El misterio en torno a la muerte de Edgar Allan Poe, tan próximo al espíritu de sus propios relatos, fue aprovechado casi de inmediato, y con gran éxito, para afianzar el mito que lo persigue hasta nuestros días. El 3 de octubre de 1849 Poe fue hallado inconsciente en la entrada de una taberna de Baltimore, vestido con ropas que no eran suyas e incapaz de dar razón de lo sucedido. Murió cuatro días más tarde en el Church Hospital y, desde entonces, su muerte ha estado rodeada de conjeturas. La explicación más aceptada es la del cooping, el fraude electoral que consistía en secuestrar, embriagar y forzar a las víctimas a votar repetidamente bajo identidades falsas. Poe fue hallado en plena campaña para la elección de un representante al Congreso de Maryland, y, según señala Margarita Rigal en su ensayo sobre el caso, su estado pudo ser resultado de la manipulación ejercida por agentes del Fourth Ward Club, próximo al partido republicano, sumada a la hipoglucemia que padecía. El 9 de octubre, el mismo día de su entierro, el New York Tribune publicó un obituario firmado con el seudónimo Ludwig. Su autor, Rufus Wilmot Griswold, a quien Poe confió la edición de sus obras, era a la vez un antiguo colaborador y un declarado enemigo de Poe. El texto comenzaba así: «Edgar Allan Poe ha muerto. Murió en Baltimore anteayer. Este anuncio sorprenderá a muchos, pero pocos se lamentarán por ello».
Al principio de su relación, Poe y Griswold se elogiaron mutuamente: en diciembre de 1841 Poe lo describía como un «caballero de fino gusto y juicio cabal», y pocos meses después Griswold destacaba en The Poets and Poetry of America la «espiritualidad» y la «diestrísima versificación» de sus versos. Pero la cordialidad fue breve: en el verano de 1842, cuando Griswold sucedió a Poe en la edición de Graham’s Magazine, este escribió en una carta de julio que haría «guerra a cuchillo contra la pretensión de Nueva Inglaterra de tener ‘toda la decencia y todo el talento’», aludiendo directamente a la antología de Griswold. Poco después, un artículo anónimo en el New World (1843), atribuido con más o menos verosimilitud a Poe, lo acusaba de ser «totalmente incapaz, ya sea por intelecto o carácter, para ocupar la silla editorial de Graham». Según recordaba Charles F. Briggs, por esos mismos años Griswold comenzó a hacer circular «historias pésimas» acerca de Poe, y el propio escritor, en una de sus cartas de 1849, aludía a un «artículo horrible escrito a mi costa», publicado años atrás, que sospechaba obra de Griswold. Esos ataques alimentaron un rencor que, pese a algunos gestos de reconciliación, nunca terminó de apagarse, como muestra la reconstrucción documental de Killis Campbell a partir de cartas, artículos y testimonios de ambos bandos. En 1845 los dos fingieron una tregua: Poe llegó a publicar elogios hacia su rival en el Broadway Journal y Griswold, en su correspondencia, aceptó incluso ayudarlo con un préstamo, pero aquella cordialidad era frágil y la enemistad se revelaría de nuevo, como vemos, tras la muerte del escritor.
La Memoir of the Author que Griswold añadió en 1850 a la edición póstuma de las obras de Poe fue su contribución más perniciosa al sesgado retrato que oscureció la memoria del escritor. Aunque fue nombrado por el propio Poe como su albacea literario —solo con la intención de que supervisara la publicación de los textos, como lo corrobora una nota al lector por parte de Maria Clemm en ese mismo volumen, en la que especifica que el aspecto biográfico había sido confiado a N. P. Willis—, Griswold se arrogó de todos modos el papel de biógrafo y difundió una imagen desvergonzadamente hostil. Tras esa publicación, una de las falsedades más persistentes fue la supuesta «vida disipada» de Poe en la Universidad de Virginia y su expulsión por «juego, intemperancia y otros vicios». Griswold llegó a situar este episodio en 1822, lo que implicaría que Poe, nacido según su errónea datación en enero de 1811, habría sido un jugador y bebedor empedernido a los once años —como ironiza Eugene L. Didier, lo haría «superando en vicio precoz al infame Heliogábalo». La investigación de Didier, una autoridad en la biografía de Poe, desmiente esa versión a través del testimonio de William Wertenbaker, compañero de Poe en la universidad:
Edgar Poe ingresó en la universidad el 14 de febrero de 1826 y permaneció hasta el 15 de diciembre del mismo año. […] Asistía con regularidad y fue un estudiante muy exitoso, obteniendo distinción en el examen final de latín y francés. […] Nunca lo vi en el más mínimo grado bajo la influencia del alcohol. […] En ningún momento durante el curso cayó bajo la censura del claustro.
