Ciencia, Destacado

La gravitación técnica

El ser humano es curioso por naturaleza. Desde el principio de nuestra existencia levantamos la cabeza hacia el cielo en busca de respuestas en un cosmos repleto de pequeñas luces. Estos faros en la oscuridad se analizaban antiguamente con la vista en busca de ciertos patrones que pudiesen dar lugar a alguna señal divina. No fue hasta el año 1609, en plena Revolución Científica, cuando se construyó el primer telescopio para mirar el firmamento con mayor profundidad, revolucionando completamente la astronomía. Desde entonces se han hecho innumerables avances tecnológicos y descubierto infinidad de cuerpos celestes, pero el principio sigue siendo el mismo. En Las olas del espacio-tiempo: la revolución de las ondas gravitatorias, Matteo Barsuglia narra el descubrimiento de las ondas gravitatorias, desde su predicción teórica hasta su reciente descubrimiento, compartiendo sus vivencias científicas en el laboratorio Virgo, uno de los laboratorios pioneros en la detección de ondas gravitatorias. Así describe Barsuglia el instante que cambió la historia de la física:

En medio de la algabardía del planeta, los dos detectores LIGO en Estados Unidos registraron una variación de una trillonésima de metro en la distancia entre dos espejos situados a cuatro kilómetros uno de otro. Un gorjeo que es prueba inequívoca de los últimos instantes anteriores a la fusión de dos agujeros negros que giran a mitad de la velocidad de la luz.

En el siglo XVII, los científicos John Michell y Pierre-Simon de Laplace teorizaron sobre la posible existencia de un cuerpo tan compacto que impidiese a la luz escapar de su fuerza gravitatoria. Estos objetos, bautizados posteriormente como agujeros negros, constituyen el estado final de estrellas supermasivas, estrellas en las que el colapso gravitacional supera a la fuerza de repulsión atómica. Entre 1915 y 1916 los agujeros negros fueron teorizados matemáticamente a partir de las ecuaciones predichas por Albert Einstein en su teoría de la relatividad general. En esta, los agujeros negros representan singularidades del espacio-tiempo; puntos con curvatura infinita debida a la alta gravedad que ejerce la enorme masa compactificada en un espacio muy reducido.

A raíz de la publicación de su teoría, Einstein predijo la propagación de la curvatura del espacio-tiempo en forma de ondas gravitatorias. Estas ondas se generan cuando una distribución asimétrica de la masa de un cuerpo se mueve, produciendo una vibración del espacio-tiempo que se propaga a la velocidad de la luz. Las ondas gravitatorias, a diferencia de los otros tipos de ondas en física, son ínfimas; para que las ondas gravitatorias sean perceptibles en la Tierra es necesario un objeto muy compacto, como dos  agujeros negros al fusionarse, que se mueva a velocidades muy altas. Sin embargo, las ondas gravitatorias tienen la ventaja que al propagarse casi no interaccionan con la materia lo que permite estudiar las propiedades de los objetos que las emiten con mayor fiabilidad.

Usando los métodos de astronomía tradicionales que había hasta finales del siglo XX era casi imposible detectar de forma directa la presencia de un agujero negro. Sin embargo, sí que era posible inferir su existencia de forma indirecta a través del seguimiento de la órbita y de la radiación de ciertas estrellas suficientemente masivas alrededor de «un punto oscuro» del cosmos. En 1971, el satélite Uhuru de la NASA detectó la radiación emitida por una estrella cuando su compañera binaria era engullida por un agujero negro. Las observaciones y los cálculos realizados determinaban que el objeto que engullía a la estrella debía de ser muy pequeño y con mucha masa, lo que concordaba con las predicciones sobre agujeros negros. La demostración indirecta de la existencia de agujeros negros sirvió para allanar y señalar el camino a seguir para una posible futura demostración directa.

Como señala Barsuglia al describir el impacto del descubrimiento de Taylor, Hulse y Weisberg:

[Ellos] demostraron la existencia de ondas gravitatorias. Nadie había visto pasar una onda, pero la concordancia entre los datos (la disminución del período del púlsar) y la teoría (la relatividad general) era tan grande que a partir del púlsar PSR1916+13 las ondas gravitatorias abandonaron el limbo de la especulación y se convirtieron en hechos. Las ondas gravitatorias existían. Solo faltaba observarlas directamente aquí en la Tierra, con una máquina directamente sensible a la deformación del espacio-tiempo.

Los científicos que asistieron al congreso de Chapel Hill de 1957 concluyeron que, a través del intercambio de calor, la interacción de una onda gravitatoria con la materia era detectable con instrumentos de medición suficientemente precisos. Como documenta Barsuglia, la construcción de un detector de ondas gravitatorias es una tarea titánica. Los observatorios construidos en Estados Unidos e Italia, LIGO y Virgo respectivamente, son instrumentos ópticos emplazados bajo tierra que analizan los patrones de interferencia de dos haces de luz al recorrer un circuito formado por espejos. Para que estos interferómetros detecten el pequeño desfase en los haces de luz producido por el paso de la onda gravitatoria es necesario reducir completamente el ruido del entorno que pueda afectar al detector. Por ejemplo, para reducir el ruido sísmico que hay en las diferentes capas de la Tierra, los detectores LIGO y Virgo están formados por espejos suspendidos en forma de péndulo con hilos de acero.

