Destacado, Pensamiento

El gran falsificador

En julio de 1930 Salvador Dalí publica, en el primer número de la revista Le surréalisme au Service de la Révolution, un artículo titulado «L’âne pourri» («El burro podrido»). La imagen del burro podrido, al que en el artículo solo alude de paso para pontificar que nada podrá convencerle de que el animal en descomposición, cubierto por miles de moscas y hormigas, no es más que «el reflejo cegador y duro de nuevas piedras preciosas», aparece por partida doble en Un chien andalou, la película que realizó a medias con Luis Buñuel, y hunde sus raíces en la pasión por lo putrefacto que ambos compartían con García Lorca y Pepín Bello como símbolo de las decadentes costumbres burguesas. Puede parecer que en este artículo la alusión al burro podrido es solo una insistencia gratuita en sus obsesiones ⎯como lo son tantas cosas en el universo daliniano, aunque se trata de una gratuidad que cobra sentido en la impertinencia como instrumento de confusión⎯ y que no tiene aquí ese valor simbólico, pero a continuación añade lo siguiente: «Y no sabemos si detrás de los tres grandes simulacros, la mierda, la sangre y la putrefacción no se oculta precisamente la deseada “tierra de tesoros”». Con eso quiere decir que si se escarba en lo repugnante ⎯y es repugnante todo lo que Dalí detesta por convencional⎯ se pueden extraer todas las maravillas que uno desee extraer a voluntad en virtud de la actividad de su subconsciente o por puro capricho irracional. Si aventuro esa interpretación es porque «El burro podrido» es el primero de los dos artículos que le conducirán a escribir, muchos años más tarde, el ensayo titulado El mito trágico del «Ángelus» de Millet. Dalí toma el cuadro de Millet como objeto putrefacto; es decir, el Ángelus es una pintura extraordinaria, y estoy seguro de que él apreciaba sus cualidades, pero en El mito trágico, tras constatar la colosal admiración que despierta esta obra y la fijación de la sociedad por reproducirla en todas partes, habla de ella en estos términos: «¿Cómo conciliar, insisto, esa fuerza, esa furia de las representaciones con el aspecto miserable, tranquilo, insípido, imbécil, insignificante, estereotipado, convencional al límite del Ángelus de Millet?», y concluye que «bajo la grandiosa hipocresía de un contenido de lo más manifiestamente azucarado y nulo, algo ocurre». La cursiva es del original y si la usa es para llamar la atención sobre lo que revelará en el ensayo, la «tierra de tesoros» que se oculta bajo lo putrefacto, es decir, bajo lo convencional. Lo que a continuación pretende revelar en su análisis del Ángelus es una sarta de disparates de proporciones estratosféricas. Son falsos los epítetos despectivos que dedica al Ángelus, en realidad el cuadro le fascina como fascinaba a Breton y a sus amigos surrealistas ⎯Buñuel lo reproduce en una escena de Belle de jour⎯, y son falsas todas las aberraciones que, en un hilarante tono entre neurótico y cientifista, le atribuye sin misericordia. Dalí fue un gran falsificador, y su talento a la hora de hacer creer al público ⎯preferentemente, me atrevería a decir, al público especializado⎯ que hay que tomar en serio lo que dice se ha demostrado, a pesar de la evidencia del juego que se trae entre manos, de una eficacia tan excelsa que hoy, a los treinta y seis años de su muerte, sigue confundiendo a partidarios y detractores.  Es este, seguramente, su mayor éxito, pues en vida nada le satisfizo tanto como tomar sistemáticamente el pelo a sus interlocutores. 

En junio de 1933, Dalí publica en el primer número de la revista Minotaure un nuevo artículo sobre el método paranoico-crítico, cuyos principios había empezado a desarrollar en «El burro podrido», y lo presenta como el prólogo de un libro de próxima aparición dedicado a ofrecer una interpretación del Ángelus de Millet basada en ese método de su invención. El editor de los volúmenes de ensayos de la Obra Completa de Dalí, Juan José Lahuerta, indica en una nota que «el artículo va precedido por un extenso guion de los temas que trata, el cual, teniendo en cuenta el estilo expresamente artificioso de Dalí, que parodia hasta el absurdo los mecanismos demostrativos de la literatura científica, resulta muy esclarecedor respecto a sus intenciones (…)». Ciertamente, el estilo que emplea Dalí se basta por sí solo para comprender cuál es el propósito de lo que expone en este texto abstruso, lleno de insultos escatológicos y sin relación alguna con el libro que anuncia, fuera de las reproducciones de pinturas de Millet que, junto a Santa Ana, la Virgen y el Niño ⎯el cuadro que Freud había analizado en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci⎯, ilustran el artículo. Lo cierto es que el ensayo prometido por Dalí ni se menciona en ese estrambótico «prólogo» ni aparecería tampoco en los próximos años a pesar de la insistencia del autor en su inminente publicación. Ian Gibson, en The Shameful Life of Salvador Dalí, la vergonzosa biografía que dedicó al pintor, refiere que su biografiado le dijo al poeta J.V. Foix en febrero de 1933, cuatro meses antes del artículo de Minotaure, que el ensayo sobre el Ángelus de Millet ya estaba listo y que se editaría en un volumen con unos treinta documentos fotográficos. Nada de eso ocurrió ni en 1933 ni en las dos décadas siguientes, lo que hace pensar que, cuando Dalí anunciaba a bombo y platillo la aparición de ese libro destinado a socavar los cimientos de la crítica del arte, el libro ni siquiera se había empezado a escribir. 

