Ya hace años que los políticos y los medios de comunicación vienen alertando del estado de la salud mental de los jóvenes. Se habla de crisis, de epidemia y, por supuesto, se busca desesperadamente una solución. Sin embargo, la periodista norteamericana Abigail Shrier ha escrito sobre cómo las medidas a las que tan generosamente destinamos recursos y esfuerzos podrían ser en realidad la causa misma del problema. En Bad Therapy, que Deusto publicará en español a finales de este mes, Shrier ofrece la mirada crítica y perspicaz que ya mostró en Daño irreversible para analizar una cuestión largamente debatida, pero casi siempre desde los mismos dogmas y prejuicios.
Es importante subrayar una advertencia que ella misma hace en una nota: este no es un libro que hable de los casos severos de enfermedad mental, que necesitan toda la ayuda y atención médica posible. El ensayo está escrito para «los preocupados, los temerosos, los solitarios, los perdidos y los tristes». Para este segundo grupo, mucho más numeroso, la obsesión por la salud mental podría estar teniendo efectos adversos o, como ella los llama, iatrogénicos.
Las cifras son inquietantes. En España tanto como en los Estados Unidos. Según el Barómetro sobre jóvenes y salud realizado por la Fundación Mutua Madrileña y Fad Juventud en 2023, el 59,3% de los jóvenes españoles reporta haber tenido algún problema de salud mental en el último año. Cuando se llevó a cabo el primer barómetro en 2017, este porcentaje no alcanzaba el 30%. Al analizar los resultados, el director general de la Fundación Mutua Madrileña aseguraba que el hecho de que los jóvenes buscaran cada vez más ayuda profesional era un síntoma de que la situación podía revertirse. Parece poco probable que esto ocurra. Ninguna generación ha recibido más terapia que esta, y sin embargo ninguna parece tener más problemas de salud mental. Algunos atribuyen la crisis al hecho de que estos sean tiempos especialmente duros: guerras, pandemia, recesiones económicas, cambio climático… No nos detendremos a considerar esta hipótesis: lo que hoy nos parecen acontecimientos traumáticos, hace menos de un siglo no eran más que experiencias de la vida diaria.
Shrier tiene otra explicación. Exceso de terapia, diagnósticos, fármacos, acomodaciones… Los psicólogos parecen estar debilitando a los adolescentes que acuden en masa a sus consultas. Shrier compara los efectos de lo que llama la «mala terapia» con los de la hipocondría: los hipocondríacos normalmente no se imaginan sus dolores, simplemente le prestan una atención excesiva a los pequeños malestares que todos sentimos. Esto es lo que terminan por lograr también los malos terapeutas: crean hipocondríacos emocionales, pacientes tan centrados en sus pequeñas inquietudes y problemas que terminan por magnificarlos hasta volverse incapaces.
Esta atención constante a nuestro estado de ánimo es también lo que provoca la llamada «educación emocional», la última obsesión, no solo de los psicólogos, sino también y sobre todo de los educadores, que en muchos casos parecen haber llegado a la conclusión de que el objetivo último de su trabajo es que los niños comprendan sus emociones, como si estas escondieran alguna verdad crucial. Los sentimientos nos engañan constantemente. La envidia, la ira, la pereza son sentimientos que un niño debería aprender a combatir. También amamos a quien no nos conviene o nos alegramos de lo que no debemos. Crecer significa en gran medida aprender a desconfiar de nuestros sentimientos, a ignorarlos y reprimirlos, pero esto es algo que rara vez aconsejarán los psicólogos y educadores emocionales: por el contrario, les otorgarán una importancia excesiva.
Incluso en los peores casos, a veces es mejor no ahondar demasiado en el asunto. Shrier cita estudios que lo demuestran: los supervivientes de grandes catástrofes, los veteranos de guerra, los enfermos que han estado al filo de la muerte se recuperan antes cuando rechazan someterse a terapia. Esta idea de que las experiencias traumáticas que no se tratan a fondo terminan luego pasando factura en forma de enfermedades psicosomáticas, ansiedades crónicas o fracasos matrimoniales es algo más propio de las películas de Hollywood que de la realidad. El consuelo y apoyo de un ser querido y sobre todo el paso del tiempo son a menudo mucho más eficaces que la terapia que te obliga a recordar y analizar cada semana algo que quizá ya hace tiempo que podrías haber dejado atrás.
Las investigaciones de lo que Shrier llama «los gurús del trauma» también contienen a menudo grandes errores metodológicos. Es habitual que lleguen a sus conclusiones de forma retrospectiva: ven el caso del paciente que enfrenta dificultades e indagan en su pasado para encontrar respuesta a sus males actuales. De esta forma, no es difícil encontrar algún trauma por resolver en la infancia que justifique el estado actual del paciente. Si se quiere saber qué efecto pueden tener las experiencias potencialmente traumáticas en los niños, la forma de conducir el estudio es otra: habría que seguir durante años a niños que las hayan sufrido y a niños que no, y ver con los años si hay diferencias significativas en su desarrollo. Es un proceso mucho más laborioso, pero es la única forma de llegar a conclusiones válidas. Y los estudios que se han realizado en este sentido tienden a desmentir la idea de que estas experiencias tengan efectos significativos. De hecho, no es extraño que suceda lo contrario: los niños que han tenido infancias difíciles, que han aprendido a esforzarse y sacrificarse a una edad muy temprana, demuestran estar más preparados para afrontar luego la complejidad de la vida adulta.
