos de aparecer espontáneamente, es siempre el resultado de un trabajo reflexivo al que hay que dedicar muchas horas desapasionadas, y pocas veces se presenta la ocasión de acceder al proceso que lleva a la maduración de un estilo.
En el prefacio con el que se abre La vida amarga, Josep Pla, queriendo restar importancia a los cambios que ha introducido en los textos, escribe:
Al revisar estos papeles para hacerlos más comprensibles, no he caído en el error que, a mi juicio, hubiese sido eliminar cuanto pueden contener de candor, de puerilidad, de poca preparación, de inmadurez. Antes de hacerlo, hubiera sido más correcto arrojarlos al fuego. Disfrazarlos con la barba postiza de la moderación, de la habilidad y de la prudencia hubiera sido una sofisticación.
En general, la naturaleza de los relatos no varía sustancialmente de unas versiones a otras, pero Pla los sometió a una manipulación mucho más amplia de lo que podrían hacer pensar estas palabras. Algunos textos se mantuvieron prácticamente intactos; hay otros, en cambio, que fueron remodelados de arriba abajo. Añadió descripciones que enriquecen mucho determinados pasajes, eliminó algunas vaguedades y corrigió ciertos excesos de verborrea juvenil. «Me enteré de algo que me sumergió en las orgías de la meditación», por ejemplo, se convierte en «me enteré de algo que me hizo meditar largamente». Pero, además, también hay grandes replanteamientos de la estructura, e incluso del argumento, como en el caso de la narración titulada «Una aventura en el Canal», en la que se pasa de una historia vaga y poco coherente a un cuento de espionaje. Finalmente, hay un aspecto que llama especialmente la atención. En las nuevas versiones, el autor suprimió toda referencia crítica a la religión y al poder, diversos pasajes y frases que aludían directamente al sexo y alguna escena descaradamente escatológica. En La vida amarga no se encuentran, por ejemplo, unos cuantos ataques arrebatados contra la Iglesia, el ejército y el patriotismo que determinaban en parte el tono de las primeras versiones. Estos fragmentos son una muestra de tales supresiones:
El comandante Regardel es un militar de ojos azules, excepcionalmente bien educado, extremadamente dulce, piadoso en grado extraordinario, que ha cometido en las colonias tal número de brutalidades que se puede decir, sin riesgo de equivocarse, que tiene la inmortalidad asegurada. Es un hombre cordialísimo, de un trato inmejorable y de un carácter lleno de conveniencias y cualidades (…) En las colonias, según confesión propia, ha dirigido empresas sanguinarias, de una crueldad inútil, que él ha calificado, con una sonrisa triunfal, de necesarias. Su sensibilidad religiosa es exacerbada (…) Por las tierras por las que ha pasado ha dado pruebas de una gran frialdad, y en la información abierta para concederle la Creu de Sant Jordi —que solo la tienen los reyes, los héroes y los santos— consta que ha exterminado, siguiendo las reglas de la estrategia más ortodoxa, a cuatrocientas familias, que ha incendiado dos pueblos y devastado comarcas enteras (…) En África —dice el informe del que os hablaba— ha enseñado a rezar el rosario y a orar a sus soldados, ha hecho bautizar a un montón de ellos y, volviendo de sus feroces expediciones, ha organizado brillantes Te Deums de acción de gracias (…) Sus superiores lo estiman, la Iglesia lo considera por lo que vale y la nación lo contempla como una muestra de la vitalidad y de la gloria de la raza (…)
No hay que interpretar, sin embargo, dichas renuncias como una mera consecuencia de la evolución ideológica del escritor. Más allá de lo que dice, se convendrá que ese texto es desechable por su tono impetuoso y simplista, más próximo a la propaganda que a la literatura, lo que deja constancia una vez más de la imposibilidad de separar el contenido de la forma. Una buena cantidad de lo que decidió quitar o modificar delataba una fogosidad pueril que habría desvirtuado el espíritu general de la obra. Desde este punto de vista, algunos de los cambios aludidos se pueden atribuir perfectamente a un trabajo de ordenación estructural y estilística. No creo, por ejemplo, que la sustitución de «me han gustado las nalgas estrechas y duras de las mújeres jóvenes» por «me han gustado las señoritas un poco indefinidas», o de «cansada de las pecaminosas delicias del amor» por «fatigada de las pasiones humanas» obedezca a un ataque de puritanismo senil del autor. Con todo, para que el lector se acabe de hacer una idea del sentido de esos cambios, vale la pena detenerse en una de las reelaboraciones más llamativas de los textos que dan origen a La vida amarga. Se trata de la narración «Familia en el extranjero», que proviene de un relato erótico y furiosamente anticlerical publicado en el libro Relacions en 1927.
