Josep Maria Castellà Andreu, catedrático de Derecho Constitucional por la Universidad de Barcelona, miembro de la Comisión de Venecia entre 2014 y 2022, titular de la cátedra Jean Monnet en Democracia Constitucional Europea y presidente del Club Tocqueville, es uno de los juristas más prestigiosos de Europa. Con él hablamos de la importancia fundamental del derecho en una sociedad democrática, del escaso conocimiento que en nuestros días se tiene de este fundamento, de la independencia del poder judicial, de los ataques que a menudo reciben jueces y magistrados por parte de algunos políticos, de la ley de amnistía, de la reforma judicial que proyecta el gobierno español y de la legitimidad democrática de la monarquía parlamentaria.
Pregunta. ¿Deberían darse nociones básicas de derecho en el bachillerato?
Josep Maria Castellà. Sí, efectivamente. Del mismo modo que asumimos que hace falta saber historia u otras materias, hay unos conocimientos básicos para la vida en sociedad que ofrece el derecho, como también la economía, y que habría que divulgar en la enseñanza, ya sean los que sostienen las instituciones, lo que constituye el Estado de Derecho y la democracia constitucional, ya sean también los del derecho privado; me parece básico que los jóvenes sepan qué es una compraventa o un alquiler. Después, aunque no estudien Derecho, como ciudadanos se van a encontrar con todo esto. Pero, para resolver esta carencia de conocimiento, habría que empezar por impartir Derecho en las escuelas de magisterio, con una aproximación más pegada a la realidad que ideológica. De lo que hablamos es de una escuela de ciudadanía. La ciudadanía no se improvisa. Cuando nosotros éramos jóvenes, esa escuela de ciudadanía venía dada en parte por los diarios, que formaban la opinión pública. Uno podía encontrar, no solamente en las columnas de opinión, también en las mismas noticias, una información sobre el funcionamiento del Parlamento o del gobierno o del poder judicial que iba calando. Hoy en día ya no podemos presuponer esto. En primer lugar, porque en general los diarios ya no lo hacen, y en segundo lugar porque mucha gente, sobre todo la juventud, se informa a través de las redes sociales, donde aún se hace menos, y si se hace es con un sesgo ideológico basado en la lucha amigo-enemigo y sin el rigor que requiere este conocimiento y que es bueno adquirir en una etapa formativa de la persona. Más allá de la dimensión técnica del asunto, lo veo como una escuela de ciudadanía, que enseñe a asumir responsabilidades con la comunidad de la que formamos parte, en un momento en que prevalece la reclamación de derechos sin fin.
Esa necesidad de pasar por la escuela de ciudadanía no la tienen solo los estudiantes o el ciudadano común; por lo que vemos, también la tienen algunos políticos, incluso ministros, que no saben o simulan que no saben, cómo debe funcionar un Estado de Derecho.
Ciertamente asistimos a un cambio en el bagaje formativo de los políticos. Antes, normalmente, los diputados eran licenciados en Derecho, había una formación jurídica más o menos elemental. Se hubiesen dedicado o no al ejercicio de la abogacía o de alguna profesión jurídica, por lo menos habían pasado por la facultad de Derecho, que estructura la mente como pocas, y ahora el mundo de la política es el mundo de los politólogos. En Madrid la facultad de Ciencias Políticas se inauguró en 1943 junto a Económicas, pero en el resto de España estos estudios son más recientes, de modo que apenas existían los politólogos; ahora, la mayoría de políticos son politólogos, y eso se nota, porque el objeto de la carrera es distinto, es la ciencia del poder, y el derecho se ocupa de la garantía de los derechos de los ciudadanos y de la regulación y la limitación del poder, lo cual nos lleva a otra cuestión, y es que el político, precisamente porque no es un jurista, necesita al graduado en Derecho como asesor para que le diga qué le permite hacer el derecho y cómo interpretar las normas y hasta cómo sortearlas de la manera más discreta posible. Es una idea instrumental del derecho: lo necesita para llevar a cabo sus políticas y el derecho se reduce no pocas veces a mero instrumento para consolidar su poder. Pero esto es viciar el concepto y las funciones del derecho. Claro que, desde una concepción positivista, el derecho se presenta como técnica, pero el derecho es mucho más: lleva aparejados unos valores, una cultura del Estado de Derecho, de sometimiento de los poderes a las leyes…
Es lo que garantiza la libertad…
Cicerón ya habló de que solo hay libertad en la ley, y esta idea permea la cultura occidental, junto con la separación de poderes y la limitación del poder. Esta es una idea muy distinta de la que tienen actualmente el legislador o el gobernante que ven el derecho como un obstáculo a sus iniciativas. Y de ahí vienen los ataques al poder judicial y al Tribunal Constitucional, o su colonización, porque lo que quieren es extender su poder, propio del ámbito de la decisión política, al control de las instituciones. Eso los lleva a una desconfianza, ya sea hacia los funcionarios, ya sea muy particularmente hacia los jueces, porque limitan y controlan su poder. Se viste de una pretensión de radicalidad democrática para legitimarla ante la opinión pública, pero en el fondo es una cuestión de poder.
