Algunas decisiones conscientes pueden predecirse antes de que entren en nuestra consciencia. Este tipo de hallazgos, demostrados en famosos estudios como los del fisiólogo Benjamin Libet en los ochenta, o los del neurocientífico John-Dylan Haynes más recientemente, plantean una conciliación difícil con la sensación inevitable de que uno es el origen consciente de sus decisiones y acciones. En Determined (2023), un compendio que se hace eco de estos y otros estudios que añaden a la causa, el neuroendocrinólogo Robert Sapolsky agita el debate sobre el determinismo con una posición contundente: el libre albedrío –dice con rotundidad– no existe.
El determinismo causal no es una idea nueva, como tampoco lo es que este limitaría el libre albedrío. Pero Sapolsky dobla la apuesta y afirma que no tenemos agencia, que no tomamos decisiones ni participamos en procesos de razonamiento. Simplemente, somos seres a los que les pasan cosas. En Determined, las evidencias científicas se apilan una sobre otra, y el punto clave de la posición de Sapolsky estaría en el hecho de que la explicación no es válida únicamente desde la biología, sino que todas las disciplinas científicas lo avalan: de la endocrinología a las ciencias sociales y del comportamiento, todo aparece determinado por la causalidad. Bajo esta premisa, todas nuestras acciones son causas de acciones anteriores; todo es una cadena de causalidad que se estira infinitamente atrás en el tiempo. «Muéstrame –dice Sapolsky– una neurona (o cerebro) cuya generación de un comportamiento sea independiente de la suma de su pasado biológico, y para los propósitos de este libro habrás demostrado el libre albedrío». En otras palabras: la forma en que nuestra biología interacciona con el entorno en tiempo presente no es una entidad separada de la interacción de hace un minuto, una década o un milenio. Lo que llamamos intención está en realidad fuera de nuestro control. Cada influencia anterior proviene sin interrupción de los efectos de sus propias influencias anteriores, y es esa imposibilidad de surgir de la nada lo que elimina la posibilidad del libre albedrío. De modo que la hazaña a la que nos invita Sapolsky –la de mostrar un comportamiento incausado– es a priori irrealizable desde la ciencia.
En el ensayo, Sapolsky aporta la prueba de numerosos estudios y experimentos. De acuerdo con su visión determinista del ser humano, hay esferas de determinación que van de lo inmediato a lo ancestral. Por ejemplo, algo tan aparentemente irrelevante como un olor nauseabundo en un momento dado puede derivar en consideraciones morales de un signo u otro. Un experimento lo demostraba así: cuando los sujetos estaban sentados en una habitación con un olor repugnante, el nivel medio de simpatía que tanto conservadores como liberales declaraban sentir por los homosexuales disminuía. El fenómeno se explica mediante una región del cerebro llamada ínsula, que en mamíferos se activa con el olor o el sabor de la comida en mal estado, protegiendo de la intoxicación alimentaria. Puesto que no ha habido suficiente tiempo para desarrollar una región cerebral encargada del asco moral, nuestras neuronas no distinguen entre olores repugnantes y comportamientos repugnantes (huelga decirlo, en ningún caso se está sugiriendo que la homosexualidad sea un comportamiento repugnante). De un modo parecido, aquel lector que esté familiarizado con el concepto del efecto halo sabrá que la belleza física de un interlocutor nos predispone a creer como cierto y bueno todo lo que nos diga. De nuevo, el cerebro falla a la hora de distinguir entre belleza y bondad.
Nuestra composición genética y nuestros estados hormonales también tienen una influencia capital en las decisiones que tomamos. Mayores niveles de testosterona en el organismo nos inclinan a la autoconfianza y a asumir riesgos, al tiempo que disminuyen la generosidad y la empatía con extraños. Es decir, que nuestro modo de desenvolvernos en el mundo está condicionado por la cantidad de testosterona que producen nuestras gónadas o el número de receptores que hay en determinadas regiones cerebrales, que a su vez están condicionadas por nuestros genes y por nuestro entorno fetal y posnatal; todo sin que tengamos control o consciencia de ello. Y la testosterona es solamente una de las muchas hormonas que componen nuestro organismo. Cuanta más oxitocina y vasopresina, por ejemplo, mayor amabilidad y comportamiento prosocial. En esencia, nos dice Sapolsky, las decisiones que supuestamente tomamos libremente están influidas por los niveles hormonales en el torrente sanguíneo y por la cantidad de sus receptores en el cerebro.
Los determinantes abarcan espectros más amplios que la composición biológica que ostentamos. No es solo que las bacterias intestinales incidan sobre el comportamiento; es que la cultura en la que hemos crecido, con su reproducción de patrones consistentes a lo largo de un tiempo anterior a nuestra existencia, produce conductas preestablecidas en nosotros. A esta instancia, el científico estadounidense afirma:
Los estadounidenses son más propensos a utilizar pronombres singulares de primera persona, a definirse a sí mismos en términos personales en lugar de relacionales («soy abogado» frente a «soy padre»), a organizar la memoria en torno a acontecimientos en lugar de en torno a relaciones sociales. El objetivo de los estadounidenses es distinguirse consiguiendo estar por delante de los demás; el de los asiáticos es evitar distinguirse. Y de estas diferencias se derivan importantes discrepancias en cuanto a lo que se considera violación de las normas y qué se debe hacer al respecto. A su vez, esto refleja diferentes funcionamientos del cerebro y del cuerpo.
