Destacado, Pensamiento

Ninguna parte

Puede que incomode preguntarse por enésima vez qué son las humanidades y por qué hay que lamentar ⎯si es que hay que lamentarlo⎯ su decadencia, pérdida, corrupción o como se quiera llamar a eso que parece que les ha ocurrido entre el siglo XVII y la actualidad, y puede que incomode porque no es descabellado pensar que la respuesta que vamos a ofrecer aquí pudiera ofender especialmente a los que creen ser sus acérrimos defensores. 

Lo primero que seguramente es necesario aclarar es que, aunque vamos a manejar aquí el concepto de «humanidades» sin darle de entrada una definición precisa, y por lo tanto conservando aparentemente su significado usual, lo cierto es que enseguida se verá que para nosotros adquiere de hecho connotaciones y matices que cambian completamente su sentido. Ese sentido, resumido, es lo que intentaremos presentar aquí, aunque puede que este espacio sea demasiado breve para que tengamos éxito. 

Si la pregunta sobre la decadencia de las humanidades se la hiciéramos a los presuntos expertos, es más que probable que tuviéramos que aguantar que se las defendiera como ciencias de pleno derecho y que la argumentación tomara también la forma de un lamento por el maltrato del que son víctimas en comparación con los saberes científicotécnicos. La historia, según esos expertos en humanidades, o la filosofía, la arqueología, la historia del arte y la literatura, la música y la poesía, etc., serían disciplinas autónomas, autosuficientes, equiparables a la física, la química o la biología. No es inusual que desde esa mentalidad se exija que se trate con el mismo respeto la historia que la física, y a veces incluso podemos percibir en el tono que utilizan los expertos una cierta humillación ⎯puede que fingida⎯ cuando se ven obligados a tener que insistir una vez más en el carácter indiscutiblemente científico de lo que ellos prefieren llamar «ciencias sociales», expresión que emplean para dar prestigio a las humanidades y que fue acuñada precisamente por sus verdugos.

Si preguntáramos a los otros, a los físicos, ingenieros, químicos, etc., probablemente recibiríamos, en el mejor de los casos, otro tipo de respuesta, orientada sobre todo a elogiar, no sin cierta condescendencia, la importancia de poseer lo que a veces se llama «cultura general» para poder andar por el mundo, para no hacer faltas de ortografía ni el ridículo cuando optemos a un puesto de trabajo en una multinacional o algo parecido. Algunos destacarían, con afectación y exagerando un aire de trascendencia, el enorme interés de cuestiones como la historia y la filosofía, con una actitud perdonavidas que no les deja disimular lo que para ellos es la mayor de las evidencias: que al lado de asuntos serios como la ingeniería o la química, disciplinas como la historia del arte o los estudios sobre literatura no dejan de ser un divertimento, saberes que uno puede adquirir en casa sin tener que acudir a la universidad.

Si hoy cerráramos todas las facultades de humanidades, ¿qué ocurriría? De entrada, claro, que enormes cantidades de profesionales de una u otra disciplina perderían su trabajo. Pero más allá de eso: ¿qué ocurriría?, ¿seguiría funcionando el mundo tal y como funciona?, ¿en qué sentido cambiaría algo? Por de pronto, lo que cambiaría es el negocio del turismo, que es, con toda probabilidad, el que fundamentalmente mantiene las facultades de humanidades. Sin el experto en arte, ¿quién hará las visitas guiadas o las audioguías? Para eso es necesario, para que la maquinaria del turismo funcione sin estorbos. Lo mismo con el historiador, el filósofo, el filólogo, etc. Más allá de eso, ¿qué ocurriría? Seguramente, de inmediato, nada de nada. A largo plazo, quizá se haría notar cierta ausencia, pero de eso hablaremos al final.

Ante la pregunta de si conviene, por ejemplo, eliminar la filosofía de la enseñanza, por lo general cualquiera que tuviera que responder hoy públicamente, aunque solo fuera por la vergüenza de defender una tesis tan poco elegante, se vería obligado a reconocer ⎯aunque para sus adentros quizá no piense lo mismo⎯ que sería indigno suprimirla; el problema llegaría cuando se le interrogara para que nos dijera exactamente para qué hace falta que haya filosofía. Saldrían entonces expresiones más o menos vagas como «espíritu crítico», «capacidad de pensar», etc., esto es, balbuceos y lugares comunes sin ninguna sustancia ni dirección (aunque quizá, en algunos casos, disimulados por una cierta destreza retórica, por ejemplo si el que habla se hace llamar filósofo, como sucede a menudo). 