¿Cuándo diría que se produce este cambio del derecho como un fundamento al derecho como un instrumento de poder?
La pretensión de instrumentalizar el derecho al servicio del poder es algo que suele ir aparejado a su ejercicio, sobre todo cuando no hay cultura de limitación del poder. Por ello se intenta reducir o eliminar los contrapoderes. En España, esto seguramente adquiere una dimensión preocupante de forma paradójica a medida que se consolida la democracia y va más lejos con el gobierno de Pedro Sánchez. Con la llegada de la democracia en la Transición hubo una cultura de consenso en lo político y en lo jurídico de respeto al Estado de Derecho, y eso estaba asumido por la sociedad, como parte necesaria del cambio político y del acercamiento a otras sociedades europeas. Respeto al Estado de Derecho quiere decir respeto a las instituciones, respeto a lo que supone una vida regulada por una Constitución y unas leyes que son fruto de la voluntad popular; en última instancia, un ordenamiento jurídico destinado a limitar a la mayoría de cada momento. Por lo tanto, parecía que se asumía que la democracia es inseparable del Estado de Derecho. Sin embargo, hay un momento, cuando el gobernante quiere actuar sin los límites que le pone el derecho, en el que se vuelve al ejercicio desnudo del poder, con desprecio de los discrepantes y las minorías.
Me parece que este cambio tiene un punto de inflexión en el proceso separatista de Cataluña, cuando los que apoyaron la declaración de independencia decían que la soberanía popular estaba por encima de lo que dijeran los tribunales y que, por lo tanto, lo que decidiera la mayoría del Parlament no podían revocarlo los jueces.
Efectivamente, pero yo diría que en el ámbito catalán esto empieza en el periodo previo a la sentencia del Estatut deslegitimando la intervención del Tribunal Constitucional en un asunto político, y cuando se publica, con el presidente de la Generalitat, José Montilla, encabezando una manifestación contra ella. Lo que pasa en 2010 es que vemos a las autoridades en la calle ejerciendo un derecho de la ciudadanía, no contra el poder político, porque el poder político es quien encabeza la manifestación, sino contra los jueces, y eso es lo que se repite, ya de una forma recurrente, en el Procés desde 2012. Recordemos la apelación al derecho a decidir del pueblo catalán y a Mas invocando la voluntad del pueblo. En cumplimiento de este «principio democrático», en las resoluciones del Parlament de Cataluña, siempre está presente la voluntad de desobedecer al Estado y las instituciones judiciales, porque se identifica a los jueces, y en particular al Tribunal Constitucional, como los que pueden frenar ⎯y de hecho paralizan⎯ cada una de las decisiones que se van tomando durante el Procés.
Es cuando se empezó a hablar de la «judicialización de la política» con la idea de que las decisiones políticas no pueden ser juzgadas, y más tarde se pasó a las acusaciones de lawfare. Nunca se había hablado de este concepto y, a partir de un momento, resulta que todo es lawfare.
Esto se extiende a toda España en el momento de aprobar la ley de amnistía en 2024, y no se limita a una opinión que se puede manifestar en los medios, sino que se escribe en el preámbulo de una ley, en el que no solo se asume el relato del independentismo con respecto a lo que pasó en Cataluña en los años del Procés; además se habla de la insuficiencia del derecho para solucionar esa situación y de la necesidad de la política, entendida como una política enfrentada al Estado de Derecho, una política que defienden en nombre de la democracia. Lo cual supone reducir la democracia a la mera regla de la mayoría y, según la coyuntura, a unos pactos de investidura, a lo que convenga en cada momento.
Y para completar la jugada, el poder político y sus medios afines actúan como propagandistas para confundir a la opinión pública. Lo hicieron los independentistas en 2017 cuando aseguraron que la Comisión de Venecia, que asesora a los Estados miembros del Consejo de Europa en materia constitucional y vela por el fortalecimiento de la democracia, había legitimado la declaración de independencia, cuando lo que hizo es instar a la Generalitat a negociar con el Estado dentro del marco estricto de la legalidad constitucional. Lo volvieron a hacer en 2024, esta vez no solo los independentistas sino también el gobierno español, cuando un dictamen de la Comisión de Venecia sobre la ley de amnistía constató la profunda división entre españoles e instó a llegar a un acuerdo dentro del respeto a las instituciones, lo cual dista mucho de dar por buena la ley como pretenden los que la aprobaron. Y lo han hecho una vez más tras unas recientes alegaciones de la Comisión Europea en las que se llama la atención sobre el hecho de que la ley fuese redactada por sus mismos beneficiarios y que el gobierno la aprobara por necesidad de mantener su mayoría, dos factores a todas luces anómalos.
