«La mano de hierro del destino no es más poderosa que este sometimiento a la tiranía de una sola idea, que este delirio que el pensamiento único engendra en la mente de quienes se le entregan: en estos tiempos la fatalidad es el espíritu de partido, y pocos hombres son lo bastante fuertes como para eludirlo». Madame de Staël
La extrema izquierda y la extrema derecha han hecho siempre cuanto han podido para acabar con el Estado de Derecho. Se empezó a ver en Francia, a finales del XIX, con el estallido del caso Dreyfus. Por su condición de judío, unos y otros celebraron la condena, con pruebas falsas, del desdichado capitán del ejército francés. En 1910, el líder de Action Française, Charles Maurras, y el líder del socialismo revolucionario, Georges Sorel, se felicitaban mutuamente por su decidida oposición al régimen democrático, como documenta Michel Winock en Le siècle des intellectuels. En 1939, el pacto Ribbentrop-Mólotov selló esa comunión de intereses. No es de extrañar que en nuestros días los apoyos, directos o indirectos, a los planes de Putin vengan de los dos extremos. La extrema izquierda es el tonto útil de la extrema derecha y viceversa. Sin embargo, esa conjura de los necios que apunta de nuevo, como ha apuntado siempre, a la destrucción de la democracia, no se muestra únicamente en sus sospechosas coincidencias; de hecho, los mayores beneficios de tal colaboración proceden de la necesidad que tienen unos y otros del juego de reacción y contrarreacción que les justifica: con toda probabilidad, Trump, después de instigar el asalto al Capitolio, no habría llegado otra vez a la presidencia de los Estados Unidos sin la adopción, por parte del Partido Demócrata y de los bastiones progresistas de la universidad, la prensa y la cultura de masas, de esa perfecta insania que primero se llamó ideología de género y que después, habiendo añadido a su arsenal un delirante antirracismo, se conoce como movimiento woke. En España, la contrarreacción es pura fantasía, pero sirve igual: Sánchez perdería buena parte de sus apoyos sin la agitación constante del fantasma de Franco y la demonización de toda la derecha por su indiscutible pretensión ⎯¿qué progresista que se precie puede dudar de tal propósito?⎯ de abrazar el fascismo. El panorama que nos ofrece la política del presente no es muy distinto en los otros países de nuestro entorno, y en la Francia aquejada de melenchonismo y lepenismo no brilla con menos esplendor. Esa necesidad de entender la política como un juego de vencedores y vencidos en el que la verdad, en el mejor de los casos, la define el dominio de la propaganda, y en el peor, la destrucción física del enemigo, nace del espíritu de partido. Por nada se ha asesinado tanto como por el triunfo de una causa política, y ningún asesinato ha gozado de tanta comprensión como el que se justifica en la lucha por unos ideales, pero el mal no llega por sorpresa cuando se desatan las carnicerías; está en la misma raíz de la toma de partido y su desprecio de lo racional y lo empírico como únicas posibilidades de entendimiento entre los hombres.
Hace ya bastante más de doscientos años, Madame de Staël advirtió en De la influencia de las pasiones del tremendo peligro de la ofuscación ideológica, y lo hizo con todo rigor en el capítulo séptimo de esta obra, que tituló «Del espíritu de partido». Cuando alguien se deja imbuir hasta el fanatismo por cualquier clase de creencia política se pierde irremediablemente para la causa de la justicia, la libertad y la honradez. Todo lo que a este respecto observó Madame de Staël durante la Revolución Francesa y que luego puso por escrito durante su exilio sigue siendo útil para comprender la naturaleza de la locura política, que no es otra que el partidismo y sus tarde o temprano inevitables programas de máximos, siempre al margen de toda necesidad, de toda realidad, de todo raciocinio. La manifestación más aparente de esta clase de trastorno es la limitación del lenguaje a la función de autoafirmar al que habla y producir en el que escucha una adhesión emocional ajena a todo discernimiento. Es algo que va mucho más allá de la función conativa que distinguió Jakobson, y me atrevería a decir que su lista de usos del lenguaje no está del todo completa si no le añadimos la función partidista, que consiste en la repetición sistemática de expresiones vacuas, solo destinadas, como la orina de los perros, a marcar los límites de un territorio. Del uso y abuso de esta función, amplificada en nuestro siglo por altavoces nunca imaginados, proceden todas las perversiones de la política: lo que no hace mucho se llamó posverdad, que no es la mentira sino el desprecio arrogante de la verdad; la admisión entusiasta o indiferente, pero admisión al fin, de lo que la razón halla inadmisible; el automatismo con el que los funcionarios de las administraciones promueven leyes y protocolos en aplicación de las disparatadas ocurrencias de académicos fraudulentos… Es esta cadena de producción, que no sería posible sin la función partidista del lenguaje y su consiguiente cancelación del raciocinio, lo que ha acabado por poner las democracias liberales en la situación de zozobra en la que nos encontramos.
