Cuando dialogamos con alguien, lo más habitual es que nuestro interlocutor quiera imponer no solo su opinión sobre el tema, sino también el marco conceptual que delimitará la discusión. Si aceptamos su lógica, la conceptualización del tema sobre el que debatiremos, es probable que hayamos caído ya en su telaraña y nada nos pueda liberar de sus redes: se acabó el diálogo.
Pongamos que nos disponemos a discutir honestamente sobre la naturaleza de Dios con un creyente. O con un ateo, que para el caso es lo mismo. Aquí «honestamente» quiere decir que trataremos de desentrañar todos los elementos que componen el concepto de Dios con la finalidad de llegar a entenderlo sin dejar nada en el tintero y sin caer en dogmas. Al inicio del diálogo, tanto el creyente como el ateo tratarán de llevar la discusión al terreno de la existencia o no existencia de Dios. Es decir, querrán que asumamos que la pregunta por la existencia es adecuada para abordar el tema de Dios. Si aceptamos esos términos, hemos caído ya en la trampa tendida —quizá inconscientemente— por nuestro interlocutor. Es su fe —en la existencia, en la no existencia de Dios— la que teje el hilo pegajoso en el que nos enredamos, y a través de ella nos adentramos en el sesgo de sus ilusiones y dejamos atrás toda posibilidad de pensar. Puede que sobre Dios aún tenga sentido pensar y decir muchas cosas mientras no se acepte que todo el asunto se reduce a una discusión anacrónica e infructuosa sobre su existencia. «Aquí no se trata de entender el concepto histórico de Dios y sus vicisitudes, sino de demostrar con argumentos si Dios existe o no existe», dirá —quizá tácitamente— el creyente-ateo. Y si aceptamos esa idea, aunque sea también de manera tácita, habremos dejado de pensar para empezar a jugar a las cartas.
Igual que sucede con el creyente y el ateo, ocurre muy a menudo que sin querer, a veces por respeto, otras por debilidad, aceptamos en parte o totalmente los términos de nuestros interlocutores y hacemos imposible todo auténtico pensar, y además, de paso, regalamos la victoria al rival, cuyo éxito pudiera ser no en pocas ocasiones un verdadero peligro. El otro no tiene ni siquiera necesidad de ganar la discusión, basta con imponer sus términos para volverla estéril. Algo así ocurre, por ejemplo, cuando aceptamos discutir sobre los derechos de los homosexuales como si se tratara de una clase distinta de derechos, o cuando damos por bueno que todo el que defiende el sufragio universal, y solo por defenderlo, es un demócrata. Podríamos poner infinidad de ejemplos de toda clase y en todos los campos.
Una de las batallas más importantes de la actualidad, a mi parecer, tiene que ver con el uso de los términos «occidente» y «oriente», ambos de origen latino, para designar dos presuntas realidades culturales enfrentadas hoy en día y que parece ser que se encuentran en lucha por el dominio cultural y político del mundo. En cuanto al dominio del relato, el enfrentamiento se zanjó en el momento en el que todos los interlocutores aceptaron esa división, occidente versus oriente, porque si bien se puede argumentar que las palabras «occidente» y «occidental» señalan una realidad histórica y cultural unitaria, ¿sucede lo mismo con sus presuntas opuestas?
Seguramente a raíz de una tradición milenaria que se remonta al enfrentamiento entre griegos y persas —Europa versus Asia—, en algún momento (posterior, claro está) se acabó por usar el término «occidental» para referirse a los territorios cristianos, y «oriental» para los islámicos. Son vocablos que han servido sistemáticamente para dividir, es decir, para definir un nosotros frente a un ellos. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, los soviéticos fueron los orientales, cuando ¿hay algo más occidental que la Revolución Rusa? En resumen, el concepto de oriente ha servido para designar a los otros, y uno podría pensar que esa diferencia convenía sobre todo a los que en esa oposición se identificaban como los occidentales, como «nosotros», pero bastará con una breve inspección para darnos cuenta de que «ellos» la han necesitado y reivindicado tanto o incluso más.