Uno de los aspectos más preocupantes de la obsesión por la terapia y la salud mental es la tendencia a ver problemas comunes como patologías. Según el barómetro citado más arriba, más de la mitad de los jóvenes españoles ha sido diagnosticado de al menos un tipo de trastorno. Cualquier profesor habrá visto cómo sus aulas se han ido llenando con los años de niños con trastornos de hiperactividad, de la conducta o, cada vez más, del espectro autista. El problema con este tipo de diagnósticos es que impiden que el niño se sienta responsable de su propio comportamiento. La patologización lleva a menudo a una abdicación de la responsabilidad individual, y lo que parece un avance humanizador se convierte en una vil condena.
Es comprensible que a un niño con dificultades, ya sea de conducta o familiares, se trate de hacerle la vida más fácil, pero lo mejor que se puede hacer por un niño que viene de un entorno complicado es exigirle tanto o más que a sus compañeros. Shrier cita al psicólogo Rob Henderson, que pasó gran parte de su infancia en hogares de acogida y escribe sobre niños que han crecido en las circunstancias más abyectas: «La gente piensa que si un joven procede de un entorno desordenado o con privaciones, hay que exigirle poco. Esto es falso. Hay que exigirle mucho. De lo contrario, se hundirá al nivel de su entorno», escribe.
No debería ser extraño esperar el mismo rigor de la psicología que de otras disciplinas médicas, y sin embargo la psicología funciona muy a menudo como una pseudociencia. Sus efectos son comparables a los de la homeopatía: «Quizá no hay evidencias de que funcione, es posible que mi vida no haya mejorado en ningún aspecto, pero yo me siento mejor cuando voy». Los expertos en salud mental tienen un largo historial de aplicar tratamientos espantosos a sus pacientes que no sirven más que para ocasionarles nuevos problemas de salud. Los comas inducidos por insulina o las lobotomías frontales no son tratamientos empleados en la Edad Media, sino en el siglo pasado. En Daño irreversible, Shrier ya analizó uno de los peores escándalos iatrogénicos de nuestros tiempos, el aumento alarmante de diagnósticos de disforia de género en adolescentes, del que los terapeutas han sido los principales responsables. No podemos esperar que los psicólogos sean infalibles, pero sí que podemos exigirles más transparencia y humildad.
Existen, por supuesto, los buenos profesionales. Shrier entrevista y cita a unos cuantos. Para empezar, los buenos terapeutas piensan que la terapia no es ni para todo el mundo ni para siempre; la respetan lo suficiente para no creerla inofensiva. Esta idea de que todo el mundo debería ir a terapia es pueril y absurda. Quienes la repiten a menudo la conciben como pasar un rato con un amigo que siempre encuentra a quien culpar de tus problemas y te cobra por ello. Los buenos terapeutas también tienen la honestidad de evaluar sus métodos para poder cambiarlos cuando ven que no están funcionando. El Dr. Camilo Ortiz, otro de los terapeutas a los que Shrier entrevista, sabe que en la mayoría de los casos la terapia infantil no ha demostrado ser efectiva. Lo que sí se ha demostrado que funciona es tratar la ansiedad de los niños a través de la terapia a sus padres. Cuando recibe llamadas de padres que le ruegan que trate a sus hijos, él sencillamente se niega. Esto debería ser más habitual de lo que es. Como Shrier explica, un doctor no tendrá problemas en decirle a un paciente que un tratamiento debe interrumpirse porque no está funcionando como preveía, pero cuando uno mismo es el tratamiento, parece que se es más reacio a reconocer que quizá lo mejor sea buscar otras soluciones.
Al hablar de salud mental, durante años se ha advertido del conocido como efecto llamada. Es un fenómeno que existe. En Viena, en los 80, la limitación de la cobertura mediática de los suicidios en el metro tuvo un efecto asombroso: el número de casos descendió en un 75%. Alertar continuamente del estado de la salud mental de los jóvenes, preguntarle a adolescentes constantemente si están teniendo pensamientos suicidas o si se están autolesionando, calificar de trastorno lo que a menudo no es más que un rasgo de la personalidad, es exactamente lo que no debe hacerse si se quiere ayudar a los jóvenes. La adolescencia es una etapa complicada que en la gran mayoría de los casos puede superarse sin intervención médica alguna y de la que se sale con los anticuerpos necesarios para enfrentarse a la vida adulta, pero el exceso de terapia podría estar privando a los jóvenes de esa musculación. El problema, como señala Shrier, es que con el paso de los años nadie podrá evitar que se enfrenten con horror «al veredicto ineludible de que no han sabido crecer».
Ilustración: Psiquiatra. Autor desconocido. Dibujo impreso por Carl Josef (c 1930). Via Creative Commons.