El mito trágico del «Ángelus» de Millet lo publicaría por fin en París Jean-Jacques Pauvert en 1963. Para justificar ese retraso de treinta años y al mismo tiempo conferir al libro un aura de leyenda, Dalí afirma en el prólogo a esta edición francesa que el manuscrito original se perdió cuando él y Gala tuvieron que abandonar Arcachon de prisa y corriendo unas horas antes de la ocupación alemana. No puedo ofrecer ninguna prueba que demuestre la falsedad de esa afirmación, que diversos comentaristas de la obra daliniana parecen dar por cierta, pero ante el hecho de que en 1940, fecha de la ocupación alemana, hubiesen transcurrido nueve años desde el anuncio de la publicación inminente del ensayo, y la recuperación, nunca explicada, del manuscrito en los años sesenta, no podemos por menos que pensar que se trata de otra falsificación de Dalí. La cosa no tiene más importancia que la de constatar que todo lo que rodea El mito trágico del «Ángelus» de Millet, desde su génesis hasta su contenido, forma parte de una de las muchas estafas con las que se complació a lo largo de su vida. Dicho sea de paso, hace poco me enteré de que en 1969 vendió a Yoko Ono por diez mil dólares un pelo de su bigote que, en realidad, era una brizna de hierba teñida de negro. En fin, vayamos a lo que importa, que es lo que dice Dalí en El mito trágico, por qué lo dice y por qué es imposible tomarlo en serio. 

En el prólogo empieza comentando una viñeta humorística de una publicación norteamericana que propone al lector «como primera y exhaustiva ilustración del prólogo de mi Mito trágico del “Ángelus” de Millet».

Un dibujo de una persona

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Tiempos duros en la granja. «Caramba, Sally, creo que has topado con algo».

He aquí su análisis de la viñeta:

Observémosla. Esa madre, que podría muy bien ser una variante de la madre fálica con cabeza de buitre de los egipcios, utiliza a su marido extrañamente «despersonalizado» en carretilla con el fin de enterrar a su hijo al mismo tiempo que se hace fecundar, siendo ella misma la tierra-madre nutridora por excelencia. «La imagen doble» del falo-cactus se nos presenta como una alusión sin equívoco al deseo de castrar al esposo, quien, privado de ese modo de su virilidad y reducido al estado de simple vehículo de productividad social, ya no puede servir de pantalla, ni dañar, dentro de las relaciones directas madre-hijo, o sol naciente del matriarcado absoluto. En el matriarcado, la madre quiere sustituir al marido reemplazándole en todas sus «situaciones»; en el presente caso, en su situación de carretilla. Por ello desearía jugar, ser mimada, balanceada rítmicamente, carretilla, por su hijo, él mismo en el cénit de su fuerza «heroica» de un universitario deportivo donde conoce en el matriarcado un período muy corto de idolatría maternal un poco antes de sufrir, a su vez, la suerte de su padre, en el momento en que va a convertirse en marido. [Traducción de Joan Viñoly, Ed. Tusquets, 1978]

La fabulosa exploración psicoanalítica de ese chiste procaz, que presenta como «el último documento que he podido encontrar», ya contiene casi todos los elementos que aplicará a su delirante interpretación del Ángelus, y esa desternillante equiparación, no en vano expuesta al inicio del ensayo como preludio de todo lo que dirá después, ya transparenta con nitidez el propósito jocoso, paródico, cínico, insultante con que revelará al mundo la transcendencia del método paranoico-crítico aplicado en toda su extensión al cuadro de Millet.

