«No me extraña que digan que no vivo en contacto con estos tiempos. ¿Quién demonios quiere vivir en contacto con ellos?» Billy Wilder, entrevista en New York Magazine, 1976
Cuando el genial Billy Wilder dio la lapidaria opinión del epígrafe, pronto hará medio siglo, ya había empezado a producirse el lento y sostenido proceso de erosión de la civilidad que es el tema de este artículo. Entiendo por civilidad no solo el conjunto de formas de la urbanidad, sino también una red o tejido de códigos destinados a facilitar y regular los intercambios entre individuos en sociedad, su manera de «vivir en contacto» unos con otros. El ámbito común en el que se tejen (y destejen) esos códigos es lo que los griegos designaron con la palabra polis y Hannah Arendt analizó, en La condición humana, con el nombre de espacio o ámbito público. El tamaño o alcance de este espacio, su importancia en la vida de los individuos, no es algo fijo e inalterable. Especial aporte de Arendt a la comprensión del fenómeno del totalitarismo consistió precisamente en observar cómo los dos totalitarismos del siglo XX conllevaron la destrucción del ámbito privado (no solo la familia, también las relaciones sociales) mediante la imposición de su volcamiento y dilución en el ámbito público.
Pero así como lo público puede fagocitar lo privado, también lo privado puede colonizar lo público y reducirlo a mero apéndice. De signo contrario al que con tanta acuidad analizó Arendt, el fenómeno de la erosión de la civilidad ⎯o del ámbito público, si se prefiere⎯ ha avanzado de tal manera en las últimas décadas, que hoy lo público parece existir y tener sentido únicamente en tanto réplica o reflejo de lo privado. ¿Que esto puede parecer exagerado? Pasaremos veloz revista a algunos ejemplos de lo que en otros tiempos fueron pilares de lo público, para que se vea hasta qué punto lo que avanzo aquí no es fruto de la mera aplicación mecánica de ese «demonio de la simetría» que es uno de los reproches que se le han hecho a Arendt, y que bien es cierto que es, por lo general, la mascota preferida de los intelectuales. Dejaré para lo último el principal pilar de lo público atacado por la carcoma de lo privado: la política.
Veamos. El predominio de unas redes sociales enteramente basadas en la doxa, la divulgación de opiniones y posturas gregarias, ha acabado neutralizando el alcance y la influencia de aquel espléndido sucedáneo de polis que fue, durante más de dos siglos, la prensa y el periodismo. La auctoritas de la Universidad, que desde la Edad Media sirvió en Occidente de fomento y guía al ejercicio del pensamiento y el desarrollo del conocimiento en todos los ámbitos, es hoy un fantasma incapaz, no ya de recorrer el mundo como el espectro aquel que según Marx recorría Europa, sino de hilvanar un discurso que guarde, extramuros de la Academia, algún tipo de relación significativa con la realidad circundante. Los productos de la cultura de masas, tan influyentes desde el siglo XIX en la divulgación de ideas comunes y hasta prejuicios (o de eso que, pace Dawkins, ahora llamamos memes), han abandonado, diríase que definitivamente, la ambición de hacer lo que mejor sabían sin renunciar a la inteligencia, la ironía y el humor, hoy poco menos que formas de lo demoníaco para los ignaros neopuritanos que extienden sus conjuros woke a todos los rincones de la vida cultural, desde las editoriales de libros hasta las productoras de cine. Basta con echarse a la cara lo más granado del llamado cine indie, con su empalagosa mezcla de buenos sentimientos y activismo izquierdoso, o, en registro masivo y popular, las series de televisión más sonadas, aun las más sofisticadas dentro de cualquier género, desde The Sopranos y Breaking Bad hasta The Crown. Lo que tienen en común todos estos productos ⎯y otros de menos enjundia, como las series procedimentales, policiales o detectivescas, a la manera de las franquicias CSI, FBI, NCIS, etc.⎯ es un mismo tema de fondo, subyacente a la anécdota narrativa que superficialmente desarrollan. Ese tema es la familia. Un tema cuya operatividad es clave en la elaboración del mensaje que se pretende transmitir a través de unas tramas más o menos elaboradas. En resumidas cuentas, el mensaje es: las acciones de los personajes, incluso cuando son delictivas o moralmente dudosas, no son reprochables o punibles, siempre que respondan a imperativos familiares, desde la protección de la integridad física de sus miembros hasta la de cualidades intangibles como la reputación o el honor. En otras palabras, lo que se sostiene es que lo que sucede en el mundo siempre está sujeto a interpretaciones subjetivas, de las cuales solo las que arraigan en motivos familiares son fundacionales de verdades no relativas.
John Huston lo dijo mucho mejor ⎯y sin retórica intelectualoide⎯ cuando explicó por carta a Jack Nicholson los resortes del personaje de mafioso que debía interpretar en El honor de los Prizzi (1985): «Decías en nuestra conversación del otro día que [la película] es esencialmente una historia sobre la codicia. Es así, en efecto, pero esa codicia avanza enarbolando el estandarte del honor: todo lo que sea bueno para la familia desde el punto de vista material es moralmente justificable según los Prizzi. Este es un rasgo que bien podría describir a la sociedad en general en el momento actual». (El énfasis es mío.) El director de El halcón maltés y The Misfits vio lo que probablemente también hizo reaccionar con brusquedad a Wilder: que «la sociedad en general», en «estos tiempos» funciona como una familia mafiosa.