El gran problema de las humanidades, históricamente, es haber terminado por creerse en la necesidad de emular el espíritu, los métodos y los resultados de las ciencias naturales. Ese disparate ha tenido como consecuencia no solo la evidente división en partes de lo que alguna vez fue un todo, sino también el intento bravucón de cada parte de convertirse, primero, en una disciplina, y luego en una esfera autosuficiente del saber (que a menudo menosprecia las otras), lo cual ha terminado por destruir tanto el conocimiento concreto (la parte) como las humanidades en general (lo que genuinamente podrían haber sido sin esa división), y los responsables de tal desastre ⎯insistamos⎯ no son sino aquellos que incluso hoy pretenden levantarse como los defensores del carácter auténticamente científico de las humanidades, ignorantes de los que a diario tenemos que soportar lamentos y pedanterías como las que hemos empezado enunciando, especialmente a través de redes sociales, en cuyos estériles páramos algunos han hecho especial fortuna labrando sal. 

Y son los presuntos expertos los principales responsables de prolongar la situación decadente de las humanidades, y no tanto los físicos, biólogos, ingenieros y demás, porque son precisamente los supuestos humanistas los que se dedican a perpetuar la separación entre las distintas disciplinas en las que se supone que se dividen las humanidades. En las universidades, los expertos mantienen el statu quo desde su cátedra sin ni siquiera darse cuenta de que el simple hecho de ejercer su función destruye lo que creen defender.

Veámoslo más en concreto: ¿qué es un experto en lengua griega antigua, por ejemplo? El profesional del griego conoce ⎯o cree conocer⎯ los aspectos léxicos, gramaticales y de contexto necesarios para entender y sobre todo para traducir los textos antiguos, pero no cree firmemente en la necesidad ⎯aunque nunca lo reconocería⎯ de llegar a un conocimiento suficiente de historia (y no solo de historia antigua), filosofía (normalmente la menosprecia porque la ignora), matemáticas (eso no pertenece a su ámbito), arte (por lo general es secundario para abordar su campo de estudio), religión (cree saber todo lo que necesita saber), física (a un filólogo no le hace falta), política (cualquier ciudadano mínimamente instruido sabe lo que hay que saber de política hoy en día), etc. 

Más allá de ese conocimiento de la lengua que se le presupone, aunque a veces ni siquiera sea tal, el experto en griego no sabe nada, y por lo tanto tampoco sabe de aquello que cree saber, de la Grecia antigua, su lengua y su contexto. Cree saber algo firmemente ⎯en este caso, filología griega⎯, y lo cree, claro, avalado por la seguridad que le da el convencimiento de creerse en posesión de una verdadera ciencia, autónoma y autosuficiente, aunque sobre todos los demás asuntos, su ignorancia, que bien pudiera ser absoluta, adornada con unas motas de cultura general (es decir, de datos irrelevantes sobre esto y aquello) no le impide proferir sin cesar barbaridades en las aulas de las facultades de ⎯en este caso⎯ filología clásica, y lo que es peor: tiene sin saberlo en este mundo la deshonrosa misión de persuadir a los estudiantes de que un experto en griego es eso que él mismo exhibe con orgullo sobre la tarima del aula universitaria. 

El entendido en arte, por su parte, hace lo mismo: odia lo que él llama filósofos, por ejemplo, porque intuye ⎯es una intuición instintiva, animal⎯ que ahí hay una verdad que él desconoce, y pasa su existencia analizando detalles muy necesarios, imprescindibles, pero inservibles sin un fondo que los sostenga. Aunque pese ⎯y mucho⎯ a los historiadores del arte, no puede uno saber nada profundo sobre arte sin haber leído a fondo a Kant, por ejemplo (y no puede entender a Kant sin entender también a Platón, Aristóteles, Descartes, Leibniz, etc.), o sin tener un conocimiento extenso de lingüística, de griego clásico y de la obra de Platón, Aristóteles, Sófocles y Homero. Y por supuesto nada de eso ⎯filosofía, arte o lengua griega⎯ puede tener ningún sentido ⎯puede realmente saberse⎯ sin tener nociones profundas de historia, de lenguas modernas, de latín, de literatura… 