El retrato moral de Griswold extendió la disipación y el desorden a la estancia de Poe en la academia militar de West Point, pese a que los registros militares indican otra realidad. Didier recurre aquí al testimonio del General Lucius Bellinger Northrop, último superviviente de sus compañeros de academia, quien ofrece un cuadro muy distinto. Poe, dice Northrop, was the wrong man in the wrong place, pero intelectualmente destacado, pues era tercero en francés y decimoséptimo en matemáticas en una promoción de ochenta y siete cadetes. Lo cierto es que pidió autorización para dejar la academia y, ante la negativa de John Allan, su padre adoptivo, decidió forzar su expulsión descuidando a propósito sus obligaciones:
Poe decidió entonces abrirse camino por sí mismo y comenzó un abandono sistemático de sus deberes y una desobediencia constante a las órdenes. Fue citado ante un consejo de guerra, acusado de “grave negligencia en todas sus obligaciones y de desobediencia a las órdenes”. A estos cargos se declaró culpable y fue de inmediato condenado a ser expulsado del servicio de los Estados Unidos.
No menos grave fue la insinuación relativa a Louisa Patterson Allan, la segunda esposa de John Allan, que Griswold dejó caer con la ambigua frase de scarcely suitable for repetition here («poco adecuada para repetirla aquí»). No existe testimonio alguno que confirme una conducta inapropiada de Poe hacia ella, y el comentario, como observa Claude Richard —profundo conocedor del mito poesco—, responde más bien al patrón de Griswold de acumular todos los tópicos morales que el puritanismo del momento podía censurar: «seducción de la joven madrastra, alcoholismo, deserción», etc.
En su Memoir, Griswold pintó a su biografiado como un cínico «sin conciencia», cosa que, como bien señala Arthur Hobson Quinn, resulta algo chocante tratándose del autor de William Wilson, el relato de un hombre acosado por su propia conciencia, pero de ese y otros cuentos nos ocuparemos más adelante, cuando dejemos atrás la controversia de Griswold. Una muestra especialmente elocuente de su proceder fue la manipulación de una carta de Poe a P. P. Cooke, en la que Griswold introdujo de su puño una frase que convertía a Evert A. Duyckinck, editor de una colección de cuentos de Poe, en un cliquist and claquer (algo así como un palmero, un adulador servil). Esa adición, que Quinn calificó de «hábilmente insertada», no podía tener otra motivación que indisponer al editor contra Poe, con el resultado de unos simples desacuerdos literarios transformados en una enemistad ficticia. Poco después, en el Literary World, el propio Duyckinck retrató a Poe como un «abogado literario que alegaba según el pago recibido», aunque al mismo tiempo se preguntaba por qué Griswold había preferido rescatar críticas juveniles y desafortunadas —como la dirigida contra Cornelius Mathews— en lugar de otras posteriores y más cordiales. Y no fue el único caso: en la misma Memoir, Griswold aseguró que Henry Wadsworth Longfellow le había mostrado papeles que probaban el plagio de The Haunted Palace; el poeta de Cambridge lo desmintió de inmediato en una carta fechada en 1850, en la que negó tajantemente haber tenido jamás esos documentos y precisando que The Beleaguered City fue escrito el 19 de septiembre de 1839 y publicado en noviembre de ese año en el Southern Literary Messenger, y que Poe difícilmente pudo haberlo visto antes de aparecer en prensa.
Interpolaciones, recuerdos falsos y selección hostil conforman la técnica de Griswold, toda ella al servicio de un rencor presentado como escarmiento ante la mirada puritana de su tiempo, y la suya propia. La naturaleza del ataque no pasó inadvertida a los contemporáneos con algo de espíritu crítico. El Philadelphia Saturday Evening Post del 21 de septiembre de 1850 —probablemente bajo la pluma de su editor, Henry Peterson— denunció que rara vez había llegado a su conocimiento una composición más «cruel y mezquina». A su juicio, Griswold había actuado no como albacea, sino como un fiscal empeñado en condenar al difunto.
