El arte y el poder de la sátira nacen como un vaticinio o como una nostalgia y a veces, inexplicablemente, son ambas cosas. Al escritor nunca le ha faltado materia prima para la insatisfacción con su época. Evelyn Waugh (1903-1966) podrá, como un maestoso concluyente, regresar cualquier día cuando el aire quede limpio de las miasmas postmodernas. Ahí están sus primeros libros, sátiras precisas como relojes minuciosos e inexorables, con una benevolencia más bien aparente porque se trata de revelar la inclemencia final. Fueron minas submarinas contra los trasatlánticos de la estupidez feliz de los años treinta. Aquellas primeras novelas, a pesar de la distanciación implacable y de una economía expresiva que acentuaba la ironía cruel, todavía ostentaban la despreocupación del paraíso. Fueron Decadencia y caída, Cuerpos viles, Merienda de negros o Noticia bomba: destellos de literatura en tiempos sombríos. Con Un puñado de polvo se arrimó al barroco tardío, más como conciencia de la caída que como «maniera».
Luego, cuando del Edén de entreguerras no quedó más que farsa y tierra baldía, Waugh fue a la guerra en busca del honor y los estandartes del coraje, pero allí no encontró el Camelot que esperaba. Aún así, entre despojos de largos naufragios, seguía diciendo que una obra de arte no es cuestión de tener bellos sentimientos o experimentar emociones tiernas ⎯aunque esas puedan ser su materia bruta⎯, sino de inteligencia, destreza, gusto proporción, conocimiento, disciplina y laboriosidad; especialmente, disciplina. Fue, como novelista, un artífice con la ligereza de Wodehouse y la densidad de Pascal, autor de piezas de relojería indestructibles.
Que Evelyn Waugh sea de lo mejor de la literatura inglesa del siglo XX es ya incuestionable y también lo viene siendo que, más allá de su imagen provocativa de aristócrata de medio pelo y cascarrabias oficial de su época, en todas sus afirmaciones tanto como conservador como católico, exista una extremada coherencia y una calidad intelectual que han quedado reveladas tanto por la crítica como por las sucesivas biografías, incluso las más hostiles. Ocurrió con la publicación de sus cartas y diarios. A continuación, sus viajes. Cierto es que no han cesado las críticas ad hominem pero era inevitable en quien socialmente recurría a boutades que a veces resultaban específicamente xenófobas. Su humor no perdonaba. Cierto es que detestaba explícitamente al proletariado urbano y a la soldadesca. Especialmente con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial, Evelyn Waugh no estuvo libre de prejuicios antisemitas, y menos en sus esnobismos sociales que en su obra literaria. Pero detrás del provocador reaccionario había una energía intelectual de gran consistencia, como demostró en 1983 la edición completa de sus ensayos y artículos en un volumen.
Waugh incluso había sido monaguillo anglicano ⎯travieso, ciertamente⎯ y pensó alguna vez en convertirse en sacerdote pero, en su juventud desasosegada y vertiginosa, se apartó de la fe allá por el año 1921, después de unos años universitarios de coctelería permanente. Su retorno fue por el camino de Roma, cuando comenzaba a hacerse un nombre como escritor, recién transcurrida la década de los veinte, los años de «futilidad». En su dietario de 1921, el muy joven Waugh anota haber dejado de ser cristiano y se siente liberado.
Fue en 1930 cuando Waugh pidió a una buena amiga que le ayudase un sacerdote para preparar su incorporación a la Iglesia Católica. Desconfiaba totalmente de la psicología y buscaba una estructura lógica en la fe, en la creencia. Se le atribuía un afán puramente estético aunque lo cierto es que llevaba años en un proceso de conversión. El camino hacia Roma de Waugh había comenzado ya antes y el colapso de su primer matrimonio aceleró posiblemente las cosas. Al dejar la Iglesia Anglicana, ofrece una fórmula cien por cien Waugh: «La actitud protestante parece ser: “Soy bueno y, en consecuencia, voy a la iglesia”, mientras que la actitud católica es: “Estoy lejos de ser bueno y, en consecuencia, voy a la iglesia”». Ahí están sus convicciones sobre el mal, la culpa y la caída del hombre. Es célebre su contestación a su amiga la novelista Nancy Mitford. Ella le echa en cara excesos de crueldad con sus semejantes y que pueda hacer eso compatible con el catolicismo. Waugh dice: «Yo sería mucho peor si no fuese católico; sin asistencia sobrenatural difícilmente podría considerárseme como un ser humano».
Le asistió en su camino de conversión el padre D’Arcy, de gran prestigio neotomista. Waugh ya consideraba la fe como un sistema lógico y la vinculaba estrechamente a la idea de Europa. Para Waugh, antes del cristianismo Europa no existía. Escribe: «Me parece que en la presente fase de la historia europea la cuestión esencial es no ya entre catolicismo de un lado y protestantismo por el otro, sino entre cristianismo y caos». Ya no era posible aceptar los beneficios de la civilización y «al mismo tiempo negar la base sobrenatural sobre la que descansa».