Cuando el radicalismo ideológico parecía ya confinado a sectores muy minoritarios con escasa capacidad de influencia, lo hemos visto crecer de nuevo, desde los primeros años del nuevo siglo, en ámbitos educativos y culturales que al principio solo llamaron la atención como excentricidades académicas, pero que después, conforme fueron penetrando en las conciencias de los políticos, acabaron por constituir los fundamentos con los que la nueva izquierda sustituyó todos los andamios ideológicos que el fracaso del comunismo arrastró consigo en su caída. Así, nuestro siglo ha conocido el auge de un nuevo radicalismo político que ha penetrado con saña en todos los espacios de la vida social hasta llegar a dictar las normas de conducta de la vida privada. Se abusa demasiado del término «totalitarismo», pero no hay que olvidar que, como observó Hannah Arendt, la ideología totalitaria se distingue principalmente por su afán de controlar la vida privada de sus ciudadanos, y no se puede ignorar que el germen de este propósito lleva tiempo insinuándose en la mentalidad de la izquierda contemporánea. Era previsible que el nuevo autoritarismo de derechas viera en ese estado de cosas la oportunidad de hacer su agosto, contando con la renuncia de una derecha liberal incapaz de llamar las cosas por su nombre, y era solo cuestión de tiempo que una parte de la sociedad se mostrara dispuesta a vender su alma al diablo para liberarse de tanta sinrazón. Se comprende. Ahora bien, ¿son Donald Trump y su rebaño de absurdos adoradores europeos una alternativa deseable a los desmanes del autoproclamado progresismo? No, sin duda alguna, y visto ya hacia dónde se dirige esa alternativa, solo los muy ingenuos pueden creer que el crecimiento de la oposición obtusa a la estupidez progresista nos puede conducir a nada que nos permita recuperar la sensatez.
En su último libro, Pêcheur de perles, de próxima aparición en español (Pescador de perlas, Alianza editorial), Alain Finkielkraut se pregunta si la ideología woke podrá hundirse algún día ante una «prueba de la verdad» como la que hizo desmoronarse al comunismo con el descubrimiento de los horrores del socialismo real, y si para ello hay que pagar el precio de esa «gran ola de antiintelectualismo» que ya ocupa el poder en Estados Unidos. Si así fuera ⎯concluye⎯, ¿debemos resignarnos a vivir atrapados entre esas dos fuerzas igualmente devastadoras? La posición de Finkielkraut no puede ser más clara a este respecto: la democracia no sobrevivirá si no es capaz de neutralizar las dos amenazas simétricas que la atenazan. Pero, a pesar de su rechazo de todo autoritarismo, Finkielkraut, un soixante-huitard cuyo buen juicio le llevó a comprender las nefastas consecuencias de aquella revolución estudiantil de mayo del 68 sin caer por ello en el deseo de restaurar el orden moral que combatieron los jóvenes de su generación, sufre reiteradamente las embestidas de un progresismo anclado en los mitos del anticapitalismo, la multiculturalidad, la histeria climática, el victimismo identitario y la ideología de género. En un programa de la radio pública francesa de esos en los que llaman humor a la difusión del odio político, al mencionar la presentadora el nombre de Finkielkraut para arrojarlo como pasto a sus tertulianos, uno de ellos exclamó: «¡Dios mío! Adoro las antigüedades, soy un apasionado de la diarrea verbal, soy fan de la degeneración mental!». Para la izquierda, a la que pone los nervios de punta, Finkielkraut es un reaccionario, un nostálgico del antiguo régimen, y el antiguo régimen ya no es, por supuesto, el de los privilegios de la nobleza, sino el de la separación de poderes, las garantías constitucionales y la libre discusión de ideas. Lo es para los dos extremos.
