Huelga decir que el «Boom» latinoamericano fue un fenómeno netamente narrativo. Y, de hecho, el canon de aquel acaecimiento literario, como es sabido, lo conforman novelas y libros de cuentos (los de García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, etc.), no otros géneros: ni la poesía ni el teatro. Sin embargo, y por paradójico que parezca, sobran razones para afirmar que la narrativa del «Boom» fue, en esencia, el estallido de una revolución poética.
En 1982, Gabriel García Márquez recibió el Premio Nobel de Literatura por su trayectoria narrativa, fundamentalmente por los logros de su novela Cien años de soledad, que conmocionó y emocionó a miles y miles de lectores de todo el mundo, no solo del orbe hispánico. El discurso de recepción del Nobel es bien conocido. El escritor lo tituló, con clara intención reivindicativa, «La soledad de América»: casi no hace falta decir de qué trata, el título lo dice todo. Pero, además de este discurso, los galardonados deben decir unas palabras antes del banquete que la Academia sueca concede en su honor. Llama la atención que, en el caso de García Márquez, su discurso consistiese en «Un brindis por la poesía», como así lo tituló. En él, al repasar García Márquez su trayectoria de escritor, se interrogaba acerca de cuál había sido el verdadero sustento de su obra, de su prosa. Y se respondía a sí mismo, diciéndose, diciéndonos, que toda su obra era, en el fondo y en la forma, un «homenaje que se rinde a la poesía». Y lo dijo de un modo poético:
La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia amor y repite las imágenes en el espejo.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía…
El brindis terminaba con unas palabras del poeta y ensayista guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que citó García Márquez, y que vienen a decir que la única prueba concreta de la existencia del hombre es la poesía.
En realidad, si leemos atentamente la narrativa –relatos y novelas– del escritor colombiano, no resulta extraño este homenaje a la poesía en un día tan señalado. Sus cuentos y sus novelas están, de hecho, plagados de guiños a la poesía. En alguna ocasión, al recordar su juventud en Bogotá, García Márquez diría con sorna: «Colombia entraba en el siglo XX con casi medio siglo de retraso, gracias a la poesía». En realidad, no era una característica solo de Colombia, sino más bien del continente entero, en donde la poesía fue por mucho tiempo la forma literaria por excelencia, y también el cauce para el discurso cívico y político, como demuestran los florilegios, liras y centones que están en el origen de las nuevas repúblicas americanas. Como dijera en 1964 el historiador y político colombiano Germán Arciniegas: la poesía es parte consustancial de la historia de América. A tal punto que habla de un “Nuevo Mundo poético”. En Europa, mientras tanto, la novela fue desbancando a la poesía entre los lectores medios y entre la alta burguesía. En Francia e Inglaterra, y en otros países europeos, más o menos desde 1830 se había impuesto la novela como el género dilecto de la burguesía liberal. En cambio, en Latinoamérica y el Caribe, hacia mediados del siglo pasado y aun después, poco importaba si uno estudiaba leyes o ingeniería, pero un joven latinoamericano con ciertos estudios debía conocer a los poetas de su país y recitar sus versos. Era la forma más elocuente del orgullo patrio.
En sus charlas con su amigo Plinio Apuleyo recogidas en El olor de la guayaba (1982), García Márquez señala a sus poetas preferidos: los del Siglo de Oro español, los románticos, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Neruda… Los señalamientos poéticos aparecen no solo entre las líneas de su prosa, sino hasta en el título de alguno de sus primeros cuentos. Como aquel que lleva por título «Muerte constante más allá del amor», reverso del título de uno de los poemas más conocidos de Francisco de Quevedo. Asimismo, algunos personajes de las novelas y cuentos de García Márquez escriben versos, como el mismísimo Aureliano Buendía, quien inventa poemas de amor dedicados a Remedios en los pliegos que le facilita Melquiades, en las paredes del baño, en sus propios brazos: «Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde. Remedios en la callada respiración de las rosas. Remedios en la clepsidra secreta de las polillas. Remedios en el vapor del pan al amanecer». Fragmentos de una novela, sí, aunque parecen versos inspirados en el libro Piedra y cielo de Juan Ramón Jiménez. Los poemas que escribe el coronel Aureliano recogían, se nos dice en Cien años de soledad, «los instantes decisivos de su vida», como si de estos solo pudiera dar cuenta la poesía.