A ese entramado vendría a añadirse el mito del Poe dipsómano, que, según documenta Quinn, debe mucho a la difusión internacional de la Memoir de Griswold. En 1852, el editor londinense Vizetelly reimprimió el texto como introducción a una selección de cuentos, y la crítica de Tait’s Magazine lo asumió sin apenas reservas. Allí se repetía que Poe había pasado «meses entregado únicamente a un apetito mórbido e insaciable de intoxicación» y se aludía a supuestos incidentes en casa de Sarah Helen Whitman, amante de Poe. La difusión de estas calumnias obligó a intervenir a W. J. Pabodie, amigo de Whitman, quien en el New York Tribune negó categóricamente que hubiese «la menor sombra de fundamento» en los rumores sobre el escándalo de la ruptura del compromiso. Admitió la intemperancia de Poe, pero insistió en que su conducta, mientras lo conoció, había sido «la de un hombre de honor y un caballero». Griswold respondió con una agresiva carta en la que exigía una retractación bajo amenaza de publicar documentos «infinitamente dolorosos» para Whitman, y no dudó en sugerir la existencia de cartas en que Poe mencionaba a Maria Clemm, su suegra, como amante, algo que, en palabras de Quinn, arose from the fumes of Griswold’s imagination. Años más tarde, Sarah Helen Whitman publicó Edgar Poe and His Critics, en el que denunció las «violaciones despiadadas de la confianza que se le había conferido» cometidas por Griswold en su condición de albacea. No se propuso una réplica exhaustiva de todos los ataques que hemos comentado, pero sí quiso rescatar al Poe íntimo que ella había conocido, en oposición al retrato con que su rival quiso condenarlo. «Fue el más genuino de los entusiastas —escribe— […]. Sus narraciones y fantasías más graves se relatan con una simplicidad solemne y con una fidelidad aparente atribuibles, no tanto a un propósito artístico deliberado, como al poder de concepción vívida e intensa que hacía de sus sueños realidades, y de su vida, un sueño».
No es de menos peso en todo este asunto la intervención de George R. Graham, fundador de Graham’s Magazine —de la que Poe, al igual que Griswold, había sido editor—, quien en febrero de 1854 publicó un artículo titulado The Genius and Characteristics of the Late Edgar Allan Poe. Graham cuestionaba el supuesto vínculo entre los vicios privados del escritor y su obra, subrayando que, a diferencia de otros autores que literaturizaron sus excesos, en Poe «no dejaron rastro en sus composiciones». Por ello calificaba de injustificable la intromisión en sus intimidades: «El mero hecho de mencionar sus vicios no tiene ni disculpa ni justificación». A su juicio, esa insistencia en el sensacionalismo respondía menos a la verdad de los hechos que a la revancha de quienes habían padecido su severidad crítica en vida, como sabemos que fue el caso del mismo albacea.
Graham rechazaba la imagen simplista del dipsómano y describía a Poe como un hombre en lucha con sus propias debilidades: «En realidad, toda su existencia parece haber sido una sucesión de luchas por regenerarse y de profundas recaídas». Añadía a ello que su relación con la bebida estaba condicionada por una hipersensibilidad física: «La más mínima gota de vino, para la mayoría de los hombres un estímulo moderado, era para él literalmente la copa del delirio», de modo que cualquier exceso podía terminar fácilmente por desbordarse. Pero destacaba también el afecto sincero que despertó entre los suyos:«Su esposa lo adoraba […]. Su suegra no ha dejado de alabarle», testimonios difíciles de conciliar con las difamaciones antes referidas. No quiso tampoco ocultar su inconstancia como crítico —«sarcástico, amargo e implacable»—, pero Graham lo atribuía a un temperamento analítico, algo obsesivo, antes que a la envidia personal. Y concluía con una defensa rotunda de su literatura: «Es en sus relatos, y aún más decididamente en sus poemas, donde debe sostenerse la reputación de Poe; y ambos […] son inimitables». El texto culminaba con Annabel Lee, ese último y póstumo canto al amor perdido, leído como despedida poética de su autor, y con un deseo de paz para el alma sad and troubled.
Con las Histoires extraordinaires (1857), Baudelaire consolidó la llegada de Poe al público europeo, y acompañó sus traducciones con un prólogo en forma de defensa crítica. Baudelaire definió a Poe como un écrivain des nerfs, un escritor de los nervios, con lo que aludía a su habilidad para dar forma a estados extremos de sensibilidad, a esas percepciones leves que en sus páginas derivaban en lo inquietante. De ahí la idea de que sabía peser l’impondérable, dotar de consistencia, de espesor narrativo, a lo que parece apenas un temblor pasajero. Es esa capacidad suya de adentrarse en el nervio obsesivo la que explica en buena medida el magnetismo de su obra. Baudelaire veía en Poe a alguien capaz de traducir en literatura los estremecimientos de una sensibilidad exacerbada, aunque su intuición se desviaba al suponer que la obra debía explicarse por estados alterados de la percepción. Esto se da en su comentario sobre el opio, muestra de una tentación romántica: «El espacio se profundiza con el opio; el opio da un sentido mágico a todos los matices y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad más significativa».