Pudo ser esnob rematado en el teatrillo de la apariencia social del mundo, aristócrata manqué que en su literatura logró una coherencia de moldura clásica. Reverenciaba la lógica absoluta del catolicismo pero también dio otras explicaciones sobre su conversión: a un amigo le dijo que ya que estaba divorciado, antes de su conversión en 1928, así se había protegido a sí mismo de la estupidez de casarse de nuevo en cualquier ocasión. ¿Fue un retrógrado tan intolerante en sus últimos años? De ser así se trata de los efectos de una melancolía inextinguible y de percibir un mundo que acude aceleradamente a su encuentro con el declive irreparable. De sus biografías y de su obra literaria se deduce una generosidad que se camuflaba en una excentricidad hostil.
En su dietario, Waugh anota el primer encuentro con D’Arcy, en una residencia de jesuitas: «Hablamos sobre la inspiración verbal y el Arca de Noé». En realidad, al contrario de quienes le suponen llevado por una devoción preferentemente estética, Waugh se concentraba en la idea de la verdad, la verdad total de la fe católica. El propio D’Arcy explicaría cómo Waugh evitaba todo sentimentalismo y se extremaba en su pasión intelectual por la verdad de la fe católica. Otro comentario del padre D’Arcy: «Jamás hablaba de experiencia ni de sentimientos. A veces incluso era propenso a ser demasiado literal respecto a las Postrimerías y el mensaje del Evangelio». La anulación de su primer matrimonio fue efectiva a mediados de 1936. Conseguida la nulidad matrimonial, el Padre D’Arcy oficia en su segunda boda, con Laura. Luna de miel en Portofino.
Por primera vez Waugh visita Jerusalén a finales de 1936. En una carta escribe que odia Jerusalén a medias porque considera que la cristiandad comienza con la Contrarreforma y el «orientalismo» le irrita. Pero unos pocos días después, en otra carta a la misma destinataria, rectifica porque ha comenzado a amar Jerusalén. En su segundo viaje a Jerusalén en 1951, por encargo de la revista Life, en «la ciudad más sagrada del mundo», pasa una noche de vigilia en la Iglesia del Santo Sepulcro. La crónica, lúcida y magnificente, aparece en Life en 1952 y de ahí el libro Jerusalén. Viaje a los Santo Lugares.
El viaje a Tierra Santa es prácticamente un género de la literatura occidental. Chateaubriand parte para Jerusalén en 1806, pocos años después de publicar El genio del cristianismo. De 1811 es su Itinerario de París a Jerusalén. Evelyn Waugh, siendo un escritor en las antípodas de Chateaubriand, es otro ejemplo de la vinculación beligerante entre civilización y cristiandad. En el caso de Chateaubriand el cristianismo se impone por la belleza de sus dogmas; en Evelyn Waugh, lo que cuenta es la lógica aunque no es ajeno al esplendor de la verdad.
De 1945 es una de sus novelas más conocidas, Retorno a Brideshead, historia de entreguerras que discurre suntuosamente por la espiral genética de una vieja dinastía de la aristocracia católica ⎯los Flyte⎯, entre la gran mansión de Brideshead, Oxford, una Venecia prodigiosa y un norte de África como un regreso a los Padres del Desierto. Para no pocos lectores, es el narrador, Charles Ryder quien acaba apoderándose de la novela, como esos actores secundarios que roban las escenas a los personajes principales. Al final, la conversión de Ryder al catolicismo difícilmente se escapa de los aledaños laberínticos de un espíritu barroco.
Ante el desorden de toda una época, Waugh sostiene la necesidad de respetar las sociedades jerarquizadas. La finitud y el juicio final: Waugh trastoca sus propias perspectivas como quien deja la lupa impertinente para dedicarse a la astronomía. Ha escrito Retorno a Brideshead durante un permiso de cuatro meses, en el verano de 1944. Tenía 40 años. El finísimo crítico Peter Quennell, amigo de Waugh en Oxford, descifró aquella novela como roman à clef. La mansión paladiana de Brideshead podía ser el edifico Tudor de Madresfield Court, del linaje Lygon, donde Waugh había aprendido a montar a caballo. Waugh atribuyó los párrafos de prosa glotona a la escasez material de aquella época de guerra. Quizás también fuera el último espasmo del esteta oxfordiano, antes de la definitiva sobriedad clásica, augusta. Por eso la tercera parte es, como narrativa, la más eficaz y sin autoindulgencia. Hay en la novela una premonición de ruinas definitivas, en un mundo de riqueza sin armonía y de poder sin dignidad.
Anthony Burgess dice que Waugh representa una apetencia shakespeariana de orden y estabilidad. Lo certifica un personaje de la novela breve La Europa moderna de Scott-King: «Sería realmente un acto perverso querer equipar a un joven cualquiera para un mundo moderno». De tanta nostalgia imposible provienen las mejores piezas del gran arte. Se atribuye genéricamente a los escritores ingleses conversos que sean propensos a una apreciación meticulosa por la tradición y por la liturgia. Evelyn Waugh negó en varias ocasiones que hubiese acudido a la pila bautismal llevado por el catolicismo de smells and bells que todavía en Londres existe en el Oratorio de Brompton Road, cuando acude la élite católica conversa. Smells and bells: incienso, campanas, canto gregoriano. De hecho, Waugh detestaba el canto gregoriano. Más que la sensualización litúrgica de un espacio sagrado y de la experiencia trascendente, estaba empeñado en seguir el rigor de la lógica y el esplendor de la verdad. Creía firmemente que era un deber oponerse a todo aquello que fuera negativo para la civilización.
