Desde los albores de la modernidad, no son pocos los pensadores que han intentado trasladar a las ciencias sociales los métodos y las certezas propias de las ciencias naturales, convencidos de que no existía enigma social que no pudiera comprenderse, dominarse y sistematizarse mediante la razón pura. Esta confianza excesiva, similar al entusiasmo que hoy despierta la tecnología, ha causado estragos sobre todo en la economía, en la que muchos han querido ver una herramienta para rediseñar la civilización y construir una sociedad perfecta.
Frente a este culto a la razón, se alzan posturas más humildes, como la de Friedrich A. Hayek, quien decía que la tarea fundamental de la economía es enseñarnos lo poco que sabemos sobre lo mucho que queremos controlar. Para el filósofo y economista austríaco, la economía no es un instrumento que permita diseñar la sociedad perfecta, ni mucho menos señalar los objetivos que los hombres deben perseguir; por el contrario, la economía supone siempre una cura de humildad o, como dijo otro gran economista, Ludwig Von Mises, un abierto desafío a la vanidad personal del gobernante. Fue esta postura intelectual lo que les permitió demostrar, medio siglo antes del colapso de la Unión Soviética, lo que muchos desdeñaron hasta entonces: la imposibilidad teórica y práctica del socialismo.
En abril de 1920, en un ambiente intelectual dominado por el socialismo marxista y con los bolcheviques dando sus primeros pasos, Mises planteó por primera vez la imposibilidad del socialismo al publicar un artículo titulado El cálculo económico en la comunidad socialista, que posteriormente incluyó casi íntegramente en su obra Socialismo: análisis económico y sociológico. La pretensión, tan atractiva como osada, del socialismo es bien conocida: sustituir lo que Marx llamaba la anarquía de la producción, propia del libre mercado, por la planificación racional de la economía. De manera resumida, el filósofo y economista alemán proponía colectivizar la propiedad de los medios de producción y colocarla bajo control político del proletariado. Esta teoría ofrecía la promesa de corregir las injusticias de una sociedad devastada por la Primera Guerra Mundial y construir un futuro más justo: una sociedad sin explotación y, por lo tanto, sin clases. No sorprende que encontrara numerosos adeptos, entre ellos un joven Hayek, quien confesó en el prólogo de la edición de 1978 de Socialismo de Mises que había depositado grandes esperanzas en este sistema.
En su crítica a la teoría marxista, Mises evitó detenerse en las ambigüedades y errores sobre los que Marx había edificado su pensamiento, como la teoría del valor trabajo –la creencia de que el valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo necesario para producirla (creencia que, dicho sea de paso, compartía con Adam Smith)–, la teoría de la explotación y de la lucha de clases o el materialismo histórico y dialéctico, y centró su refutación en el fin último de la teoría marxista con el objetivo de demostrar que, aun cuando los cimientos de su teoría fuesen sólidos, el modelo económico que pretendía erigir estaba condenado al fracaso.
Lo que planteó Mises en este primer texto fue la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo. A grandes rasgos, el cálculo económico es el método que utilizamos de forma cotidiana para decidir cómo empleamos nuestros siempre escasos recursos (tiempo, trabajo, dinero…) para conseguir los fines que nos proponemos. El resultado del cálculo es lo que nos empuja o disuade a actuar de una determinada manera, en función de si nuestro pronóstico es positivo o negativo. Sus implicaciones son enormes, no solo en la vida individual, sino a gran escala, pues el cálculo económico es la brújula que hace posible la coordinación de la división del trabajo que tan bien describe Leonard E. Read en su ensayo Yo, lápiz. En él, el narrador adopta la forma de un lápiz para explicar el proceso de su propia fabricación. A lo largo de la narración, somos testigos de cómo innumerables personas y recursos procedentes de todo el mundo logran coordinarse de manera espontánea para producir un bien que ni siquiera está destinado a ellos. El proceso se nos revela extraordinariamente complejo: participan personas que no se conocen y ni siquiera hablan el mismo idioma; desconocen el propósito final de su trabajo y ninguna de ellas sabría cómo fabricar un lápiz por sí sola. Sin embargo, todas sus acciones se coordinan espontáneamente para producirlo.