En el texto primitivo, el narrador, que se identifica con Josep Pla, conoce a unos catalanes, la familia Pallús, en el hotel de Ostende en el que se hospeda. La señora Pallús ⎯«pallús» en catalán significa «tarugo», «zoquete»; en la nueva versión cambiará el nombre a Fabregat⎯ enseguida se muestra entusiasmada de encontrar un catalán en esas latitudes, y se permite la confianza de transmitir al señor Pla su preocupación por un granito que a la «niña» (de diecisiete años) le ha aparecido en la nalga. A lo largo de la narración, la mujer le comenta las evoluciones del granito con obstinada perseverancia y, al final, aprovecha que su marido y su hijo han ido a Bruselas a ver el cambio de la guardia para rogarle que le eche una mirada. El examen de la zona afectada constituye toda una exploración erótica por la anatomía íntima de la adolescente. En paralelo a la trama principal, el hijo de la familia, un niño muy bien educado en los jesuitas, sirve al autor para entrar en materia escatológica y anticlerical. Se da el caso de que, cuando el chiquillo se disgusta, se ve afectado, se encuentre donde se encuentre, por unos extraños ataques de incontinencia de los gases intestinales. Pla propone como remedio que se procure despertar en el niño la vocación sacerdotal, «porque de este modo ⎯dice⎯ la expansión quedaría santificada y las irreverencias de los hombres se detendrían». En la versión de La vida amarga, el granito pasa de la nalga a la nuca, con lo que la narración sitúa su erotismo en un plano mucho más discreto, y desaparecen las burlas de la religión y la naturaleza chabacana del trastorno del niño, que queda reducido a unas simples pataletas incontrolables. A consecuencia de esas alteraciones, un aspecto del relato que ya contenía la primera versión queda notablemente reforzado y adquiere un papel preponderante. Es la obstinación de la señora Fabregat (antes Pallús) por lograr que el narrador examine el granito y dé su parecer, convencida de que el diagnóstico de un catalán, por el hecho de ser catalán, siempre será más fiable que el de un médico extranjero.
Uno de los objetos de interés más recurrentes en la obra de Pla es precisamente la satisfacción que experimenta una mayoría de las personas al recitar lugares comunes con el convencimiento de que las ideas adquiridas son ideas propias y que deben permanecer inamovibles. Pla rehúsa activamente toda concepción de la realidad que no dependa de la experiencia. «Es más cómodo y fácil creer que aprender, que conocer. La constatación de este hecho podría inducirnos a creer que las concepciones religiosas son permanentes, a cualquier nivel» dicen las palabras iniciales de Notas del crepúsculo, el dietario que escribió poco antes de cumplir ochenta años, y el resto del libro es en buena medida una aplicación de este principio tanto al recuerdo de su experiencia de vida como a su observación de las relaciones sociales, la política y la cultura del momento. Ya pensaba lo mismo cuando escribió, antes de los treinta, algunos de los relatos que luego reuniría en La vida amarga. Con el paso del tiempo, maduró sus opiniones políticas y se fue volviendo cada vez más conservador, pero la idea que se hizo de joven de la condición humana se mantuvo y se fortaleció a lo largo de los años, y muchos de los personajes de su obra narrativa le dieron ocasión de describir el fenómeno de las convicciones marmóreas, las creencias absurdas y la amargura a la que las vanas ilusiones pueden conducir a los incautos, algo en lo que se recrea con maestría.