En El amor en los tiempos del cólera, una de las novelas garcimarquianas más notoriamente transidas de poesía, el autor menciona unos «nidos de oscuras golondrinas en los balcones», en clara alusión al famoso poema de Gustavo Adolfo Bécquer. Por su parte, el personaje de Simón Bolívar en El otoño del patriarca escribe y recita versos. En esta misma novela, cobra protagonismo «el joven poeta Félix Rubén García Sarmiento», o sea, Rubén Darío, exponente de la modernidad poética en español. Más tardíamente, en uno de los Doce cuentos peregrinos, en concreto el que lleva por título «Me alquilo para soñar», aparece Pablo Neruda, que es descrito así por la voz narrativa: «No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa».
Aunque en realidad, aparte de imágenes como estas extraídas de sus novelas y relatos, y más allá de guiños concretos, de ecos y reminiscencias, que los hay y muchos, cuando hablamos de poesía en la obra de García Márquez se trata de una «atmósfera global», la que destila su prosa, según ha señalado el crítico Juan Cobo Borda. De ahí que, al rememorar sus novelas, no resulte extraño que el propio autor acuda a la poesía: así, Cien años de soledad la define como «una constancia poética del mundo de mi infancia»; y El otoño del patriarca le sugiere «un poema sobre la soledad del poder». Tanta importancia adquiere la poesía en la obra de García Márquez, a tal grado supone una experiencia poética del mundo, que llega a declarar el autor a su amigo Plinio Apuleyo: «Toda buena novela debía ser una transposición poética de la realidad».
En 2007, la Real Academia Española publicó una edición conmemorativa de Cien años de soledad. En aquel entonces, era director de la RAE Víctor García de la Concha, y fue él quien escribió el estudio introductorio a la novela del autor colombiano. Curiosamente, García de la Concha tituló su texto «Gabriel García Márquez, en busca de la verdad poética», donde despliega una exégesis de la novela que nos narra la saga de los Buendía. Ahora bien, ¿a qué se refería el académico con «verdad poética»? Como es bien conocido, a modo de ejercitación antes de emprender esa obra maestra que es Cien años de soledad, el Gabo hizo un listado de las cien mejores novelas de la historia literaria universal, y se dio a la tarea de leerlas y analizarlas, de estudiarlas como material de trabajo para su futura gran novela, que inicialmente iba a titularse La casa pero que sus amigos íntimos llamaban jocosamente «el mamotreto», y que tardaría unos quince años en terminarla. Sus primeras tentativas de dar forma a aquella idea que en su día se titulará Cien años de soledad, terminaron en fracaso. En opinión del propio García Márquez, ello era así porque aquellos borradores carecían de verdad poética, eran pura retórica, sin otro mérito que imitar a los grandes. El escritor colombiano debía buscar un modo propio de contar su propia vida, aquel abrazo que se dieron su madre y la comadre de esta, y ese llanto silencioso que duró media hora. Porque lo que narra Cien años de soledad es todo el pasado de ese hecho, de ese encuentro y de ese abrazo, que esconden las claves de la historia familiar del propio escritor. Pero lo que muy pronto entendió el escritor colombiano es que esa «verdad poética» no solo estaba encerrada en el hecho en sí, misterioso, críptico; sino, sobre todo, en la forma de contarlo, en el método de indagación y revelación de ese hecho. Llegar al fondo del asunto suponía, pues, encontrar la verdad poética. Porque la poesía como esencia de vida (no me refiero al poema, a la cosa física, sino a eso inexplicable que es la poesía) es el único modo de penetración capaz de revelarnos, en su totalidad, el sentido de nuestra existencia y el valor de lo humano en su mayor extensión y profundidad. Probablemente por ello García Márquez dirá de Cien años de soledad: «Siempre me propuse que el libro tuviera un valor poético más que narrativo».