Pues bien, Mises argumentó que el cálculo económico no puede darse en el socialismo, ya que requiere de la institución del dinero para funcionar. A primera vista, podría parecer una objeción superficial, que no ataca al corazón de la teoría marxista; sin embargo, Mises se vio obligado a detenerse en ella porque el propio Marx planteaba, en el segundo volumen de El Capital, que en una sociedad donde los medios de producción están socializados el dinero debe ser abolido. En el socialismo, decía, es la «sociedad» quien decide qué se produce y a quién se distribuye la producción, no los precios. Ahora bien, el cálculo económico depende precisamente de los precios para funcionar: son ellos los que nos permiten conocer el valor relativo de los bienes y determinar si vale la pena destinar ciertos recursos a un uso específico. Los beneficios indican que los recursos están bien aprovechados, mientras que las pérdidas revelan que se están malgastando. Y los precios, a su vez, solo pueden existir si hay dinero, pues este actúa como denominador común que posibilita su expresión y comparación. Según Mises, sin dinero —y por tanto sin precios— no es posible elegir entre distintas opciones ni dirigir los recursos hacia donde más se necesitan, lo que conduce inevitablemente a su derroche y eventual agotamiento. A partir de la publicación del artículo de Mises, hasta los propios discípulos de Marx admitieron que el sistema socialista no podía prescindir del dinero si pretendía asignar los recursos de forma racional, si bien consideraban que los precios debían ser determinados por una autoridad central. Pero Mises y Hayek insistieron: no basta con precios arbitrarios, el cálculo económico exige verdaderos precios de mercado.
En las décadas siguientes, demostrarían que, si bien el dinero y los precios de mercado son indispensables, la razón fundamental de que el cálculo económico no pueda llevarse a cabo en el socialismo tiene raíces más profundas. Marx y sus discípulos consideraban su sistema más racional porque asumían que la planificación consciente por parte de una mente organizadora debía ser superior al aparente desorden del mercado, donde cada individuo actúa según su propio interés. Sin embargo, Mises sostenía algo que podía resultar sorprendente para quienes confiaban ciegamente en la capacidad del intelecto humano: que el mercado, lejos de ser caótico, es un mecanismo extraordinariamente eficaz para coordinar las acciones individuales dentro de la sociedad, mucho más que cualquier órgano o comité de planificación central. Los precios contienen toda la información necesaria para organizar la producción y distribuirla, sin necesidad de poner a nadie en el timón. En cambio, el órgano director socialista navega sin brújula, tanteando en las tinieblas: no tiene ni puede disponer de ningún método que le permita informarse y tomar decisiones racionales.
Para comprender los motivos por los que el órgano director socialista es incapaz de utilizar la información del mercado primero debemos saber a qué nos referimos cuando hablamos de información relevante para el cálculo económico. Entendemos por información todos aquellos conocimientos particulares, prácticos y creativos que cada persona tiene sobre su entorno inmediato, sus recursos, sus oportunidades y sus necesidades. En un mercado libre toda esta información se transmite de forma implícita y descentralizada, sin que nadie sea consciente de ello, mediante el sistema de precios, una institución a la que nos acostumbramos a reaccionar, adaptando nuestra conducta en función del prójimo y contribuyendo así al progreso. No es necesario que, en nuestra faceta de consumidores y productores, seamos conscientes de que un terrible incendio en los remotos bosques boreales de Canadá ha provocado un descenso drástico en la producción de madera y que, por lo tanto, es necesario racionarla cuidadosamente. La gran mayoría de consumidores y productores no habrá leído la noticia y, aun habiéndola leído, no será consciente de todas sus implicaciones en el proceso de producción. Sin embargo, al haber menos madera disponible, los precios de aquello que requiera de ella para su producción se dispararán y forzará a los consumidores a reducir su consumo y encontrar productos sustitutivos. Todo ello sin que nadie dé la orden de racionar la oferta de madera. Estas semanas en España, hemos visto cómo diversos brotes de gripe aviar han obligado a sacrificar más de dos millones y medio de gallinas infectadas. Antes siquiera de que la noticia apareciera en los medios, los precios ya se habían disparado y los consumidores habían adaptado su conducta a la nueva situación. En las noticias, una señora comentaba con gran pragmatismo que reduciría su consumo de huevos, hasta entonces diario, a días alternos. Usando su propia brújula de cálculo económico, esta consumidora actúa exactamente como la comunidad necesita: adaptando su comportamiento a las circunstancias.