La percepción del «escritor de los nervios» quedaba así absorbida por el malditismo; un hombre sobreexcitado, tentado por los excesos y condenado a escribir perdido en visiones febriles. Con todo, Baudelaire no dejó de señalar la responsabilidad de Rufus Griswold en la propagación de un retrato deformado, lo acusó de haber cometido una immortelle infamie al difamar a Poe en la propia edición póstuma de sus obras y lo presentó como un pédagogue-vampire que profanaba la tumba de su supuesto amigo. Baudelaire, por tanto, contribuyó tanto a la defensa como al mito, y esa lectura que lo consagraba como artista de lo terrible no hay duda de que fue relevante para su fama europea, pues para la mirada romántica la obra embellecía si parecía inseparable de la legitimidad trágica de su autor. Ese Poe, el de Baudelaire, fue el que circuló con fuerza en la sensibilidad literaria de la segunda mitad del siglo XIX hasta la nuestra.
Si buscamos una voz más cercana, Josep Pla —para sorpresa de quienes lo asocian con un temperamento poco dado a la exaltación— admitía sin reservas ser «un total admirador» de la obra de Poe, a quien llegó a considerar «el escritor más importante que ha producido América del Norte». Pla percibe en él lo que a su modo también vio Baudelaire, que el verdadero legado de Poe no está tanto en el tema macabro como en la técnica de lo nervioso, en la manera de convertirlo en materia literaria. Esa habilidad, a la que nos hemos referido ya, para expresar las sacudidas interiores, la experiencia del desajuste nervioso, la percepción alterada que parece a veces confundir lucidez y delirio, es la que hace de Poe un escritor enteramente moderno. De esa capacidad para llevar a la palabra lo que tiembla, lo que se desestabiliza en el interior, proviene su originalidad, y por eso Pla lo reconoce en la misma órbita de la modernidad literaria que representan Baudelaire y Mallarmé. En ese mismo sentido, el de las obsesiones y el desbordamiento del yo, Pla también vincula la obra de Poe al surrealismo: «Que lo mejor que ha hecho el surrealismo haya salido de Poe —en general, mal salido— parece evidente», escribe. El inciso tajante, como es propio de Pla, tiene algo de cierto: lo que en Poe aparece con cierta minuciosidad, en el surrealismo se convertiría en un recurso más arbitrario, al servicio del delirio onírico y del exceso, cosa, claro, que fue parte de su atractivo.
Varios son los relatos de Poe en que lo inquietante depende menos de lo fantástico que de la manera en que una obsesión nimia se agranda hasta dominarlo todo. El corazón delator arranca con un motivo insignificante; un ojo de un anciano, el «ojo de buitre», según su narrador, que lo siente como una amenaza insoportable. Apartado el ojo, la fijación se desplaza al corazón del anciano —o su sombra sonora—, cuyo latido retumba incansable. No es, pues, el crimen lo que pesa, sino la fractura de la seguridad racional del narrador, vencida por la obsesión.
Algo semejante ocurre en La caída de la Casa Usher, pero allí el peso recae en el entorno más que en un objeto concreto. La atmósfera de la mansión se describe rigurosamente a fin de reflejar la fragilidad que consume a sus habitantes. Todo parece agrietarse con un temblor apenas perceptible, como si la materia compartiera el mismo desgaste de la familia condenada. El relato se orienta hacia un colapso inevitable, con la grieta como imagen de la ruina íntima de Roderick Usher.
En ambos casos, Poe deja ver que el horror no necesita de intervenciones externas, pues nace de un detalle mínimo que toma una presencia opresiva. El ojo en El corazón delator, los dientes en Berenice, la mancha blanca en El gato negro, la mirada de la hija en Morella, la voz de la amada en Ligeia… Todos ellos, elementos mínimos e inquietantes. De ahí su condición de «escritor de los nervios» y la vigencia de su literatura en una modernidad muy atenta a las fisuras de la percepción y la conciencia.
Esa manera de construir el relato obsesivo encontró en el cine un heredero natural. Hitchcock lo admitió en un artículo de 1960: «Es por lo mucho que me gustan los relatos de Edgar Allan Poe por lo que empecé a hacer películas de suspense». Lo que le seducía, explicaba, era el efecto de contar una historia imposible con una coherencia casi hipnótica, por la cual el lector acababa tomándola como algo que podía sucederle al día siguiente.