Como su intención es, sin lugar a dudas, remedar los delirios de ciertas derivaciones del psicoanálisis posteriores a Freud y aprovechar su éxito del momento para dar a esta operación una respetabilidad de apariencia científica, afianzando así su reputación de genio iluminado, procede seguidamente a introducir en la historia del cuadro una trama de investigación que refuerce la pertinencia de su descabellada tesis sobre el significado oculto del Ángelus. Esa tesis se desarrolla en las dos fases que presento a continuación de manera muy resumida. En la primera, la campesina que aparece en el cuadro con las manos recogidas bajo el mentón en la actitud de espera que precede a la violencia, «común al canguro y al boxeador», se dispone a devorar a su esposo, que representa aquí el papel del hijo y se muestra paralizado por el efecto hipnótico que le produce la actitud de su madre, la cual ha adoptado «la postura espectral que identificamos con la mantis religiosa». «Subyugado y privado de vida por la irresistible influencia erótica», el hijo, que es a la vez el padre, disimula con el sombrero la excitación sexual que le causa su inminente aniquilación. En la segunda fase, «el hijo efectúa con su madre el coito por detrás, reteniendo con sus manos, a la altura de sus riñones, las piernas de la mujer». Esto se deduce, con toda claridad, de la presencia en el cuadro de una carretilla, pues «la personalidad erótica» de este vehículo de carga «es de las más indispensables».

Y bien, como decía, para dar a su tesis ⎯cuyo fundamento es la muerte del hijo y su sustitución por el padre como resultado de la agresión caníbal de la madre⎯ apariencia de investigación académica, Dalí se inventa en el prólogo que le había llegado una información según la cual Millet pintó primero un ataúd a los pies de la campesina y después ⎯«según cierta correspondencia»⎯ decidió borrarlo por consejo de un amigo. A fin de comprobar la veracidad de esa información ⎯de cuya procedencia no da ningún detalle⎯ Dalí, supuestamente, encarga una radiografía del cuadro a los laboratorios del Louvre, y la placa resultante revela una masa oscura con forma de paralelepípedo «en el lugar preciso que yo les había indicado». La conclusión con la que Dalí cierra el prólogo de su ensayo es más reveladora que la radiografía:

Yo, personalmente, doy por cierto lo siguiente: este libro es la prueba de que el cerebro humano, y en este caso el cerebro de Salvador Dalí, es capaz, gracias a la actividad paranoico-crítica (paranoica: blanda; crítica: dura), de funcionar como una máquina cibernética viscosa, altamente artística.

Para reforzar el núcleo de su tesis según la cual la mujer del cuadro impone a su hijo el complejo de castración ⎯ese es el sentido simbólico de la muerte del hijo; muerto en tanto que convertido en impotente por el horror que le produce el deseo sexual de la madre⎯, Dalí, después de confesar que debe a su propia madre el terror que siente hacia el acto sexual, se refiere a un incidente traumático de su infancia «muy ligado al complejo de Edipo». «Se trata ⎯dice⎯, dentro de la especie, de un recuerdo o “falso recuerdo” de mi madre chupando, devorando mi pene». Si la confesión daliniana provoca en el lector las mismas carcajadas que me produce a mí, nada mejor que prolongar el regocijo complementándola con la reflexión que Gibson hace al respecto:

Dalí explica que padece una fijación edípica «de carácter extremadamente importante y determinante». Eso ya lo sabíamos. Pero la siguiente revelación nos deja asombrados, pues ahora asegura que su madre le infundió el terror al sexo cuando era niño «chupando, devorando» su pene. Dalí reconoce que podría tratarse de un «falso recuerdo» más que de algo que ocurrió realmente, pero, en cualquier caso, ahora nos quiere hacer creer que su madre fue la causante de su impotencia. (…) No volvió a decir públicamente que su madre era la culpable de su impotencia, pero la acusación se expresa aquí con tal vehemencia que es difícil creer que lo dijese a la ligera.

Quien haya leído La vida secreta sabe que a Dalí le gusta simular que sus «falsos recuerdos» tienen tanta entidad como los recuerdos verdaderos, lo que le permite mezclar realidad y ficción con esa desfachatez característica de su estilo de la que carecen ciertos autores, tan celebrados en nuestros tiempos, que las mezclan clandestinamente sin advertir al lector de sus manipulaciones. A diferencia de estos, Dalí es muy honesto a la hora de presentar sus falsificaciones, lo es porque o bien declara abiertamente que lo que dice es falso o lo dice de tan disparatada manera que es imposible creer que sea verdadero. Y, a pesar de la evidencia, ya sea para admirarse de su inteligencia o para tratarle de majadero, no son pocos los que se han tomado y se siguen tomando sus bestialidades al pie de la letra. Sin ir más lejos, en opinión de Gibson, El mito trágico del «Ángelus» de Millet «es sin duda alguna la contribución más original de Dalí a la crítica del arte». Es decir, lo que dice Dalí en el ensayo le parece plausible y lo entiende como un documento «profundamente revelador de sus conflictos emocionales a principios de los años treinta». Dalí no podía encontrar mejor biógrafo.