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En realidad, esta búsqueda de lo poético como fundamento de la nueva narrativa latinoamericana no es, ni mucho menos, un fenómeno exclusivo de la novela y cuentos de García Márquez. Resulta curioso leer detenidamente la recepción del «Boom» latinoamericano por parte de la crítica literaria escrita en España. Las reseñas sobre libros hoy canonizados como La ciudad y los perros de Vargas Llosa, La región más transparente de Fuentes o algunos volúmenes de cuentos del primer Cortázar destacan como uno de los mayores logros narrativos el talante poético de tales obras.
Así, por ejemplo, el crítico Julio Manegat, en una reseña dedicada a La ciudad y los perros publicada en El Noticiero Universal el 18 de febrero de 1964, tras hablar de la dureza de la novela de Vargas Llosa, que muestra a unos personajes adolescentes despiadados, desarraigados, apenas sin esperanza, señala:
Y entonces, cuando nos parece que algo se está quebrando en lo profundo de quienes vivimos en nuestra imaginación esta obra, nos damos cuenta de que existe un elemento fundamental que la sostiene en medio de tanta violencia material y espiritual, en medio de tanto desarraigo y de tan quebrada emoción: la poesía; sí, la poesía que se cuela en las páginas de este libro, que lo rodea y que al mitigarlo lo resalta, lo humaniza más y más, lo hace aceptar y responder de una realidad de obra literaria al servicio de la vida, de las lejanas y misteriosas palpitaciones de la vida…
De nuevo, la penetración del elemento poético funciona como método de inmersión en una realidad compleja y profunda, hasta hallar aquella que García de la Concha denominó una «verdad poética» al examinar la narrativa de García Márquez.
En otra reseña de ese mismo año 64, esta vez publicada en el diario Informaciones, el 11 de abril, Concha Castroviejo desgrana lo que a su entender tiene de novedosa la novela de Vargas Llosa, y subraya a modo de colofón un aspecto no tratado a lo largo de su reseña: «Pero no es sólo la maestría lo que impresiona en la obra, es ante todo su fuerza y su poesía, su humanidad». Es curioso que enlace «fuerza», «poesía» y «humanidad», por cuanto que, según venimos viendo, es esa mirada poética sobre las cosas la que dota de fuerza a la novela contemporánea latinoamericana y nos muestra la condición humana en su mayor plenitud.
Por su parte, el poeta y crítico Pere Gimferrer, quien en noviembre de 1966 reseña el libro de relatos Todos los fuegos el fuego de Cortázar, señala que las invenciones narrativas del argentino apuntan a una «inteligencia lúcida y vigilante», pero sobre todo hablan de «una sensibilidad poética».
En Historia personal del «boom» (1972), José Donoso pone en valor el notable lirismo de una novela como La región más transparente de Carlos Fuentes, y la función de ese tono poético como cauce verbal para llegar a la esencia de los hechos narrados y de sus protagonistas. Así como afirmaba Gimferrer de Cortázar, Donoso encuentra en la obra de Fuentes una perfecta combinación de intelectualidad y poesía.
A comienzos de la década de 1990, en una entrevista a Fuentes realizada por el escritor argentino Mempo Giardinelli, este pregunta al mexicano si es la poesía «la primera patria de la literatura». La respuesta de Fuentes destaca por su rotundidad: «Ándale, claro: la patria, el universo, el globo terráqueo, eso es la poesía. De allí todos los narradores sacamos nuestras fuerzas». Y añade a continuación:
…sobre todo creo que los latinoamericanos, que tuvimos una frágil tradición narrativa en el siglo XIX, siempre tuvimos una tradición lírica y poética muy fuerte. Yo creo que sacamos las fuerzas de los poetas para escribir una narrativa que ha sido muy fuerte, precisamente, porque tiene conciencia, porque se da cuenta de su filiación con la tradición poética latinoamericana.
