Aquellos zares rojos
La hija de Stalin hojeaba libros en la biblioteca pública de Kensington. La observaba un joven bibliotecario, y con él así vimos, varias veces, a la hija de quien había sido el hombre más poderoso del mundo. Luego miraba escaparates de anticuarios, se subía al autobús y desaparecía. Eso era en 1992. Poco después, la prensa sensacionalista descubrió que Svetlana vivía en una casa de beneficencia en el Londres más raído. En sus libros había contado lo que fue ser la mimada del padre, un hombre de inteligencia demoníaca, uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad, convencido de que la solución de todo era la muerte, atracador de bancos en su juventud de activista bolchevique, adorado por las mujeres sin ser muy mujeriego, un tipo aparentemente modesto con la cara marcada por la viruela, capaz de cóleras letales, inmensamente resentido, hipocondríaco, ejecutor de purgas sin fin, tullido del brazo izquierdo, cantor de baladas caucasianas, artífice del terror de masas, nuevo jinete del Apocalipsis que impidió toda libertad y perpetuó la guerra …