La refutación de Mises consiste en asegurar que es imposible que un grupo de personas deliberando en una mesa sea capaz de recabar toda esa información por su cuenta y conocer plenamente sus implicaciones para dirigir la producción de forma eficaz. La propia naturaleza de la información es lo que lo hace imposible. En primer lugar, porque se trata de información de tipo privativo y disperso. En ausencia de los precios de mercado, no existen una o varias fuentes de información centralizada a las que acudir: la información se halla dispersa en las mentes de cada uno de los miembros de la sociedad. Cada uno de nosotros tiene una parte infinitesimal y única de toda la información que el órgano director necesita para dirigir el sistema productivo. Para salvar este obstáculo, todos tendríamos que hacer el ejercicio de transmitirla a la autoridad central de algún modo. Sin embargo, su volumen y fragmentación hacen imposible que pueda ser transmitida de forma eficaz.
En segundo lugar, muchas veces se trata de conocimiento no articulable o tácito; es decir, el actor sabe cómo y cuándo hacer algo, pero no cuáles son los elementos que constituyen su conducta, por lo que, de proponérselo, sería incapaz de transmitir esa información. Nadie sabe explicar las razones exactas por las que elige una u otra camiseta, o uno u otro plato del menú de un restaurante. Lo más habitual es que solo sepamos de una forma muy vaga que preferimos una cosa por encima de la otra. Además, nuestro juicio es único e irrepetible. Las valoraciones o preferencias son subjetivas, y aunque puedan coincidir entre distintas personas, el fundamento de la preferencia no lo hace. Si una autoridad central nos pidiera que tratáramos de sistematizar esa información para entregársela, no podríamos: solo puede incorporarse en los precios en el momento en el que actuamos o dejamos de actuar.
Y en tercer lugar, se trata de información dinámica. No hablamos de una tarea ardua y tediosa de recopilación de datos que, una vez completada, permita al comité correspondiente coordinar su sector asignado de la economía. Podría hacerlo si la economía fuera estática, pero no es así. La información del mercado cambia en todo momento. Existen fuerzas motrices que mantienen la economía en movimiento constante que no pueden ser ni controladas ni previstas, como los cambios en los recursos naturales, las variaciones demográficas, las alteraciones en las preferencias de los consumidores, los cambios en la magnitud del capital, las innovaciones, etc. Por lo tanto, en el improbable caso de poder ser transmitida con éxito, la información se volvería obsoleta prácticamente al instante. Los economistas soviéticos reformistas Nikolai Shmelev y Vladimir Popov ofrecieron en The Turning Point: Revitalizing the Soviet Economy (1989) un ejemplo ilustrativo de lo que ocurría en la Unión Soviética, donde las decisiones se tomaban sin la ayuda del cálculo económico y los precios de mercado:
Las compras estatales de pieles de topo han aumentado y ahora todos los centros de distribución están a rebosar de estas pieles. La industria es incapaz de emplearlas todas, y con frecuencia se pudren antes de que se procesen. El Ministro de Industria Ligera ha pedido al Comité Estatal de Planificación en dos ocasiones que se bajen los precios de compra, pero el asunto no se ha decidido todavía. (…) No tienen tiempo: además de fijar los precios para estas pieles, tienen que controlar otros 24 millones de precios.