En opinión de Donoso, ese lirismo que caracteriza la obra narrativa de Fuentes desde sus inicios llega a romper la idea de unidad, que seguía siendo un dogma sagrado para los novelistas a mitad del siglo XX. Tal ruptura trae de suyo la quiebra de un gran mantra novelístico: el de la obra «cerrada», «redonda». Es como si la penetración de lo poético en la narrativa produjese puntos de fuga, una imagen inacabada de la realidad, de la historia contada. Por aquellos mismos años, cabe recordar, concretamente en 1962, Umberto Eco publicó su ensayo Opera aperta, en el que abogaba por la plurisignificación, esto es, por la polisemia: no un significado único y unívoco, sino un significante abierto a significados distintos, a veces contrapuestos. Daba carta de naturaleza a la ambigüedad como elemento constituyente de la obra de arte y la literatura, un rasgo que sin duda caracteriza a la mejor narrativa occidental del siglo XX. De alguna manera, al leer La región más transparente, Donoso se da cuenta de que ya no se puede seguir escribiendo novela con los modos y usos tradicionales, decimonónicos: «Está claro que el molde de la novela tal como yo la conocía, y sobre todo como yo la sentía a mi alcance, ya no podía seguir sirviéndome».
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El caso de Julio Cortázar es bien interesante, merece detenerse en él. Curiosamente, antes que cuentista y novelista fue poeta, si bien la atención que ha prestado la crítica a la poesía cortazariana es infinitamente menor en comparación con su narrativa, que no en balde es la que le dará su fama mundial. Para mostrar hasta qué punto la poesía es el gran fundamento de la poética de Cortázar, cabría poner el foco en un texto no muy conocido entre los lectores fervientes, aunque sí, obviamente, por la crítica especializada, titulado Teoría del túnel.
No es casualidad que, al ser reunida a mitad de la década de 1990 la obra crítica de Cortázar por la editorial madrileña Alianza, el primer tomo (de tres) comenzase con un este breve ensayo. Primero, por tratarse del texto teórico más temprano del autor; pero, sobre todo, por ser la piedra angular de su poética acerca de la novela, de lo que vendría después, esto es, Rayuela, publicada en 1963.
Teoría del túnel fue escrito por Cortázar en 1947, si bien el texto estuvo durante muchos años guardado entre sus manuscritos inéditos, siendo finalmente rescatado para su edición por el crítico argentino Saúl Yurkiévich, quien fue, además, amigo personal de Cortázar. Por entonces, el escritor vivía y trabajaba en Buenos Aires, y andaba dando forma a los cuentos que conformarían su libro Bestiario, de 1951. En palabras de Yurkiévich: «Teoría del túnel enuncia el propio programa novelesco, postula la poética que desde el principio […] regirá la novelística de Julio Cortázar. Formula el proyecto que, aplicado a tres intentos previos, culmina quince años después con Rayuela».
El libreto donde anduvo guardado Teoría del túnel llevaba un subtítulo harto sugerente y orientativo: «Notas para una ubicación del surrealismo y del existencialismo». El surrealismo y el existencialismo, aunque procedentes de ámbitos distintos (el arte y la filosofía) eran dos corrientes de creación y pensamiento muy poderosas en la década de 1940 en Buenos Aires. Cortázar conocía bien a los padres del surrealismo y a sus cultores porteños, aunque nunca quiso integrarse en uno de los varios grupúsculos que en su juventud pululaban por Buenos Aires. En cuanto al existencialismo, había leído a Sartre con devoción, como otros jóvenes de su tiempo. En el fondo –aunque no en la forma– tanto el surrealismo como el existencialismo propugnaban algo similar: la búsqueda de un nuevo humanismo, una rehumanización capaz de materializar al hombre en plenitud. O sea, resignificar y redignificar la vida humana.