Es exactamente así. El primero que da la noticia es el que crea el marco de interpretación, y después el hecho en sí, lo que diga el dictamen, será algo secundario porque previamente ya se habrá preparado el terreno a conveniencia. Eso es lo que pasó con el informe de la Comisión de Venecia sobre el proyecto de ley de amnistía. La filtración primera, proveniente del entorno del gobierno a La Vanguardia y reproducida después por otros medios, hizo que se creara un marco de interpretación según el cual se convalidaba el proyecto de amnistía. El problema con los informes jurídicos es que se expresan en un lenguaje técnico, porque esas instituciones no se pronuncian a través de eslóganes o titulares de prensa, sino que lo hacen con un razonamiento complejo, lleno de matices. Eso hace muy difícil trasladar a la opinión pública una resolución jurídica porque estamos ante dos planos distintos: el del jurista que razona en términos jurídicos y presupone que quien lo leerá será entendido en derecho y que, por lo tanto, hablará su mismo lenguaje, y el que llega a la opinión pública no siempre de forma fidedigna con respecto al texto original. La Comisión de Venecia no elabora notas de prensa; el Tribunal Constitucional ha empezado a hacerlas recientemente, porque asumen que los periodistas no harán el esfuerzo de leer una sentencia, y por lo tanto sus resoluciones llegarán a la opinión pública sin reflejar del todo bien su contenido. Hay quien discute la oportunidad de esas notas de prensa, pero lo cierto es que dan noticia fiable de lo esencial. En el caso de la Comisión de Venecia el relato que se impuso aquí fue el que divulgaron los medios, cuando una lectura atenta, capaz de entender asimismo cómo se expresan las instituciones internacionales, con un lenguaje diplomático, desmiente ese relato. Y eso es lo que dio lugar a malentendidos. En realidad, la Comisión de Venecia dejó muy claro que el procedimiento para aprobar la ley de amnistía era inadecuado porque una amnistía requiere grandes consensos sociales y políticos que aquí no se dieron y que para sacarla adelante se necesitaba una reforma constitucional o, por lo menos, una ley aprobada por una amplia mayoría. Lo que no llegó a hacer es vincular la finalidad de la ley con una autoamnistía, como sí ha hecho después la Comisión Europea, sino que se limitó a describir que en el origen de la ley había una transacción política.
Los que dicen que la amnistía no tiene cabida en la Constitución Española, ¿tienen razones objetivas para afirmarlo?
El derecho no es una ciencia exacta, depende mucho del método de interpretación de las normas que se utilice. Empecemos por lo que está claro. Lo que está claro es que la Constitución no prevé la amnistía. Contempla los indultos a la vez que prohíbe los indultos generales. Esto es un hecho, y también lo es que en el proceso constituyente se presentaron dos enmiendas que pedían regular la amnistía con una serie de requisitos y las dos se rechazaron, como ha estudiado Agustín Ruiz Robledo. A partir de aquí, la interpretación que subyace en los defensores de la ley de amnistía y que, a la espera de poder leer la sentencia, parece que la mayoría de los miembros del Tribunal Constitucional ha hecho suya al votar favorablemente la ponencia de la vicepresidenta, Inmaculada Montalbán, es que el Parlamento es soberano, el Parlamento puede legislar sobre todo lo que no está prohibido por la Constitución. Esta es una interpretación muy discutible. De entrada, porque parte de una idea de soberanía parlamentaria que no es la que se da en las democracias constitucionales.
Ni la que prevé nuestro sistema constitucional.
Claro. Nuestro sistema no es el de la soberanía parlamentaria, sino el de una soberanía popular codificada en la Constitución y que otorga a cada institución pública unos poderes delimitados y distintos. Las atribuciones del Parlamento y de todas las instituciones son las que les concede la Constitución. No se trata de una cláusula abierta. El principio de libertad opera para los particulares; el principio que opera para los poderes públicos es el de sometimiento estricto al derecho. Por lo tanto, si la amnistía no está explícitamente prevista es muy discutible que se pueda legislar. El jurista ha de atender a la interpretación sistemática del conjunto de la Constitución, si se cumplen los principios de respeto al Estado de Derecho, de separación de poderes. En la Constitución la función jurisdiccional se atribuye en exclusiva a los jueces. Es decir, una amnistía es una excepción a la regla de que quien administra justicia son los jueces del poder judicial, por lo que solo es posible promulgarla si se prevé en la Constitución como una atribución específica al legislador, como ha subrayado Josu de Miguel. No entra dentro de la potestad legislativa genérica de las Cortes. Así se hacía en la Segunda República y así se hace en otras Constituciones del derecho comparado; por ejemplo, en la italiana. Por otra parte, si la Constitución no previó la amnistía es porque se estimó en los debates constituyentes que la amnistía ya se había hecho en 1977. De hecho, empezó antes. No había acabado el primer mes de Adolfo Suárez como presidente del gobierno, nombrado por el rey Juan Carlos antes de las primeras elecciones democráticas, y en julio de 1976 ya se aprueba un decreto ley de amnistía que después culminará con la aprobación de la ley de amnistía por las primeras Cortes democráticas. Esto por lo que se refiere a la amnistía en general, y ahora hay que ver el caso de esta amnistía en particular. La gran mayoría de los juristas coincide en que esta amnistía no encaja en la Constitución por la indeterminación de los sujetos y del objeto y la amplitud del periodo que cubre. No se cuantifican los sujetos beneficiarios, nadie sabe cuántos son. Los hechos abarcados por la amnistía son los relacionados con el Procés, pero eso incluye tipos delictivos y otros actos muy distintos. El período que abarca va de noviembre de 2011 a noviembre de 2023. Es muy amplio, y eso comporta muchos problemas respecto a la aplicación de esta amnistía, además de su origen en una transacción política y del fin declarado por la ley y más que discutible: la normalización de Cataluña. Por lo tanto, la amnistía en España se da por un supuesto de reconciliación propio de los cambios de régimen, no por las contingencias de la política. En otras circunstancias no tiene justificación, salvo que aceptemos que lo que se quiere ahora es un cambio de régimen.