Además, la intervención del órgano director también altera la información de mercado, que es dinámica por naturaleza: en la medida en que la autoridad ejerza coacción en una determinada área de la economía para dirigir a los actores según su parecer, imposibilita que actúen guiados por la brújula del cálculo económico, por lo que la información que éstos hubieran creado no verá la luz y no podrá ser tenida en cuenta. La dirección socialista asfixia la creatividad y con ella el progreso. Se trata de una limitación absurda: en lugar de contar con la ayuda de todos los genios creadores del mundo, cualquier innovación en la producción deberá ocurrírsele a alguno de los miembros del órgano director. Peor aún, los aciertos y errores del comité determinarán la suerte de todos: mientras que en el mercado los riesgos se asumen de manera limitada y voluntaria por los especuladores (alguien decide arriesgar su capital a cambio de la posibilidad de obtener ganancias), la planificación central concentra esos riesgos y los traslada a toda la sociedad, convirtiéndolos en sistémicos.
Un ejemplo trágico de especulación gubernamental es «El gran salto hacia adelante», la política económica y social emprendida por Mao Zedong en la República Popular China entre 1958 y 1962. El objetivo de Mao era transformar rápidamente el país en una potencia industrial moderna. Para ello se trazó un plan muy ambicioso: se establecieron metas de producción, se llevó a cabo un programa de expropiación masiva de las tierras de los granjeros para su colectivización y se trasladó la fuerza de trabajo campesina hacia proyectos de obras públicas y plantas metalúrgicas rurales. La especulación del gobierno de Mao no solo fracasó en sus propósitos (la producción del acero fue escasa y de mala calidad y las granjas colectivas no producían casi nada), sino que mató de hambre a 35 millones de personas e impidió el nacimiento de quizá 40 millones más, según datos del Nobel de Economía Angus Deaton. Lo que en el sistema capitalista habría resultado en una cuenta de pérdidas y ganancias negativa y la ruina del especulador, en el sistema socialista supuso una de las mayores catástrofes humanitarias de la historia.
En definitiva, en economía, la planificación conduce de forma inevitable a la escasez de bienes de consumo; al estancamiento económico, tecnológico, social y cultural; a la corrupción sistemática; a la supresión de la libertad individual y, en última instancia, al totalitarismo. El cálculo económico, en cambio, nos permite dividirnos el trabajo para satisfacer el mayor número de necesidades con los mínimos recursos indispensables. Lo que hay detrás del concepto marxista de la anarquía de la producción es, en realidad, el trabajo en común de miles de millones de mentes humanas. Que el socialismo auténtico no se haya implementado con éxito en ningún país del mundo no se debe a la falta de intentos ni a la supuesta carencia del líder adecuado, sino al desprecio de billones y billones de neuronas. El mercado es más inteligente que la mente humana, precisamente porque lo forman miles de millones de ellas. El marxismo, así, acierta al afirmar que la producción debe responder a las necesidades de la sociedad, pero yerra al proponer que esa decisión se tome de manera centralizada, y no mediante la libre cooperación y el intercambio voluntario entre sus miembros. El expresidente ruso Boris Yeltsin lo entendió a la perfección en su viaje a Estados Unidos en 1989. En ese momento diputado, tenía la misión de visitar el Centro Espacial Johnson de la NASA, una infraestructura que los norteamericanos pensaron que demostraría su poderío frente a la decadente Unión Soviética. Curiosamente, la avanzada tecnología y los medios de los que disponía el programa espacial estadounidense no le impresionaron tanto como lo hicieron los estantes repletos de alimentos del supermercado en el que entró casualmente después de la visita oficial. «Creo que hemos cometido un crimen contra nuestro pueblo al hacer que su nivel de vida sea tan incomparablemente inferior al de los estadounidenses—confesó Yeltsin a uno de sus colaboradores en el avión de vuelta a Moscú—. Nuestro país tan rico, con tanto talento y tan agotado por los incesantes experimentos… Ni siquiera los miembros del Politburó tienen tanto de donde elegir». Algo parecido le ocurrió a Mijaíl Gorbachov, de quien dicen que en cierta ocasión preguntó a Margaret Thatcher cómo lo hacían para decidir qué productos tenían que producir para que la población estuviera bien alimentada. «Nosotros no hacemos nada —contestó la primera ministra británica—. De eso se encargan los precios».
Foto: Boris Yeltsin visita un supermercado de Houston (1989). Dominio público.