El mito trágico contiene muchos otros momentos brillantes que sería prolijo enumerar, pero no me resisto a referirme a uno de los más logrados. Por todo lo que dice en los prolegómenos de su análisis del cuadro, la idea de someterlo a una explicación psicoanalítica se la brinda el hecho sorprendente de que el Ángelus se reproduzca por doquier hasta la saciedad: se distribuye en láminas de pésima calidad con las que las familias burguesas decoran sus salones, tal como luego sucedería con el Guernica de Picasso en las habitaciones de los hijos progresistas de estas mismas familias; se vende en las tiendas para turistas, se imprime en los objetos más insospechados, y eso ocurre tanto en Francia como en los otros países europeos. Esa descomunal cadena de repetición ad infinitum incentiva la rabia que le da a Dalí el conformismo imitativo que caracteriza a las masas, y encuentra en ello el motivo que necesita para dar rienda suelta a su parodia del psicoanálisis aplicado al arte. Entre los objetos consagrados a la reproducción del Ángelus ninguno le excita tanto como un juego de cafetera y tazas de cerámica que lleva impreso una reproducción del cuadro. Ve en él una gallina clueca y sus polluelos, lo cual le da pie a extenderse sobre el tema de la madre devoradora que, apoderándose de sus crías de manera análoga a las felaciones que él ha confesado sufrir en la infancia, vierte en ellos su café. «Este último acto ⎯dice⎯ adquiere ante nuestros ojos la significación de un acoplamiento desproporcionado y brutal de la cafetera y la taza, es decir de la madre y el hijo, y este último, como consecuencia del acto sexual, deberá ser devorado por la madre». Recuerda entonces que de niño, al ver una imagen de unas crías de canguro asomando la cabeza por el marsupio de una hembra, quedó convencido de que, dentro de la bolsa materna, las crías nadaban en leche. Ese recuerdo le aviva el deseo de sumergir en leche el cuadro de Millet y, al discutir con sus amigos surrealistas este nuevo proyecto, dice que todos estaban de acuerdo en que solo era posible sumergirlo por el lado del campesino, es decir, del padre convertido en hijo, lo que confirmaría definitivamente su tesis sobre el engullimiento simbólico del hijo por parte de la madre. El conjunto de esas observaciones paranoico-críticas le lleva a llamar «nostalgia caníbal» al juego de tazas y cafetera que reproduce el cuadro de Millet y, con ello, insiste en la idea edípica de la madre que le come el pene al hijo y le hace padecer de este modo el complejo de castración, lo que equivale simbólicamente a la muerte del hijo. Nadie, ni siquiera Lacan, quien también colaboró en el primer número de Minotaure con un artículo titulado «Le problème du style et la conception psychiatrique des formes paranoïaques de l’expérience» que Juan José Lahuerta califica de «muy daliniano», fue capaz de llegar tan lejos.

Me puse a escribir este artículo como reacción a una película reciente que puede verse en la plataforma Filmin y que pretende explicar la relación de Dalí con el cuadro de Millet. Se trata de El caso Ángelus. La fascinación de Dalí, dirigida y protagonizada por Joan Frank Charansonnet. La película, en mi opinión mal concebida y tópicamente interpretada ⎯las representaciones de Dalí suelen ser de una vulgaridad insoportable; solo el gran Ramon Fontserè ha sabido encarnarlo con el tacto y la dignidad que merece el personaje para resultar creíble⎯, abunda en las trivialidades al uso con las que suele abordarse la figura de Dalí, pero no contentos con eso, los guionistas decidieron conducir el despropósito a un final melodramático con aires de tragedia psicoanalítica. Y así, en la última escena, un Dalí desencajado por un ataque de angustia existencial, después de haberle sido revelado por la radiografía del Ángelus que, efectivamente, Millet pintó un ataúd a los pies de la campesina, confiesa con ruborizante patetismo el problema de identidad que le causaba llevar el mismo nombre que un hermano muerto antes de que él naciera ⎯del que habla en La vida secreta pero no en el Mito trágico⎯ y pronuncia sobrecogido las siguientes palabras: «Por eso, desde bien pequeño, he cometido todo tipo de excentricidades simple y llanamente para reivindicar lo que soy: Salvador Dalí, el otro Salvador Dalí». Con lo que, además de darle al desenlace de una película ya de por sí insufrible en todo su desarrollo el tono lacrimógeno de banalidad transcendente que tanto apetece a la sensiblería contemporánea, mutila las extravagancias de Dalí del humorismo insultante que les da sentido para justificarlas conmovedoramente y rescatarlas así del absoluto desprecio del pintor por una sociedad idiotizada. Nada más antidaliniano.


Ilustración: Salvador Dalí en 1936. Retrato realizado en el Estudio Harcourt de París. Dominio público.