Hay un proverbio francés que asegura que comparaison n’est pas raison, es decir que la comparación no es una herramienta de razonamiento segura. Cuando decimos en español que «las apariencias engañan» estamos aludiendo a una análoga desconfianza hacia este mismo fenómeno. Una esfera con pinchos puede inducirnos a pensar que un erizo de mar, una castaña o un erizo de bosque son seres emparentados, cuando la realidad es que uno es un equinodermo, el otro una fruta con su corteza y el tercero un pequeño mamífero con patitas. Y un dolor de cabeza puede delatar un tumor mortal o anunciar un cambio súbito de tiempo. Sí, las semejanzas pueden desorientar, comparación no es razón, y no hay que fiarse de las apariencias, que no suelen conducir a nada esencial.
Pero por otra parte, la más elemental experiencia de la vida nos pone ante los ojos la enorme importancia que tiene en nuestras conductas la comparación y, más aún, su aplicación práctica, la imitación. Si no nos enseñan, es decir, nos dan algo con que compararnos primero y luego imitar, no aprendemos a andar, ni a comer, ni a hacer pis. Y ante una situación complicada, lo primero que pensamos es encontrar un objeto análogo con que compararla. Si hay suerte, una vez localizado el modelo a copiar, habremos dado el primer paso para salir del embrollo. Lo que pasa es que leer la realidad en busca de elementos que nos ayuden a actuar es una operación a veces complicada, y esta lectura también hay que aprenderla, claro, con lo cual volvemos donde estábamos: aprender a leer para aprender a actuar. Sin olvidar que ajustar nuestra acción a la lectura de la realidad puede hacerse, al menos, de dos maneras: repetir o hacer lo contrario ⎯que no deja de ser también una manera de imitar. Ferran Toutain, colega de estas páginas, ha escrito mucho y muy bien sobre todo esto.
Pensaba en este arduo problema y compadecía a nuestros políticos, en concreto a esos que se han propuesto nada menos que «salvar el catalán» ⎯y escribo las comillas por destacar este sintagma que me parece designar un empeño absolutamente portentoso: el de salvar una lengua que se percibe en peligro.
Sabemos, más o menos, cómo salvar un bosque, un castillo en ruinas, un animalito herido, pero ¿una lengua? En latín están escritos algunos de los textos más hermosos y profundos que ha producido la humanidad, y el latín se murió. En cambio, el griego, también creador de textos sublimes, ha sobrevivido a invasiones y tropiezos, se sigue hablando y va produciendo gran literatura; no es el mismo griego, pero es griego. No es nada fácil discernir por qué uno muere y el otro sobrevive y, modificado, llega a producir nuevas maravillas. ¿Y el provenzal? Tuvo un periodo glorioso en la Edad Media, como el catalán, y un breve resurgimiento con el Romanticismo, también como el catalán. Pero luego ha desaparecido como lengua de cultura ⎯a diferencia del catalán⎯ que, por cierto, es también mi lengua: soy escritor y traductor en catalán y en castellano.
Pero si abordamos este tema, hay que tener en cuenta un dato de una importancia capital: en Cataluña, a mediados del XIX, además de bellos poemas y alguna pieza de buena prosa, surgió un potente movimiento nacionalista, más o menos el mismo que ahora, siglo y medio después, quiere salvar ese catalán que, curiosamente, cuando surgió el nacionalismo llevaba muchos siglos vivísimo y coleando a su modo. Luego vino la Guerra Civil, la prohibición, y finalmente el triunfo del nacionalismo pujolista, con el catalán convertido en lengua oficial de una parte del Estado. Y surgieron los problemas, finalmente el problema. Ahora, después de treinta años de gobierno nacionalista, la lengua catalana parece en grave peligro y los salvadores miran a su alrededor en busca de ejemplos de lenguas reprimidas, oprimidas, censuradas y finalmente salvadas, en busca de ejemplos de recuperación.
¿Dónde estarán los ejemplos? El gaélico es lengua oficial de Irlanda, y lo habla una mínima parte de la población, mientras que el resto, la gran mayoría angloparlante, no es importunada, que yo sepa, por hablar en la lengua que le da la gana, la del opresor, por ejemplo. Los francófonos de Quebec llevan años conviviendo tan tranquilos con sus compatriotas anglófonos. El caso belga no creo que ayude mucho a los agobiados salvadores del catalán. Aquí puede que tengamos dos lenguas o más, pero no tenemos dos comunidades, ni más.
