El Renacimiento representó para Nietzsche un momento excepcional en la vida europea. Fue una época que afirmó el cuerpo, el arte, el genio individual, en la que el ser humano se reconcilió con su vitalidad, su voluntad de poder y su capacidad de crear belleza y dar forma al mundo. Figuras como César Borgia —a quien menciona en El Anticristo (1895) como un modelo de superhombre opuesto a Jesús—, Maquiavelo o Leonardo da Vinci —que encarnan para él la máxima representación del buen gobernante y del artista creador— son ejemplos paradigmáticos de hombres que actúan desde su potencia vital y no desde la sumisión existencial que imponen la moral y el deber. Pero el impulso histórico del Renacimiento se trunca cuando Europa emprende —según Nietzsche— un camino de domesticación del alma occidental. La Reforma protestante radicaliza la moral cristiana y sustituye muchas de las formas afirmativas del catolicismo por otras más serviles y dóciles. También Nietzsche reprocha a Kant su idea de que el deber debe cumplirse por deber mismo y no por inclinación o deseo, sin alegría ni afirmación de los instintos. Y ve asimismo en el cientificismo un cuerpo de conocimiento que ha convertido el mundo en un mecanismo frío, sin misterio ni capacidad de trascendencia. Ese esplendor histórico que tanto admiraba cae en saco roto. Y en su lugar Europa termina poblada de lo que él llama el «último hombre»: un individuo que ha perdido el impulso trágico, la voluntad de riesgo, la tensión creadora; alguien que no crea valores sino que se limita a resentirse ante la fuerza, la belleza y la distinción. Un hombre que ve en la debilidad, la humildad y la compasión signos inequívocos de la bondad; que iguala siempre por debajo y siente la diferencia como un insulto.
Su crítica a la moral de la época es feroz. En la Genealogía de la moral (1887) plantea que lo bueno no es intrínsecamente bueno, más bien es una construcción histórica, y como tal depende del contexto en que germina. Señala que en la moral tradicional —cristiana, kantiana, humanista— el bien es algo que emana de la piedad, la compasión, la humildad, el altruismo, la obediencia, y sin embargo, en su origen, la palabra «bueno» significaba noble, poderoso, aristocrático; no era lo que beneficiaba a todos, sino lo que definía a los que tienen poder y salud vital. Esta excavación de los valores le permite plantear su famosa distinción entre moral de señores y moral de esclavos, y termina concluyendo que el cristianismo representa la victoria de la moral de los últimos: eleva el sufrimiento, la debilidad, la pobreza y el sometimiento a la categoría de virtudes, no porque sean valiosas por sí mismas, sino porque representan una forma de venganza simbólica del débil contra el fuerte. Esta operación cultural ha moldeado el humanismo moderno y, con el tiempo, buena parte de las ideologías igualitarias del mundo contemporáneo, que consisten primordialmente en hacer del dolor un pedestal y de la potencia una amenaza. Céline escribiría unas décadas más tarde, en el Viaje al fin de la noche (1932): «El dolor se exhibe, mientras que el placer y la necesidad dan vergüenza», y no podemos decir que casi cien años después la sentencia haya dejado de ser cierta. Las causas políticas y culturales de nuestro tiempo siguen derivando, tal vez más que nunca, su autoridad moral del sufrimiento: las razas y naciones oprimidas, el cuerpo no normativo, la identidad marginada, los traumas heredados. Hemos encumbrado la debilidad, santificado al débil con tanto énfasis que la justicia ha quedado en segundo plano: importa más la exaltación del dolor expresado. La víctima es una figura sagrada y el agresor una categoría estructural. Quien sufre, tiene razón, y quien no sufre, debe callar, disculparse o ceder. Observamos cómo los traumas colectivos otorgan legitimidad a ciertas causas políticas no por su racionalidad, sino por su carga emocional, e incluso el lenguaje actual filtra esta naturaleza reactiva en términos como «espacios seguros», «microagresiones», «curas» u «opresión estructural», que desplazan el foco de la acción responsable hacia el dolor percibido. Autores contemporáneos como Finkielkraut hablan del ideal igualitario de nuestros tiempos y de cómo cualquier atisbo de jerarquía debe ser evitado, ya sea para juzgar acciones humanas u obras artísticas. Sloterdijk, por su parte, también denuncia el surgimiento de una nueva sensibilidad que promueve la horizontalidad moral absoluta, donde la vulnerabilidad se convierte en virtud y la queja en herramienta política. En definitiva, las democracias modernas han generado un entorno donde la mediocridad se presenta como inclusión y el resentimiento como justicia; donde el sufrimiento, la exclusión o la vulnerabilidad no solo reclaman una razonable protección, sino autoridad moral. El conjunto constituye un rechazo frontal de la verticalidad, de la excelencia cultivada, y a la postre es indistinguible, la mayoría de las veces, de un sentimentalismo que convierte toda diferencia en discriminación y toda superioridad en agresión.