Esta es la clave del asunto. Hace unas semanas, el politólogo Iván Redondo, que fue director del Gabinete de la Presidencia hasta 2021, publicó un artículo en La Vanguardia donde insinuaba un cambio en la ley electoral con el propósito de avanzar hacia un cambio en la forma del Estado. Y recurría a ese argumento tópico, tan propio de indocumentados, según el cual en España solo quedan diez millones de personas que pudieron votar la Constitución en su momento y que, por lo tanto, ya sería hora de aprobar una nueva.
El contraste entre los dos momentos es evidente. La Transición, en 1977, promueve una ley de amnistía como culminación de un proceso de reconciliación que había empezado antes y que se hace sobre un consenso inmenso. La ley de amnistía, impulsada por el gobierno y por el Partido Comunista, la aprobó el Parlamento con la única abstención de Alianza Popular, lo cual, dicho sea de paso, pone en evidencia otra cosa que también se ha tergiversado. Se dice que esa ley de amnistía lo que hizo fue amnistiar a los políticos franquistas. No es así. En aquel momento, quien se lea los discursos parlamentarios verá que eso estaba fuera del debate; lo que se quiere es que todas aquellas personas que se opusieron al franquismo, incluso los condenados por delitos de terrorismo, pudieran reinsertarse en la vida pública. Ese era el objetivo.
Esa falsedad persiste. Hay mucha gente que sigue creyendo que lo que se hizo es amnistiar a los franquistas.
Sí, ese relato funciona, pero ¿cómo explicar que uno de los promotores de la ley de amnistía fue el Partido Comunista y que los únicos que pusieron objeciones, para abstenerse, sin votar en contra, fueron sus supuestos beneficiarios, y en el discurso que hizo un diputado de Alianza Popular que había sido ministro de Franco, Antonio Carro, la única objeción que se presentó fue que esa ley pondría a los terroristas en la calle, nada más. En cualquier caso, aquella ley constituyó un esfuerzo de reconciliación muy amplio y muy generoso en el que participó todo el mundo; ahora, esa supuesta reconciliación se hace con toda la oposición en contra, en una votación en el Congreso que salió solo por cinco votos, con un Senado que votó mayoritariamente en contra, con unos informes y pronunciamientos contrarios de instituciones como el Consejo General del Poder Judicial y de academias y asociaciones de juristas. Si lo que se pretende es sentar las bases de un nuevo régimen con un nuevo consenso político que deje fuera a la oposición parlamentaria, a la alternativa legítima, me parece que es empezar dividiendo a la comunidad política.
Algunos han interpretado el artículo de Iván Redondo al que me refería hace un momento como el anuncio de que vamos hacia un proceso constituyente. ¿Usted tiene esa impresión?
En el mundo de la actual mayoría hay opinadores y algunos políticos que piensan en la ruptura, lo han dejado claro y se podría recurrir a una consulta a la ciudadanía, como apuntaba el artículo recordado. Ahora bien, esto es exactamente lo que no aceptó el pueblo español en el Referéndum para la Reforma Política de 1976. El proyecto histórico de la izquierda en la oposición franquista había sido el de la ruptura: someter a referéndum lo que llamaban el modelo de Estado, la monarquía; es decir, repetir el esquema de Italia del año 1946 previo a la aprobación de la Constitución, pero lo que se aprobó fue una reforma política, y lo que algunos quieren ahora es replantear lo que se decidió en aquel momento y que la izquierda entendió que es lo que quería el pueblo español. Por eso es tan importante el referéndum de 1976, porque es lo que legitima, y de forma muy amplia, la opción Suárez-Fernández Miranda, y cada pronunciamiento del pueblo en lo sucesivo, es decir, en las elecciones generales del 77 y después en el referéndum de ratificación de la Constitución, reafirma el consenso en torno a unas opciones políticas e instituciones que han regido la vida española todas estas décadas. Si los ciudadanos hubiesen deseado la opción rupturista hubiesen votado a los partidos de la extrema izquierda que se presentaron en el 77, pero lo que hicieron es votar muy mayoritariamente a los partidos que impulsaron y negociaron el nuevo sistema constitucional.
Por supuesto, pero el argumento al que recurren ahora es el de Iván Redondo: que han pasado casi cincuenta años y la gran mayoría de españoles que hoy tienen derecho a voto no pudieron avalar esta Constitución. Eso presupone que cada cincuenta años hay que votar una nueva Constitución, lo que no ocurre en ningún país democrático.