Con tales mimbres, Cortázar pretendía fundar una poética nueva que, a través de las palabras (porque la literatura no está hecha de otra cosa), condujese hasta una experiencia humana profunda, total y verdadera. Por tanto, se trataba de una reivindicación ética y estética, un posicionamiento ideológico, si se quiere (porque no hay estética sin ideología). La novela del futuro habría de convertirse, así, en un experimento, en una exploración de las posibilidades del lenguaje, como ya hicieran Joyce y Faulkner, llevando sus tentativas al límite, y antes que ellos, en el terreno poético, escritores como Rimbaud o Lautréamont.
Dicho de forma muy sintética, lo que persigue Cortázar es que la novela deje de ser un mero hecho estético, para convertirse en una realidad poética, con la convicción de que las palabras, despojadas de sus usos ordinarios y de sus herencias literarias, pueden hacer presente lo enteramente humano. No referirlo, no informar acerca de, sino presentarlo, encarnarlo absolutamente. En definitiva, lo que Cortázar busca es intercambiar «la representación por la presentación». Con ello, tal como señala Yurkiévich, «Cortázar propicia la contaminación poética que caracterizará a su propia novelística», insertándose así en la experimentación de la novela europea de las primeras décadas del siglo XX, que deriva inevitablemente en una hibridación de géneros, como postulaba Virginia Woolf. El autor de esta nueva novela, según entiende Cortázar, ya no puede seguir llamándose «novelista», y tampoco es exactamente un «poeta», sino que es un híbrido, como la novela moderna misma, de ahí que Cortázar invente el vocablo «poetista». Así lo explica Yurkiévich: «Abolir los límites entre lo narrativo y lo poético provoca una infusión lírica que genera un texto andrógino dotado de la doble propiedad o potencia comunicativas: la novelapoema, llave de acceso a lo humano global». Por su parte, el crítico Mario Aznar señala: «Será a través de la poesía –entendida aquí en su sentido más amplio– como propondrá Cortázar que alcancemos nuevas cotas perceptivas, y, por ende, expresivas, catalizando nuestros esfuerzos mediante la irracionalidad en contra de una razón “fracasada”».
El lenguaje, y las estructuras novelísticas tradicionales, deben por tanto despojarse de su carga racionalista, de la representación científica. Y es ahí donde entra en juego el surrealismo, que crea, a partir de relaciones insospechadas, una nueva realidad que revela poéticamente lo más profundo del ser, desembocando así en el problema existencial. De hecho, uno de los modelos ejemplares de esa fusión entre lo poético y lo novelístico lo encuentra Cortázar en Los cantos de Maldoror de Lautréamont, que fue, no en balde, uno de los referentes del surrealismo francés.
Esta ruptura con el racionalismo afecta a la estructura narrativa, que, como sabemos, en Rayuela ya no sigue la lógica imperativa, la que nos hace leer desde la primera página en adelante y hasta el final, sino que se rige por otra lógica, una lógica ilógica: la del puro azar del juego. La dimensión lúdica ocupa un papel central en la poética de Cortázar, como puede apreciarse no solo en Rayuela, sino en muchos de sus cuentos, por ejemplo, el titulado «Manuscrito hallado en un bolsillo».
Al azar, a la potencialidad del juego, hay que sumar otro ingrediente como es la magia (recordemos el personaje inolvidable de La Maga en Rayuela), que supone lo inesperado extraordinario, elemento que contribuye sobremanera a la poetización de la realidad, una realidad que, cabe insistir, no es mero embellecimiento sino pura exploración hasta los límites últimos de la vida humana: «La intervención del azar, lo premonitorio, los avecinamientos extraordinarios, la errancia onírica, lo mágico, el acercamiento a lo fantástico –componentes surrealistas– infunden al relato […] las requeridas dimensiones poéticas», comenta Yurkiévich.