En origen, la categoría «oriente» es un acto de asimilación cultural como tantos otros, sencillamente para señalar al rival, como encontramos expresado en una palabra como bárbaros, que se refiere en griego al habla extranjera, o como cuando encontramos en la literatura romana el rechazo de los pueblos que no conocen el vino, o cuando Heródoto ridiculiza a los persas por no adorar a dioses antropomorfos, etcétera, pero más adelante, cuando el manto de Occidente ya lo cubría todo sin remedio, empezó a interesar a determinadas facciones el distinguirse de lo occidental para justificar ciertas actitudes y pretensiones, a menudo potencialmente delictivas e incluso totalitarias. Si hacían creer al enemigo político que pertenecían a una cultura distinta, con sus tradiciones y costumbres marcadamente diferenciadas, y por tanto también con otro concepto de la moral, el derecho y la política, conseguían el reconocimiento que necesitaban para legitimar su poder. Cuando se acepta que el mundo islámico no pertenece a Occidente, por ejemplo, se pierde un territorio valioso: ya no se trata de dos puntos de vista dentro de un mismo horizonte, sino de dos mundos irreconciliables. Eso interesa precisamente a quien pretende minar con artimañas el sentido de lo político para apoderarse de las instituciones a su antojo. Si se trata de otro mundo, de otro sistema de pensamiento, ya no tiene que respetar las mismas condiciones. El derecho, la libertad, la igualdad… son cosas de otro mundo y, como tales, ya no hay que entenderlas como propias. Entonces Occidente aparece a veces como una máquina de destruir identidades frente a la cual las minorías deben protegerse. Occidente uniformiza, iguala, aplana, diluye las diferencias. La identidad, una determinada idiosincrasia, es lo que define a un pueblo, a una minoría, y hay que salvaguardar esa identidad del avance destructor de Occidente, que todo lo engulle. Esa retórica interesa solo a los que quieren establecer algún tipo de barbarie, y de hecho la encontramos ya en los discursos nazis y fascistas de hace un siglo. Baste con recordar que el nacionalsocialismo teme el avance de lo universal, la democracia y el capitalismo, porque amenaza con destruir lo que según ese movimiento es la identidad nacional de cada comunidad dada, el carácter de los pueblos y las razas. Porque es verdad que Occidente fue, en algún momento, destructor de mundos, pero más verdad es que el mundo de hoy es el resultado de ese proceso de uniformización, que se produjo hace ya más de un siglo, y que las voces que hoy claman por la supervivencia de las identidades y las minorías suelen ser deshonestas en el fondo o sencillamente desinformadas, víctimas de propagandas de todo tipo.
En efecto, Occidente devoró la diversidad cultural y la regurgitó en forma de folklore. Y es ese folklore el que, unido a un discurso identitario (ya sea religioso, nacional o de cualquier otro tipo), ciertos colectivos utilizan para distinguirse de aquello en lo que de todos modos ya se encuentran: Occidente. Ese del identitarismo es un fenómeno típico del Occidente tardomoderno. Solo tiene necesidad de proclamar a voces una identidad, una diferencia, quien no está del todo seguro de ella. Y que nadie tenga la tentación de objetar que las minorías discriminadas necesitan reivindicar su identidad para defenderse, porque la discriminación de ciertos colectivos no tiene nada que ver con la defensa de ninguna identidad, más bien al contrario. Los que reivindicamos los derechos de las mujeres en Irán, por ejemplo, o de los homosexuales en Rusia, no reivindicamos derechos específicos para mujeres o para homosexuales, sino que las mujeres y los homosexuales tengan derechos, esto es, que se los deje de considerar distintos por ser mujeres o por ser homosexuales. Lo que reclamamos es, pues, que se diluya su identidad, que no se tome en cuenta para definir derechos.
Nadie siente, aún, la necesidad de recordar a los demás que es humano, en principio. En cambio, es probable que lo único que convierta por ejemplo a un siux en siux, hoy en día, sea precisamente identificarse como tal. Un siux que vive en un tráiler, habla inglés, va a la universidad, tiene electricidad, internet, viste como cualquier otro estadounidense… ¿No es un insulto a los siux de verdad el seguir empeñándonos en llamar siux a esos ciudadanos de hoy? ¿No es un insulto a la auténtica diversidad cultural el seguir empeñados en tratar el folklore como si definiera una distancia cultural genuina? Es más: ¿no es un insulto a la inteligencia el que bajo el pretexto de unas presuntas diferencias culturales que habría que respetar se justifiquen prácticas salvajes?
Algunos invocan los derechos humanos creyendo que se trata de una expresión que trasciende la diversidad cultural. Se dice a menudo que la diversidad cultural debe respetar los derechos humanos, como si eso de los derechos humanos hubiera podido pensarse fuera de la tradición occidental. Si todo el mundo debe asumir la Declaración Universal de los Derechos Humanos es porque nadie está ya fuera de Occidente, no porque dicha declaración se redactara como flotando por encima de toda tradición cultural. Cualquiera que haya tratado de verdad alguna vez con alguna manifestación cultural verdaderamente alejada del mundo occidental, ya sea a través de textos o porque haya tenido la fortuna, quizá ya imposible hoy, de visitar alguna cultura verdaderamente aislada, no puede más que reconocer que la presunta distancia entre Occidente y Oriente es en el fondo propaganda, ya se escenifique esa distancia mediante la rivalidad entre el mundo cristiano y el islámico, ya entre capitalismo y comunismo, etc.
¿Qué le regalamos a un presunto Oriente cuando damos por bueno que pertenece a otra realidad cultural? Aceptamos, en buena medida, sus prácticas, los actos atroces de determinados gobernantes, la pervivencia de ideologías totalitarias, el maltrato de personas que ven sus derechos sistemáticamente vulnerados, la tortura y el asesinato en nombre de quimeras. No es nada nuevo que el hombre muere y mata por quimeras. Puede que una de las más peligrosas, hoy, sea la quimera de la diversidad cultural.
Ilustración: El nuevo mapa del mundo (1928), obra de Edward Everett Henry. Dominio público.