Efectivamente, en los Estados constitucionales democráticos prevalece el principio de que hay un consentimiento, o al menos un asentimiento, mientras no se vote lo contrario, pudiendo hacerlo a través de la reforma. Es decir, la puesta al día de la Constitución es posible porque se tiene el instrumento de la reforma y se puede utilizar cuando se estime. Esto lo que hace es evitar rupturas porque, si cada generación debe aprobar una nueva Constitución, el resultado es una sucesión de constituciones que no llegan a asentarse en la sociedad, con más valor político que jurídico, que es lo que tuvieron España y otros países en el siglo diecinueve: la inestabilidad constitucional refleja una inestabilidad política, lo que comporta recomenzarlo todo constantemente, atender a lo coyuntural y no poder desarrollar ningún proyecto a cincuenta años vista.
Yo creo que lo que ocurre es que no se entiende bien qué es una Constitución. Tampoco se entiende qué es una monarquía parlamentaria, que en el fondo es una forma de república desde el momento que el rey no tiene atribuciones políticas y su papel se limita a la representación del Estado. Sin embargo se oyen muchas voces indignadas que parecen creer que el rey tiene poderes ejecutivos sin que lo haya votado nadie. Que el rey tiene esos poderes, por otro lado, no solo lo piensan los republicanos de izquierdas, desde la extrema derecha hay quien exige al rey que intervenga en la situación política. Unos rechazan la monarquía parlamentaria porque no le reconocen legitimidad democrática y otros reclaman al rey que tome decisiones políticas.
Sí, así es. La compatibilidad de la monarquía con el principio democrático solo se da plenamente en la monarquía parlamentaria. En este tipo de monarquía, el rey tiene unas funciones de carácter representativo o simbólico, y por lo tanto no entra en lo que es propiamente la decisión política, que corresponde al Parlamento y al gobierno. Pero esto no significa que la función de representar no sea importante, todo lo contrario. En un Estado constitucional democrático no todas las instituciones se legitiman con el voto; sólo las instituciones que toman decisiones políticas. La legitimación de los jueces o de las autoridades independientes la da la función que ejercen y, por lo tanto, su conocimiento del derecho o su condición de expertos.
Sí, porque, en el caso de los jueces, a veces también se esgrime el mismo argumento que se utiliza contra la monarquía: algunos les niegan legitimidad porque no han sido votados.
Sí, y por eso en México el anterior presidente, el populista López Obrador, sacó adelante una reforma constitucional en 2024 para someter a votación popular todos los cargos judiciales, y el 1 de junio de 2025 se eligió la mitad de estos cargos (la otra mitad se elegirá en 2027), y solo votó un doce por ciento, en una votación con unas garantías totalmente insuficientes a la que el pueblo dio la espalda. Nosotros, cuando elegimos el Parlamento, votamos partidos políticos, y los partidos articulan un programa y presentan unos candidatos que lo defienden. En cambio, cuando se votan jueces, estos no están agrupados en partidos políticos ⎯es más, se les prohíbe militar en partidos políticos⎯ ni se vota ningún programa electoral. El programa de los jueces debe ser el de cumplir la ley y aplicar el derecho. Y si a estos jueces les avala, de un modo u otro, el partido en el poder, lo que se está haciendo a la hora de elegirlos es politizar la justicia y, en definitiva, neutralizar el poder judicial. De ahí el peligro de confundir y mezclar los tipos de legitimidad: cada una es adecuada en su esfera.
Claro, porque un juez no puede ser otra cosa que un técnico del derecho, una persona que ha estudiado las leyes y procura aplicarlas de la manera más lógica posible, pero se ha hecho creer a la opinión pública que no hay juez que no actúe según los intereses de un partido político.
Por supuesto, un juez puede tener sus inclinaciones políticas en tanto que ciudadano, pero en sus actuaciones debe observar la distancia que le da el conocimiento técnico. Lo que se valora en el ejercicio de la función jurisdiccional es la correcta aplicación del sistema jurídico. Por eso, como decíamos antes, en una democracia hay distintos sistemas de legitimación de las instituciones; uno es la legitimación democrática y otro es la legitimación funcional. En el caso del rey, como ya observó García-Pelayo en unos informes de hace más de cuarenta años ahora publicados, hay una legitimación funcional que viene determinada por la capacidad de representar. Por lo tanto, lo que se debate en la discusión entre monarquía y república parlamentaria es quién representa mejor, ¿un presidente votado por el Parlamento y que obedece a una militancia política o un rey con una posición supra partes que, si bien es cierto que no ha sido elegido, durante el reinado, que en principio es más largo que el de un mandato presidencial, desarrolla unas relaciones institucionales e internacionales de largo alcance? Eso es lo que me parece que hay que valorar. Además, la continuidad histórica de la monarquía refuerza su función integradora de la comunidad, como símbolo encarnado.
Hablemos ahora de la reforma del acceso a la carrera judicial que el gobierno español someterá próximamente al Parlamento y que ya ha originado acciones de protesta de jueces y fiscales y el anuncio de una huelga para los días 1, 2 y 3 de julio. ¿Qué origina tan contundente reacción?