El malévolo dietarista anotaba las más excepcionales yuxtaposiciones del absurdo y la razón pero era en muchas ocasiones la sana pirotecnia del muchacho que a toda costa desea enojar a sus mayores. En sus cartas, el personaje se revelaba extremadamente odioso y es un dato cierto que le odiaron sus condiscípulos y le odiaron sus compañeros de armas. El retrógrado intolerante de sus últimos años ⎯murió a los sesenta y tres, pero su talante era el de un octogenario enfurruñado⎯ lo era más por método que por fe. Posó como irascible coronel Blimp y así se presentó en 1957 en La prueba de Gilbert Pinfold. Tal vez no halló ningún remedio para una melancolía inextinguible. El novelista jamás podrá quedar eclipsado por el chismorreo de biógrafos y críticos. Nos agrada saber que detestaba a Chaplin y adoraba a Harold Lloyd.
En la novela Elena (1950) uno de los personajes dice: «Algo hay que hacer para proteger los Santos Lugares, y también para acomodar a los visitantes». De ahí La defensa de los Santos Lugares que Evelyn Waugh escribe durante su estancia en Jerusalén. Ante una iglesia del Santo Sepulcro que se estaba cayendo a trozos, Waugh reafirma su catolicidad y asume más que nunca su naturaleza universal y el hecho de que ⎯como dice en la conclusión de su crónica⎯ «Nuestro Señor nació en una sociedad ferozmente dividida y así ha permanecido». A la vez, mantiene que la esperanza está en la unidad: mientras la Iglesia del Santo Sepulcro siga siendo un solo edificio, por mucho que se subdivida, da forma a un memorial de esa esperanza esencial.
El resultado de la Segunda Guerra Mundial, siendo un gran hecho la victoria aliada, dejó en Waugh una insatisfacción permanente: media Europa quedaba bajo el totalitarismo comunista, con graves riesgos ⎯persecución metódica⎯ para el catolicismo. Entre 1952 y 1961, escribe su trilogía Espada de honor ⎯Hombres en armas, Oficiales y caballeros y Rendición incondicional⎯ seguramente la mejor culminación que pudo tener su obra. Mientras, en 1950 Waugh convirtió la leyenda de Santa Elena en novela y no por eso dejó de ser leyenda. Elena, madre de Constantino, hurgó en las entrañas de Jerusalén para devolver al mundo una cruz en la que murió Jesucristo. En su novela, Waugh logra que Elena sea personaje y es otro problema que el novelista resuelve con la misma desenvoltura con que fingía estar sordo para amedrentar a las visitas. Waugh había pensado en escribir una crónica del emperador Constantino pero pronto escogió la ficción después de haber escrito Retorno a Brideshead. Comienza a trabajar en Elena y al poco es desmovilizado después de su participación en una misión militar en Yugoslavia. Poco antes, en marzo de 1945, fue recibido en audiencia privada por el Papa para informar sobre el catolicismo en la nueva Yugoslavia. En marzo de 1948 anuncia en sus dietarios que cuando concluya una resaca posterior a la abstinencia cuaresmal seguirá trabajando en Elena. Meses después le escribe a Nancy Mitford que esa será su obra maestra: «No le va a gustar a nadie». Al terminar la novela creyó que era el mejor libro que había escrito y que escribiría jamás pero al publicarla el escaso éxito fue una de las mayores desilusiones de su vida, como confirman sus biógrafos. Waugh asume la leyenda de Elena adiestrada en el ejemplo de la Elena de Troya. Constancio, de estirpe imperial, la desposa. Al llegar a Roma ya anciana, cuando reine su hijo Constantino, decimotercer apóstol, es el momento en que ⎯como es costumbre en estos casos⎯ se pretende compensar la decadencia del poder con la proliferación de sus emblemas. La escena de la llegada de Elena a Roma es una de las páginas fulgurantes de Waugh. Es una llegada precedida de inusuales señales sobre la noticia de que en Jerusalén la emperatriz había encontrado la cruz y los clavos de Cristo. En lo más remoto del imperio Elena consideró la oferta casi truculenta de creencias religiosas y ⎯como Waugh⎯ se decanta por la fe cristiana precisamente porque tuvo un inicio real, algo tangible, una tierra y una fecha. Es decir hubo una hora y un lugar y una cruz en la que el hijo de un carpintero murió. En los Santos Lugares, la astuta Elena logró dar con la Santa Cruz y Constantino hizo forjar uno de los clavos como freno de caballo. Para Evelyn Waugh el mundo siempre fue demasiado viejo como ya lo era en tiempos de Elena y Constantino.
Ilustración: Evelyn Waugh en su casa de Combe Florey, Somerset, hacia 1957. Licencia: Pictorial Press Ltd / Alamy Stock Photo.