Esta indagación en los nuevos espacios de la realidad a través de la visión poética, en zonas que nos están tradicionalmente vedadas, se observa en un título cortazariano tan imaginativo, pero tan elocuente, como es La vuelta al día en ochenta mundos, inversión del título de la famosa novela de Jules Verne. Con ello, Cortázar nos habla de la cantidad de hechos, pensamientos, parcelas, conexiones, azares que caben en un solo día. Solo los «burócratas del espíritu», nos dice Cortázar, saben que el día tiene 24 horas; pero para los poetas (como los cronopios), el día se abre a infinitas posibilidades.
Esta poética, sustentada, como se ha comentado, en el surrealismo y el existencialismo, guarda una estrecha relación con el género neofantástico, uno de cuyos más altos representantes en Latinoamérica es justamente Julio Cortázar, como defiende el crítico Jaime Alazrraki. El neofantástico, según expone de forma nítida David Roas en Teorías de lo fantástico (2001), no es sino una variante del género fantástico. El relato fantástico requiere, para ser definido bajo ese rótulo, de un hecho extraordinario que irrumpe en la realidad y produce una quiebra del orden establecido, de eso que entendemos por «normalidad». Precisamente por eso resulta extraordinario el hecho, porque contrasta con la realidad aceptada. En cambio, en el relato neofantástico la realidad resulta tan extraordinaria, que el propio hecho anómalo que percibimos como tal no es recibido con extrañeza por los testigos. Por tanto, los órdenes de normalidad/anormalidad se invierten, como sucede en La metamorfosis de Kafka, y como vemos en un cuento de Cortázar, «Carta a una señorita en París», donde el narrador –quien escribe la carta– no muestra ninguna actitud de sorpresa ante el hecho de vomitar conejitos blancos de la boca (luego serán negros y grises). En un contexto de normalidad, esto debería producir una enorme extrañeza, pues quiebra los límites de lo posible, de lo probable. Por decirlo de una manera clara, la normalización (o naturalización) de lo extraordinario, es todavía más sorprendente que el hecho propiamente extraordinario.
Para Cortázar, eso que nosotros entendemos por «anormalidad» o «hecho extraordinario», y que tiene que ver con la poesía, con la magia, con el juego probabilístico, no es un mundo paralelo, sino que forma parte de la realidad: es una de las facetas de la realidad, que nos revela, además, en un nivel ya no meramente fenoménico sino nouménico –hablando en categorías kantianas–, una parte de la realidad que nos hemos velado a nosotros mismos, que yace enterrada por el predomino de la lógica, de la razón.
Como decía G.K. Chesterton en un ensayito maravilloso titulado «La ética en el País de las Hadas», nos hemos acostumbrado a pensar que lo lógico es lanzar hacia arriba una manzana y que vuelva a caer (no hace falta que conozcamos las leyes de Newton). Pero en realidad, lo realmente lógico sería que, al lanzarla hacia arriba, la manzana siguiera subiendo más y más, hasta el cielo infinito. O sea, en realidad es extraordinario que la manzana caiga, regrese a su punto de partida. Por eso nos dice Chesterton: «Piensa en algo extraordinario, piensa que la hierba es verde».
La mirada poética, la que muestran en sus novelas y cuentos García Márquez, Cortázar, Fuentes o Vargas Llosa, y tantos escritores y escritoras latinoamericanos en la órbita del «Boom», así como los precursores y los escritores del post-«Boom», supuso una nueva manera de ver y contar la realidad americana, logrando transmutar lo cotidiano en extraordinario, con una penetración inusitada que convirtió lo local en valor universal, al poner el reloj narrativo de Latinoamérica y el Caribe en hora con el presente (Faulkner, Joyce, Woolf, Kafka). Esta nueva ola narrativa que hundía su raíz en la poesía logró dignificar la literatura propia, y empezó a mirar a Europa, desde Europa, sin complejos, para decir con Octavio Paz: «La modernidad no está afuera, está adentro de nosotros».
Ilustración: Avanyu, espíritu del agua. Acuarela de Julián Martínez (1885-1943). Dominio público.