A diferencia de los telescopios tradicionales, los detectores de ondas gravitatorias capturan las señales que provienen de todas las direcciones del cosmos al mismo tiempo. Sin embargo, son necesarios más de dos detectores para poder triangular la señal y precisar la localización de una fuente en el cosmos. En una fusión académica sin precedentes, los observatorios LIGO y Virgo, conjuntamente con el observatorio situado en Hanford, acordaron en el año 2007 trabajar y publicar los resultados de forma conjunta. Esta alianza permitió detectar el 14 de septiembre de 2015, después de muchas mejoras en todos los detectores, la primera pareja de agujeros negros, capturando las ondas gravitatorias producidas al fusionarse estos y abriendo así por primera vez una nueva ventana hacia el cosmos.

Barsuglia relata este momento con una mezcla de precisión científica y evocación literaria, subrayando el contraste entre la rutina cotidiana y el acontecimiento histórico:

En lo que concierne a nuestra historia, el enemigo apareció el lunes 14 de septiembre de 2015. La semana había comenzado muy tranquila. En París, la temperatura aún era veraniega, pero se sentía ya la llegada del otoño. A las 11:50, hora de París, los dos detectores LIGO registraron una señal. Primero fue Livingston en Luisiana, seguido de Hanford siete milisegundos más tarde. Por espacio de un tercio de segundo la onda hizo vibrar un attómetro el espacio entre los espejos de LIGO.

Las ondas gravitatorias sirven como complemento a las ondas electromagnéticas detectadas por los telescopios convencionales, permitiendo una búsqueda a doble banda del cosmos. Barsuglia vaticina que los avances que se esperan a partir de los detectores de ondas gravitatorias son varios: desde parejas de agujeros negros exóticas hasta fusiones de estrellas de neutrones, pasando por la corrección de posibles errores en la teoría actual que clasifica a los astros más compactos del cosmos. Lo que está claro es que estos detectores de ondas son una pieza clave del futuro de la astronomía y de la ciencia, permitiendo corroborar experimentalmente teorías extremadamente complejas que necesitan cada vez de una mayor precisión.

Sin embargo, en los pasillos de los laboratorios científicos, la pregunta por el ser, por el origen, por ese porqué que tanto se usa en la infancia parece haber sido archivada. En la ciencia contemporánea ya no se busca el sentido, sino la técnica; ya no importa tanto el porqué, sino el cómo. ¿Cómo medir con mayor precisión? ¿Cómo aislar el ruido sísmico? ¿Cómo ajustar la sensibilidad del detector? El científico se ha visto reducido a un esclavo de los datos, un operario del algoritmo, un técnico hiperespecializado cuya mirada no alcanza más allá de su campo de investigación. La especialización, que al principio actuó como una herramienta de precisión, ha terminado convirtiéndose en una cárcel de conocimiento específico. Como advirtió Ortega y Gasset, el científico actual es el prototipo del hombre-masa: aquel que está satisfecho de conocer solamente una pequeña porción de una ciencia determinada.

Al científico moderno se le impone, además, la maquinaria burocrática en la que se ha convertido la industria científica actual, completamente enfocada en publicar y en obtener financiación. La urgencia del paper, la tiranía del índice de impacto, ha transformado la ciencia en un sistema de producción en serie. En su pequeña área de especialización, el científico gira en una espiral frenética que lo aleja, cada vez más, de la original búsqueda del saber.

Incluso en la alianza forjada en la unión de los detectores LIGO y Virgo, que representa un fiel espejo de la ciencia moderna, basada en una (incesante) colaboración a distancias muy largas entre científicos de todo el mundo, persiste un vacío. Un vacío formado por la tecnificación de la sociedad, por la presión de la globalización, que no se llena con un mayor número de publicaciones ni con más financiación. Porque, aunque la ciencia logre detectar las vibraciones más ínfimas del espacio-tiempo, parece ser que no consigue apreciar el temblor esencial de las preguntas que nos constituyen: ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? 

Y si bien la ciencia contemporánea ha aprendido a mirar casi infinitamente lejos, parece ser que ha olvidado mirar hondo hacia adentro. Con sus detectores enterrados bajo tierra y sus antenas orientadas a las estrellas, ha descuidado lo que ocurre en su propio sótano: el agotamiento del pensamiento crítico y la pérdida del alma exploradora. Frente a la complejidad del universo, la civilización responde con una especialización que fragmenta el mundo en piezas, áreas de conocimiento, pero no se detiene a preguntarse por el todo que las une.

Aun así, todavía persiste una luz. Una tenue vibración que nos recuerda que la curiosidad no ha muerto del todo, que el asombro puede resistir incluso bajo capas de burocracia. Quizá sea hora de levantar de nuevo la cabeza al cielo. Pero esta vez no sólo con telescopios, ni con detectores enterrados en un silencio sepulcral, sino con grandes preguntas que posiblemente no tengan una respuesta. Preguntas que, como en la infancia, no buscan ser resueltas, sino más bien vividas.


Ilustración: Ondas gravitacionales de una colisión de estrellas de neutrones dentro de la galaxia NGC 4993, situada a una distancia de 130 millones de años luz. Imagen del Telescopio Espacial Hubble. Via Creative Commons.