Vértigo es quizá el ejemplo más claro de esa afinidad, pues toda la trama se organiza alrededor de la obsesión de Scottie por Madeleine/Judy, mujer que encarna el enigma. La espiral de la escalera del campanario, lejos de tratarse de un detalle accesorio, es el motivo nuclear a nivel visual, por hacer visible ese desajuste del protagonista que conecta con el título de la película y resulta tan cercana a lo poesco; el vértigo puede entenderse no solo en sentido físico sino ontológico, pues el suelo de lo familiar cede bajo los pies de Scottie. La proximidad entre ambos autores se ve también en la idea, como en Ligeia, de la mujer muerta que retorna bajo otro rostro. La película y el cuento hacen imposible discernir entre la obsesión erótica y el fantasma, pues ambas historias usan la mirada turbada que proyecta lo que quiere ver y convierte su deseo en una realidad difícil de sostener. Poe y Hitchcock comparten claramente esa lógica alucinatoria que hace creíble lo increíble a través del deseo. Y es en ese mismo sentido que Vértigo lleva también consigo una herencia surrealista, pues la tensión narrativa se encuentra en la ambigua frontera entre el sueño y la vigilia, y todo parece formar parte de una visión gobernada por la lógica del deseo, en la que lo real se rompe y lo íntimo acecha como un espectro.
La atmósfera que comparten ambos autores puede entenderse desde la noción de lo siniestro. Freud definió das Unheimliche como «aquella suerte de sensación de espanto que se adhiere a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás». Eugenio Trías, en su recomendable Lo bello y lo siniestro, retomó la definición freudiana y recordó que lo siniestro no es lo extraño, sino lo familiar que aparece bajo un rostro inquietante, «aquello, heimlich o unheimlich, que habiendo de permanecer secreto, se ha revelado».Ese rasgo está presente en toda la obra de Poe. El ojo amenazante, la mansión que parece enfermar, la resurrección, el enfrentamiento al doble, todos ellos ejemplifican lo familiar vuelto inquietante, lo oscuro revelado en lo cotidiano.
Ese último ejemplo, el del doble, se desarrolla en el cuento de William Wilson. Poe dramatiza ahí el desdoblamiento de la identidad en torno a un narrador proclive a la transgresión y la sombra de un homónimo que lo acecha en los momentos decisivos. Un perseguidor que sirve de frontera interior contra la que el protagonista se estrella cada vez que intenta afirmarse sin frenos. El asesinato revela en el espejo que la confrontación con el doble no era sino la confrontación consigo mismo.
Stevenson vería en la obra de Poe una «casi increíble penetración en esa región disputada entre cordura y locura», una observación adecuada a este relato en que lo fantástico depende de la propia psicología del narrador. En su magnífica novela The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, esa misma cuestión se lleva a otro terreno, a través de la idea de que «el hombre en realidad no es uno, sino dos», según la confesión del mismo doctor Jekyll. El experimento otorga cuerpo, materia, a lo que en Poe quedaba en el plano del psiquismo, y la separación se consuma a costa de la integridad del yo. Ambos relatos llegan, por tanto, a una una misma conclusión sombría, según la cual todo intento de emancipar un polo de la personalidad frente al otro —ya sea por la aniquilación de la sombra o por darle un cuerpo independiente— termina por deshacer al individuo.
Entre los versos de Poe, ninguno ofrece mejor terreno para pensar lo siniestro que El cuervo. El pájaro parlante, en apariencia trivial, irrumpe en lo doméstico para ser, en ojos del amante en duelo, la voz fija y patética de la fatalidad. Con la repetición obsesiva, automática, del «Nevermore», la ausencia se vuelve más densa, y más definitiva. También Bécquer, en su rima LIII, recurrió a las aves para hablar del amor que no vuelve: las oscuras golondrinas que atestiguaron la dicha perdida no volverán. La suya es una nostalgia que, aun doliente, es luminosa, pero en la voz del cuervo hay una sentencia sin consuelo, y es precisamente esa dureza la que hace fascinante el poema.
Al margen de las leyendas que lo persiguieron, Poe sigue hablándonos desde ese lugar incierto en que habita lo extraño. Allí es donde sus criaturas y las obsesiones que las rodean permanecen vivas, y donde su escritura conserva la rara virtud de incomodarnos, como si lo oscuro insistiera en acompañarnos.
Ilustración: Litografía de Edouard Manet. Ex libris para la traducción francesa de Stéphane Mallarmé de The Raven (El cuervo), de Edgar Allan Poe (1875). The Metropolitan Museum of Art. Dominio público.