Frente a este influjo de determinantes, Sapolsky concluye: «¿Qué nos hace ser quienes somos en un momento dado? Lo que ocurrió antes». De modo que los estímulos sensoriales, los niveles hormonales, los genes, el entorno fetal, la historia familiar, el contexto socioeconómico –todas las circunstancias formativas del individuo–, implican las elecciones y el comportamiento de todos nosotros. Esta prevalencia de lo anterior socava la noción de libertad –de elección, de pensamiento–, y aquí es donde Sapolsky da el paso más controvertido de su ensayo: si el libre albedrío no existe, tampoco existe la responsabilidad moral. Al defender una posición semejante, se apoya en los argumentos de filósofos incompatibilistas como Peter Tse o Neil Levy, que sostienen que, en lugar de libre albedrío, lo que nos caracteriza es una «regresión destructora de la responsabilidad», y que no tenemos control sobre nuestras creencias ni sobre las consecuencias de nuestras creencias, como tampoco de la disponibilidad de alternativas. No podemos siquiera desear creer algo distinto a lo que creemos. Siendo esto así, ¿cómo responsabilizarnos de nuestros actos? Si solamente hacemos lo único que podemos hacer, ¿cómo juzgar el valor de nuestras acciones? Sapolsky pone el ejemplo de la epilepsia, la esquizofrenia o la depresión. A medida que hemos ido descubriendo más sobre este tipo de enfermedades, hemos dejado de juzgar moralmente responsables a las personas que las padecen. De igual manera, en la medida en que conocemos el funcionamiento determinado del cerebro, deberíamos dejar de juzgarnos moralmente responsables de lo que hacemos. Sapolsky busca establecer el determinismo causal como un paradigma de humanidad y compasión, y al final del libro proclama:
Necesitamos aceptar lo absurdo de odiar a cualquier persona por algo que haya hecho. En última instancia, ese odio es más triste que odiar al cielo por causar tormentas, odiar a la tierra cuando tiembla u odiar a un virus porque es bueno entrando en las células pulmonares. Aquí es donde nos ha traído la ciencia.
Detrás de este cierre tan «magnánimo», el ensayo de Sapolsky esconde varios problemas. El primero de ellos tal vez sea que toda la literatura científica que aporta, además de ser incapaz de resolver la falta de consenso sobre la materia, no se parece en nada a la experiencia de vivir. Quizás no sea un argumento de peso para un científico materialista como el estadounidense, pero cuesta desechar tan fácilmente la experiencia empírica –lo que sentimos todos a diario– de que nuestras decisiones emergen de un mínimo de voluntad que descarta constantemente alternativas. En un artículo del pasado julio, Arcadi Espada citaba la aclaración que Sapolsky habría hecho respecto de una cuestión así. Decía que el libre albedrío –esta sensación de permanente libertad de elección– sería un mecanismo evolutivo de protección psicológica desarrollado por la única especie consciente de su finitud; una ilusión, un autoengaño. La realidad es que, aunque esta función protectora tuviera un origen evolutivo, Sapolsky no es lo suficientemente contundente a la hora de aportar argumentos para desarticular la existencia del libre albedrío, posiblemente porque de entrada es vago e impreciso a la hora de definirlo. Con una brocha más bien gruesa, asimila libre albedrío a indeterminación, más especialmente, a indeterminación biológica, pero cuesta mucho admitir que el libre albedrío sea únicamente eso. Por si fuera poco, Sapolsky tampoco profundiza lo más mínimo en el concepto de libertad. De nuevo, asume que la única forma de libertad es la indeterminación, sin matices, ignorando todo el corpus filosófico que existe sobre el asunto. En última instancia, reduce una cuestión de amplio alcance filosófico y ético a una explicación científica. Pero el libre albedrío y la responsabilidad moral no son cuestiones científicas, sino hechos complejos, móviles, circunstanciales, que requieren de una consideración distinta.
La ciencia es relevante, pero no es decisiva. Sapolsky se esfuerza tanto por demostrar el determinismo causal que descuida la definición e investigación de aquello que en definitiva pretende negar: el libre albedrío. Todo su enfoque está en si el determinismo es verdadero, no en su relación con el libre albedrío. Por ejemplo, descarta automáticamente la idea de que estemos determinados no absolutamente por causas antecedentes. Es indeterminismo o nada. Y en esta reducción, que niega cualquier posibilidad de gradación, incurre en dogmatismo. Sin embargo, si entendemos el libre albedrío como algo más que simple indeterminismo biológico, no podemos ver otra cosa que la caída estrepitosa del edificio científico-filosófico de Sapolsky. Uno no puede más que admirar su talento por explicar las cosas retrospectivamente; su capacidad para constatar que todo lo que existe tiene precedentes perfectamente trazables en el tiempo. En días de voluntarismo infantil como los que vivimos, en los que felizmente se afirma la autodeterminación de género, es un freno razonable a la estupidez. Pero la teoría que propone es insuficiente para explicar la riqueza de la experiencia humana, y mucho más que insuficiente para sostener una nueva «moralidad sin moral». Gran parte del éxito y popularidad de Determined, publicado el año pasado, tal vez se deba a esta defensa desacomplejada de la irresponsabilidad, a esta invitación aparentemente compasiva a la exculpación. Por desgracia, tenemos demasiados ejemplos a mano del fracaso de una moral basada exclusivamente en la compasión por el débil, el desafortunado o el enfermo. Y aunque, ciertamente, la compasión sea una cualidad moral deseable, cuando lo único que hay es compasión acabamos con una moralidad objetivamente más pobre. Lo cierto es que no necesitamos una teoría científica para fundamentar la compasión. Y más cierto aún es que un asesinato será siempre más doloroso que una tormenta. Si la ciencia insinúa que ambas cosas están al mismo nivel, no hay que buscar más pruebas para constatar su insuficiencia.
Ilustración: Seis viñetas que ilustran las propensiones frenológicas: esperanza, consciencia, veneración, prudencia, benevolencia, causalidad. Grabado con acuarela de G. Cruikshank (1826) Creative Commons Attribution (CC BY 4.0).