Este es el contexto donde aparecen figuras como Donald Trump o Elon Musk, que se presentan como una reacción contra esa cultura de la sensibilidad encendida que es lo woke. De seguro habrá quienes vean en ellos expresiones contemporáneas de una voluntad de poder afirmativa, pero, aunque tal vez posean algún rasgo de nobleza, es verdaderamente difícil encontrarlo detrás de tanto ruido, vulgaridad, teatralidad y narcisismo. La suya es una reacción disfrazada, una caricatura producto del orden moral vigente, y no una superación del mismo. Y aún así, parece evidente que necesitamos algo que nos impulse a trascender esta sacralización de la debilidad. Porque, hoy, las causas nacidas de la necesidad real de justicia —feminismo, antirracismo, anticolonialismo, derechos de las minorías sexuales, etc.— han sido absorbidas por una lógica emocional que, en detrimento de ellas mismas, sustituye el pensamiento por la denuncia y el análisis por la indignación; han sido absorbidas por una cultura moral que no invita a pensar, sino a arrodillarse, donde el cuestionamiento del dogma es complicidad con el agresor o simplemente negacionismo, y donde se renuncia al poder de transformación a cambio de administrar el daño como si fuera capital simbólico. Hemos terminado con un sistema moral que, en última instancia, sirve para poco más que para exhibir su supuesta virtud. No está al servicio del otro, sino al servicio de una autoimagen donde uno se siente bueno por el mero hecho de empatizar con el débil, de compadecerlo no para curarlo, sino para canonizar su sufrimiento como identidad. Esto es algo que Camus ya advirtió en El hombre rebelde (1951): cuando el sufrimiento deja de ser experiencia para convertirse en dogma, se vuelve una herramienta de dominación. Y así es como hemos acabado con una infraestructura afectiva que atraviesa nuestras instituciones, universidades, plataformas y medios. El dolor se ha convertido en pasaporte para participar del discurso público, mientras que la excelencia, la ironía, la ambigüedad, incluso el juego, son cada vez más percibidos como amenazas morales. Sin embargo, en la cultura griega clásica —apunta Nietzsche en El nacimiento de la tragedia (1872)— el sufrimiento no era una excusa ni una fuente de autoridad moral: era una dimensión constitutiva de lo humano. La tragedia griega mostraba que incluso los más nobles y poderosos caen, no porque sean víctimas de un sistema, sino porque el mundo está atravesado por fuerzas que desbordan nuestra voluntad. El sufrimiento, allí, tenía un sentido personal, no reivindicativo. En cambio, la cultura contemporánea ha transmutado el dolor en argumento, en reclamo. Si antes el sufrimiento revelaba la fragilidad de la condición humana, ahora legitima demandas políticas o identitarias. Ya no es una vía de conocimiento, sino una palanca de poder.
En este panorama, el desafío no es elegir entre el sentimentalismo dominante y la caricatura del poder sin freno. El desafío es reconstruir un ideal de grandeza que no niegue el dolor, pero que tampoco lo glorifique; reencontrar una forma de vivir a la altura de nuestro potencial, sin resentimiento y sin victimismo. La cultura europea debe ser capaz de aspirar a lo alto sin ser sospechosa de elitismo, arrogancia o dominación encubierta, y las causas políticas de nuestro tiempo deberían ser capaces también de elevar su exigencia, de reactivar su afán de excelencia. De lo contrario, parece que la única forma moralmente aceptable de destacar hoy sea desde la exhibición del dolor.
Ilustración: Tres jinetes (incluyendo a Nietzsche). Grabado de Aat Verhoog. Via look and learn.