Este agobio del Ejército de Salvación, tan perceptible como molesto para la ciudadanía en general, ha llevado a unas iniciativas de cuyas dimensiones antropológicas no creo que sean conscientes sus autores. Cambiar los códigos del trato social es una cosa complicadísima, muy profunda y difícil, a veces imposible: nadie puede decidir de un día para otro que nos saludaremos con la mano izquierda en vez de con la derecha, o que eructar a la cara del vecino de mesa será una muestra de buena educación, cosa que según una leyenda ocurre no sé dónde. Pero nada hay más tozudo e impermeable a las señales de la realidad que un nacionalista, y los nacionalistas locales decidieron que, ante una persona que nos pareciera forastera (operación que implica una dosis variable de racismo, por cierto), en vez de hablarle en la lengua que más probablemente entendería y hablaría, el castellano, había que hablarle en catalán. Y en una pirueta retórica prodigiosa añadían que eso demostraba que somos muy educados y nada racistas. Aceptar esta parodia de razonamiento implica una dosis de fe que solo está al alcance de los ya convencidos, los nacionalistas vibrantes de fe patriótica.
En realidad, se entiende que los de la Salvation Army estén nerviosos: cualquiera puede ver, o mejor oír, que aquí cada vez se habla más el castellano, y el catalán que se habla (por lo menos en Barcelona, que es la mitad de Cataluña y mi ciudad) es un catalán pobre y postizo, aprendido en esos cursos rápidos que organiza la administración, una lengua que los catalanófonos de más de cincuenta o sesenta años difícilmente reconocemos como «nuestro» catalán: las vocales se han abierto como para que entre el aire de Valladolid, los famosos pronoms febles (en, hi), tan genuinos y con una gramática tan complicada, se han dejado de usar, se han esfumado, dando lugar a construcciones que hieren los oídos de los más ancianos, y el léxico, la entonación, la fraseología, ya no son los de hace cincuenta años. Es ese neocatalán que hablan a gritos las maestras con los parvulitos, antes de pasarse al castellano para hablar entre ellas. Es el castellano de esas pandillas de adolescentes con nombres y apellidos muy de aquí, que cuando salen del instituto o el colegio se ponen a hablar en castellano y nadie sabe cómo ha sido.
¿Qué hacer?, deben de preguntarse los responsables de la cosa, los cruzados de la causa, atónitos. El catalán es lengua cooficial, en algunos casos oficial a secas, en muchos ámbitos impuesta, es una lengua fácil y bonita, premiada y subvencionada. Y en cambio una buena parte de la población prefiere la otra, vuelve la cara al catalán y quiere más a la otra lengua, se lanza en brazos de la rival. ¿Existe un caso análogo en la historia de las lenguas y los Estados? Yo no lo sé. Lo único que se me ocurre es que a lo mejor la autoridad correspondiente debería preguntarse, no qué hacer para que la gente hable catalán, sino qué hacer y qué no hacer para que los ciudadanos quieran hablar en catalán, o en la práctica: que deseen imitar a los ciudadanos que hablan en catalán, porque les parecen sabios, brillantes y hermosos.
Es imperativo que los políticos, para empezar, reconozcan el fracaso total de las estrategias en curso, su fracaso, y reflexionen sobre qué tienen que hacer para convertir el catalán en una lengua interesante, deseable, y por decir la palabra clave: prestigiosa. Para que hablar y escribir bien el catalán sirva, además de para ganar oposiciones y servir cafés, para quedar bien y resultar distinguido ⎯y por ende, ascender en la escala social, claro.
En resumen, señores nacionalistas salvadores de la lengua, el catalán tiene que recuperar (o adquirir) prestigio. Y el prestigio, lo siento mucho, no se concede con decretos ni se crea con subvenciones. El prestigio no lo irradia quien quiere, sino quien puede, es algo sobre lo que no se puede legislar porque pertenece a lo imaginario, a lo irracional, a la magia, si me permiten pasarme un poco de la raya. Siento no poder explicarme mejor. Se me ocurre que leyendo algunas buenas novelas entenderían estas cosas y muchas más.
Ilustración: Catalan. Grabado de la serie Costumes de Différents Pays, de Jacques Grasset de Saint-Sauveur, finales del siglo XVIII. Via Look and Learn.