En este momento se junta un malestar generalizado en la judicatura, tanto por los ataques a la justicia desde el gobierno y sus aledaños, que hasta la presidenta del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Isabel Perelló, que viene de la asociación Jueces y Juezas por la Democracia, ha denunciado, como por la reforma del acceso a la carrera judicial. Esta última es fundamental para garantizar la independencia de los jueces. Lo relevante en un juez no son sus declaraciones ni sus ideas políticas, sino que acredite ser un buen profesional del derecho; lo que le legitima socialmente es que resuelva el caso que se le plantea con una sentencia en la que, al aplicar el derecho, hace justicia y pacifica una situación concreta. Para poder llegar a eso, el conocimiento del derecho es fundamental, y las oposiciones sirven para medir este conocimiento. El sistema siempre es mejorable y se puede discutir sobre aspectos variados como la formación en la escuela judicial o las prácticas de después de la oposición. El proyecto de ley pretende garantizar la igualdad de oportunidades e introducir mayor diversidad en la carrera judicial. Lo primero es importante, pero lo fundamental me parece que es cómo asegurar la capacidad técnica de los aspirantes a juez o fiscal y que esto no quede postergado a otros objetivos. El informe del Consejo General del Poder Judicial sobre el anteproyecto de ley recalca que la vía central para acceder a carrera judicial debe seguir siendo lo que se denomina el acceso por turno libre u oposición.
¿Y la reforma judicial elimina las oposiciones?
No, pero las aligera y parece que van a valorarse otros aspectos más subjetivos, y además reforma y amplía el acceso desde la abogacía o desde otras profesiones jurídicas hacia la judicatura sin pasar por las oposiciones. Eso ya está previsto desde el año 1985 en la Ley Orgánica del Poder Judicial, pero para un número reducido de magistrados, el conocido como cuarto turno, pensado para que buenos profesionales del derecho puedan ingresar en la carrera judicial. Una modificación en este punto debe ser muy cuidadosa. Se pretende ampliar esta vía de acceso a la categoría de jueces y parece que se da mayor discrecionalidad a la hora de seleccionar a los nuevos jueces. Con una observación que hay que tener presente: pocos buenos abogados, muy pocos altos profesionales del derecho optan a la carrera judicial, porque ganan más dinero ejerciendo su profesión. En resumen, hay que evitar el riesgo de politización y de minusvaloración de la calidad técnica.
El ministro de Justicia, Félix Bolaños, dijo que esta reforma se hace para cumplir con los requerimientos que exige la Comisión Europea. ¿Esa justificación merece credibilidad?
En Europa cada país tiene su propio sistema, pero al final lo que se valora son los principios objetivos de competencia e integridad y de mérito y capacidad. Es lo que recomienda el Consejo Consultivo de Jueces Europeos. También que el órgano encargado del programa de formación de los jueces debe ser independiente del Legislativo y del Ejecutivo. Hay países, por ejemplo, Alemania, donde los conocimientos ya se obtienen durante la carrera con un examen final o de Estado muy duro y que aprueban pocos estudiantes. Entonces ya no hacen falta las oposiciones porque uno ya adquiere una formación muy buena durante la carrera, pero los principios son los mismos: el mérito y la capacidad. Se exija en la facultad, se acredite por oposición o en la escuela judicial. El medio es lo que puede variar, pero en ningún caso hay una sustitución de estos requisitos por un sistema menos exigente y de mayor discrecionalidad en los nombramientos. La mención a las exigencias europeas suele ser a la carta, como ocurre con otra reforma que está pendiente, la del nombramiento del Consejo General del Poder Judicial, sobre la que pronto se pronunciará la Comisión de Venecia. ¿Quién ha de nombrar a los vocales del Consejo? Los estándares europeos abogan por consejos judiciales de composición plural: la parte mayoritaria formada por jueces elegidos por los jueces y la parte minoritaria integrada por otros juristas, nombrados por el Parlamento mediante unas mayorías amplias para que la mayoría gubernamental no decida en solitario. En España todos son elegidos por las Cortes Generales. Un argumento que dan para no cambiar de sistema es que España tiene una mayoría de jueces conservadores y que solo las Cortes pueden evitar esta hegemonía y el corporativismo. Este argumento podía ser válido cuando en el año 85 se aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial, aunque incluso en aquel momento era discutible por los efectos de politización que produciría el nombramiento íntegro por el Parlamento, que la sentencia del Tribunal Constitucional de 1986 advierte y se ha confirmado en la práctica. Ahora, después de cuarenta años, la mayoría de los jueces ya se han formado en democracia, los que había entonces se jubilaron hace tiempo, y si uno mira las estadísticas sobre quiénes son los jueces en España, lo que ve es que cada vez acceden más personas procedentes de distintas clases sociales, y que hay más mujeres que hombres. En definitiva, hay una variedad que refleja bastante la de la sociedad. Incluso, frente a la alegación de que muchos jueces están afiliados a asociaciones profesionales conservadoras, la verdad es que más de la mitad de los jueces no pertenecen a ninguna asociación, y las que hay son de diversas tendencias. Por lo tanto, hay mucho más pluralismo entre los jueces de lo que se dice. No mezclemos, pues, el ataque político, que primero fue más por causas ideológicas y que ahora es a la defensiva respecto a todos los casos de corrupción que se están investigando, con la supuesta posición política de los jueces.