Quizá lo que tenga que pasar con las humanidades, sea lo que sea, no pueda pasar en las instituciones, siempre por definición conservadoras, y es por eso por lo que la universidad no puede ser el espacio donde tenga lugar una auténtica revolución del saber, sino que tal cosa, si fuera posible, tendría que darse desde otra parte, desde los márgenes, las afueras. Puede que el lector advierta que la idea de un pensamiento revolucionario que parece surgir de lo marginal no es nueva, que tiene, por lo menos, resonancias de ideas que surgieron justamente en ciertas esferas universitarias que pasaban por ser revolucionarias a partir de Mayo del 68 y que se propagaron, de inmediato, como ideas institucionales: señal de que quizá esas ideas eran entonces un lobo disfrazado de cordero y que habría que rechazar de base todo lo que aquello llegó a significar. Así pues, si hay que pensar las humanidades desde fuera de las instituciones, hay que hacerlo de verdad desde fuera, contra ellas, sin aprovechar siquiera sus cauces, y esperar que cierta llama se encienda o sencillamente se apague y punto.  

Las humanidades no son un conjunto de disciplinas, ni siquiera una disciplina que englobe unas cuantas ramas del saber; tampoco son un ámbito del saber, sino una mirada, una distancia que incluye, sin duda, también lo que llamamos ciencias, tanto las matemáticas como la física, la química, etc. No es esa la acepción usual del término, es cierto, pero sí es esa la que, cuando se mira con detenimiento el sentido de cada saber, debe prevalecer, aunque sea solo como una aspiración. Porque se podrá objetar que nadie en este mundo puede reunir en sí mismo todo el conjunto del saber. De acuerdo, pero ese no es motivo para renunciar a priori al proyecto o al sentido del verdadero significado de lo humanístico. 

Las ciencias experimentales y las matemáticas, por su parte, pueden funcionar autónomamente sin necesidad de consciencia alguna sobre su naturaleza profunda, y eso, que es cierto, es más un peligro que una ventaja, porque quiere decir que pueden marchar sin nadie que las dirija. Esa idea tampoco es nueva, pero hoy es más pertinente que nunca que no caiga en el olvido. 

¿Qué sucedería ⎯volvamos a la pregunta⎯ si finalmente se suprimieran del todo las humanidades de la universidad ⎯pongamos, porque la inteligencia artificial pudiera perfectamente sustituir a los individuos que hasta este momento aún son necesarios para cumplir con las funciones sociales destinadas al turismo y a asuntos parecidos (como la traducción simultánea, etc.)? En un primer momento, y dejando de lado los ya mencionados problemas económicos de una parte muy importante de la población, seguramente no sucedería nada, pero con el tiempo lo que se echaría de menos ya no sería al inútil experto en arte medieval, o al inquietante filólogo catalán, ni tampoco al historiador con expresión de haber nacido demasiado tarde como para llevar monóculo… No: lo que el mundo echaría de menos sería la necesidad de comprenderse a sí mismo, de observarse desde esa ninguna parte que solo los mortales son capaces de alcanzar (esto es, que de hecho son incapaces de alcanzar, precisamente por ser ninguna parte); ninguna parte desde la cual una tenue penumbra, una hendidura insignificante en la nada parece comparecer como un espejismo durante un breve instante en el sueño de una sombra. 

Solo los mortales pueden vivir la muerte, habitar en lo inerte e indiferente, y reírse de ello cara a cara; darse cuenta y soltar una carcajada suicida. Todo lo demás está tan muerto que ni siquiera tiene sentido decir que lo está. Solo para los mortales existe la basura y solo ellos tienen la necesidad de limpiarla; nada más en este vasto universo se incomoda acumulando polvo por los siglos de los siglos.

Esa ninguna parte, esa nada que son las humanidades no está hecha para un mundo en el que lo que vale son los hechos, los resultados, las funciones y las utilidades. Es evidente. Pero este mundo, construido sobre los fundamentos extrañamente sólidos de aquella nada, tampoco está hecho para soportar su ausencia.


Ilustración : A las artes liberales (1889). Dibujo a tinta de Théophile Alexandre Steinlen. Via Creative Commons