El señor Verdaguer, un personaje del relato titulado «Un muerto en Barcelona» le dice al narrador una frase enigmática:
⎯Una casa de huéspedes, joven, es un método de trabajo…
[Planeta, 2016. Trad. de Josep Daurella i Nadal]
No son pocas las narraciones de La vida amarga que transcurren en una casa de huéspedes de Barcelona, Madrid, París, Berlín, Londres, Roma o Florencia; en general con inquilinos procedentes de Cataluña, pero también de otras partes del mundo, y en todas ellas surgen conflictos parecidos que a menudo tienen que ver con las aspiraciones sociales y sentimentales de sus ocupantes. No sé muy bien en qué sentido dice el señor Verdaguer que una casa de huéspedes es un método de trabajo. Se rumorea que el tal señor no paga el alquiler de su habitación y veremos después que aspira a casarse con la patrona, por lo que tal vez se refiera a una manera de ir tirando, pero para Pla las casas de huéspedes son también, en otro sentido, un método de trabajo; son el lugar en el que puede examinar de cerca las peculiaridades del animal humano recluido en la jaula que él mismo se construye. Flaubert, para quien el oficinista era l’animal le plus interessant de nôtre époque, hizo lo propio seleccionando sus ejemplares entre los empleados administrativos. El mundo académico, los hogares pequeñoburgueses, los ambientes revolucionarios, la adolescencia, la vejez… en toda condición se halla un método de trabajo para quien desee estudiar el caso. No todos los relatos de La vida amarga se desarrollan en casas de huéspedes, pero sí tienen muchos de ellos el ambiente apesadumbrado de lo que lleva mucho tiempo sumergido en una luz amarillenta y un aire enrarecido, propicio a la aparición de personajes grises y desmejorados, cautivos de las ilusiones y las ideas recibidas.
Podría decirse que Pla es, en los aspectos esenciales de su obra, un escritor francés que escribe en catalán. Lo es en detalles anecdóticos como los frecuentes galicismos que aparecen en su vocabulario, pero lo es, por encima de todo, porque su formación espiritual se rebostuce con el conocimiento profundo de la tradición moralista francesa, de Montaigne a Proust pasando por Pascal, Chamfort ⎯sobre todo Chamfort⎯, Stendhal, Flaubert, Renard… la lista debería ser mucho más larga, pero ahí lo dejo. Lo que hay de común en todos esos autores es la desconfianza hacia las ideas recibidas, hacia la repetición, por contagio mimético, de gestos y actitudes, de pensamientos circulares, de vidas enteras; desconfianza que a veces se torna en desprecio, incluso en ira, y a veces proporciona excelentes momentos a la sátira. No pretendo ni mucho menos reducir la obra de Pla a una mera imitación de sus maestros franceses, pero constato esa comunión de intereses. Sus conocimientos literarios son, por otro lado, vastísimos; también bebe de fuentes inglesas, italianas, alemanas, castellanas y, por supuesto, catalanas. En ciertos aspectos morales y estilísticos recuerda a Baroja, y en su parte más jocosa se hermana a veces con Julio Camba, aunque entronca principalmente con ese humorismo catalán, tan fértil en el diecinueve y hoy ya casi desaparecido, que extrae lo risible del señalamiento de lo obvio. Ante todo, Pla es un escritor singular, único en su especie, y a juicio de muchos, uno de los más brillantes de las letras hispanas del siglo XX. Dibujar el árbol de las influencias que haya podido recibir un autor es una actividad en general bastante ociosa. Si uno no se limita a recitar lo oído, se interesa por todo lo que alimenta sus facultades, y es así como llega a poseer un pensamiento propio. El desarrollo de las facultades coincide, en un escritor, con el perfeccionamiento del estilo, entendido como hay que entenderlo, como la búsqueda obsesiva de la claridad y la precisión. Pla ya era muy consciente de esto cuando, habiendo entrado en la treintena, empieza a distanciarse de sus devaneos juveniles. En un artículo publicado en La Veu de Catalunya en 1929, después de que un conocido le acusara de ser un escritor poco refinado ⎯son los años de la prosa alambicada de los noucentistes⎯, dice lo siguiente: «En realidad los partidarios de la normalidad somos los únicos que hemos meditado con provecho el problema de la tradición literaria grecolatina, la cual nos enseña, si es que esa tradición tiene algún sentido, a escribir una determinada impresión, sentimiento o idea con la preocupación de la totalidad del objeto y a la vez con la menor cantidad posible de palabra, con la mayor claridad, precisión y sobriedad». Nada de eso excluye el uso abundante de tropos y figuras de pensamiento ni la preocupación por la cadencia de las frases, sino todo lo contrario: la claridad y la precisión se obtienen solo con la retórica, que es lo más opuesto a la pomposidad, lo que hace, en definitiva, que un texto diga lo que tiene que decir, y a menudo el autor no sabe exactamente lo que quiere decir hasta que da por terminada su labor. El estilo es, como las casas de huéspedes, un método de trabajo.
Ilustración: Josep Pla con el también escritor y periodista Manuel Brunet. Fecha y autor desconocidos. Dominio público.