Hay otro asunto importante en las críticas que se han hecho a esta reforma, y es el nombramiento del fiscal general del Estado, un cargo que designa el gobierno, por un período de cinco años. Esto podría hacer que un gobierno saliente nombrara al fiscal en el último momento y que luego ese fiscal, al permanecer en el cargo en la siguiente legislatura, pudiera favorecer al gobierno anterior en la instrucción de casos de corrupción. Teniendo además en cuenta que la reforma hace depender del fiscal esas investigaciones y no de la UCO como hasta ahora.
Son dos cosas distintas. Respecto a la duración del cargo de fiscal general, es cierto que la Comisión de Venecia y otros organismos del Consejo de Europa, como el GRECO, que es el grupo anticorrupción, y también la Comisión Europea en los informes sobre el Estado de Derecho que emite cada año a primeros de julio, piden que se desvincule el mandato del fiscal general del de la legislatura. La idea, por lo tanto, es buena, porque apunta a independizar el órgano respecto del gobierno; lo que pasa es que, aplicada a España ahora, puede conducir a la distorsión que usted menciona. Si se amplía a cinco años el mandato del fiscal general, podríamos tener un fiscal puesto por el actual gobierno para intentar mantener los intereses judiciales de ese gobierno en el caso hipotético de que se diera la alternancia política. Ese es un asunto difícil, porque una cosa es la coyuntura, la utilización que se pueda hacer del sistema en un momento dado, y la otra es que es positivo como principio que haya un mandato independiente del mandato del gobierno, como lo hay en los magistrados del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, porque de esta manera se genera una dinámica en la que no es automática la correspondencia entre mayorías políticas y esas autoridades, que en principio actúan como contrapoderes o al menos como un órgano autónomo, en el caso de la fiscalía. En cuanto al segundo aspecto al que usted aludía, la dependencia del gobierno agrava la situación cuando la reforma quiere atribuir a los fiscales la instrucción de los casos. Hay muchos países en los que la instrucción penal la hacen los fiscales. El problema no es este, el problema es que, si la instrucción, que ahora está a cargo de los jueces, pasa a depender de la fiscalía, que constituye un órgano jerarquizado y que no es independiente, eso podría llevar a unas investigaciones orientadas hacia determinados intereses políticos.
En esos otros países a los que usted se refiere, ¿los fiscales también los nombra el gobierno? Porque me parece que este es el punto clave.
En eso hay una mayor variedad de situaciones que respecto al órgano de gobierno de los jueces. Lo que pasa es que, más allá de quien nombra, lo importante es la cultura política del país y la forma de ejercicio de la facultad. En Inglaterra o Canadá, los nombramientos, sean de jueces, sean de fiscales, dependen del gobierno. Pero de ello se encargan unas comisiones de selección formadas por funcionarios que valoran a los candidatos de acuerdo con criterios técnicos, y en la decisión no hay una influencia política manifiesta.
El problema en España no se reduce al fiscal general; el mismo presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde Pumpido, también es afín al gobierno. A mí esto me parece muy grave.
Lo grave no es que sea más o menos afín al gobierno, sino que actúe como longa manus de este, sin guardar ni la apariencia de neutralidad y de respeto a lo que es la institución que representa. La ley orgánica del Tribunal Constitucional es del año 1979, y con esa misma ley, con pocos cambios durante todo este tiempo, tuvimos un primer Tribunal Constitucional muy bueno. Como todo tribunal, puede emitir sentencias discutibles, como la de Rumasa, pero si miramos quiénes fueron los primeros magistrados, quién fue el primer presidente, Manuel García-Pelayo, un eminente constitucionalista, los cuales fueron nombrados por los mismos órganos que ahora lo hacen nos damos cuenta de que los candidatos que se eligieron eran realmente juristas de reconocido prestigio y supieron independizarse rápidamente de quienes les habían propuesto, tuviesen el color político que tuviesen, y por eso han dejado un buen recuerdo.
Es decir, no es que el sistema de elección de jueces y magistrados haga inviable la independencia judicial, sino que estamos ante una corrupción del sistema.