Una observación que parece razonable y, lo que es mejor, demostrable. Edward C. Banfield, en un estudio a la vez seminal y tachado de conservador y reaccionario por académicos de izquierda, elaboró una original tesis para dar cuenta del atraso económico de un determinado tipo de sociedades. Tras estudiar in situ el comportamiento social de los habitantes de un pueblito de la región italiana de Basilicata después de la II Guerra, este sociólogo estadounidense resumía de la siguiente manera la hipótesis central de su trabajo de campo, publicado en 1956 con el título The Moral Basis of a Backward Society: «Los (habitantes del pueblo) actúan como si siguieran esta regla: maximizar la ventaja material a corto plazo de la familia nuclear; suponer que todos los demás harán lo mismo. Aquel cuyo comportamiento se ajusta a esta regla es considerado un “familista amoral”». El mismo Banfield reconocía que «el término es incómodo y algo impreciso (quien sigue la regla carece de moralidad solo en relación con personas ajenas a la familia; en relación con los miembros de la familia, aplica normas de lo correcto y lo incorrecto)», pero lo que le interesaba sobre todo era avanzar la tesis de que el «familismo amoral es un obstáculo para la organización y el desarrollo económico y de cualquier otro tipo». Citando numerosos ejemplos espigados entre los comportamientos de los habitantes del pueblo, Banfield llegaba siempre a la misma conclusión. Por un lado, el familista amoral considera que lo que sucede en el ámbito público escapa a su voluntad y que su capacidad de actuar se reduce exclusivamente al ámbito privado; por el otro, en una sociedad de familistas amorales, la ley es ignorada cuando no hay razón para temer el castigo.
El familismo amoral diagnosticado por Banfield es la consecuencia de una sociedad en la que ámbito público y esfera privada se mueven en órbitas tan distintas y lejanas como las de dos planetas. Es responsable de un tipo de comportamiento que se convierte en norma, sobre todo allí donde el modo de ejercicio del poder político es autoritario o dictatorial. Tal fue el caso, por ejemplo, de la España del franquismo, al menos hasta el inicio del desarrollismo y la liberalización controlada de la economía en los años sesenta. El adagio atribuido a Franco ⎯«Haga como yo, no se meta en política»⎯ resume a la perfección el ethos del familista amoral.
Pero el imperio de lo privado en lo público responde a otra lógica, para la cual distinguir entre lo propio de la política y lo que no le corresponde a la política regular deja de ser necesario. Más aún, se trata de una lógica que otorga la condición de política a cualquier tipo de acción, aun la que deriva del ejercicio de una desenfrenada subjetividad privada (trollear en redes sociales, llamar a cancelar a un profesor universitario, censurar la publicación de un libro o la producción de una película porque no milita en favor de determinadas posturas). Cuando esto sucede ⎯y es, de hecho, lo que hoy sucede globalmente⎯ puede decirse que la distinción entre privado y público ha dejado de tener sentido. Las consecuencias están a la vista, pero son especialmente notables en las viejas democracias liberales occidentales. Porque resulta que la distinción entre lo público y lo privado es fundamental para establecer aquella otra en la que estos sistemas de gobierno se asientan, a saber, la distinción entre ordenamiento jurídico y manifestación de la voluntad de los individuos. O entre la libertad y la ley.
Con claridad premonitoria, hace más de un cuarto de siglo Fareed Zakaria detalló, en «The Rise of Illiberal Democracy», las consecuencias de desvincular democracia y liberalismo constitucional. A este autor debemos la importación al análisis político del término originalmente filosófico de «iliberalismo», y es testimonio de lo inusual del mismo el que el primer traductor al castellano de su artículo, originalmente publicado en Foreign Affairs, no se atreviera a utilizarlo, prefiriendo el más conservador y neutro de «El surgimiento de las democracias no liberales». Sea como sea, el caso es que Zakaria puso el dedo en la llaga: democracia y liberalismo constitucional no solo no van de la mano, sino que la primera perfectamente puede prosperar en ausencia de la segunda. Lo que sucede es que, «como desde 1945, los gobiernos occidentales han incorporado, en su mayor parte, democracia y liberalismo constitucional (…) es difícil imaginar separados a ambos, bajo la forma de democracia no liberal o de autocracia liberal. En realidad, ambas existieron en el pasado y subsisten en el presente». Incluso en Estados Unidos, la nación en la que la unión del liberalismo constitucional y la democracia ha alcanzado su expresión más acabada, comienza a abrirse paso este fenómeno, tanto en las instituciones como en el ejercicio de la política. No solo Trump, también Obama, sacrosanto icono de la izquierda liberal, gobernó a punta de «órdenes ejecutivas» o decretos, como un dictador electo que ignora la separación de poderes.
La voz más clara del liberalismo democrático, cuando esta frase aún no sonaba a oxímoron, fue la de Alexis de Tocqueville. Casi todo lo dicho hasta aquí puede verse resumido en las líneas que copio a continuación, extraídas del apartado «Qué tipo de despotismo han de temer las naciones democráticas», en el volumen II de De la democracia en América (1840). En ellas, un Tocqueville visionario imagina cómo sería el despotismo de un futuro en el que las naciones hubieran abrazado la democracia, sin el correctivo del liberalismo constitucional. Un futuro que se parece al presente en un creciente número de naciones:
Si quiero imaginar con qué nueva apariencia podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de hombres parecidos y de igual condición social que giran sin cesar sobre sí mismos en busca de pequeños y vulgares placeres con los que colman su alma. Cada uno de ellos, apartado de los demás, es como ajeno al destino de los otros; para él sus hijos y sus amigos particulares forman toda la especie humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos, está al lado de ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; no existe sino en sí mismo y para sí mismo, y si bien le queda una familia, puede decirse que ya no tiene patria.
Por encima se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga él solo de garantizar sus placeres y de velar por su suerte. Es un poder absoluto, minucioso, regulativo, previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como éste, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, solo se propone fijarlos irrevocablemente en la infancia (…)
Ilustración: Alexis de Tocqueville en 1848. Retrato de Léon Noël. Dominio público.