No son pocos los autores que en los últimos años han puesto al descubierto la deriva oscurantista que informa el ideario y las políticas del izquierdismo posmoderno, pero Finkielkraut ya anunció en 1987 con La derrota del pensamiento (1987) la aparición en las democracias liberales de una nueva sociedad de individuos narcisistas, quejumbrosos, caprichosos, irresponsables, susceptibles, ávidos de diversiones banales y siempre dispuestos a exteriorizar en grupo su culto al sentimentalismo. Una sociedad, en definitiva, gozosa de permanecer en la infancia: We are the world, we are thee children. Lo que probablemente nadie podía imaginar a finales de los ochenta es que esos rasgos de carácter tan propios del niño mimado acabarían por constituir un movimiento político y que ese movimiento ocuparía los medios de comunicación, las cátedras y los ministerios. La extensión de esa toma del poder no ha dejado de interesar a Finkielkraut ensayo tras ensayo, y en Pêcheur de perles recorre los espacios en los que ha establecido su dominio: una educación que reniega del aprendizaje («clase magistral era antes un pleonasmo, ahora es un oxímoron») y supedita los resultados académicos a un igualitarismo ortopédico que cierra el paso a la excelencia; una exacerbación de la idea de multiculturalidad que confunde la cultura con el derecho y que, pegada al mito de la marginación social y la lucha de clases e identidades, hace responsable al sistema político incluso de la violencia ejercida por el integrismo islámico; un feminismo que reivindica incansablemente derechos ya reconocidos y culpa de todos los males al hombre blanco, que también es culpable de las oscilaciones del clima, y una negación institucionalizada de las bases biológicas del sexo y sus trágicas consecuencias en la salud mental y física de los adolescentes.
Pêcheur de perles no es, sin embargo, un memorial de lamentaciones. La obra está concebida como un conjunto de reflexiones morales a partir de citas de autores (Paul Valéry, Virginia Woolf, Kundera, Arendt, Levinas, entre otros) que Finkielkraut ha pescado como perlas a lo largo de los años. En ella habla también del amor como moral de perfección, pues ante los amantes y ante esos grandes amigos que raramente se encuentran, «uno quiere mostrarse digno, no decepcionarles, estar a su altura». Habla de la cortesía y el civismo como fundamentos de una sociedad libre, y, en diálogo con Goethe («¿En qué consiste la barbarie si no precisamente en que ignora lo excelente?»), deplora que la belleza haya dejado de ser algo que hay que aprender a apreciar para ser algo que cada uno debe decidir según sus prejuicios. Es lo que llaman «desarrollo del espíritu crítico».
Lo que Finkielkraut ⎯heredero de Madame de Staël, Tocqueville, Aron, Revel y de todos cuantos no se resignaron a claudicar ante la barbarie⎯ se obstina en salvar en cada uno de sus libros no es lo que propone la derecha autoritaria, tan alérgica al pensamiento como su némesis, sino esa identidad europea forjada en la filosofía, la literatura, el arte, la ciencia y el derecho que, al rechazar con su universalismo las supremacías nacionales, garantiza la libertad de todos los ciudadanos; esa superación de todo particularismo que la ignorancia califica de eurocentrista y que en nuestros días se ve de nuevo amenazada por las tenazas del espíritu de partido.
Ilustración: Un genio de la verdad. Caricatura del político alemán Robert Blum. Litografía de Alphons von Boddien (1848). Dominio público.