Sí, eso es lo que quiero señalar, que estando en vigor la misma ley hubo un momento, sobre todo a partir de los años noventa, en el que los partidos políticos empezaron a asumir cada vez más poder, en lo que se conoce como Estado de partidos, y han acabado por colonizar los órganos independientes, y en el caso que nos ocupa, el Tribunal Constitucional. Y esto no ocurre principalmente por el diseño normativo, aunque a la vista de los efectos de politización reiterada que produce, habría que plantearse alguna reforma. Ocurre sobre todo por dos factores relacionados con la actuación de los actores implicados: uno, porque los partidos ya no buscan juristas que, aunque cercanos, sean buenos juristas, sino juristas de absoluta confianza que actúen como correa de transmisión de lo que quiera el partido. Y dos, la regla de las tres quintas partes de los diputados que se requieren para la elección en la práctica implica una negociación en la que unos aportan a unos, los otros aportan a otros, pero con derecho a veto, por decirlo así, de los más radicales y menos prestigiosos de un lado y del otro. Ahora el pacto consiste en el reparto de los que toca a cada uno sin veto mutuo, y por lo tanto el compromiso es el de votar a los que propone el otro, sin más cuestionamiento de la idoneidad de los candidatos. Ahora bien, también hay una responsabilidad de los magistrados elegidos y del propio Tribunal. Ellos deberían ser los primeros interesados en preservar el prestigio de la institución, como ha apuntado Patricia Rodríguez Patrón. En cambio, el magistrado elegido no siempre tiene una percepción de sí mismo adecuada a lo que debe ser un magistrado constitucional, porque, teniendo por delante un mandato de nueve años, podría decir «yo soy independiente y debo parecerlo». Si repasamos la historia del Tribunal Constitucional, vemos que hay magistrados que se han tomado en serio su función. Ha habido magistrados nombrados por el poder político, pero que una vez en el tribunal han actuado según lo que han considerado adecuado en cada caso sin poder ser encasillados como progresistas o conservadores a priori. Encarna Roca, por ejemplo, catedrática de Derecho Civil de la UB y después magistrada de la Sala civil del Tribunal Supremo, fue nombrada por el Congreso de los Diputados, y al catedrático de Derecho Constitucional Manuel Aragón lo nombró el gobierno de Zapatero. Andrés Ollero, catedrático de filosofía del Derecho, que había sido diputado del Partido Popular, redactó una sentencia muy dura contra su excompañero de partido Cristóbal Montoro en relación con la reforma tributaria.
Es lo que se espera, que un juez se limite a interpretar la ley y a aplicarla sin ningún sesgo político.
Sí, pero los jueces constitucionales tienen una función de defensa de la Constitución, que no se limita a interpretar la ley, sino que les corresponde juzgar si la ley se adecúa a la Constitución, y aquí claro que hay unos márgenes, pero una cosa es que haya espacio para la interpretación jurídica y otra que la sentencia sirva incluso para apuntalar la decisión política y hacerla aún más radical, que es lo que hacen los actuales magistrados del Tribunal Constitucional en alguna sentencia.
Lo que significa convertirlo en un segundo Tribunal Supremo por encima del Supremo.
Es convertirlo en un poder constituyente con más poder que un Parlamento porque puede petrificar una decisión política. Esto es lo que pasa, por ejemplo, con la sentencia sobre ley del aborto de 2023. El Tribunal Constitucional dice que esta ley es plenamente constitucional y añade que el aborto es un derecho fundamental, lo cual no está en la Constitución se mire como se mire, y solo a través de una reforma de esta se podría lograr. La Constitución protege el derecho a la vida. Y al decir que el aborto es un derecho fundamental establece que es irreversible para el legislador; por lo tanto una futura mayoría no podría cambiar la ley, salvo caso de cambio motivado de jurisprudencia, lo que ha sucedido últimamente en casos relevantes, pero sin gran justificación por parte del Tribunal, como ha puesto en evidencia Fernando Simón. Aquí se advierte un cambio respecto al modo de proceder en la sentencia sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo del año 2012: se dice que la ley es una opción constitucionalmente legítima pero sin cerrar el paso a que una futura mayoría parlamentaria pudiera tomar otra decisión al respecto. Es decir, que una ley sea constitucional no significa que sea la única opción constitucionalmente legítima. Este proceder denota una forma de comportamiento más política que judicial. Lo contrario de lo que hizo el Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso Dobbs: los Estados y los electores pueden decidir sobre el particular.
Para terminar, ¿cree que todo lo que estamos viendo nos conduce a un cuestionamiento de la independencia judicial? Estoy pensando en particular en la orden de procesamiento del fiscal general del Estado que ha llevado a cabo el juez Ángel Hurtado por un presunto delito de revelación de secretos y en las acusaciones de prevaricación que esta decisión ha puesto en boca de algunos ministros. Que un ciudadano común desconfíe de la honestidad de un juez no tiene mayor importancia, pero que lo haga públicamente un miembro del gobierno es algo que no se había visto nunca.
Todo juez, todo poder se puede equivocar en sus resoluciones, y es lícito criticarlo, pero lo que se desliza por debajo de la apariencia de que se está criticando una concreta actuación judicial es que en el fondo lo que se ataca es la función misma de los jueces y su independencia como poder del Estado: esta es la cuestión. Del mismo modo, cuando en Cataluña algunos criticaban las sentencias del Tribunal Constitucional durante el Procés, no es que criticaran una sentencia concreta, sino que estaban poniendo en tela de juicio la institución, y que un tribunal pudiese cuestionar jurídicamente la voluntad del Parlament o del pueblo de Cataluña. Cuando se da este salto, se confunde a la ciudadanía: una democracia bien establecida necesita un poder judicial independiente y no basta la voluntad de la mayoría. Que un gobernante actúe de este modo, aparte del efecto deseducativo que tiene hacia la ciudadanía, es peligroso porque parece que desconoce las primeras reglas que tiene que saber sobre su ámbito de actuación y sus límites en un Estado democrático de Derecho. Sin embargo, tiendo a pensar que sí lo saben; lo que pasa es que realmente prefieren una concepción populista de la democracia.